Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (45 page)

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Esencialmente, esta técnica de «medir a distancia» incluye el trasladar las condiciones que hay que medir (por ejemplo la temperatura) a impulsos eléctricos que son transmitidos a tierra por radio. Las observaciones toman la forma de cambios en intensidad o en el espaciado de los impulsos. Por ejemplo, un cambio de temperatura afecta a la resistencia eléctrica de un cable y, por lo tanto, de esta manera cambia la naturaleza de la pulsación; un cambio similar en la presión del aire se traduce en cierta clase de pulsación por el hecho de que el aire enfría el cable, y la amplitud del enfriamiento depende de la presión; la radiación manda impulsos a un detector, etcétera. En la actualidad, la telemetría se ha convertido en algo tan elaborado que los cohetes pueden hacerlo todo menos hablar, y sus intrincados mensajes han de ser interpretados por unos rápidos ordenadores.

Los cohetes y la telemetría, pues, muestran que por encima de la estratosfera, la temperatura aumenta hasta un máximo de unos –10 °C, a la altura de 50 kilómetros, y luego desciende de nuevo hasta un mínimo de –90 °C, a una altura de 80 kilómetros. Esta región de alzas y bajas en la temperatura se denomina
mesosfera
, una palabra acuñada en 1950 por el geofísico británico Sydney Chapman.

Más allá de la mesosfera, lo que queda del tenue aire es sólo de unos pocos milésimos del 1 % de la masa total de la atmósfera. Pero este esparcimiento de los átomos de aire crece firmemente en temperatura hasta unos estimados 1.000 °C a 450 kilómetros y, probablemente, hasta niveles aún más altos por encima de esta altura. Por lo tanto, se le llama
termosfera
, «esfera de calor», un viejo eco de la original esfera de fuego de Aristóteles. Naturalmente, la temperatura no significa aquí calor en el sentido usual: es simplemente una medición de la velocidad de las partículas.

Por encima de los 450 kilómetros llegamos a la
exosfera
(término empleado por primera vez por Lyman Spitzer en 1949), que puede extenderse hasta unas alturas de

1.600 kilómetros y, gradualmente, se emerge al espacio interplanetario.

El creciente conocimiento de la atmósfera nos puede capacitar para hacer algo con el tiempo algún día, y no meramente hablar del mismo. Ya se ha realizado un pequeño comienzo. A principios de la década de los cuarenta, los químicos norteamericanos Vincent Joseph Schaefer e Irving Langmuir observaron que muy bajas temperaturas producirían núcleos en los que se formarían las gotas de agua. En 1946, un avión dejó caer dióxido de carbono en polvo en un banco de nubes, a fin de formar primero núcleos y luego gotas de agua
(siembra de nubes)
. Media hora después, ya llovía. Bernard Vonnegut mejoró más tarde esta técnica cuando descubrió que espolvoreando yoduro de plata generado en el suelo y dirigido hacia arriba funcionaba incluso mejor. Los hacedores de lluvia, de una nueva variedad científica, se emplean ahora para acabar con las sequías, o para tratar de terminar con ellas, puesto que deben existir las nubes antes de poder sembrarlas. En 1961, los astrónomos soviéticos tuvieron parcialmente éxito al emplear siembras de nubes para aclarar una parte del cielo a través del que podría entreverse un eclipse.

Otros intentos de
modificación del tiempo
han incluido el sembrado de huracanes en un intento de abortarlos o, por lo menos, moderar su fuerza (sembrando nubes para impedir destrozos en las cosechas, disipar las nieblas, etc.). Los resultados en todos los casos han sido por lo menos esperanzadores, pero nunca han constituido un claro éxito. Además, cualquier intento de una deliberada modificación del tiempo es proclive a ayudar a algunos, pero inflige daño a otros (un granjero puede desear lluvia, mientras que el propietario de un parque de atracciones no sienta el menor interés al respecto), y los pleitos pueden constituir un efecto indirecto de los programas de modificación del tiempo. Por lo tanto, sigue siendo inseguro lo que el futuro nos deparará en este sentido.

Pero los cohetes no son sólo para la exploración (aunque éstos son los únicos usos mencionados en el capítulo 3). Pueden, y ya lo hacen, dedicarse a los servicios de cada día de la Humanidad. En realidad, incluso algunas formas de exploración pueden ser de un inmediato empleo práctico. Si un satélite es colocado en órbita gracias a un cohete, no necesita mirar sólo a nuestro planeta, sino que puede dirigir sus instrumentos sobre la Tierra en sí. De esta forma, los satélites han hecho posible, por primera vez, ver a nuestro planeta (o por lo menos una buena parte del mismo en una u otra ocasión) como una unidad y estudiar la circulación del aire en conjunto.

El 1.° de abril de 1960, Estados Unidos lanzó el primer satélite «observador del tiempo», el
Tiros I
(Tiros es la sigla de «Televisión
Infra-Red
Observation Satellite») y, seguidamente (en noviembre) el
Tiros II
, que, durante diez semanas, envió 20.000 fotografías de la superficie terrestre y su techo nuboso, incluyendo algunas de un ciclón en Nueva Zelanda y un conglomerado de nubes sobre Oklahoma que, aparentemente, engendraba tornados. El
Tiros III
, lanzado en julio de 1961, fotografió dieciocho tormentas tropicales, y en setiembre mostró la formación del huracán
Esther
en el Caribe, dos días antes de que fuera localizado con métodos más convencionales. El satélite
Nimbus I
, bastante más sensible, lanzado el 28 de agosto de 1964, envió fotografías de nubes tomadas durante la noche.

Llegado el momento, centenares de estaciones automáticas de transmisión de fotografías estuvieron en funcionamiento en varias naciones, por lo que la previsión del tiempo sin datos por satélite se ha convertido hoy en algo impensable. Cada período presenta fotografías de las pautas de las nubes de cada país diariamente, y la previsión del tiempo, aunque aún no sea matemáticamente segura, ya no es un juego de burdas conjeturas como lo fue hace sólo un cuarto de siglo.

Lo más fascinante, y lo más útil de todo, es la manera en que los meteorólogos pueden ahora localizar y seguir los huracanes. Esas graves tormentas se han convertido en más dañinas que en el pasado, puesto que los frentes de playa se hallan en la actualidad mucho más construidos y poblados desde la Segunda Guerra Mundial, y aunque no existe un conocimiento claro de la posición y movimientos de dichas tormentas, sí resulta cierto que la pérdida de vidas y propiedades sería muchas veces mayor de lo que es ahora. (Respecto a la utilidad y valor del programa espacial, el rastreo mediante satélites de los huracanes por sí solo ya representa un precio mayor de lo que cuesta el programa en sí.)

Otros empleos terrestres de los satélites se han desarrollado asimismo. Ya en 1945, el escritor de ciencia-ficción británico Arthur C. Clarke había señalado que los satélites podrían emplearse como relés en los que los mensajes de radio se esparcirían por continentes y océanos, y que únicamente tres satélites estratégicamente situados podrían hacer frente a una cobertura a nivel mundial. Lo que parecía un sueño descabellado comenzó a hacerse real quince años después. El 12 de agosto de 1961, Estados Unidos lanzó el
Echo I
, un tenue globo de poliéster forrado de aluminio, que fue inflado en el espacio hasta ocupar un diámetro de 33 metros para servir como reflector pasivo de las ondas de radio. Una figura eminente en este exitoso proyecto fue Robinson Pierce de «Bell Telephone Laboratories», que él mismo fue un escritor de historias de ciencia-ficción bajo seudónimo.

El 10 de julio de 1962 fue lanzado el
Telstar I
, otro satélite estadounidense, el cual hizo algo más que reflejar ondas. Las recibió y amplificó, para retransmitirlas seguidamente. Gracias al
Telstar
, los programas de televisión cruzaron los océanos por vez primera (aunque, desde luego, el nuevo ingenio no pudo mejorar su calidad). El 26 de julio de 1963 se lanzó el
Syncom II
, satélite que orbitaba la superficie terrestre a una distancia de 35.880 km. Su período orbital era de 24 horas exactas, de modo que «flotaba» fijamente sobre el océano Atlántico, sincronizado con la Tierra. El
Syncom III
, «colocado» sobre el océano índico y con idéntica sincronización, retransmitió a Estados Unidos, en octubre de 1964, La Olimpiada del Japón.

El 6 de abril de 1965 se lanzó otro satélite de comunicaciones más complejo aún: el
Early-Bird
, que permitió el funcionamiento de 240 circuitos radiofónicos y un canal de televisión. (Durante dicho año, la Unión Soviética empezó a lanzar también satélites de comunicación.) Hacia los años 1970, televisión, radio y radiotelefonía se habían convertido en esencialmente globales, gracias a los relés por satélite. Tecnológicamente, la Tierra se ha convertido en «un mundo», y las fuerzas políticas que trabajan contra este hecho ineludible son crecientemente arcaicas, anacrónicas y mortíferamente peligrosas.

El hecho de que los satélites puedan usarse para realizar un mapa de la superficie de la Tierra y estudiar sus nubes resulta algo obvio. No del todo tan obvio pero asimismo igual de cierto es el hecho de que los satélites pueden estudiar el manto de nieve, los movimientos de los glaciares, detalles geológicos en amplia escala. A partir de detalles geológicos, pueden señalarse las regiones en que es probable que exista petróleo. Cabe estudiar las cosechas a gran escala, así como los bosques, y también señalar las regiones donde reinan la anormalidad y las enfermedades. Es posible localizar los incendios forestales y asimismo las necesidades de irrigación. Pueden estudiarse los océanos, así como las corrientes de agua y los movimientos de los peces. Tales
satélites de recursos terrestres
constituyen la respuesta inmediata a aquellos críticos que pusieron en tela de juicio el dinero gastado en el espacio ante los grandes problemas del tipo «aquí y ahora, y en nuestra casa». A menudo es desde el espacio donde esos problemas pueden estudiarse mejor y demostrar los métodos de la solución.

Finalmente, existen en órbita numerosos
satélites espía
diseñados para ser capaces de detectar movimientos militares, concentraciones y almacenamientos militares, etcétera. No faltan personas que planean convertir el espacio en otra arena para la guerra, o para desarrollar
satélites asesinos
que destruyan los satélites enemigos, o para situar armas avanzadas en el espacio que se empleen con mayor rapidez que las armas terrestre. Esto constituye un lado demoníaco de la exploración del espacio, y el simple hecho de pensar en ello, aunque sea de forma marginal, aumenta la velocidad a que una guerra termonuclear a una escala total puede llegar a destruir la civilización.

El propósito declarado de «mantener la paz» desalentando a la otra parte de llevar a cabo la guerra, es algo proclamado por ambas superpotencias, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética. El acrónimo de esta teoría de la paz a través de «una destrucción mutua asegurada», con cada lado sabiendo que comenzar una guerra aportaría la destrucción propia, así como la del otro bando, es una locura, y lo es porque aumentar la cantidad y lo mortífero de los armamentos hasta ahora jamás ha impedido la guerra.

Los gases en el aire
La atmósfera inferior

Hasta los tiempos modernos se consideraba el aire como una sustancia simple y homogénea. A principios del siglo XVII, el químico flamenco Jan Baptista van Helmont empezó a sospechar que existía cierto número de gases químicamente diferenciados. Así, estudió el vapor desprendido por la fermentación de los zumos de fruta (anhídrido carbónico) y lo reconoció como una nueva sustancia. De hecho, Van Helmont fue el primero en emplear el término «gas» —voz que se supone acuñada a partir de «caos», que empleaban los antiguos para designar la sustancia original de la que se formó el Universo—. En 1756, el químico escocés Joseph Black estudió detenidamente el anhídrido carbónico y llegó a la conclusión de que se trataba de un gas distinto del aire. Incluso demostró que en el aire había pequeñas cantidades del mismo. Diez años más tarde, Henry Cavendish estudió un gas inflamable que no se encontraba en la atmósfera. Fue denominado hidrógeno. De este modo se demostraba claramente la multiplicidad de los gases.

El primero en darse cuenta de que el aire era una mezcla de gases fue el químico francés Antoine-Laurent Lavoisier. Durante unos experimentos realizados en la década de 1770, calentó mercurio en una retorta y descubrió que este metal, combinado con aire, formaba un polvo rojo (óxido de mercurio), pero cuatro quintas partes del aire permanecían en forma de gas. Por más que aumentó el calor, no hubo modo de que se consumiese el gas residual. Ahora bien, en éste no podía arder una vela ni vivir un ratón.

Según Lavoisier, el aire estaba formado por dos gases. La quinta parte, que se combinaba con el mercurio en su experimento, era la porción de aire que sostenía la vida y la combustión, y a la que dio el nombre de «oxígeno». A la parte restante la denominó «ázoe», voz que, en griego, significa «sin vida». Más tarde se llamó «nitrógeno», dado que dicha sustancia estaba presente en el nitrato de sodio, llamado comúnmente «nitro». Ambos gases habían sido descubiertos en la década anterior: el nitrógeno, en 1772, por el físico escocés Daniel Rutherford, y el oxígeno, en 1774, por el ministro unitario inglés Joseph Priestley.

Esto sólo es suficiente para demostrar que la atmósfera terrestre constituye un caso único en el Sistema Solar. Aparte de la Tierra, seis mundos en el Sistema Solar se sabe que poseen una atmósfera apreciable. Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno (los primeros dos de una forma segura; los otros dos con cierta probabilidad) poseen atmósferas de hidrógeno, con helio como constituyente menor. Marte y Venus tienen atmósferas de dióxido de carbono, con nitrógeno como constituyente menor. Sólo la Tierra posee una atmósfera uniformemente repartida entre dos gases, y sólo la Tierra posee el oxígeno como constituyente principal. El oxígeno es un gas activo y, desde unas consideraciones químicas ordinarias, puede esperarse que se combine con otros elementos y llegue a desaparecer de la atmósfera en su forma libre. Esto es algo sobre lo que volveremos más adelante en este capítulo, pero, por ahora, continuemos tratando con los ulteriores detalles de la composición química del aire.

A mediados del siglo XIX, el químico francés Henri-Victor Regnault analizó muestras de aire de todo el Planeta y descubrió que la composición del mismo era idéntica en todas partes. El contenido en oxígeno representaba el 20,9 %, y se presumía que el resto (a excepción de indicios de anhídrido carbónico) era nitrógeno.

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