Irania (2 page)

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Authors: Inma Sharii

Tags: #Intriga, #Drama

BOOK: Irania
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Recuerdo los nervios que sentí la primera vez que fui a su consulta, en un piso de un antiguo edificio, cerca de Avenida del Paralelo. Había ascensor pero un cartón mal cortado que pendía de la puerta decía: «AVERIADO» en rotulador negro. Y durante años siguió así.

Mientras subía analizaba el olor de aquella comunidad de vecinos, una mezcla de aromas difícil de descifrar. En un rellano olía a pescado frito, en otro tramo inmediatamente cercano a curry y seguidamente a estofado de carne. Se olía la vida del hombre de oscura tez, que te servía el café con leche cada mañana con una sonrisa; de la mujer, venida de tierras lejanas que guardaba las propinas en un bote de galletas con la promesa de un futuro mejor, pero sobre todo olía a esperanza. Un olor que había dejado, hacía muchos años, de sentir.

La mujer que me abrió la puerta echó por tierra todos mis esquemas mentales. Yo la había imaginado con un turbante en la cabeza y una túnica plateada brillante de
strass
. Ya venía preparada para eso y Lila me defraudó. Lo único que parecía destacar en ella como extraño o insólito para mí, era un colgante con un símbolo que luego supe que era celta. Era de estatura baja, estrecha de pecho y ancha de caderas. Con forma de pera, habría dicho mi cuñada Marta.

Parece ser que yo también la defraudé, aunque en aquel momento no lo demostró. Solo me recibió con una amplia sonrisa.

Más tarde me confesó que la primera vez que me vio entrar por su puerta, también me juzgó por la apariencia:

—Me pareció que te habías equivocado de piso —
me dijo riendo y gesticulando con las manos
—, tan elegante y esbelta; con tu traje de alta costura; tu bolsito de piel; tu cabello perfecto, liso, de brillantes mechas rubias. Pensé que venías a venderme jabones o cremas.

Ella tenía razón, no debía de ser el tipo de mujer que encajaba en su larga lista de clientes y clientas. Imaginé que debió de preguntarse fugazmente que podía querer una mujer como yo, con estudios y racional, de una tarotista de barrio.

—¡Sandra! —exclamó al verme aquella cálida mañana de otoño—. Pasa, cariño ¿No tenías visita con el médico hoy? —me preguntó mientras me daba dos besos en la mejilla—. Tienes mala carita.

Lila me acompañó hasta la sala de estar de su apartamento.

Su casa siempre me pareció acogedora, aunque de pésimo gusto en la decoración. Lila mezclaba colores y estilos sin ningún fundamento. Cuando me decía que su apartamento de ochenta metros cuadrados era muy grande y que no le alcanzaba ni para las cortinas, yo miraba a mi alrededor y asentía por cortesía.

Alguna vez me atrevía a darle consejo sobre decoración, de lo que había aprendido de mi madre, pero Lila siempre resoplaba y levantaba una mano. Decía que como se compraba las cosas sueltas y de año en año, acababan por pasar de moda. Pero aún dentro del batiburrillo de colores y adornos, acababa aflorando la personalidad excéntrica y cariñosa de mi amiga, una esencia que lo impregnaba todo.

—Voy a traerte una tila.

Ya no me preguntaba si me encontraba mal, ya sabía que me encontraba mal, y como un acto instintivo en ella, me traía una infusión de tila, a la cual añadía miel. Decía que me ayudaba a comprender mejor los mensajes de las cartas. Yo no creía mucho en los efectos medicinales de las plantas pero estar con Lila me hacía sentir mejor, y eso era lo único que me importaba.

Su gato negro, se subió al sofá y se sentó sobre mis piernas. Según mi amiga, lo hacía con todos los clientes que llegaban. Ella decía que los gatos estaban conectados con otras dimensiones y que percibían las malas vibraciones que traían las personas (aunque esto me lo dijo más tarde). Samuel, que así se llamaba su peludo compañero, tenía asignada la función de calmar y equilibrar el ambiente de la sala. Lila tenía otra gata llamada Estrellita, era tan blanca como la nieve y de ojos azules; pero Estrellita no solía acercarse, más bien se mantenía alejada y expectante desde su silla preferida. Mi amiga siempre andaba preocupada por ella porque vomitaba casi todo lo que comía. Decía que era por su extremada sensibilidad.

Me parecía tan raro lo que me explicaba que lo único que se me ocurría decir era:
claro, claro,
y asentía porque en el fondo la respetaba. Tenía una actitud de entereza que admiraba. Lila era una mujer sabia a su manera. Había aprendido mucho durante los años que llevaba ejerciendo. Quizá no tenía un diploma de psicología que la avalara colgado de la pared, pero conocía los rincones intrínsecos de la mente y las emociones como la mejor de las catedráticas. Había comenzado de adolescente echando las cartas a sus amigas como diversión hasta que terminó haciéndolo su profesión por gusto y por necesidad.

Me quité la americana blanca de piel que llevaba y la dejé caer sobre el sofá biplaza azul.

—Joan no ha venido, ni siquiera me ha llamado y sabía que tenía la ecografía. Siempre hace lo mismo, todo es más importante que yo y su hijo —comenté resentida.

Observé que Lila recolocó la americana con cuidado sobre la silla. Recordé que lo había hecho en otras ocasiones pero aquella tarde me molestó, quizá porque ya venía angustiada, me pareció que pensaba de mí que era una estúpida malcriada.

—Pues no entiendo, estaba como loco cuando se enteró de que te habías quedado. ¡Y te lo demostró con creces! —Me dijo señalando el anillo de platino y diamantes que lucía en mi mano izquierda.

Mire el anillo y me encogí de hombros.

—Sí, estaba tan feliz, nunca lo había visto así —el recuerdo me hizo sonreír por unos instantes—. Por eso no entiendo porqué ahora muestra tan poca ilusión. Me hace pensar que solo buscaba tener descendencia, pero ahora que ya sabe que la va a tener, es como si yo no le importase. Ya no me ama, nunca me ha querido —le confesé mientras daba vueltas al anillo en mi dedo con nerviosismo.

Sin darme cuenta Lila se había convertido en mi mejor amiga y confiaba en ella, quizá demasiado. Yo era una buena clienta, de hecho, la mejor que tenía. Al principio comencé a ir cada quince días, luego cada semana y por aquel tiempo varias veces en la misma semana. Mis padres no sabían nada de mis visitas con ella. Jamás me lo habrían permitido y Joan tampoco, aunque tenía la sensación que le habría dado igual.

Ellos eran escépticos, creían en la medicina, en los fármacos que todo lo curan y en el psicoanálisis. Antes yo también pensaba como ellos, pero en aquellos momentos de mi vida necesitaba respuestas para las sensaciones que hervían en mi interior y nadie como ella me reconfortaba. Lo que veía en las cartas me daba consuelo y me hacía sentir menos extraña. Lila me conectaba con aquella parte de mí misma que clamaba salir.

En las tiradas le preguntaba por el futuro, por si Joan todavía me amaba, por si me quedaría embarazada o por si «algo» en mi vida iba a cambiar. También le preguntaba cosas absurdas; bueno, ahora las veo absurdas, pero antes no lo eran y me bloqueaban. No tenía seguridad para pequeñas decisiones que cualquiera hubiera sabido tomar, como estudiar chino en una academia o con un profesor particular.

Al principio Lila aceptaba ese tipo de consultas, pero con el tiempo comenzó a regañarme, quizá movida por la pena que debía causarle mi actitud, o porque ya comenzaba a quererme, como yo a ella, y se preocupaba por mí.

—Pregúntale a tus cartas, necesito consejo —le pedí.

Lila tomó mis manos entre las suyas y las apretó. Las sentí muy cálidas, emanaba una energía reconfortante de ellas. Luego me miró como una madre miraría a su hija pequeña al pedirle una ración extra de helado.

—Cariño, te eché las cartas ayer —me dijo.

—Te pagaré el doble —le contesté.

Hizo una mueca de disgusto con su boca y soltó mis manos para cruzarlas sobre su pecho.

—Sabes que ya no es por el dinero. ¡Me molesta que digas eso! Lo hago por tu bien, para que sigas tu propia intuición. Tu madre te ha estado manipulando toda la vida, diciéndote lo que tenías que hacer, dónde tenías que ir. Pero eso debe terminar. Algún día tendrás que cortar con esa actitud. ¿No ves, cariño, que te hace mal?

Me sentí tan desesperada con su negativa. ¿Qué vio en mis ojos que la convencieron? ¿Tanta angustia desprendían?

Resopló y se levantó.

—Está bien, pero no vuelvas a venir en toda la semana.

Me levanté del sofá y me senté en la silla junto a la mesa camilla donde Lila echaba las cartas.

Yo seguí con la mirada cada uno de los rituales que hacía para purificar la sesión en la salita de estar. Un repetido ceremonial que no dejaba de maravillarme.

Mientras Lila encendía una vela blanca, oí un perro ladrar en la lejanía. Tras la ventana de la habitación podía ver como unas jubiladas se habían parado justo en la acera de enfrente para recobrar el aliento, llevaban sus cestos de mimbre cargados de fruta y los tobillos hinchados. Yo nunca había tenido que hacer la compra de alimentos, ni había tenido un trabajo duro, pensé que no tenía derecho de sentirme mal cuando la vida había sido tan generosa conmigo, pero no lo podía evitar, tenía una angustia que no podía eliminar de mi corazón.

—¡Corta! —ordenó Lila cuando me pasó la baraja.

Recobré el
aquí y el ahora
. Con la mano izquierda corté el mazo en tres montones.

Lila comenzó a disponer las cartas sobre el tapete morado, estampado en alegres estrellas y lunas amarillas, en un orden que solo ella entendía. Las cartas parecían hablar en un lenguaje que comprendía a la perfección, mientras sus penetrantes ojos azules iban leyendo un invisible mensaje, al rozar con sus dedos los arcanos.

Me había acostumbrado al estado que tomaba Lila cuando leía el tarot, parecía estar poseída por una magia que la hacía oscilar muy levemente, imperceptible. Los ojos muy abiertos me asustaron en un principio, la voz se le afinaba y parecía más dulce y cariñosa. ¡Era mágico!

—Sandra, veo el mismo cambio que te anuncié hace meses: tu embarazo y todos los acontecimientos que lo envuelven; aumento de vida social y esas cosas—me decía mientras señalaba el arcano con la figura de una rueda, como si yo comprendiera lo que aquello significaba—. Esto va a ser un gran cambio en tu vida para mejor. Después de tu embarazo todo irá mejor de una manera paulatina, eso sí, debes ser paciente. No será de hoy para mañana.

Lila tosió varias veces.

—Aunque… —sus dedos se detuvieron sobre el tres de espadas. Aquella carta parecía quemarle las yemas de los dedos.

—¿Qué pasa? —interrogué con inquietud—¿Qué ves?— Lila puso otra carta encima del tres de espadas. Cuando le dio la vuelta, sus ojos se abrieron ligeramente. Noté un leve temblor en su mano.

—Nada, cariño. Debes tranquilizarte, Sandra. Cuídate mucho, haz reposo y sigue con tus clases de yoga.

Escruté su redondeado rostro. Sentí que me ocultaba algo. Ya la conocía de sobras para saber que estaba siendo condescendiente.

—¿Qué pasa Lila? ¡Dime! Joan no me ama ¿verdad? Ahora que estoy embarazada se ha buscado una amante, ¿no?

Lila miró las cartas y cogió una nueva que puso sobre una fila ya montada.

Se atusó el rizado cabello castaño rojizo hacia atrás, como si fuera a hacerse una cola y lo soltó de nuevo. Noté que necesitaba un tiempo para contestar.

Exhaló una larga bocanada de aire y me dijo:

—Joan no debe preocuparte en estos momentos. Lo más importante es que te cuides y estés tranquila. Eso es lo que te aconsejan las cartas.

Agaché el rostro y suspiré.

—¿Por qué me hablas de un gran cambio en mi vida? Si lo único que siento que me va a traer este hijo es más de lo mismo, más soledad, más angustia. Sentirme más atrapada de lo que estoy, seguir viviendo lo mismo, un día y otro y otro. Sentir el continuo rechazo y dejadez de mi marido se me hace insoportable. La vida no puede ser solo esto.

Comencé a llorar, tapando el rostro entre mis manos de largas uñas lacadas.

—Debería sentirme feliz —logré balbucear entre las lágrimas—, debería sentirme plena por la llegada de mi hijo, pero no lo estoy, me siento vacía y no entiendo el porqué ¡No entiendo! Me siento mal. Siento que algo no va bien.

—Habla con Joan, explícale cómo te sientes. Todo lo que me dices cuéntaselo. Ahora necesitas sentirte apoyada, saber que contarás con él.

Solté una cínica risa, me pareció tan absurdo su consejo en ese momento.

—¡Como si yo le importara algo! Tú y yo sabemos por qué se casó conmigo. No hace falta que seas tan hipócrita. Esto no me lo esperaba de ti.

Me levanté bruscamente de la silla, cogí mi monedero y le lancé un billete sobre la mesa.

Lila me miró perpleja. No debió esperarse mi comportamiento pero contuve mis ganas de lanzarle una horrible escultura de dragón que tenía sobre la mesa. Sentía rabia y un ardor indescriptible en mi estómago.

—¡Sandra, espera!—Reaccionó intentando sacar su rechoncho trasero del pequeño espacio entre la mesa, la silla y la pared.

Pero no logró alcanzarme.

Ahora siento tanto amor por ella. La amo por haber sido tan respetuosa conmigo. Otra persona quizá hubiera optado por hacer un drama y regodearse en la miseria de mi vida, pero ella intentó mantenerse al margen de sus propias opiniones y juicios. ¿Qué hubiera sucedido si Lila me hubiera contado lo que vio en las cartas? ¿Habría sucedido todo tal como pasó? ¿Habría podido evitarlo?

Como el mito de Casandra de Troya, después de todo lo que profetizaba, al final solo le quedaba observar. Observar el desarrollo de los eventos frente a sus ojos, sin poder mediar. Porque no le correspondía a ella, las lecciones eran para otros.

Ni si quiera recordaba haber hecho el camino de regreso a casa y ya estaba en el garaje cerrando la puerta de mi lujoso automóvil color gris acero. Mil y una imágenes rozaban la velocidad de la luz por mi mente, los pensamientos negativos seguían atormentándome una y otra vez. Porque para mí, en aquellos momentos que vivía, lo que pudieran haber predicho las cartas de Lila me afectaba, y mucho.

Necesitaba tomarme algún fármaco para aliviar el dolor de cabeza pero recordé con fastidio que ya no podía hacerlo.

Al entrar en el chalet oí el ajetreo de cacharros en la cocina, de repente me vino a la mente la cena que organizaba para mi marido y unos clientes de mi padre. Y era justo lo que menos me apetecía.

Solté un soplido de fastidio.

Saludé a la cocinera que me esperaba con la comida hecha y su habitual mal humor.

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