Irania (10 page)

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Authors: Inma Sharii

Tags: #Intriga, #Drama

BOOK: Irania
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Dejé de rebuscar por unos segundos.
¿Qué era aquella extraña sensación?
Me pregunté.

Empecé a notar olor a carne quemada. Con los ojos recorrí la estancia lentamente, observando el vacío. No había nada extraño pero el olor era evidente.

Sandra, tranquilízate, no hay nada. Solo estás alterada
me dije a mí misma.

Volví a rebuscar entre las carpetas apiladas sobre la mesa dejando de lado lo que estaba sintiendo.

Pero la sensación persistía, entonces de pronto noté que alguien me estaba mirando. Alcé la vista y me sobresalté.

Solté un suspiro de alivio y luego me reí, era una risa nerviosa.

Miguel Garrido me estaba observando desde el cristal de la mampara divisoria de mi despacho.

Me sentí aliviada. Alcé la mano y lo saludé.

Me devolvió el saludo, parecía asustado, pero no más que el resto de los empleados de la empresa. Entonces señaló con su dedo hacia mi mesa.

Yo me giré hacia ella: debajo de una de las carpetas sobresalía una pajarita de papel hecha con una de las servilletas del comedor de la empresa.

La cogí entre mis dedos.

Cuando alcé la vista para darle las gracias ya se había marchado.

A la mañana siguiente del trágico suceso en Farma-Ros volví a la oficina. Aunque sabía que mi presencia era prescindible necesitaba tener algo que hacer y me dispuse a trabajar. Dejé el abrigo de paño color morado en la percha, caminé hacia el escritorio, no sin antes echar un vistazo por la ventana. Desde allí podía ver parte de los laboratorios. Aunque no divisaba el lugar de origen de la explosión, podía ver el degradado de grises que había creado el humo en la fachada de la nave.

El chirriante sonido de las máquinas de cortar metal de los obreros que reconstruían la estructura, se me estaba insertando en la cabeza.

El incidente se borraría en cuestión de días, mi padre jamás habría permitido que aquello detuviera el ritmo acelerado de Farma-Ros. Luego sería solo un recuerdo, una anécdota más que contar entre los empleados.

Pensé en la familia del desdichado químico,
¿Qué sería ahora de ellos?
me pregunté.

Volví a sentir un escalofrío recorrer mi cuerpo. Instintivamente toqué el radiador que tenía justo a mis pies, lo sentí cálido, aún así el frío se me introdujo hasta los huesos.

Observé la estancia con rapidez, de nuevo olfateé el olor a carne quemada.

Me acerqué hasta el perchero cogí el abrigo y me lo coloqué.

La sensación de frío persistía, el olor se me había metido en el estómago y el ruido me taladraba el cerebro.

Comencé a sentir náuseas.

Me senté en el escritorio, encendí el ordenador y comencé a repasar los informes.

Abrí el cajón de mi mesa para coger un caramelo de menta que aliviara la angustia.

Revolviendo para dar con el caramelo encontré un CD de
Freddie Keppard.
En aquel momento me sorprendió verlo allí, ya que era un disco que Miguel me había prestado hacía tiempo. Creí habérselo devuelto, de hecho estaba convencida de ello.

Me sentí molesta conmigo.

Lancé un suspiro.

— ¡Qué cabeza tienes! —me dije.

Aquel disco era el favorito de Miguel y calculé a grosso modo, en mi desorientada cabeza que debía de llevar en mi cajón varias semanas.

Imaginé que Miguel estaría pensando de mí que era una desconsiderada.

Me levanté con el CD en la mano y me dirigí hasta los laboratorios por el puente acristalado que comunicaba ambos edificios.

No me gustaba irrumpir en los dominios de Joan pero sentía inquietud y temía volver a olvidarme si no hacía el recado en aquel momento.

No sabía dónde tenía su puesto de trabajo, así que me dirigí hasta el despacho de Joan.

Estaba la puerta abierta, creí que estaba solo y pasé sin llamar, pero al entrar me encontré de frente con todo un equipo reunido.

Al verme Joan aparecer, noté una mirada de desprecio en sus ojos.

—Buenos días —saludé con timidez.

—Buenos días, señora Ros —me contestaron. Joan hizo el intento de levantarse de su asiento pero lo detuve.

—Tranquilo Joan —le dije desde la puerta— solo venía a preguntarte por el puesto de Miguel Garrido. Tengo que devolverle esto —dije mostrando el CD en mi mano.

Empezaron a mirarse entre ellos.

—Querida, eso no va a poder ser. Miguel no está.

—Bueno, lo dejaré en su mesa.

—No es necesario, Miguel murió ayer, la explosión fue en su laboratorio. Las piernas empezaron a temblarme.

Joan se levantó y se acercó a mí al ver que la noticia me estaba afectando más de lo normal.

—Querida, no sabía que lo conocías, te lo hubiera dicho —me respondió extrañado de que yo pudiera tener alguna relación con él.

—No puede ser —negué.

Miré hacia los hombres y mujeres que compartían mesa con mi marido, creí que me estaban gastando una broma pesada.

—No —volví a negar—. Lo vi en mi despacho ayer, me saludó desde el pasillo.

—Querida —me dijo Joan a la vez que me apretaba el brazo con disimulo— Miguel murió en la explosión. Te habrás confundido de día.

Sus ojos se clavaron con fuerza en los míos.

—Yo… —los ojos se me nublaron. Mi cabeza daba vueltas intentando hallar una respuesta lógica a todo esto—… no le devolví su CD. —Fue lo único que se me ocurrió decir.

Salí corriendo del despacho.

Cuando llegué, rebusqué en mi bolso con nerviosismo, saqué la caja de pastillas que me había recetado el doctor Vall y me tomé una con un vaso de agua.

Volví a mi mesa y me senté a meditar. No podía creer que Miguel estuviera muerto.

Empecé de nuevo a sentir el frío en mis huesos.

Ahora allí, frente a la misma ventana desde donde había visto a Miguel saludarme, volvía a recordar la escena en mi mente.
¡Fue ayer, durante la mañana!
Yo estaba segura de lo que había visto. Recordé su rostro, triste y asustado. Recordé como me había devuelto el saludo con la mano. Había sido real, por lo menos lo había visto así. Pero no podía ser, a esa hora ya estaba muerto. La explosión había tenido lugar a las seis y cuarto de la mañana, cuatro horas más tarde de la hora en que yo lo había visto pegado al cristal de mi despacho.

Empecé a mirar por la habitación, estaba sintiendo una presencia cada vez con más fuerza.

Tragué saliva.
¿Qué me pasa?

Sentí que me observaban, el corazón comenzó a palpitarme con fuerza.

De repente un aire frío rozó mi cuello, los vellos de los brazos se me erizaron. El olor a carne quemada lo envolvía todo, el estridente ruido de las máquinas me taladraba la cabeza con fuerza. Volví a sentir la angustia en mi estómago.

Me levanté de golpe del sillón, cogí mi bolso y me marché corriendo de la empresa.

Lila no parecía inmutarse mientras le contaba lo que me había sucedido. Me escuchaba y asentía con la cabeza a la vez que sorbía el chocolate caliente que nos había servido una camarera flacucha en la bulliciosa cafetería de enfrente de su piso. Era la hora en la que los oficinistas hacían su descanso de la mañana y no cesaba de entrar gente.

—¿Qué me está pasando?— le pregunté. Estaba angustiada, tenía miedo, miedo de estar perdiendo el juicio de nuevo.

—¡Es increíble! Aunque no me sorprende del todo.

—¿Por qué lo dices? ¿Crees que es debido al accidente? —Lila negó con la cabeza mientras se limpiaba el labio superior de restos de chocolate.

—¿Habías visto espíritus en otras ocasiones? —me preguntó como si tal cosa.

—¡Pues claro que no! —exclamé.

Lila no pareció creerme, me conocía más de lo que yo creía.

—Sandra, nunca te había dicho esto porque pensé que en vez de ayudarte te perjudicaría.

—Ya… que estoy loca, es eso ¿verdad? —la interrumpí. Me sonrió con dulzura.

—No, cariño. Siempre he sabido que tienes un don especial. Las brujas nos reconocemos entre nosotras —sonrió, luego me guiñó un ojo—. Aunque siento desde el fondo de mi corazón que tu don es mucho más poderoso que el mío.

—¿Yo? —le contesté señalándome con el dedo.

Que Lila me dijera aquellas palabras me desconcertó. Siempre había visto a Lila como una gran maga, una mujer segura de sí misma, con mucha fuerza y poder interior. Aunque la quería mucho también envidiaba su gallardía y sabiduría porque creía que yo no poseía esas cualidades.

Me gustaba cuando paseábamos juntas y la gente miraba sus faldas largas hippies que remarcaban su enorme trasero sin ningún complejo. Sentía que era una gran mujer a la que le resbalaba todo lo que pensaran de ella.

—¿Por qué nunca me lo habías comentado? —le pregunté.

—No era el momento, supongo. A medida que te he ido conociendo y a través de todas las tiradas de cartas que te he hecho, he podido ver muchas cosas que no te he contado.

Un gesto de desagrado ensombreció mi rostro. —Lo siento, Sandra. Sé que nunca me perdonarás que no te hablara del aborto. Bajé el rostro y comencé a girar el anillo de mi dedo con rapidez. Solté un largo suspiro y apoyé la frente sobre la esquina de la pared.

—No fue culpa tuya —le dije.

—Tampoco tuya.

La miré fijamente a los ojos, estaba sorprendida de su afirmación. No le había narrado todos los hechos tal como fueron, o como yo los recordaba. Le dije que me atropelló un coche, pero no que huía presa del pánico perseguida por dos hombres reptiles. Había cosas que ni a Lila me apetecía contar, tenía miedo que ella también terminara juzgándome. Todavía no había asimilado lo que sucedió la noche del accidente. Había mucha confusión en mi cabeza.

—Sandra, sabes que yo nunca he creído que estuvieras loca. Yo, menos que nadie, diría eso, deberías confiar más en mí. Aunque no me cuentes cosas yo las intuyo. Por eso te digo que dejes de culparte por lo que pasó porque si Dios no quiso que ese bebé naciera era por algo.

Negué con la cabeza repetidas veces.

—No existe Dios, si existiera no habría permitido que mi hijo muriera.

Lila se santiguó deprisa.

— No sabes lo que dices. Dios nunca te ha abandonado. Ahora estarías muerta con tu bebé y sin embargo estás aquí, te ha concedido otra oportunidad, deberías dar gracias.

— ¡Y para qué! ¿Para ver muertos? ¿Para eso he despertado? ¿Para tener ahora el don de ver fantasmas y sentir presencias a mi alrededor?

— Si Dios te ha concedido ese don es por algo. Debes confiar en él. Pero Sandra —me dijo cogiéndome de la mano—, este don ya lo traes de nacimiento.

— No, yo no… —titubeé.

Busqué en los resquicios de mi memoria, intenté recordar tramos de la infancia. Me vi en mi cuarto de juegos, sola, sentada en la alfombra con mis muñecos. Hablaba con ellos y con mis amigos invisibles. Allí no había nadie. No habían muertos, ni espíritus, ni demonios, solo una niña solitaria.

—No Lila, nunca he visto espíritus. Yo solo era una niña con mucha imaginación.

Hubo un instante de silencio, en el que Lila aprovechó para mojar la pata del cruasán en la taza de chocolate. Comía con tanto entusiasmo que varias gotas de chocolate le cayeron sobre la camiseta.

—Cuando una persona se aparece después de muerta, es que necesita zanjar algún tema pendiente. Si Miguel se te apareció es que necesita tu ayuda. ¿Recuerdas algo más de él? — me dijo mientras se limpiaba las manchas de la camiseta con la servilleta.

Mi mente volvió a recordar la escena de la mañana del día anterior cuando Miguel estaba de pie mirándome después de saludarme.

—Recuerdo que señaló con su dedo hacia mi mesa.

—¿Y que había en la mesa? —me preguntó con impaciencia.

—Me había dejado una pajarita de papel. Lila levantó una ceja y me miró extrañada.

—Miguel después de comer siempre hacía pajaritas de papel con las servilletas de la mesa —le aclaré.

—¿Era real? —me preguntó—. Quiero decir… si la pajarita existe de verdad o también era etérea como Miguel. —Dudé. Ya no sabía que era real y que no era real. Cogí mi bolso y revolví dentro de él. No encontré nada, entonces volqué el contenido sobre la mesa de la cafetería. El ruido de las monedas al caer por el suelo, atrajo la atención del resto de clientes que fijaron su mirada en nuestra dirección.

Revolví hasta que apareció la pequeña pajarita debajo de mi espejito de plata.

Me sentí aliviada de que algo en toda aquella situación fuese real.

—¡Esto quiere decir que Miguel estuvo en tu despacho antes de morir! —me dijo Lila.

—¿Por qué? No entiendo, tampoco éramos amigos. Solo comíamos juntos de vez en cuando. ¿Por qué iba a visitarme justo antes de morir para dejarme una pajarita?

Lila se encogió de hombros.

—La pregunta es: ¿Por qué su alma iba a tomarse la molestia de venir del otro lado para mostrarte esa pajarita? —expuso Lila. El vello de los brazos se me erizó.

Había un murmullo molesto en los pasillos del tanatorio donde habían llevado los restos de Miguel Garrido. Reconocí a algunos trabajadores de la planta agrupados en una zona del pasillo. Les saludé pero no intercambié palabra con ninguno.

Caminé sorteando los grupos de gente. Un comentario de un familiar que escuché al pasar me pareció muy duro. Al parecer, Miguel Garrido quería ser incinerado, pero la viuda se negó en rotundo. No pudo respetar la voluntad de su marido pero nadie debió reprochárselo después de lo sucedido. Era macabro.

Llegué hasta la sala del féretro. El ataúd estaba cerrado, pero una gran foto de Miguel en blanco y negro presidía la sala. Se notaba que se la habían tomado en un lugar donde era feliz o por alguien que él apreciaba. Lo sentí en sus ojos.

Le dejé el ramo de flores que le había comprado a una gitana en la entrada del cementerio y le di el pésame a la viuda, que como una muñeca rota, era sostenida por un hombre grueso y mayor que ella, que interpreté sería su padre.

El dolor en la sala era asfixiante, casi podía cortarse como la gelatina, lo sentía, y mi cuerpo también. Comencé a temblar y a sentir escalofríos.

Decidí marcharme.

Casi ya estaba fuera de la sala cuando recordé que todavía llevaba el CD de
Freddie
Keppard
en mi bolso. Entonces caminé hasta el ataúd y lo deposité junto a mi ramo, pero al darme la vuelta la caja resbaló del ataúd, cayó al suelo y se abrió.

Me agaché y lo recogí, pero al observarlo me di cuenta que el disco que había en su interior no era original.

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