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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Juego de Tronos (6 page)

BOOK: Juego de Tronos
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Ella había nacido en Rocadragón nueve meses después de la huida, durante una tormenta de verano que amenazaba con quebrantar la solidez de la propia isla. Se dijo que la tormenta había sido espantosa. La flota de los Targaryen, anclada cerca de allí, quedó destruida; el viento arrancó enormes bloques de piedra de los parapetos y los precipitó a las aguas embravecidas del mar Angosto. Su madre había muerto en el parto, y eso Viserys jamás se lo había perdonado.

Dany tampoco tenía recuerdos de Rocadragón. Habían huido de nuevo justo antes de que el hermano del Usurpador se hiciera a la mar con la nueva flota. Para entonces, de los Siete Reinos que fueron suyos ya sólo les quedaba Rocadragón, la cuna de su antigua Casa. No lo conservarían mucho tiempo. La guarnición tenía intención de venderlos al Usurpador, pero una noche Ser Willem Darry y otros cuatro leales entraron en las habitaciones de los niños y se los llevaron junto con su aya. Protegidos por la oscuridad, pusieron rumbo hacia el refugio que les ofrecía la costa braavosiana.

Recordaba vagamente a Ser Willem, un hombretón corpulento y canoso, casi ciego, que rugía órdenes desde el lecho de enfermo. Los criados le tenían pánico, pero con Dany siempre fue amable. La llamaba «princesita» y, a veces, «mi señora», y tenía las manos suaves como el cuero viejo. Pero nunca salía de la cama, y el hedor a enfermedad, un olor dulzón, cálido y húmedo, lo envolvía día y noche. Aquello fue mientras vivieron en Braavos, en la casa grande con la puerta roja. Allí Dany había tenido una habitación para ella sola, y junto a su ventana crecía un limonero. Cuando murió Ser Willem, los criados robaron el poco dinero que les quedaba y se marcharon, y poco después el dueño de la gran casa los puso de patitas en la calle. Dany lloró amargamente cuando la puerta roja se cerró tras ellos para siempre.

Desde entonces habían seguido vagando, de Braavos a Myr, de Myr a Tyrosh, y de allí a Qohor, a Volantis y a Lys. Nunca se quedaban mucho tiempo en ningún lugar. Su hermano se negaba. Insistía en que los asesinos a sueldo del Usurpador les pisaban los talones, aunque Dany jamás había visto a ninguno.

Al principio los magísteres, arcontes y príncipes mercaderes estaban encantados de recibir a los últimos Targaryen en sus hogares y a sus mesas, pero a medida que pasaban los años y el Usurpador seguía ocupando el Trono de Hierro, las puertas se les cerraron y sus vidas eran cada vez más míseras. Hacía mucho que se habían visto obligados a vender los últimos tesoros que conservaban, y ahora ya no les quedaba ni el dinero de la corona de su madre. En los callejones y tabernuchas de Pentos llamaban a su hermano el Rey Mendigo. Dany prefería no saber cómo la llamaban a ella.

—Algún día lo recuperaremos todo, hermanita —le prometía él. A veces le temblaban las manos al hablar del tema—. Las joyas y las sedas, Rocadragón y Desembarco del Rey, el Trono de Hierro y los Siete Reinos. Volveremos a tener todo lo que nos arrebataron.

Viserys vivía pensando sólo en ese día. En cuanto a Dany, lo único que quería recuperar era la casa grande de la puerta roja y el limonero junto a su ventana, la infancia que no llegó a tener.

Llamaron suavemente a la puerta.

—Adelante —dijo Dany mientras se apartaba de la ventana.

Las criadas de Illyrio entraron, hicieron una reverencia y pusieron manos a la obra. Eran esclavas, un regalo de uno de los muchos amigos dothrakis del magíster; en la Ciudad Libre de Pentos no existía la esclavitud. La anciana, menuda y gris como un ratoncillo, nunca abría la boca, pero la jovencita lo compensaba con creces. Aquella chica de ojos azules y pelo rubio que no paraba de parlotear mientras trabajaba era, a sus dieciséis años, la favorita de Illyrio.

Le llenaron la bañera con agua caliente que habían subido de la cocina, y la perfumaron con aceites aromáticos. La jovencita ayudó a Dany a quitarse la túnica de algodón basto por encima de la cabeza y a meterse en la bañera. El agua estaba demasiado caliente, pero Daenerys no hizo ni un gesto, no dijo nada. Le gustaba el calor. La hacía sentir limpia. Además, su hermano le decía a menudo que nada era demasiado caliente para un Targaryen.

«Nuestra casa es la casa del dragón. Llevamos el fuego en la sangre», ésas eran sus palabras.

La anciana le lavó la larga cabellera, tan rubia que era casi plateada, y se la desenredó suavemente, siempre en el más completo silencio. La chica le frotaba la espalda y los pies, y le comentaba la suerte que tenía.

—Drogo es tan rico que hasta sus esclavos llevan collares de oro. En su
khalasar
cabalgan cien mil hombres, su palacio de Vaes Dothrak tiene doscientas habitaciones, todas con puertas de plata maciza.

Y siguió sin cesar, largo rato, acerca de lo guapo que era el
khal
, alto y valiente, audaz en la batalla, el mejor jinete que jamás había montado a lomos de un caballo, un arquero perfecto... Daenerys no dijo nada. Siempre había dado por supuesto que, cuando llegara a la mayoría de edad, se casaría con Viserys. Los Targaryen se habían casado entre hermanos durante siglos, desde que Aegon
el Conquistador
había desposado a sus hermanas. Viserys le había dicho mil veces que tenían que mantener pura la estirpe; por sus venas corría sangre de reyes, la sangre dorada de la vieja Valyria, la sangre del dragón. Los dragones no se apareaban con las bestias del campo, y los Targaryen no mezclaban su sangre con la de hombres inferiores. Pero ahora Viserys la vendía a un extraño, a un bárbaro.

Cuando estuvo aseada, las esclavas la ayudaron a salir del agua y la secaron con toallas. La chica le cepilló la cabellera hasta que quedó brillante como plata fundida, mientras la anciana la ungía con el perfume florespecia de las llanuras dothraki: una gota en cada muñeca, detrás de las orejas, en los pezones y la última, todo frescor, entre las piernas. La vistieron con las prendas etéreas que le había enviado el magíster Illyrio y le pusieron el vestido largo, de oscura seda color ciruela para que le resaltara el violeta de los ojos. La joven le calzó las sandalias doradas mientras la anciana le colocaba la diadema en el pelo y le deslizaba brazaletes de oro con incrustaciones de amatistas en las muñecas. Por último le pusieron el collar, un grueso torques dorado con grabados de antiguos jeroglíficos valyrios.

—Ahora pareces toda una princesa —le dijo la chica asombrada cuando terminaron.

Dany contempló su imagen en el espejo azogado que Illyrio, siempre atento, le había proporcionado.

«Una princesa», pensó. Pero recordó lo que le había dicho la joven, que Khal Drogo era tan rico que hasta sus esclavos llevaban collares de oro. Sintió un escalofrío repentino y se le erizó el vello de los brazos desnudos.

Su hermano la esperaba en el fresco salón recibidor. Estaba sentado al borde de la piscina y removía el agua con los dedos. Al verla llegar, se levantó y la examinó con ojo crítico.

—Quédate ahí —le dijo—. Date la vuelta. Sí. Bien. Tienes un aspecto...

—Regio —intervino el magíster Illyrio, que en aquel momento cruzaba el arco de la entrada. Se movía con una delicadeza sorprendente para ser un hombre tan corpulento. Bajo las prendas sueltas de seda de colores llamativos, pliegues de grasa se le movían al caminar. Llevaba anillos en todos los dedos, y su criado le había aceitado la barba amarilla dividida en dos partes para que brillara como oro de verdad—. Que el Señor de la Luz os llene de bendiciones en este día venturoso, princesa Daenerys —añadió al tiempo que le tomaba la mano. Hizo una inclinación galante con la cabeza, y los dientes amarillentos y podridos se le asomaron durante un momento entre el oro de la barba—. Es una auténtica visión, Alteza, una auténtica visión —dijo a su hermano—. Drogo se quedará extasiado.

—Está muy flaca —replicó Viserys. Tenía el pelo rubio plata, como ella, y lo llevaba recogido hacia atrás y sujeto con un prendedor de huesodragón. Le daba un aspecto severo, que le enfatizaba los rasgos duros y huesudos del rostro. Apoyó la mano en el puño de la espada que le había prestado Illyrio—. ¿Estás seguro de que a Khal Drogo le gustan las mujeres tan jóvenes?

—Lo que importa es su linaje. Es suficientemente mayor para el
khal
—le respondió Illyrio por enésima vez—. Y miradla ahora. Ese pelo tan rubio, esos ojos púrpura... La sangre de la antigua Valyria corre por sus venas, no cabe duda, no cabe duda. Además, es la hija del viejo rey y la hermana del nuevo, Drogo enloquecerá por ella.

Cuando le soltó la mano, Dany se dio cuenta de que la suya temblaba.

—Tienes razón —dijo su hermano, titubeante—. A esos bárbaros les gustan cosas muy raras. Niños, caballos, ovejas...

—Será mejor que no se lo digáis a Khal Drogo —señaló Illyrio.

—¿Me tomas por idiota? —La ira relampagueó en los ojos lila de Viserys.

—Os tomo por un rey —contestó el magíster con una ligera reverencia—. Los reyes no adoptan las mismas precauciones que los hombres vulgares. Perdonadme si os he ofendido. —Se dio la vuelta y dio unas palmadas para llamar a los porteadores.

Las calles de Pentos estaban ya oscuras cuando se pusieron en marcha en el palanquín de Illyrio, decorado con tallas muy elaboradas. Dos criados caminaban delante para iluminarles el camino con recargadas lámparas de aceite de cristal azul claro, mientras una docena de hombres fuertes cargaban las varas sobre sus hombros. Dentro, tras las cortinas, hacía calor e iban demasiado apretados. Dany percibía con claridad el hedor de las carnes pálidas de Illyrio incluso a través de sus perfumes pegajosos.

Su hermano, que iba junto a ella tendido entre almohadones, no se dio cuenta. Su mente estaba muy lejos, al otro lado del mar Angosto.

—No nos hará falta todo su
khalasar
—dijo Viserys. Jugueteaba con el pomo de la espada prestada, aunque Dany sabía que nunca había blandido una por necesidad—. Me bastará con diez mil. Sí, con diez mil dothrakis puedo arrasar los Siete Reinos. Y hay otros que tampoco quieren al Usurpador. Tyrell, Redwyne, Darry, Greyjoy... Los de Dorne arden en deseos de vengar la muerte de Elia y de sus hijos. Y el pueblo llano estará con nosotros. Claman por su rey. —Miró a Illyrio con ansiedad—. ¿No es cierto?

—Son vuestro pueblo, y os aman —dijo el magíster Illyrio, afable—. A lo largo y ancho de todo el reino, en todos los poblados, los hombres brindan por vos en secreto y las mujeres bordan dragones en los estandartes y los esconden a la espera del día en que volváis cruzando las aguas. —Se encogió de hombros—. Al menos, eso me dicen mis agentes.

Dany no disponía de agentes ni de manera alguna de saber qué hacía o pensaba el pueblo al otro lado del mar Angosto, pero desconfiaba de las palabras aduladoras de Illyrio. En realidad, desconfiaba de todo lo que viniera de él. En cambio, su hermano asentía con entusiasmo.

—Yo mismo me encargaré de dar muerte al Usurpador —prometió el joven, que nunca había matado a nadie—, igual que él mató a mi hermano Rhaegar. Y también acabaré con Lannister
el Matarreyes
, por lo que le hizo a mi padre.

—Eso sería de lo más apropiado —dijo el magíster Illyrio.

Dany vio asomarse una sonrisa entre los labios regordetes, pero su hermano no se dio cuenta. Viserys asintió y apartó una cortina para contemplar la calle. Dany supo que estaba luchando una vez más en la Batalla del Tridente.

La mansión de nueve torreones de Khal Drogo se alzaba junto a las aguas de la bahía, con los altos muros de ladrillo cubiertos de hiedra clara. Illyrio les había dicho que fue un regalo de los magísteres de Pentos al
khal
. Las Ciudades Libres siempre eran así de generosas con los señores de los caballos.

—No es que tengamos miedo de esos bárbaros —les explicó con una sonrisa—. El Señor de la Luz defendería los muros de nuestra ciudad contra un millón de dothrakis... o eso nos aseguran los sacerdotes rojos. Pero ¿para qué correr riesgos, cuando la amistad se puede comprar a tan bajo precio?

El palanquín se detuvo ante la puerta de la finca, y uno de los guardias de la casa apartó bruscamente los cortinajes. Tenía la piel cobriza y los ojos almendrados de los dothrakis, pero iba afeitado y llevaba el casco de bronce con punta de los Inmaculados. Les dirigió una mirada fría. El magíster Illyrio le gruñó algo en el áspero idioma dothraki; el guardia replicó de la misma manera y les hizo una señal para que cruzaran la puerta.

Dany advirtió que su hermano tenía la mano crispada sobre la empuñadura de la espada ajena. Parecía casi tan asustado como ella.

—Eunuco insolente —murmuró Viserys mientras el palanquín se alzaba de nuevo y se dirigía hacia la casa.

—Esta noche habrá muchos hombres importantes en el banquete. —Las palabras del magíster Illyrio eran pura miel—. Son personas que tienen enemigos. El
khal
está obligado a proteger a sus invitados, sobre todo a vos, Alteza. No cabe duda de que el Usurpador pagaría mucho por vuestra cabeza.

—Sí, claro —asintió Viserys, sombrío—. Ya lo ha intentado más de una vez, Illyrio. Sus asesinos a sueldo nos siguen adondequiera que vayamos. Soy el último dragón, y no podrá dormir tranquilo mientras yo viva.

El palanquín aminoró la marcha y se detuvo. Alguien apartó los cortinajes, y un esclavo le tendió la mano a Daenerys para ayudarla a salir. Dany se fijo en que el collar que llevaba era de bronce corriente. Su hermano la siguió, todavía con la mano sobre la empuñadura de la espada, aferrándola con fuerza. Hizo falta la ayuda de dos hombres fuertes para poner de nuevo en pie al magíster Illyrio.

En el interior de la casa, el olor a especias, a limón dulce y a canela, creaba una atmósfera casi palpable. Los acompañaron hasta un salón recibidor en el que había una vidriera de cristal coloreado que representaba la Maldición de Valyria. A lo largo de las paredes se quemaba aceite en lámparas de hierro negro. Un eunuco situado bajo un arco de piedra con motivos vegetales anunció su llegada.

—Viserys de la Casa Targaryen, el tercero de su nombre —proclamó con voz alta y clara—, rey de los ándalos y los rhoynar y los primeros hombres, señor de los Siete Reinos y Protector del Reino. Su hermana, Daenerys de la Tormenta, princesa de Rocadragón. Su honorable anfitrión, Illyrio Mopatis, magíster de la Ciudad Libre de Pentos.

Pasaron junto al eunuco para acceder a un patio de muros cubiertos de hiedra clara. La luz de la luna teñía las hojas con tonalidades hueso y plata mientras los invitados paseaban ante ellas. Muchos eran señores dothrakis de los caballos, hombres corpulentos de piel rojiza, con largos bigotes adornados con anillos de metal y las cabelleras negras bien aceitadas, trenzadas y llenas de campanillas. Pero entre ellos había también matones y mercenarios de Pentos, Myr y Tyrosh; un sacerdote rojo aún más gordo que Illyrio; hombres velludos del Puerto de Ibben; y señores de las Islas del Verano, de piel oscura como el ébano. Daenerys los miró, maravillada... y, de pronto, con un escalofrío de temor, se dio cuenta de que era la única mujer entre los presentes.

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