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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Juego de Tronos (11 page)

BOOK: Juego de Tronos
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Ned miró a su alrededor, desesperado. Catelyn deseaba con toda su alma correr a abrazarlo, pero sabía que no debía hacerlo. Primero debía obtener la victoria, por el bien de sus hijos.

—Dices que quieres a Robert como si fuera tu hermano. ¿Abandonarías a un hermano en medio de los Lannister?

—Los Otros se os lleven a los dos —masculló Ned, sombrío.

Se apartó de ellos y volvió junto a la ventana. Catelyn no dijo nada, el maestre tampoco. Aguardaron en silencio mientras Eddard Stark se despedía interiormente del hogar que amaba. Cuando por fin se alejó de la ventana tenía la voz cansada y llena de melancolía, y un brillo húmedo en el rabillo de los ojos.

—Mi padre fue al sur una vez para responder a la llamada de un rey. Jamás volvió a casa.

—Era otra época —dijo el maestre Luwin—. Era otro rey.

—Sí —aceptó Ned con voz átona. Se sentó en una silla junto a la chimenea—. Catelyn, tú te quedarás aquí, en Invernalia. —Aquellas palabras azotaron como un viento helado el corazón de su esposa.

—No —dijo, temerosa de repente.

¿Acaso era aquél su castigo? ¿No volver a ver su rostro, no volver a estar entre sus brazos?

—Sí —replicó Ned con un tono que no admitía disputa—. Tendrás que gobernar el norte en mi lugar mientras yo le hago los recados a Robert. Siempre tiene que haber un Stark en Invernalia. Robb ha cumplido ya catorce años, pronto será un hombre adulto. Tiene que aprender a gobernar, y yo no estaré aquí para enseñarle. Que tome parte en los consejos cuando los celebres. Debe estar preparado cuando llegue su momento.

—Quieran los dioses que sea dentro de muchos años —murmuró el maestre Luwin.

—Confío en ti como si fueras de mi propia sangre, maestre Luwin. Quiero que aconsejes a mi esposa en todo, en lo importante y en lo trivial. Enseña a mi hijo lo que necesita saber. Se acerca el invierno.

El maestre Luwin asintió con gesto grave. Se hizo el silencio, hasta que Catelyn reunió valor suficiente para plantear la pregunta cuya respuesta más temía.

—¿Y los demás niños?

Ned se levantó, la abrazó y le alzó la barbilla para mirarla a los ojos.

—Rickon es muy pequeño —dijo con voz dulce—. Se quedará con Robb y contigo. Los demás vendrán conmigo.

—No lo soportaré —dijo Catelyn temblorosa.

—Tendrás que soportarlo. Sansa tiene que casarse con Joffrey, ahora está claro, no podemos darles el menor motivo para que duden de nuestra devoción. Y ya va siendo hora de que Arya aprenda las costumbres de una corte sureña. Dentro de pocos años ella también estará en edad de casarse.

Sansa brillaría con luz propia en la corte, se dijo Catelyn para sus adentros, y bien sabían los dioses que a Arya le hacía falta refinarse un poco. De mala gana, las dejó partir en su corazón. Pero a Bran, no. A Bran, imposible.

—Sí —dijo—. Pero por favor, Ned, por el amor que me profesas, deja que Bran se quede aquí, en Invernalia. No tiene más que siete años.

—Yo tenía ocho cuando mi padre me envió como pupilo al Nido de Águilas —respondió Ned—. Ser Rodrik me ha contado que Robb y el príncipe Joffrey no simpatizan. Eso no es bueno. Bran puede tender un puente entre ellos. Es un niño dulce, con la risa fácil, se hace querer. Que crezca con los pequeños príncipes, que se haga amigo de ellos igual que Robert y yo nos hicimos amigos. Así, nuestra Casa estará a salvo.

Tenía razón. Catelyn lo sabía. Pero eso no lo hacía menos doloroso. Los iba a perder a los cuatro, a Ned, a las dos niñas y a su querido Bran. Sólo le quedarían Robb y el pequeño Rickon. Ya sentía el peso de la soledad. Invernalia era un lugar tan, tan vasto...

—Pero que no se acerque a los muros —dijo con valor—. Ya sabes cuánto le gusta trepar a Bran.

—Gracias, mi señora —susurró Ned, secándole a besos las lágrimas de los ojos antes de que se derramaran—. Es muy duro, lo sé.

—¿Qué pasa con Jon Nieve, mi señor? —preguntó el maestre Luwin.

Catelyn se puso tensa al oír aquel nombre. Ned percibió su rabia y se apartó de ella.

Muchos hombres tenían bastardos. Catelyn lo había sabido toda su vida. No le sorprendió descubrir que, en el primer año de su matrimonio, Ned había tenido un hijo con alguna chica a la que conoció estando en campaña. Al fin y al cabo tenía necesidades de hombre, y aquel año lo habían pasado separados, Ned guerreaba en el sur mientras ella permanecía a salvo en el castillo de su familia en Aguasdulces. Pensaba más en Robb, el bebé que mamaba de su pecho, que en aquel marido al que apenas conocía. Si entre batalla y batalla encontraba alguna diversión, mejor que mejor. Y si su semilla daba fruto, debía ocuparse del niño, era lo que se esperaba de él.

Pero hizo más que eso. Los Stark no se parecían a los demás hombres. Ned se llevó al bastardo a casa con él, y lo llamó «hijo» ante todo el norte. Cuando las guerras terminaron por fin y Catelyn se trasladó a Invernalia, Jon y su ama de cría ya estaban instalados allí.

Aquello le dolió. Ned no hablaba de la madre del niño, no decía ni una palabra de ella, pero en el castillo no había secretos y Catelyn oía a las doncellas contar las historias que a ellas les habían relatado los soldados de su esposo. Hablaban en susurros de Ser Arthur Dayne, la Espada del Amanecer, el más mortífero de los siete caballeros de la Guardia Real de Aerys, y de cómo el joven señor de Invernalia lo había matado en combate singular. Y contaban cómo luego Ned llevó la espada de Ser Arthur a la hermosa y joven hermana de éste, que lo aguardaba en un castillo llamado Campoestrella, a orillas del mar del Verano. Lady Ashara Dayne, alta, rubia, con ojos hechiceros color violeta. Catelyn había tardado quince días en reunir valor suficiente, pero al fin, una noche en la cama, preguntó directamente a su esposo qué había de verdad en aquello.

Fue la única vez en todos sus años de matrimonio en que Ned le dio miedo.

—No vuelvas a preguntarme nunca acerca de Jon —dijo con voz fría como el hielo—. Es sangre de mi sangre, no tienes por qué saber más. Y ahora, quiero que me digas dónde has oído ese nombre, mi señora.

Ella le había jurado obediencia. Se lo dijo. Y desde aquel día los rumores habían cesado, y el nombre de Ashara Dayne no se volvió a pronunciar entre los muros de Invernalia.

Fuera quien fuera la madre de Jon, Ned debía de haberla amado con locura, porque nada de lo que Catelyn le dijera pudo convencerlo de que alejara de allí al muchacho. Era la única cosa que jamás perdonaría a su esposo. Había llegado a querer a Ned con todo su corazón, pero nunca había sentido cariño hacia Jon. Por Ned habría soportado la existencia de una docena de bastardos, mientras no tuviera que verlos. Pero Jon era una presencia constante, y a medida que crecía se parecía más a Ned que ninguno de los hijos legítimos que ella le había dado. Aquello empeoraba aún más la situación.

—Jon no se puede quedar —dijo.

—Robb y él están muy unidos —señaló Ned—. Había pensado...

—No se puede quedar aquí —lo interrumpió Catelyn—. Es hijo tuyo, no mío. No lo quiero a mi lado.

Sabía que estaba siendo dura, pero era lo que sentía. Y Ned no haría ningún favor al chico dejándolo en Invernalia.

—Sabes que no me lo puedo llevar al sur conmigo —le dijo su marido con una mirada llena de angustia—. En la corte no hay lugar para él. No admitirán a un chico con apellido de bastardo; se burlarán; lo rechazarán.

—Por lo que se cuenta —replicó Catelyn blindando su corazón contra la súplica muda en los ojos de Ned—, tu amigo Robert también ha tenido una docena de bastardos.

—¡Pero ninguno ha entrado en la corte! —exclamó él—. Ya se ha cuidado bien de eso la Lannister. ¿Cómo puedes ser tan cruel, Catelyn? No es más que un niño. No... —Estaba dominado por la ira.

Habría dicho más cosas, y peores, pero el maestre Luwin lo interrumpió.

—Hay otra solución —dijo con voz tranquila—. Vuestro hermano Benjen vino a verme hace unos días, quería hablarme de Jon. Por lo visto el muchacho aspira a vestir el negro.

—¿Quiere unirse a la Guardia de la Noche? —Ned lo miró, conmocionado.

Catelyn no dijo nada. Que Ned meditara sobre la idea; en aquel momento una intervención suya sólo lo pondría en contra. Pero de buena gana habría besado al maestre. Era la solución perfecta. Benjen Stark era un Hermano Juramentado. Jon sería como un hijo para él, el hijo que nunca tendría. Y el chico también prestaría el juramento cuando llegara su turno. No tendría descendientes que pudieran disputar Invernalia a los nietos de Catelyn.

—Servir en el Muro es un gran honor, mi señor —dijo el maestre Luwin.

—Y hasta un bastardo puede llegar muy alto en la Guardia de la Noche —reflexionó Ned. Pero todavía había un atisbo de duda en su voz—. Jon es demasiado joven. Si un hombre maduro quiere prestar el juramento es una cosa, pero un niño de catorce años...

—Es un gran sacrificio —asintió el maestre Luwin—. Pero corren tiempos difíciles, mi señor. Su camino no es más cruel que el que os aguarda a vos, o a vuestra señora.

Catelyn pensó en los tres hijos que iba a perder. No le fue fácil seguir guardando silencio.

Ned se apartó de ellos y volvió a mirar por la ventana, callado, con semblante pensativo. Por fin, suspiró y se dio media vuelta.

—Muy bien —dijo al maestre Luwin—. Supongo que es lo mejor. Hablaré con Ben.

—¿Cuándo se lo diremos a Jon? —preguntó el maestre.

—Cuando sea el momento. Hay que hacer preparativos. Pasarán al menos dos semanas antes de que lo tengamos todo a punto para la partida. Que Jon disfrute estos últimos días. Pronto terminará el verano, y también su infancia. A su debido tiempo, yo mismo se lo diré.

ARYA (1)

Las puntadas de Arya volvían a estar todas torcidas.

Las contempló con el ceño fruncido, desalentada, y miró de hurtadillas hacia donde estaba su hermana Sansa con las otras niñas. Las labores de costura de Sansa eran siempre exquisitas. Todo el mundo lo decía.

«Las labores de Sansa son tan bonitas como ella —dijo una vez la septa Mordane a su señora madre—. Tiene unas manos tan hábiles, tan delicadas...— Cuando Lady Catelyn le preguntó por Arya, la septa lanzó un bufido—. Arya tiene manos de herrero.»

Arya echó una mirada furtiva hacia el otro extremo de la sala, temerosa de que la septa Mordane pudiera leerle el pensamiento, pero aquel día no le prestaba atención. Se había sentado con la princesa Myrcella y era todo sonrisas y adulación. La septa no tenía ocasión de instruir a una princesa en las artes femeninas todos los días, como había dicho a la Reina cuando llevó a la niña para que estuviera con ellas. A Arya le pareció que las puntadas de Myrcella también estaban algo torcidas, pero por la manera en que las alababa la septa Mordane nadie lo habría imaginado.

Examinó de nuevo su labor, buscando alguna manera de rescatarla, y al final suspiró y dejó la aguja. Miró a su hermana con gesto abatido. Sansa charlaba alegremente mientras cosía. A sus pies se sentaba Beth Cassel, la hija pequeña de Ser Rodrik, que se bebía cada palabra que salía de sus labios. Jeyne Poole, a su lado, le susurraba algo al oído.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Arya de repente. Jeyne la miró sobresaltada, luego dejó escapar una risita. Sansa pareció avergonzada. Beth se sonrojó. Nadie le dio respuesta—. Decídmelo —insistió Arya.

Jeyne miró de reojo para asegurarse de que la septa Mordane no las estaba escuchando. Myrcella dijo algo en aquel momento, y la septa estalló en carcajadas igual que el resto de las señoras.

—Hablábamos del príncipe —dijo Sansa con voz suave como un beso.

Arya sabía bien a qué príncipe se refería. A Joffrey, claro. El alto, el guapo. A Sansa le había tocado sentarse con él en el banquete. A Arya le correspondió el pequeño y gordito. Naturalmente.

—A Joffrey le gusta tu hermana —susurró Jeyne, tan orgullosa como si fuera la responsable de aquello. Era la hija del mayordomo de Invernalia, y también la mejor amiga de Sansa—. Le dijo que era muy hermosa.

—Se va a casar con ella —intervino la pequeña Beth, soñadora—. Y Sansa será la reina.

Sansa tuvo la decencia de sonrojarse. Tenía una manera de sonrojarse muy bonita. Todo lo que hacía era muy bonito, pensó Arya con un rencor sordo.

—No te inventes cosas, Beth —reprendió cariñosamente Sansa a la pequeña al tiempo que le acariciaba el pelo. Volvió la vista hacia Arya—. ¿A ti qué te parece el príncipe, Joff, hermana? Es muy galante, ¿verdad?

—Jon dice que parece una niña —replicó Arya.

—Pobre Jon —dijo Sansa con un suspiro sin dejar de coser—. Se pone celoso porque es un bastardo.

—Es nuestro hermano —replicó Arya en voz demasiado alta.

Sus palabras se oyeron claramente en el silencio de la sala de la torre. La septa Mordane alzó la vista. Tenía el rostro huesudo, ojos perspicaces y una boca de labios finos que parecían hechos para fruncirse. Ahora estaban fruncidos.

—¿De qué estáis hablando, niñas?

—Es nuestro medio hermano —la corrigió Sansa con tono suave y preciso. Sonrió a la septa y le dijo—: Arya y yo comentábamos lo contentas que estamos de que la princesa nos acompañe hoy.

—Desde luego —asintió la septa Mordane—. Es un gran honor para nosotras. —La princesa Myrcella sonrió insegura ante el cumplido—. ¿Por qué no estás cosiendo, Arya? —preguntó la septa. Se puso de pie. Sus faldas almidonadas parecieron susurrar cuando cruzó la sala en dirección a ella—. A ver esas puntadas.

Arya quería gritar. Era muy propio de Sansa atraer la atención de la septa. No tuvo más remedio que tenderle la tela. La septa la examinó.

—Arya, Arya, Arya —dijo—. Esto está mal. Muy mal.

Todos la miraban. Aquello era excesivo. Sansa era demasiado educada para sonreír ante el apuro de su hermana, pero Jeyne lo compensaba de sobra. Arya sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. Se levantó bruscamente y corrió hacia la puerta.

—¡Arya! —gritó la septa Mordane—. ¡Vuelve aquí! ¡No te atrevas a salir! Tu señora madre se va a enterar de esto. ¡Y delante de nuestra princesa! ¡Eres una vergüenza para todos!

Arya se detuvo ante la puerta y se dio media vuelta, mordiéndose los labios. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Se las arregló para hacer una reverencia rígida en dirección a Myrcella.

—Con vuestra venia, mi señora.

Myrcella la miró, luego clavó la vista en las señoras como pidiendo ayuda. Pero si la niña parecía insegura, septa Mordane no.

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