Read Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas Online
Authors: Isaac Asimov
Evangelista Torricelli y Vincenzo Viviani, alumnos de Galileo, lo llevaron a cabo en 1644. Escogieron el mercurio (que es treinta y una veces y media más denso que el agua), del que llenaron un tubo de vidrio, de 1 m de longitud aproximadamente, y, cerrando el extremo abierto, introdujeron el tubo en una cubeta con mercurio y quitaron el tapón. El mercurio empezó a salir del tubo y a llenar la cubeta; pero cuando su nivel hubo descendido hasta 726 mm sobre el nivel de la cubeta, el metal dejó de salir del tubo y permaneció a dicho nivel.
Así se construyó el primer «barómetro». Los modernos barómetros de mercurio no son esencialmente distintos. No transcurrió mucho tiempo en descubrirse que la altura del mercurio no era siempre la misma. Hacia 1660, el científico inglés Robert Hooke señaló que la altura de la columna de mercurio disminuía antes de una tormenta. Con ello se abrió el camino a la predicción del tiempo, o «meteorología».
¿Qué era lo que sostenía al mercurio? Según Viviani, sería el peso de la atmósfera, que presionaría sobre el líquido de la cubeta. Esto constituía una idea revolucionaria, puesto que la teoría aristotélica afirmaba que el aire no tenía peso y estaba sujeto sólo a su propia esfera alrededor de la Tierra. Entonces se demostró claramente que una columna de 10 m de agua, u otra de 762 mm de mercurio, medían el peso de la atmósfera, es decir, el peso de una columna de aire, del mismo diámetro, desde el nivel del mar hasta la altura de la atmósfera.
El experimento demostró que la Naturaleza no aborrecía necesariamente el vacío en cualquier circunstancia. El espacio que quedaba en el extremo cerrado del tubo, tras la caída del mercurio, era un vacío que contenía sólo una pequeña cantidad de vapor de mercurio. Este «vacío de Torricelli» era el primero que producía el hombre. Casi inmediatamente, el vacío se puso al servicio de la Ciencia. En 1650, el estudiante alemán Athanasius Kircher demostró que el sonido no se podía transmitir a través del vacío, con lo cual, por vez primera, se apoyaba una teoría aristotélica. En la década siguiente, Robert Boyle demostró que los objetos ligeros caían con la misma rapidez que los pesados en el vacío, corroborando así las teorías de Galileo sobre el movimiento, contra los puntos de vista de Aristóteles.
Si el aire tenía un peso limitado, también debía poseer una altura limitada. El peso de la atmósfera resultó ser de 0,33041 kg/cm
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. Partiendo de esta base, la atmósfera alcanzaría una altura de 8 km, suponiendo que tuviese la misma densidad en toda su longitud. Pero en 1662, Boyle demostró que no podía ser así, ya que la presión aumentaba la densidad del aire. Cogió un tubo en forma de J e introdujo mercurio por el extremo más largo. El mercurio dejaba un poco de aire atrapado en el extremo cerrado del brazo más corto. Al verter más mercurio en el tubo, la bolsa de aire se contraía. Al mismo tiempo descubrió que aumentaba su presión, puesto que, a medida que se incrementaba el peso del mercurio, el aire se contraía cada vez menos. En sucesivas mediciones, Boyle demostró que, al reducirse el volumen del gas hasta su mitad, se duplicaba la presión de éste. En otras palabras, el volumen variaba en relación inversa a la presión (fig. 5.2). Este histórico descubrimiento, llamado «ley de Boyle», fue el primer paso de una serie de descubrimientos sobre la materia que condujeron, eventualmente, hasta la teoría atómica.
Fig. 5.2. Diagrama del experimento de Boyle. Cuando el brazo izquierdo del tubo es taponado se va introduciendo más mercurio por el brazo derecho, el aire atrapado se comprime. Boyle demostró que el volumen de este aire varía inversamente a la presión. Ésta es la «ley de Boyle».
Puesto que el aire se contrae bajo la presión, debe alcanzar su mayor densidad a nivel del mar y hacerse gradualmente más ligero, a medida que va disminuyendo el peso del aire situado encima, al acercarse a los niveles más altos de la atmósfera. Ello lo demostró por vez primera el matemático francés Blas Pascal, quien, en 1648, dijo a su cuñado que subiera a una montaña de unos 1.600 m de altura, provisto de un barómetro, y que anotara la forma en que bajaba el nivel del mercurio a medida que aumentaba la altitud.
Cálculos teóricos indicaban que si la temperatura era la misma en todo el recorrido de subida, la presión del aire se dividiría por 10, cada 19 km de altura. En otras palabras, auna altura de 19 km, la columna de mercurio habría descendido, de 762, a 76,2 mm; a los 38 km sería de 7,62 mm; a los 57 km, de 0,762 mm, y así sucesivamente. A los 173 km, la presión del aire sería sólo de 0,0000000762 mm de mercurio. Tal vez no parezca mucho, pero, sobre la totalidad de la superficie de la Tierra, el peso del aire situado encima de ella, hasta 173 km de altura, representa un total de 6 millones de toneladas.
En realidad, todas estas cifras son sólo aproximadas, ya que la temperatura del aire varía con la altura. Sin embargo, ayudan a formarse una idea, y, así, podemos comprobar que la atmósfera no tiene límites definidos, sino que, simplemente, se desvanece de forma gradual hasta el vacío casi absoluto del espacio. Se han detectado colas de meteoros a alturas de 160 km, lo cual significa que aún queda el aire suficiente como para hacer que, mediante la fricción, estas pequeñas partículas lleguen a la incandescencia. Y la aurora boreal, formada por brillantes jirones de gas, bombardeados por partículas del espacio exterior, ha sido localizada a alturas de hasta 800, 900 y más kilómetros, sobre el nivel del mar.
Desde los tiempos más primitivos, ha parecido existir un anhelo por parte de los seres humanos de viajar a través del aire. El viento puede, y lo hace, transportar objetos ligeros —hojas, plumas, semillas— a través del aire. Más impresionantes resultan los animales que se deslizan, como las ardillas voladoras, los falangéridos voladores, e incluso los peces voladores y —en una mayor extensión— los verdaderos voladores, tales como los insectos, los murciélagos y las aves.
El anhelo de los seres humanos de realizar todo esto, ha dejado su señal en el mito y en la leyenda. Los dioses y los demonios pueden de una forma rutinaria viajar a través del aire (los ángeles y las hadas se pintan siempre con alas), y aquí tenemos a Ícaro, cuyo nombre se ha puesto a un asteroide (véase capítulo 3), y el caballo alado, Pegaso, e incluso las alfombras voladoras en las leyendas orientales.
El primer mecanismo artificial que, por lo menos, se podía deslizar a una altura considerable y durante un considerable espacio de tiempo, fue la
cometa
, en la que el papel, o algún material similar, se extiende sobre una delgada estructura de madera, equipada con una cola para la estabilización, y con una larga cuerda para sostenerla. Se supone que la cometa fue inventada por el filósofo griego Arquitas, en el siglo IV a. de J.C.
Las cometas fueron empleadas durante miles de años, principalmente como diversión, aunque también fueron posibles usos prácticos. Una cometa puede albergar una linterna en su vuelo, como una señal sobre una gran zona. Puede también llevar una cuerda ligera al otro lado de un río o de un barranco, y luego esa cuerda ser usada para pasar cuerdas más pesadas al otro lado, hasta construir un puente.
El primer intento para emplear las cometas con propósitos científicos se produjo en 1749, cuando un astrónomo escocés, Alexander Wilson, incorporó unos termómetros a las cometas, confiando en medir las temperaturas de los lugares elevados. Mucho más significativa fue la cometa de Benjamín Franklin en 1752, de la que volveré a hablar en el capítulo 9.
Las cometas (o artefactos deslizadores afines) no se hicieron lo suficiente grandes y fuertes, para poder llevar seres humanos, durante otro siglo y medio, pero el problema fue resuelto de manera distinta durante la vida de Franklin.
Hasta finales del siglo XVIII, parecía que lo más cerca que el hombre conseguiría estar nunca de la atmósfera superior era la cumbre de las montañas. La montaña más alta que se hallaba cerca de los centros de investigación científica era el Mont Blanc, en el sudeste de Francia; pero sólo llegaba a los 5.000 m.
En 1782, dos hermanos franceses, Joseph-Michel y Jacques-Étienne Montgolfier consiguieron elevar estas fronteras. Encendieron fuego bajo un enorme globo, con una abertura en su parte inferior, y de este modo lo llenaron de aire caliente. El ingenio ascendió con lentitud: ¡los Montgolfier habían logrado, por primera vez, que se elevara un globo! Al cabo de unos meses, los globos se llenaban con hidrógeno, un gas cuya densidad es 14 veces menor que la del aire, de modo que 1 kg de hidrógeno podía soportar una carga de 6 kg. Luego se idearon las barquillas, capaces de llevar animales y, más tarde, hombres.
Un año después de esta ascensión, el americano John Jeffries realizó un viaje en globo sobre Londres, provisto de barómetro y otros instrumentos, así como de un dispositivo para recoger muestras de aire a diversas alturas. En 1804, el científico francés Joseph-Louis Gay-Lussac ascendió hasta una altura de 6.800 m y bajó con muestras de aire rarificado. Tal tipo de aventuras se pudieron realizar con mayor seguridad gracias al francés Jean-Pierre Blanchard, que inventó el paracaídas en 1785.
Éste era casi el límite para los seres humanos en una barquilla abierta; en 1875, tres hombres lograron subir hasta los 9.600 m; pero sólo uno de ellos, Gastón Tissandier, sobrevivió a la falta de oxígeno. Este superviviente describió los síntomas de la falta de aire, y así nació la «Medicina aeronáutica». En 1892 se diseñaron y lanzaron globos no tripulados, provistos de instrumentos. Podían ser enviados a mayor altitud y volver con una inapreciable información sobre la temperatura y presión de regiones inexploradas hasta entonces.
Tal como se esperaba, la temperatura descendía en los primeros kilómetros de ascenso. A una altura de 11 km era de –55 °C. Pero entonces se produjo un hecho sorprendente. Más allá de esta altura, no descendía ya.
El meteorólogo francés Léon-Phillippe Teisserenc de Bort sugirió que la atmósfera podía tener dos capas: 1.
a
Una capa inferior, turbulenta, que contendría las nubes, los vientos, las tormentas y todos los cambios de tiempo familiares (capa a la que llamó «troposfera», que, en griego, significa «esfera del cambio»). 2.
a
Una capa superior, tranquila, formada por subcapas de dos gases ligeros, helio e hidrógeno (a la que dio el nombre de «estratosfera», o sea, «esfera de capas»). Al nivel al que la temperatura dejaba de descender lo llamó «tropopausa» («final del cambio», o límite entre troposfera y estratosfera).
Desde entonces se ha comprobado que la tropopausa varía desde unos 16 km sobre el nivel del mar, en el ecuador, a sólo 8 km en los polos.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los bombarderos estadounidenses de gran altura descubrieron un espectacular fenómeno, justamente por debajo de la tropopausa: la «corriente en chorro», que consiste en vientos fuertes y constantes, los cuales soplan de Oeste a Este a velocidades superiores a los 800 km/h. Hay dos corrientes de este tipo: una, en el hemisferio Norte, a la latitud general de Estados Unidos, Mediterráneo y norte de China, y otra en el hemisferio Sur, a la altitud de Nueva Zelanda y Argentina. Estas corrientes forman meandros y, a menudo, originan remolinos mucho más al norte o al sur de su curso habitual. Actualmente, los aviones aprovechan la oportunidad de «cabalgar» sobre estos fuertes vientos. Pero mucho más importante es el descubrimiento de que las corrientes en chorro ejercen una poderosa influencia sobre el movimiento de las masas de aire a niveles más bajos.
Este conocimiento ha permitido progresar en el arte de la predicción meteorológica.
Pero el hombre no se conformó con que los instrumentos realizaran su personal deseo de exploración. Sin embargo, nadie podía sobrevivir en la ligera y fría atmósfera de las grandes alturas. Pero, ¿por qué exponerse a semejante atmósfera? ¿Por qué no utilizar cabinas selladas en las que se pudieran mantener las presiones y temperaturas de la superficie terrestre?
En los años 30, utilizando cabinas herméticas, el hombre alcanzó la estratosfera. En 1931, los hermanos Piccard (Auguste y Jean-Felix —el primero de los cuatro inventaría luego el batiscafo—), llegaron hasta los 17 km en un globo con una barquilla cerrada. Los nuevos globos, hechos de material plástico más ligero y menos poroso que la seda, permitieron subir más alto y permanecer más tiempo en el espacio. En 1938, un globo, llamado
Explorer II
, llegó hasta los 20 km, y en 1960, los globos tripulados habían alcanzado ya alturas de más de 34 km, mientras que los no tripulados ascendieron hasta cerca de los 47 km.
Todos estos vuelos a grandes alturas demostraron que la zona de temperatura constante no se extendía indefinidamente hacia arriba. La estratosfera alcanzaba su límite a unos 32 km de altura, por encima de la cual, la temperatura empezaba a ascender.
Esta «atmósfera superior», que contiene sólo un 2 % de la masa de aire total de la Tierra, fue estudiada, a su vez, hacia 1940. Pero entonces el hombre necesitó un nuevo tipo de vehículo: el cohete (véase capítulo 3).
La forma más directa de leer los instrumentos que han registrado las condiciones en las partes altas del aire, consiste en hacerlos descender e interpretarlos entonces. Los instrumentos transportados con cometas se pueden hacer descender de una forma relativamente sencilla, pero los globos son menos manejables en este aspecto, y los cohetes pueden no llegar a descender. Naturalmente, un paquete con instrumentos puede desprenderse desde un cohete y bajar de forma independiente, pero resulta difícil confiar en ello. De hecho, los cohetes podrían haber hecho poco por sí solos en la exploración de la atmósfera, de no verse acompañados por un invento: la
telemetría
. La telemetría se aplicó por primera vez en la investigación de la atmósfera, en un globo, por parte de un científico ruso llamado Piotr A. Molchanov.