Llegué a echar de menos las conversaciones banales de Marta. Pensé que me estaban castigando por haber perdido al niño. Ahora que más necesitaba a mi familia, no había nadie con quien hablar. Todos se habían distanciado, nadie entendía por qué había llegado a tal extremo mi enfermedad.
Eran las once de la noche. Estaba sola en el enorme y frío salón de mi lujosa casa de diseño. Todavía tenía el brazo escayolado y cardenales profundos en todo mi cuerpo. Había terminado de cenar cansada de esperar a que Joan regresara. Aún sabiendo que no vendría, le ordenaba a Rosa que preparara cena para dos. Y mientras cenaba sola, con la comida fría, me quedaba mirando su lugar en la mesa, vacío, triste.
El salón estaba en silencio, discretamente iluminado por una lámpara y el resplandor de unas velas color crema que ardían sobre una estantería oscura.
Miraba absorta el balanceo de las llamas, luego observé las esculturas abstractas, de metales retorcidos que decoraban las paredes, frías e inmóviles. Pensé que todo mi mundo era estático, inerte. Y que mi alegría de vivir había quedado también retorcida en algún espacio entre los hierros que componían las rejas de mi vida.
Las lágrimas corrieron por mis mejillas. Me sentía sola, atrapada en un mundo sin sentido.
Escuché la puerta del garaje, luego oí pasos arrastrados en la escalera y por último el portazo característico que daba Joan al entrar en casa.
Me sequé rápidamente las lágrimas y me levanté.
—Hola Joan. Te he guardado cena, ¿quieres que te la caliente? —le pregunté en cuanto apareció en el vestíbulo.
Joan no me miró a los ojos. Su rostro lucía fatigado y blanquecino. Parecía estar enfermo, pero al acercarme para intentar darle un beso, el olor a alcohol y perfume de mujer, me tiró hacia atrás.
—¿De dónde vienes? —me atreví a preguntar.
—Eso a ti no te importa —me contestó con acritud.
—¿Por qué me hablas así?
Joan giró su rostro y caminó hacia mí.
—Te hablo como te mereces.
Su mirada me heló la sangre.
Las lágrimas asomaron a mis ojos y rodaron libres por mi rostro. Aunque eso no le enterneció en absoluto. Por el contrario, una sonrisa burlona se formó en sus labios.
—¿Por qué me castigas? Yo también estoy sufriendo, estuve a punto de morir y ojalá me hubiera muerto.
— ¡Sí, ojalá! Porque ahora lo has estropeado todo. ¡Todo! —gritó. Sus ojos estaban desencajados, intenté convencerme de que era producto del alcohol pero yo sentía que merecía su desprecio.
Caminó hasta su maletín y sacó una carpeta. Volvió hasta mí y me lanzó los papeles que había dentro.
—Ya no hay solución, ahora ya no la hay.
Caminó amenazante hasta que su rostro estaba a dos centímetros del mío. Me apretó con fuerza la cara y me lanzó al suelo. La escayola de mi brazo partió la mesita de café y los cristales se esparcieron por la alfombra.
— ¡Maldita loca! ¡Tenías que estropearlo todo! —volvió a gritar de pie por encima de mí.
Yo había intentado levantarme, pero cuando me apoyaba las manos se me llenaban de diminutos cristales que se incrustaban en mi piel.
—Nunca más volverás a estar embarazada. ¡Estás muerta por dentro!
Joan estaba fuera de sí, jamás lo había visto de aquel modo. Y yo no podía parar de llorar, un llanto desgarrador que salía desde mi estómago.
Entonces sentí su zapato clavarse en mis costillas y una vez más y otra. Me golpeó con la mayor de las rabias que yo había sentido nunca. Y el dolor no era nada comparado con lo que yo misma sentía en mi interior. Me despreciaba, y yo sentía que lo merecía, que no había sido todo lo cuidadosa que tendría que haber sido. Que no me había alimentado lo suficientemente bien. Miles de reproches surgieron de mi mente hasta que perdí el conocimiento.
¿Acaso existe mayor dolor que la propia culpa? ¿Acaso mayor castigo que el propio desprecio? Joan no fue tan duro con la paliza que me propinó, como yo misma lo hubiera sido. Me odiaba por no ser normal, me odiaba por tener delirios en mi mente, y después me odié más porque jamás volvería a sentir una vida en mi interior.
¡Cuánto dolor absorbí! El mío y el de otros. La toxicidad en mi alma, luego en mi cuerpo. La ley universal actuó sin ninguna piedad. ¡Qué injusta fui conmigo! Pero no lo veía, no me daba cuenta del daño que me estaba haciendo y el daño que permitía que otros me causaran. No pedí ayuda por orgullo, sino porque no sentí que la mereciera.
Aún así otras leyes operaban sobre mi destino, leyes que yo no podía ignorar.
El doctor Vall tenía la consulta en un piso de una zona residencial, cerca de donde yo vivía, en la zona alta de la ciudad. Aunque el despacho quería aparentar normalidad y familiaridad, los libros de temática psiquiátrica y algunos extraños cuadros, que siempre me parecieron como vómitos de borrachos, le daban un aire tétrico. Me sentía muy incómoda. Los recuerdos del pasado en aquella habitación se agolpaban en mi mente.
Mi madre me había acompañado y no se marchó de la sala de espera hasta que el mismo doctor me abrió la puerta de su despacho, no sin antes decirme:
—¡Con todo el trabajo que tengo con la gala benéfica del día de la infancia! Y más preocupaciones. No sé que voy a hacer contigo, hija. Con todo lo que yo he hecho por ti, y así me lo pagas.
Bajé la mirada y solté un largo suspiro de derrota.
— Lo siento, mamá.
La primera visita que tuve con el doctor Vall fue para recetarme de nuevo un antidepresivo y otro fármaco que serviría para dejar de tener alucinaciones.
—Señora Ros, si no sigue la medicación esto irá de mal en peor. No puedo controlar que se las tome pero si va a más la única manera que tendremos de asegurarnos que sigue nuestras instrucciones será ingresándola ¿Es consciente de esto?
Solté un suspiro.
—Sí, las tomo. Ahora ya estoy mejor.
—No, no está mejor. Ha vuelto a abortar —me recordó—. Ésto para cualquier mujer es un duro golpe, pero para usted es mucho más traumático teniendo en cuenta su historial clínico.
Se hizo un silencio mientras esperaba a que le diera una respuesta. Mientras él seguía rellenando hojas y hojas del grueso historial de mi vida mental.
—¿Cómo se siente ahora que ya no va a poder tener hijos? —me preguntó sin siquiera mirarme a los ojos. Su pregunta era mecánica, sin un atisbo de emoción.
Me encogí de hombros.
No me interesaba hablar con aquel hombre. Ya no me importaba lo que pudiera decirme, ni lo que pensara de mí. Nada podía aliviar mi dolor, mi alma estaba hecha añicos y mi corazón había sido apaleado.
El doctor movió varias hojas de mi informe clínico, cogió su pluma y comenzó a escribir algo.
—Vuelva a contarme lo que la hizo huir de la casa y correr.
—Un demonio entró en la casa y siguió a mi marido. Luego vi como sus caras se tornaban de reptil, sus ojos eran espantosos, como de serpiente. Sentí mucho miedo y huí, no vi el coche y… — detuve la narración—, pero Doctor… ya le dije que todo esto fue una pesadilla.
—Prosiga.
—Ya está.
—Señora Ros, esto no fue una pesadilla, su marido y su padre han corroborado el estado en el que se encontraba minutos antes del accidente, y en efecto afirman que usted huía de ellos como alma que lleva el diablo… y perdóneme la expresión.
—Para mí sí fue una pesadilla. La recuerdo así.
—¿Entonces debo incluir en el informe que quizá también sea sonámbula? ¿Había caminado dormida alguna vez? Mi confusión iba en aumento.
—No hasta ahora. No recuerdo nada, solo que tuve una pesadilla. Una pesadilla que me pareció muy real. Debió ser la comida… ¡Esa asquerosa carne!
El doctor seguía apuntando en el dossier mientras negaba con la cabeza.
—¿Me vais a encerrar en un manicomio verdad? Levantó la mirada del informe y me miró. Creí ver un atisbo de compasión en sus ojos. Su tono de voz se hizo más cálido—. Sandra, si sigues la medicación no pasará nada. No volverás a tener más brotes y todo estará bien. Si no lo hace, tendrá que ser tratada en un lugar especial por su seguridad y la de su familia.
Asentí.
Salí del despacho con más confusión que con la que había entrado.
Es incómodo, frustrante, pero es así; nadie puede darnos las respuestas. Porque no hay una respuesta, sino tantas como almas existen en el mundo. Algunas coincidimos, otras nos acercamos, nos sentimos familiares en circunstancias, pero al final es nuestra propia consciencia quien tiene la última palabra, la palabra que surge del corazón. Son las únicas respuestas que acallan la mente, que sacian el espíritu, que alimentan la inquietud. Las únicas que aportarán la soñada paz a nuestra alma.
Pero yo en aquel momento de mi vida buscaba las respuestas fuera de mí. Y entonces me acordé de ella. Marqué su número con pulso tembloroso.
¿Estaba bien? ¿Estaba mal? Ni correcto ni incorrecto, era lo que sentía en aquel momento y juzgarlo ahora después de todo lo que había pasado ya no tenía cabida.
— ¡Cuánto tiempo! Pensé que no volvería a verte. Me dejaste muy preocupada al marcharte así de mi casa. ¿Qué te ha pasado, cariño?—me dijo Lila al tiempo que se me abalanzaba en el rellano de la escalera de su apartamento. Me abrazó tan fuerte que sentí el dolor en mis costillas.
Emití un quejido interno. Todavía tenía resentido el organismo de la paliza que me dio Joan. Me prometí que jamás hablaría de ello con nadie, ni siquiera con ella.
—¿Y tú me preguntas? Acaso no lo sabías ya —respondí con un tono teñido de rencor.
Lila fijó sus ojos en mi vientre, luego negó con la cabeza. Su rostro se constriñó.
—Cariño, las cartas hablaban de cambios, pero no dan detalles explícitos. Yo presentía que algo iba muy mal con tu embarazo, pero ponte en mi lugar ¿Tú me hubieras dicho que corría peligro el bebé? Entiéndeme por favor, yo no podía poner la mano en el fuego. Ésto no funciona así ¿Qué hubiera ganado con preocuparte?
Me invitó a entrar en su casa y me acompañó del brazo hasta el sofá.
—¿Qué te ha sucedido, cariño? Cuéntaselo a tu amiga.
Volvió a abrazarme y entonces me derrumbé. Lloré sin descanso, lloré sobre su regazo, lloré hasta extenuarme.
Mi amiga anuló todas las citas para pasar el día conmigo. Cocinó para mí, vimos una película de la televisión y me ayudó a desconectar. Ella sabía que lo único que yo necesitaba en aquellos momentos era calor humano y me lo dio.
—Lila— le dije—, cuando desperté del coma me sentí revitalizada. Y al despertar tenía una sensación de seguridad y tranquilidad muy extraña. Aunque la sensación se fue disipando día a día todavía persiste algo en mi interior. No sé cómo explicártelo ¿Crees que hay vida después de la muerte?
Lila me miró con ternura.
— ¡Pues claro, cariño! Están los ángeles y arcángeles y también está Dios, Jesús, la Virgen María…
—Lila —le corté—, ya sabes que no soy católica, no creo en esas cosas. No me imagino a seres con alas que nos vigilan día y noche, como si no tuvieran otra cosa mejor que hacer. Ni tampoco creo en un Dios que es para mi gusto demasiado injusto y diría que morboso, que hace sufrir a los débiles por regocijo.
Lila no estaba de acuerdo conmigo, aún así no me contradijo.
—Pues en algo tienes que creer. Las personas necesitamos creer que existe algo más. Sobre todo cuando estamos pasando por situaciones traumáticas y todo se ve del color de las hormigas.
—He perdido la ilusión de vivir, ya no me quedan esperanzas. No sé en qué creer.
—No digas eso cariño. Ya verás que el tiempo todo lo cura. Has vuelto de entre los muertos, debe ser por algo. Cree en ti.
Aquella frase resonó en mi interior con una fuerza arrolladora. Sentí cómo abría una pequeña compuerta en mi mente. Parecía tan fácil su conclusión
Cree en ti
, pero… ¿por qué parecía mejor creer en los demás que en uno mismo?
—¿Estás bien, cariño? —me preguntó.
—Sí, tienes razón —le dije con una medio sonrisa—. Tengo que creer en mí aunque no sé si merece la pena, me siento una inútil inservible. Me criaron para ser una señora, una buena esposa y una madre.
Solté un largo suspiro cargado de amarga frustración.
Mi amiga se levantó y rebuscó entre la atestada y desordenada librería de roble oscuro que tenía en su comedor.
— ¡Aquí está! —exclamó— Sabía que había leído algo sobre las ECM.
—¿Las ECM? —repetí confusa.
—Experiencias cercanas a la muerte —me dijo mostrándome el libro—. Léelo y quizá puedas aclarar estas sensaciones que tuviste al despertar.
Leí el libro que me prestó Lila. Era el trabajo de veinte años de investigación de un reputado psiquiatra madrileño que, tras sufrir un accidente de automóvil, estuvo en coma una semana. Cuando despertó, pudo recordar cómo había muerto, y los nombres del equipo médico que le atendió. Incluso narraba conversaciones privadas que habían mantenido familiares a su lado. Todo esto visto desde una perspectiva aérea, como si estuviera flotando. Tras este hecho que le marcó profundamente, se dedicó a investigar y recopilar información sobre las ECM que parecían repetirse mucho más de lo que pensaba la gente.
Leí con atención las descripciones de los pacientes de este peculiar psiquiatra. Todas ellas, sin excepción, parecían explicadas por la misma persona en cuanto a estructura; se veía un túnel, luego flotaban y veían su cuerpo tras ellos, luego alguien familiar los esperaba al final del túnel. Algunos recordaban su vida anterior pasar como en fotogramas.
Todos coincidían en algo: la inmensa paz que sintieron y que les habría gustado quedarse, pero en el último momento decidían volver porque recordaban a los seres queridos que todavía vivían y sentían tristeza por ellos.
Yo no recordaba nada parecido. Pensé en aquel instante, que yo no debía de haber estado clínicamente muerta en ningún momento o que no le debía ocurrir a todo el mundo que entraba en coma, porque yo no habría sentido tristeza por mis familiares, yo seguro no hubiera vuelto. No sentía que hubiese nada que me atara a este mundo
. ¿Para qué iba a volver?
Solo tenía en común con aquellos pacientes la sensación de paz y seguridad.
Dejé que el libro se escurriera de mis manos.
Sentía una leve decepción porque lo que yo sentía no tenía un nombre.
Mis latidos reconocen la vibración de tu silencio.
Mis latidos reconocen
la vibración de tu silencio.