Read Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas Online
Authors: Isaac Asimov
Todos esos cambios tienen un pequeño efecto sobre la temperatura media de la Tierra, no muy grande, pero sí lo suficiente en algunos momentos para accionar el gatillo, ya en el sentido de avance de los glaciares o en el de su retroceso.
En 1930, un físico yugoslavo, Milutin Milankovich, sugirió un ciclo de esta clase que tenía 40.000 años de duración, con una «Gran primavera», un «Gran verano», un «Gran otoño» y un «Gran invierno», cada uno de ellos de 10.000 años de extensión. Según esta teoría, la Tierra sería particularmente susceptible a la glaciación en el momento del «Gran invierno», y en realidad lo llevaría a cabo cuando los otros factores fuesen también favorables. Una vez conseguida la glaciación, la Tierra empezaría la desglaciación, de una forma muy probable, en el «Gran verano», si los otros factores fuesen favorables.
La sugerencia de Milankovich no encontró mucho favor cuando se avanzó, pero, en 1976, el problema fue abordado por J. D. Hays y John Imbrie, de Estados Unidos, y N. J. Shackleton, de Gran Bretaña. Trabajaron con grandes núcleos de sedimentos extraídos de dos lugares diferentes en el océano índico, de unas zonas relativamente someras y alejadas de extensiones terrestres, para que no contuviesen material contaminado de las próximas zonas costeras, o del somero fondo del mar.
Esos núcleos estaban formados por el material que se había deslizado hasta el fondo de una forma continuada durante un período de 450.000 años. Cuanto más profundo era el núcleo observado, resultaba de un año más alejado. Fue posible estudiar esqueletos de diminutos animales unicelulares, que, en diferentes especies, habían florecido a temperaturas distintas. Al medir la relación de los diversos lugares en el núcleo, se podía determinar la temperatura del océano en épocas variadas.
Ambos métodos de medición de las temperaturas se mostraron de acuerdo, y los dos parecían indicar algo muy semejante al ciclo de Milankovich. Así, pues, es posible que la Tierra tenga un lento, muy severo y glacial invierno a largos intervalos, lo mismo que tiene un pequeño invierno cubierto de nieve cada año.
Pero, en ese caso, ¿por qué debería el ciclo de Milankovich haber funcionado durante el transcurso del pleistoceno, pero no durante un par de centenares de millones antes, cuando no hubo en absoluto glaciaciones?
En 1953, Maurice Ewing y William L. Donn sugirieron que la razón de ello radicaría en la geografía particular del hemisferio septentrional. La región ártica es casi por completo oceánica, pero se trata de un océano rodeado de zonas terrestres con grandes masas continentales trabándolo por ambos lados.
Imaginemos el océano Ártico un poco más cálido de como lo es hoy, con poco o escaso manto de hielo, y ofreciendo una faja continua de superficie líquida. El océano Glacial Ártico serviría entonces como fuente de vapor de agua, que, enfriándose en la atmósfera superior, caería en forma de nieve. La nieve que se precipitase en el océano se fundiría, pero la que cayese sobre las masas continentales que lo rodearían se acumularía, y desencadenaría así la glaciación; la temperatura descendería y el océano Glacial Ártico se congelaría de nuevo.
El hielo no libera tanto vapor acuoso como lo hace el agua líquida a igual temperatura. Una vez el océano Glacial Ártico se helara, habría menos vapor acuoso en el aire y menos nevadas. Los glaciares comenzarían a retirarse, y si iniciasen así la desglaciación, dicha regresión se aceleraría.
Así, pues, es posible que el ciclo de Milankovich origine períodos de glaciación sólo cuando, en uno o ambos Polos, exista un océano rodeado por todas partes por zonas terrestres. Pueden pasar centenares de millones de años sin que un océano de este tipo exista, por lo que no habrá glaciación; luego, la deriva de las placas tectónicas crearía una situación de este tipo, y de ese modo comenzaría un millón de años o más en que los glaciares avanzarían y se retirarían con regularidad. Sin embargo, esta interesante sugerencia no ha sido del todo aceptada.
En realidad, existen cambios menos regulares en la temperatura de la Tierra y una producción más errática de tendencias hacia el enfriamiento o hacia el caldeamiento. El químico estadounidense Jacob Bigeleisen, trabajando con H. C. Urey, midió la proporción de las dos variedades de átomo de oxígeno presentes en los antiguos fósiles de los animales marinos, a fin de medir la temperatura en las aguas en las que vivían estos animales. Hacia 1950, Urey y su grupo habían desarrollado la técnica de una forma tan precisa que, al analizar las capas de la concha de un fósil de varios millones de años (una forma extinguida de calamar), pudieron determinar que la criatura había nacido en verano, vivido cuatro años y muerto en primavera.
Este «termómetro» ha establecido que, hace 100 millones de años, la temperatura promedia de los océanos a nivel mundial era de 22 °C. Se enfrió lentamente hasta 16°, 10 millones de años después y luego subió de nuevo a los 22° durante otros 10 millones de años. Desde entonces, la temperatura oceánica ha descendido de forma continuada. Todo aquello que accionase esta disminución puede ser asimismo un factor en la extinción de los dinosaurios (que probablemente se hallarían adaptados a unos climas templados y estables), y concedió un premio a aquellas aves y mamíferos de sangre caliente, que pueden mantener una temperatura interna constante.
Empleando la técnica de Urey, Cesare Emiliani estudió los caparazones de foraminíferos extraídos en núcleos del fondo oceánico. Descubrió que la temperatura total del océano era de unos 10 °C hace 30 millones de años, y de 6 °C hace veinte millones de años, siendo en la actualidad de 2° (figura 4.8).
Fig. 4.8. El registro de las temperaturas oceánicas durante los últimos 100 millones de años.
¿Qué causó estos cambios a largo plazo de la temperatura? Una explicación posible es la del llamado
efecto invernadero
, a causa del dióxido de carbono. El dióxido de carbono absorbe con bastante fuerza la radiación infrarroja. Así, cuando existen cantidades apreciables del mismo en la atmósfera, tiende a bloquear el escape del calor por la noche de la tierra caldeada por el Sol. El resultado de ello es que se acumula el calor. Por otra parte, cuando desciende el contenido de dióxido de carbono de la atmósfera, en ese caso la Tierra se enfría de modo continuado.
Si la concentración corriente de dióxido de carbono del aire se doblase (desde un porcentaje del 0,03 en el aire a otro del 0,06), ese pequeño cambio sería suficiente para elevar la temperatura en conjunto de la Tierra en 3 grados, y ello llevaría a la completa y rápida fusión de los glaciares continentales. Si el dióxido de carbono descendiese hasta la mitad de la cantidad actual, la temperatura bajaría lo suficiente como para que los glaciares se extendiesen de nuevo hasta la región de la ciudad de Nueva York.
Los volcanes descargan grandes cantidades de dióxido de carbono en el aire; el desgaste de las rocas absorbe dióxido de carbono (formándose caliza). Por lo tanto, es posible prever un par de mecanismos para los cambios climáticos terrestres a largo plazo. Un período superior al normal de actividad volcánica liberaría una cantidad mayor de dióxido de carbono en el aire e iniciaría un caldeamiento de la Tierra. En caso contrario, una era de formación de montañas, exponiendo amplias zonas de nuevas rocas sin erosionar al aire, disminuiría la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera. Este último proceso ha podido tener lugar a finales del
mesozoico
: la era de los reptiles, hace unos 80 millones de años, cuando comenzó el prolongado descenso en la temperatura de la Tierra.
Cualquiera que haya sido la causa de las Eras glaciales, parece ser que el hombre en lo futuro, podrá introducir cambios climáticos. Según el físico americano Gilbert N. Plass, estamos viviendo la última de las Eras glaciales, puesto que los hornos de la civilización invaden la atmósfera de anhídrido carbónico. Cien millones de chimeneas aportan anhídrido carbónico al aire incesantemente; el volumen total de estas emanaciones es de unos 6.000 millones de toneladas por año (unas 200 veces la cantidad procedente de los volcanes). Plass ha puesto de manifiesto que, desde 1900, el contenido de nuestra atmósfera en anhídrido carbónico se ha incrementado en un 10 % aproximadamente. Calculó que esta adición al «invernadero» de la Tierra, que ha impedido la pérdida de calor, habría elevado la temperatura media en un 1,1 °C por siglo. Durante la primera mitad del siglo XX, el promedio de temperatura ha experimentado realmente este aumento, de acuerdo con los registros disponibles (la mayor parte de ellos procedentes de Norteamérica y Europa). Si prosigue en la misma proporción el calentamiento, los glaciares continentales podrían desaparecer en un siglo o dos.
Las investigaciones realizadas durante el Año Geofísico Internacional parecen demostrar que los glaciares están retrocediendo casi en todas partes. En 1959 pudo comprobarse que uno de los mayores glaciares del Himalaya había experimentado, desde 1935, un retroceso de 210 m. Otros han retrocedido 300 e incluso 600 m. Los peces adaptados a las aguas frías emigran hacia el Norte, y los árboles de climas cálidos avanzan, igualmente, en la misma dirección. El nivel del mar crece lentamente con los años, lo cual es lógico si se están fundiendo los glaciares. Dicho nivel tiene ya una altura tal que, en los momentos de violentas tormentas y altas mareas, el océano amenaza con inundar el Metro de Nueva York.
No obstante, y considerando el aspecto más optimista, parece ser que se ha comprobado un ligero descenso en la temperatura desde principios de 1940, de modo que el aumento de temperatura experimentado entre 1880 y 1940 se ha anulado en un 50 %. Esto puede obedecer a una mayor presencia de polvo y humo en el aire desde 1940: las partículas tamizan la luz del Sol y, en cierto modo, dan sombra a la Tierra. Parece como si dos tipos distintos de contaminación atmosférica provocada por el hombre anulasen sus respectivos efectos, por lo menos en este sentido y temporalmente.
La atmósfera
Aristóteles imaginaba el mundo formado por cuatro capas, que constituían los cuatro elementos de la materia: tierra (la esfera sólida), agua (el océano), aire (la atmósfera) y fuego (una capa exterior invisible, que ocasionalmente se mostraba en forma de relámpagos). Más allá de estas capas —decía—, el Universo estaba compuesto por un quinto elemento, no terrestre, al que llamó «éter» (a partir de un derivado latino, el nombre se convirtió en «quintaesencia», que significa «quinto elemento»).
En este esquema no había lugar para la nada; donde acababa la tierra, empezaba el agua; donde ambas terminaban, comenzaba el aire; donde éste finalizaba, se iniciaba el fuego, y donde acababa el fuego, empezaba el éter, que seguía hasta el fin del Universo. «La Naturaleza —decían los antiguos— aborrece el vacío» (el
horror vacui
de los latinos, el miedo a «la nada»).
La bomba aspirante —un antiguo invento para sacar el agua de los pozos— parecía ilustrar admirablemente este horror al vacío (fig. 5.1.). Un pistón se halla estrechamente ajustado en el interior del cilindro; cuando se empuja hacia abajo el mango de la bomba, el pistón es proyectado hacia arriba, lo cual deja un vacío en la parte inferior del cilindro. Pero, dado que la Naturaleza aborrece el vacío, el agua penetra por una válvula, de una sola dirección, situada en el fondo del cilindro, y corre hacia el vacío. Repetidos bombeos hacen subir cada vez más el agua al cilindro, hasta que, por fin, sale el líquido por el caño de la bomba.
Fig. 5.1. Principio de la bomba de agua. Cuando la empuñadura eleva el pistón, se crea un vacío parcial en el cilindro, y el agua asciende penetrando en él a través de una válvula de una sola dirección. A medida que se va repitiendo el bombeo, el nivel del agua va subiendo hasta que surge por el caño.
De acuerdo con la teoría aristotélica, de este modo sería siempre posible hacer subir el agua a cualquier altura. Pero los mineros, que habían de bombear el agua del fondo de las minas, comprobaron que por mucho y muy fuerte que bombeasen, nunca podían hacer subir el agua a una altura superior a los 10 m sobre el nivel natural.
Hacia el final de su larga e inquieta vida de investigador, Galileo sintió interés por este problema. Y su conclusión fue la de que, en efecto, la Naturaleza aborrecía el vacío, pero sólo hasta ciertos límites. Se preguntó si tales límites serían menores empleando un líquido más denso que el agua; pero murió antes de poder realizar este experimento.