Irania (17 page)

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Authors: Inma Sharii

Tags: #Intriga, #Drama

BOOK: Irania
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— Lila no bromees, estoy preocupada. No sé qué hacer, si este hombre va con el cuento a la prensa mi padre me culpará de todo y jamás volverá a confiar en mí. Tengo que aclarar este asunto antes de la presentación. No pueden quedar cabos sueltos y menos sospechas en contra de los laboratorios ¡Sería un desastre!

—Pero… ¿Qué vas a hacer?

Solté un suspiro y me froté varias veces la frente y los ojos.

—Ese hombre me dio su dirección, podría ir a visitarlo y que me explicara con más detalles lo que sucedió.

—¿Estás segura de que es buena idea? ¿Y si quiere chantajearte?

Me encogí de hombros y le dije:

—No me pareció esa clase de personas, pero no lo sé.

Lila se levantó de golpe y me dijo:

—¡Vamos! Yo te acompaño, si se atreve a hacerte algo —dijo levantando el dedo índice a modo de varita— delante de mí le lanzaré un conjuro para que la tenga siempre floja.

Su comentario me hizo reír durante unos segundos, luego recordé el rostro de desesperación que solo un padre puede tener después de haber perdido a un hijo.

—Creo que ya ha sufrido la peor de las maldiciones posibles.

Escribí la dirección en el GPS de mi coche y nos llevó hasta la misma puerta de la casa, después de haber conducido durante cuarenta minutos por un tráfico infernal.

No conocía esa zona de Barcelona, ni siquiera sabía si el término pertenecía a Barcelona capital.

—Estamos a las afueras de Badalona. Aquí vivía un novio que tuve de jovencita, un idiota que solo quería beber y hacer trompos con la moto —me aclaró Lila, mientras nos íbamos adentrando en un barrio de bloques mugrientos, de calles estrechas y sucias, de grafitis y basuras.

—Es aquí —le dije.

Al bajarnos escuché el silbido de un anciano desde un grupo de jubilados sentados en un banco.

—¡Ahí no se puede aparcar!— gritó.

—Es un momento —contestó Lila.

El anciano nos hizo un gesto con la mano que entendimos significaba:
Iros a tomar por saco.

Nos acercamos al portal y piqué al botón del interfono en el número 6º1ª. Noté un fuerte olor a orina de perro. Esperamos unos minutos pero nadie respondió.

— Quizá ha salido. Vuelve a picar —me aconsejó Lila.

Entonces un vecino del bloque salió del portal. Le brillaba el pelo de lo grasiento que lo tenía y le acompañaba un olor indescriptible, mezcla de tabaco y bálsamo de afeitar rancio.

—No funcionan los interfonos —nos dijo.

—¿Podemos subir? —le pregunté.

El hombre se encogió de hombros y siguió su camino por la acera mientras se encendía un cigarrillo. Nos había dejado la puerta abierta.

Ascendimos los seis pisos a pie, yo iba primera y Lila me seguía unos peldaños más atrasada. Oí sus jadeos pero también oía los televisores encendidos de los vecinos, discusiones y llantos de niños.

—¡Qué asco de escaleras! —se lamentaba a cada vuelta de rellano.

Por fin llegamos al sexto piso, nos dirigimos hasta la puerta y antes de tocar al timbre que tenía a su lado izquierdo me fijé que estaba entreabierta.

Toqué con la mano e inmediatamente después llamé:

—¿Señor García? Nadie contestó, tampoco se oía ruido alguno ni actividad en la casa.

—Se ha dejado la puerta abierta. ¿Qué raro, no? —advirtió Lila.

—Sí, es raro. Entonces llamé al timbre, pero nadie acudió.

—¿Qué hacemos? —le pregunté a Lila, como si ella pudiera tener respuesta a todas mis dudas e incertidumbres.

—Echemos un vistazo, quizá está en el balcón tendiendo la ropa.

Empujamos la puerta y entramos mirando a nuestro alrededor.

—¡Evaristo García! —volví a llamar esta vez con el tono de voz más alto—. Soy Sandra Ros, de los laboratorios Farma-Ros. Nos conocimos en el parking de la clínica.

Contemplé el apartamento, el comedor lucía desordenado, sucio. Hacía meses que nadie limpiaba ni ordenaba nada. Toda la estancia olía a tristeza y dejadez.

—¡Qué peste! Sandra, vámonos, no me gusta la energía que estoy percibiendo aquí —me dijo Lila.

Miré su rostro y estaba constreñido, tenía escalofríos y se frotaba los brazos a cada momento. Yo también lo percibía, sentía dolor, miedo y mucho sufrimiento. Deseaba irme, pero algo me hizo caminar hasta un pequeño corredor oscuro que nacía en el comedor, imaginé que llevaba hasta los dormitorios. Me sentí atraída por una de las habitaciones en concreto la del final del pasillo.

—¡Sandra vámonos! Esto no está bien —dijo Lila desde el comedor.

—¿Señor García? —volví a preguntar. Bajé mi tono de voz.

Me coloqué frente a la puerta que permanecía cerrada, observé fugazmente algunas pegatinas de marcas de ropa.
Aquella debía ser la habitación de un niño,
cavilé.

—¿Qué haces, Sandra? Esto me da muy mal rollo, por favor ¡Vámonos! —dijo mi amiga en un tono de voz muy bajo.

Tomé el pomo de la puerta y lo giré despacio. Al abrirla un fuerte olor a cerrado me golpeó en la nariz. La persiana de la habitación estaba bajada y entraba un escaso rayo de luz por un agujero en el plástico.

Tanteé con las manos por la pared y los muebles para encontrar el interruptor de la luz cuando lo localicé lo apreté.

—¡Dios mío! —grité.

Entonces Lila me tomó por los hombros:

—¡Hay Virgen Santa! Pobre hombre —exclamó.

Todavía me estremezco al recordar la imagen de Evaristo García tumbado boca abajo en la cama de su hijo. Los ojos abiertos, perdidos en el vacío del suelo, mirando la foto de su hijo cuando aún sonreía y estaba sano. Una espuma amarillenta cubría su mano y parte de la fotografía. Tenía una caja de zapatos en la cama, llena de fotografías viejas y un álbum de dibujos que me llamó poderosamente la atención.

—¡Vámonos de aquí ahora mismo! —exclamó Lila tirando de mi brazo con fuerza.

Intentamos mantener la calma al bajar el piso pero me parecía que alguien nos pisaba los talones, aunque solo era el miedo y la imaginación.

—Tenemos que llamar a un médico —sugerí.

—Tú eres médico y ya has visto como yo, que estaba fiambre ¡Por Dios Sandra! En qué lio nos hemos metido.

Entramos en el coche, los ancianos seguían en su sitio y volvieron a mirarnos con descaro. Incluso escuché el silbido de uno de ellos y una proposición deshonesta.

Estaba claro que no habíamos pasado inadvertidas en el barrio.

—¿Por qué huimos si no hemos hecho nada? —le pregunté a Lila antes de encender el motor.

—Porque hemos entrado en una propiedad sin permiso donde hay un muerto y encima ese hombre acusaba a la empresa, que casualmente es de tu padre de asesinar a su hijo. ¡Te parecen pocos motivos! ¡Arranca ya! —me gritó.

Jamás había visto a Lila tan nerviosa, nunca me había hablado de ese modo. Sentí en lo más profundo haberla implicado.

Cuando la dejé en el portal de su casa su rostro se había serenado un poco aunque todavía era palpable su angustia al igual que la mía.

—¿Se ha suicidado, verdad? —le pregunté. Necesitaba que me lo confirmara.

—Sí, tiene toda la pinta. Sandra, no hables de esto con nadie, ¿entendido?

Salió del coche de manera apresurada, ni siquiera se despidió de mí. Aunque me sorprendió, su reacción me pareció lógica, yo también estaba muerta de miedo. Por eso le oculté que había cogido algo de la habitación del niño. Era mejor así.

Me tumbé en mi cama, Joan todavía no había llegado y la casa estaba en silencio. Rosa hacía rato se había marchado. Me había dejado preparada una tortilla de patatas y mi sopa favorita de pollo. Aunque olía delicioso, tenía el estómago revuelto y había subido al dormitorio sin cenar.

Me temblaba todo el cuerpo, volvía a repasar las imágenes en mi mente: Evaristo muerto en la cama y una fotografía de tamaño mediano de su hijo en el suelo. Pensé que la presión y la tristeza habían sido demasiado para él pero recordé también que estaba muy asustado como si alguien lo estuviera siguiendo.

La cabeza me dolía, fui al baño y cogí un tranquilizante de la caja de medicamentos, también tomé una pastilla para el dolor de cabeza. Me miré al espejo, mis ojos marrones se veían cansados y enrojecidos y mi piel apagada. Me pasé ambas manos por la cara, una y otra vez, como si con ello pudiera borrar las huellas de dolor que la vida había depositado en mis facciones.

Caminé de nuevo hasta la cama, abrí mi bolso y saqué lo que me había traído de la casa de Evaristo: el cuaderno de dibujos de su hijo.

Fue un impulso lo que me llevó a robarlo y solo lo había hecho porque era de la misma marca que los que yo había utilizado de pequeña. ¿Otra casualidad? Quizá.

Leí en voz alta el nombre con el que lo habían firmado, como si con ello le estuviera haciendo algún tipo de homenaje:

—Sebas García.

Pasé la tapa naranja y comencé a mirar los dibujos. Sentí como si estuviera invadiendo su intimidad. Parecía un niño muy sensible, dibujaba animales con perfección fotográfica; bellos paisajes, irreales, de otro mundo; luego también había rostros increíblemente bellos, demasiado hermosos, angelicales.

Me estaba emocionando a cada hoja que pasaba, sentía que era una verdadera pena porque el mundo había perdido a un gran artista.

Pero a medida que pasaban los dibujos algo iba cambiando en ellos, comenzaban a declinar en belleza, en maestría, el trazo tembloroso, ineficaz, tosco, los colores cada vez más oscuros y en desarmonía. Algo le estaba pasando, el cuaderno se estaba convirtiendo en un diario visual. Sus últimos dibujos eran feos, tachones de desesperación y angustia, rostros deformes, manchas rojas de sangre, violencia, casi podía sentirlo en mi interior, como si algo se hubiera apoderado de él, de su alma.

Entonces llegué a la última hoja.

Sentí un estremecimiento en todo mi cuerpo al ver que había dibujado dos hombres con cabeza de reptil, ojos amarillos y manos de uñas largas y afiladas comiéndose el corazón de un niño. Supuse que el niño era él. ¿
Qué está pasando aquí
?, me pregunté.

Aparté de un manotazo el cuaderno.

Comencé a mirar a mi alrededor, presentí algo frío que se acercaba al dormitorio. Escuché los pasos, lo sentía detrás de la puerta. Me protegí entre los almohadones de mi cama.

Comenzaron a brotar de mi mente los recuerdos del día del accidente, el ente oscuro sin forma, los rostros reptiles. En mi cabeza se habían desactivado las imágenes que tan confusas había recordado, ahora eran nítidas y veraces para mí. Ahora sabía que no había sido un sueño, las había tenido despierta.

Empecé a temblar de pánico cuando vi que el pomo de la puerta se movía, el terror de volver a ver de nuevo aquello me superaba, no estaba preparada. Las lágrimas comenzaron a rodar sin freno por mis mejillas, sentía que iba a morir, el corazón iba a pararse, la respiración se me cortaba.

Al abrirse la puerta, surgió un grito ahogado de mi garganta, el aire se detuvo, el oxígeno no llegaba a mis pulmones. Tuve el tiempo justo para ver a Joan unos segundos antes de perder la conciencia por completo.

—Irania ven conmigo, voy a enseñarte algo. Sígueme, no me pierdas de vista —me decía una voz entre la oscuridad.

—Continúa conmigo.

Comencé a percibir un halo de luz. Parecía lejano, pero me aferré a él, lo seguí porque la oscuridad amenazaba con tragarme para siempre, y era muy dolorosa, desgarradora.

Sentí que volaba y la luz se iba haciendo más poderosa, cada vez llenaba más el vacío que me envolvía.

—Irania, ¡Sígueme! —dijo la voz, esta vez más clara, más cercana.

Entonces noté una mano acariciar la mía. Me asió con fuerza.

Ahora todo era luz, comencé a ver el sol, las nubes, un río amplio, tan amplio como un mar, árboles altos y hierba color verde vivo.

—Estoy en casa —afirmé.

Caminé con seguridad, con firmeza, sentía la fuerza que emanaba de mi interior. Me cruzaba con gente y me miraban con respeto y con orgullo. Me dirigí a un edificio rectangular de dos pisos de altura, entré y caminé hasta una gran sala redonda, como un anfiteatro.

Bajé las escaleras, había mucha gente esperándome.

Los asistentes aplaudieron con fervor.

—Lo he encontrado —dije—, ahora ya sé para qué sirve. Es ahí —señalé un dibujo que había hecho en un papiro de un cerebro—. Es esa glándula en forma de piña.

Volvieron a aplaudir, observé a mi lado a una mujer, su mirada era fría, había satisfacción en ella. Una sensación que me dejó preocupada.

—Buen trabajo Irania —dijo —Ahora ya son míos. Los destruiremos.

—¡No! —grité cuando la mujer me arrancó de las manos el papiro.

Recuerdo los murmullos de voces en el pasillo, justo antes de despertar del desmayo en la cama del hospital.

Me sentí confundida, pero al ver a Joan fuera de la habitación hablando con un médico me tranquilicé.

No pasaron ni cinco minutos y Joan entró:

—¿Cómo estás? —me preguntó desde los pies de la cama. Me incorporé torpemente en el respaldo.

—Bien —le dije.

—Me has vuelto a dar un susto de muerte. Todavía no he avisado a tus padres.

—No, por favor, no les digas nada, ya estoy bien. Para qué vamos a preocuparles.

—El doctor ha dicho que has sufrido un ataque de pánico. ¡Ya van dos, Sandra! Si esto no mejora no sé qué vamos a hacer. Temo por tu seguridad y por la nuestra. Tengo que hablar con tus padres, vamos a tener que tomar medidas.

—Me asusté, pero ya estoy mejor.

—¿Te asustaste de mí otra vez? Igual que el día que perdiste a nuestro hijo, ¿no? Sigues afirmando que fue un sueño, pero no estabas dormida, al igual que hoy.

No supe qué contestarle, ahora ya recordaba lo que había sucedido la noche del accidente pero seguía sin reconocer que mi mente había creado semejante visión.

Si lo hacía estaba perdida.

Capítulo 11

Caminé junto a tus pasos sin saber

que mi alma tenía pies.

El doctor Vall me esperaba detrás de la mesa de su despacho, con el mismo rostro inexpresivo de siempre. Había leído que los psiquiatras debían ser espejos neutrales, para que entonces los pacientes pudieran reflejarse y poder ver con claridad los trastornos que los atormentaban. Pero cuando miraba al doctor Vall, yo solo veía a un hombre aburrido de su trabajo, asqueado de sus pacientes, con un ligero tono de superioridad y desprecio, como si al compararse con aquel pobre desquiciado que se sentaba frente a él, sintiera henchirse su gloriosa cordura.

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