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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Juego de Tronos (10 page)

BOOK: Juego de Tronos
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Jon titubeó un instante, luego asintió.

—¿Puedes bajar sólo o te traigo una escalera?

—Anda ya.

El hombrecillo se dio impulso y saltó de la cornisa. Jon dejó escapar una exclamación al ver asombrado cómo Tyrion Lannister giraba en el aire, caía sobre las manos y de un salto hacia atrás se ponía en pie.

Fantasma
retrocedió, inseguro. El enano se sacudió el polvo y soltó una carcajada.

—Lo siento. Me parece que he asustado a tu lobo.

—No tiene miedo —dijo Jon. Se arrodilló y llamó al animal—. Ven aquí,
Fantasma
. Ven. Eso es.

El cachorro de lobo se acercó y hociqueó la mejilla de Jon, pero sin dejar de vigilar a Tyrion Lannister. Cuando el enano hizo gesto de ir a acariciarlo, retrocedió y le mostró los colmillos en un gruñido silencioso.

—Vaya, qué tímido —observó Lannister.

—Siéntate,
Fantasma
—ordenó Jon—. Eso es. Quieto. —Alzó la vista hacia el enano—. Ahora ya lo puedes tocar. No se moverá hasta que yo se lo diga. Le he enseñado.

—Ya lo veo —asintió Lannister. Acarició el pelaje níveo entre las orejas de
Fantasma
—. Qué lobo tan obediente —añadió.

—Si yo no estuviera aquí, te haría pedazos —dijo Jon.

No era verdad, pero algún día lo sería.

—Entonces será mejor que no te alejes —dijo el enano. Inclinó la enorme cabeza a un lado y examinó a Jon con sus ojos desemparejados—. Soy Tyrion Lannister.

—Lo sé. —Jon se levantó.

De pie, era más alto que el enano. Se sintió algo incómodo.

—Y tú eres el bastardo de Ned Stark, ¿no? —El muchacho sintió un frío que lo atravesaba. Apretó los labios y no respondió—. ¿Te he ofendido? —continuó Lannister—. Lo siento. Los enanos no necesitamos tener tacto. Generaciones de bufones con trajes de colorines me dan derecho a vestir mal y a decir todo lo que se me pase por la cabeza. —Sonrió—. Pero eres el bastardo.

—Lord Stark es mi padre —admitió Jon, tenso.

—Sí —dijo al final Lannister después de examinar su rostro—. Se nota. Hay más del norte en ti que en tus hermanos.

—Medio hermanos —lo corrigió Jon.

El comentario del enano le había gustado, pero intentó que no se le notara.

—Permite que te dé un consejo, bastardo —siguió Lannister—. Nunca olvides qué eres, porque desde luego el mundo no lo va a olvidar. Conviértelo en tu mejor arma, así nunca será tu punto débil. Úsalo como armadura y nadie podrá utilizarlo para herirte.

—Qué sabrás tú lo que significa ser un bastardo. —Jon no estaba de humor para aceptar consejos de nadie.

—Todos los enanos son bastardos a los ojos de sus padres.

—Eres hijo legítimo, tu madre era la esposa del señor de Lannister.

—¿De verdad? —sonrió el enano, sarcástico—. Pues díselo a él. Mi madre murió al darme a luz, y nunca ha estado muy seguro.

—Yo ni siquiera sé quién era mi madre —dijo Jon.

—Sin duda, una mujer. Como la mayoría de las madres. —Dedicó a Jon una sonrisa pesarosa—. Recuerda bien lo que te digo, chico. Todos los enanos pueden ser bastardos, pero no todos los bastardos son necesariamente enanos.

Sin decir más, se dio media vuelta, y renqueó hacia el banquete, silbando una melodía. Al abrir la puerta la luz se derramó por el patio y proyectó su sombra contra el suelo. Y allí, por un instante, Tyrion Lannister pareció alto como un rey.

CATELYN (2)

De todas las habitaciones del Gran Torreón de Invernalia, las cámaras de Catelyn eran las más cálidas. Rara vez tenían que encender la chimenea. El castillo se alzaba sobre manantiales naturales de agua termal, y las aguas hirvientes recorrían el interior de los muros como la sangre por el cuerpo de un hombre; espantaban el frío de las salas de piedra y llenaban los invernaderos interiores de una humedad cálida que impedía que la tierra se congelara. En una docena de patios, los pozos abiertos humeaban día y noche. En verano nadie prestaba atención al tema; en invierno, suponía la diferencia entre la vida y la muerte.

El cuarto de baño de Catelyn estaba siempre caliente y lleno de vapor, y las paredes eran cálidas. Aquel ambiente le recordaba a Aguasdulces, a los días al sol con Lysa y Edmure. Pero Ned nunca había soportado el calor. Los Stark estaban hechos para el frío, le decía. Ella siempre se reía y le replicaba que, en ese caso, habían elegido el peor lugar para edificar el castillo.

De manera que, cuando terminaron, Ned se dio media vuelta y se bajó de la cama como ya había hecho mil veces. Atravesó la habitación, descorrió los pesados cortinajes y fue abriendo de una en una las ventanas altas y estrechas para que la cámara se llenara con el aire de la noche.

El viento le azotó el cuerpo desnudo cuando se asomó a la oscuridad con las manos vacías. Catelyn se subió las pieles hasta la barbilla y lo miró. Le parecía más menudo, más vulnerable, como el joven con el que se había casado en el sept de Aguasdulces hacía quince largos años. Sentía las ingles doloridas, el sexo había sido apasionado y apremiante. Era un dolor grato. Notaba la semilla de su esposo en su interior, y rezó para que diera fruto. Ya habían pasado tres años desde que naciera Rickon. No era demasiado vieja, aún podía darle otro hijo.

—Le diré que no —decidió Ned mientras se volvía hacia ella.

La preocupación se reflejaba en sus ojos, tenía una sombra de duda en la voz.

—No puedes —dijo Catelyn mientras se incorporaba en la cama—. No puedes y no debes.

—Mi deber está aquí, en el norte. No quiero ser la Mano de Robert.

—No lo va a entender. Ahora es rey, y los reyes no son como los otros hombres. Si te niegas a hacer lo que te pide querrá saber por qué, y tarde o temprano empezará a pensar que estás en su contra. ¿No comprendes que eso nos pondría en peligro a todos?

—Robert jamás me haría daño ni a mí ni a mi familia. —Ned sacudió la cabeza rehusando aceptar esa posibilidad—. Estamos más unidos que si fuéramos hermanos. Si me niego, rugirá, gritará y maldecirá, y antes de una semana nos estaremos riendo del tema juntos. Lo conozco.

—¡Conocías a Robert! —replicó ella—. Al Rey no lo conoces de nada. —Catelyn recordó a la hembra de huargo muerta en la nieve, con el asta clavada en la garganta. Tenía que hacérselo entender—. Para un rey el orgullo lo es todo, mi señor. Robert ha venido hasta aquí a verte, para otorgarte ese gran honor; no se lo puedes escupir a la cara.

—¿Honor? —Ned rió con amargura.

—A sus ojos, sí.

—¿Y a los tuyos?

—Sí, a los míos también. —Ahora ella también estaba enfadada. ¿Por qué su esposo no lo entendía?—. Se ofrece a casar a su hijo con nuestra hija, ¿es que eso no es un honor? Sansa podría llegar a ser reina. Sus hijos serían reyes de todo lo que hay entre el Muro y las montañas de Dorne. ¿Qué tiene eso de malo?

—Por los dioses, Catelyn, Sansa no tiene más que once años —dijo Ned—. Y Joffrey tiene... tiene...

—Tiene derecho a heredar el Trono de Hierro —terminó la frase Catelyn—. Y yo sólo tenía doce años cuando mi padre me prometió a tu hermano Brandon.

—Brandon. —Aquello hizo que Ned frunciera los labios con amargura—. Sí. Brandon sabría qué hacer. Siempre sabía qué hacer. Todo tenía que haber sido para Brandon. Tú, Invernalia... todo. Él sí nació para ser la Mano del Rey y padre de reinas. Yo no pedí ocupar su puesto.

—No —dijo Catelyn—, pero Brandon murió, tú ocupas su lugar y tienes que cumplir con tu deber, te guste o no.

Ned se apartó de ella y volvió a la noche. Clavó los ojos en la oscuridad. Quizá contemplaba la luna y las estrellas, o tal vez a los centinelas de la muralla.

Catelyn se enterneció al ver su dolor. Eddard Stark se había desposado con ella para ocupar el lugar de Brandon, según mandaba la costumbre, pero la sombra de su hermano muerto aún se interponía entre ellos, igual que la otra, la sombra de la mujer cuyo nombre él no pronunciaría jamás, la mujer que había concebido a su hijo bastardo.

Estaba a punto de acudir junto a él cuando sonó, estrepitoso e inesperado, un golpe en la puerta. Ned se volvió con el ceño fruncido.

—¿Qué pasa?

La voz de Desmond les llegó del otro lado.

—Mi señor, está aquí el maestre Luwin. Ruega que lo recibáis, dice que es urgente.

—¿Le has dicho que había dado orden de que no se me molestara?

—Sí, mi señor, pero ha insistido.

—Muy bien. Hazlo pasar.

Ned se acercó al guardarropa y se puso una gruesa túnica. Catelyn advirtió de pronto que hacía mucho frío. Se sentó en la cama y se volvió a cubrir hasta la barbilla con las pieles.

—Sería mejor que cerraras las ventanas —sugirió.

Ned asintió con gesto ausente. El maestre Luwin entró en la habitación.

Era un hombre menudo y gris. Tenía unos ojos grises y perspicaces que veían muchas cosas. El cabello, el poco que le quedaba a su edad, también era gris. Vestía una túnica de lana gris ribeteada de piel blanca, los colores de los Stark. En las grandes mangas sueltas llevaba bolsillos secretos. Luwin siempre se guardaba unas cosas y sacaba otras de aquellos bolsillos: libros, mensajes, artefactos extraños, juguetes para los niños... A Catelyn le extrañaba que pudiera levantar los brazos con todo el peso que cargaban las mangas.

El maestre esperó a que la puerta se cerrara tras él para empezar a hablar.

—Mi señor —dijo a Ned—, perdonad que os moleste mientras descansáis. Me han dejado un mensaje.

—¿Que te han dejado un mensaje? —Ned lo miró irritado—. ¿Quién? ¿Ha llegado un jinete? No me han informado.

—No ha venido ningún jinete, mi señor. Se trata de una caja de madera tallada, la pusieron en la mesa de mi observatorio mientras dormitaba. Los criados dicen que no vieron a nadie, pero sin duda quien la trajo venía en el grupo del rey. No hemos recibido más visitas del sur.

—¿Una caja de madera? —se interesó Catelyn.

—Dentro había una lente nueva para el observatorio, magnífica, por cierto. Parece de Myr. Los fabricantes de lentes de Myr no tienen rival.

—Una lente —gruñó Ned con el ceño fruncido. Aquellas cosas le colmaban la paciencia, y Catelyn lo sabía—. ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—Lo mismo me pregunté yo —dijo el maestre Luwin—. Obviamente, aquello no era sólo lo que parecía.

—Una lente es un instrumento para ayudarnos a ver. —Catelyn se estremeció pese a las gruesas pieles.

—Cierto, mi señora. —Rozó con los dedos el collar de su orden, que llevaba bajo la túnica; era una cadena pesada, muy ajustada al cuello, cada eslabón forjado con un metal diferente.

—¿Y qué querrán que veamos con mayor claridad? —Catelyn volvió a sentir en las entrañas los aguijonazos del miedo.

—También eso me lo pregunté. —El maestre Luwin se sacó un rollo de papel de la manga—. El verdadero mensaje estaba en un fondo falso que encontré al desmontar la caja de la lente, pero no es para mí.

—Bien, dámelo. —Ned tendió la mano.

—Lo siento, mi señor —dijo Luwin sin moverse—. El mensaje no es para vos tampoco. Pone que es privado para Lady Catelyn. ¿Puedo? —Catelyn asintió, no se atrevía a hablar.

El maestre puso el papel en la mesita junto a la cama. Estaba sellado con una gota de cera azul. Luwin hizo una reverencia y se volvió para retirarse.

—Quédate —le ordenó Ned. El tono de su voz era serio. Miró a Catelyn—. ¿Qué te pasa, mi señora? Estás temblando.

—Tengo miedo —admitió. Cogió la carta con manos vacilantes. Las pieles se deslizaron y dejaron al descubierto su desnudez sin que a ella le importara. La cera azul mostraba el sello de la Casa Arryn, la luna y el halcón—. Es de Lysa. —Catelyn miró a su esposo—. No nos va a gustar lo que diga. Este mensaje está lleno de dolor, Ned. Lo presiento.

—Ábrelo. —Ned tenía el ceño fruncido y el rostro cargado de preocupación.

Catelyn rompió el sello. Recorrió las líneas con la mirada. Al principio no les encontró sentido. De pronto se acordó.

—Lysa no ha querido correr ningún riesgo. Cuando éramos niñas, teníamos un lenguaje secreto.

—¿Aún lo entiendes?

—Sí —reconoció Catelyn.

—Entonces dinos qué pone.

—Será mejor que me retire —sugirió el maestre Luwin.

—No —pidió Catelyn—. Vamos a necesitar tu consejo.

Salió de entre las mantas y se bajó de la cama. El aire nocturno envolvía su piel desnuda con la frialdad de una mortaja. Cruzó la habitación.

El maestre Luwin apartó la vista. Incluso Ned parecía algo escandalizado.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Encender la chimenea —replicó Catelyn.

Se puso una túnica y se arrodillo ante la chimenea fría.

—El maestre Luwin... —empezó Ned.

—El maestre Luwin me ha atendido en todos y cada uno de mis partos. No es momento para falsos recatos.

Deslizó el papel entre la leña y puso los troncos más gruesos encima.

Ned cruzó la habitación en dos zancadas, la agarró por el brazo y la hizo ponerse en pie. Acercó el rostro a escasos centímetros del de su esposa.

—¡Dímelo, mi señora! ¿Qué decía ese mensaje?

—Era una advertencia —dijo Catelyn, rígida ante su brusquedad—. Si tenemos el sentido común de escucharla.

—Sigue —dijo Ned clavando los ojos en los suyos.

—Lysa dice que Jon Arryn fue asesinado. —Los dedos que le sujetaban el brazo presionaron aún más.

—¿Quién lo hizo?

—Los Lannister. La Reina.

—Dioses —susurró Ned con voz ronca y la soltó. Le había dejado marcas rojas en la piel—. Tu hermana ha enloquecido de dolor. No sabe lo que dice.

—Lo sabe muy bien —replicó Catelyn—. Lysa es impulsiva, no lo niego, pero este mensaje lo escribió con mucho cuidado y lo ocultó para que sólo lo viera yo. Sabía que, si caía en malas manos, supondría su sentencia de muerte. Si decidió correr semejante riesgo es que tiene algo más que simples sospechas. —Miró a su esposo—. Ahora sí que ya no podemos elegir. Tienes que ser la Mano de Robert. Tienes que ir con él al sur y descubrir la verdad.

Se dio cuenta al momento de que Ned había llegado a una conclusión muy diferente.

—Las únicas verdades que entiendo están aquí. El sur es un nido de víboras. Lo mejor es que ni me acerque.

—La Mano del Rey tiene mucho poder, mi señor. —Luwin se tiró del collar en el punto donde le estaba rozando la delicada piel del cuello—. Poder para descubrir la verdad acerca de la muerte de Lord Arryn, y para llevar a los asesinos ante la justicia del rey. Poder para proteger a Lady Arryn y a su hijo si todo esto es cierto.

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