Juego de Tronos (18 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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El eunuco Varys era el consejero de los rumores del reino. Servía a Robert de la misma manera en que antes había servido a Aerys Targaryen. Ned desenrolló el papel con nerviosismo, pensando en Lysa y en su espantosa acusación, pero el mensaje no tenía nada que ver con Lady Arryn.

—¿De qué fuente procede esta información?

—¿Te acuerdas de Ser Jorah Mormont?

—Ojalá pudiera olvidarlo —dijo Ned con aspereza.

Los Mormont de la Isla del Oso eran una casa antigua, orgullosa y honorable, pero sus tierras eran frías, remotas y pobres. Ser Jorah había intentado llenar las arcas de la familia vendiendo unos furtivos a un traficante tyroshi de esclavos. Los Mormont eran abanderados de los Stark, de manera que su crimen había deshonrado al norte. Ned había hecho un largo viaje hacia el oeste hasta la Isla del Oso, pero cuando llegó se encontró con que Jorah se había embarcado para ponerse fuera del alcance de
Hielo
y de la justicia del rey. Desde entonces habían transcurrido cinco años.

—Ser Jorah está en Pentos, y daría cualquier cosa por conseguir un indulto real que le permitiera regresar del exilio —explicó Robert—. Lord Varys aprovecha a fondo esa circunstancia.

—Así que el esclavista es ahora un espía —dijo Ned con repugnancia. Le devolvió la carta—. Yo preferiría mil veces ser un cadáver.

—Por lo que me cuenta Varys, los espías son mucho más útiles que los cadáveres —replicó Robert—. Dejando aparte a Jorah, ¿qué opinas de este informe?

—Daenerys Targaryen ha contraído matrimonio con un señor dothraki de los caballos. ¿Y qué? ¿Quieres que le enviemos un regalo de boda?

—Puede, un cuchillo —dijo el rey con el ceño fruncido—. Uno bien afilado, y un hombre valiente que lo empuñe.

Ned no se molestó en fingir sorpresa; el odio que Robert sentía hacia los Targaryen rozaba la locura. Recordó las frases airadas que habían intercambiado cuando Tywin Lannister entregó a Robert como obsequio y muestra de lealtad los cadáveres de la esposa y los hijos de Rhaegar. Ned lo consideró un asesinato; Robert dijo que aquello era la guerra.

—Para mí no son bebés, son cachorros de dragón —replicó el nuevo rey cuando alegó que el príncipe y la princesa no eran más que bebés.

Ni siquiera Jon Arryn fue capaz de aplacar aquella tormenta. Eddard Stark había partido aquel mismo día, invadido por una rabia gélida, para participar en las últimas batallas de la guerra, que estaban teniendo lugar en el sur. Hizo falta otra muerte para reconciliarlos, la de Lyanna, y el dolor que compartieron por su pérdida.

—No es más que una niña, Alteza. —Ned había aprendido y contuvo su temperamento—. Tú no eres Tywin Lannister, no asesinas a inocentes.

Corría el rumor de que la hijita de Rhaegar había gritado y llorado cuando la sacaron a rastras de debajo de la cama y vio las espadas. El niño no era más que un bebé, pero los soldados de Lord Tywin lo arrancaron del pecho de su madre y le estrellaron la cabeza contra la pared.

—¿Y cuánto tiempo seguirá siendo inocente? —La boca de Robert era una línea dura—. Esa «niña» no tardará en abrirse de piernas y empezará a parir cachorros de dragón para que me persigan.

—De todos modos —insistió Ned—, asesinar niños sería una vileza... sería abominable...

—¿Abominable? —rugió el Rey—. Lo que hizo Aerys con tu hermano Brandon fue abominable. La manera en que murió tu padre fue abominable. Y Rhaegar... ¿cuántas veces crees que violó a tu hermana? ¿Cuántos cientos de veces? —Gritaba tanto que su caballo relinchó nervioso. El Rey tiró de las riendas con fuerza para calmar al animal, y señaló a Ned con el dedo—. Acabaré con todo Targaryen que se me ponga por delante, hasta que estén tan extinguidos como sus dragones, y luego mearé sobre sus tumbas.

Ned sabía que no debía llevar la contraria al Rey cuando lo dominaba la ira. Si los años no habían aplacado su sed de venganza, no había palabras que pudieran hacerlo.

—De todos modos a ésta no la tienes delante —dijo con voz calmada.

—No, malditos sean los dioses, un mercader pentoshi de quesos la puso a salvo junto con su hermano en sus tierras y los rodeó de eunucos de gorros puntiagudos, y ahora los ha entregado a los dothrakis. Debí matarlos a los dos hace años, habría sido sencillo, pero Jon era igual que tú. Idiota de mí que le hice caso.

—Jon Arryn era un hombre sabio y una buena Mano.

Robert soltó un bufido. La rabia se estaba esfumando tan deprisa como había aparecido.

—Se dice que ese Khal Drogo tiene una horda de cien mil hombres. ¿Qué crees que opinaría Jon de eso?

—Opinaría que ni un millón de dothrakis representan una amenaza para el reino mientras estén al otro lado del mar Angosto —replicó Ned con tranquilidad—. Los bárbaros no tienen barcos. Y no les gusta el mar abierto, les inspira terror.

—Es cierto. —El rey se acomodó en la silla, inquieto—. Pero en las Ciudades Libres se pueden conseguir barcos. Ese matrimonio no me gusta, Ned. En los Siete Reinos todavía hay quienes me llaman Usurpador. ¿Ya has olvidado cuántas casas combatieron junto a los Targaryen en la guerra? Por ahora se limitan a esperar su oportunidad, pero si tuvieran la menor ocasión me asesinarían mientras duermo, y también a mis hijos. Si el Rey Mendigo cruza el mar con una horda dothraki, esos traidores se unirán a él.

—No lo cruzará —prometió Ned—. Y si por casualidad se atreve, lo tiraremos de nuevo al mar. Una vez elijas al nuevo Guardián del Oriente...

—Por última vez —refunfuñó el rey—, no voy a nombrar guardián al hijo de Arryn. Ya sé que es tu sobrino, pero mientras haya una Targaryen apareándose con dothrakis tendría que estar loco para poner una cuarta parte del reino en manos de un crío enfermizo.

—El caso es que necesitamos un Guardián del Oriente. —Ned ya había previsto aquello—. Si no quieres a Robert Arryn, nombra a uno de tus hermanos. Stannis demostró sobradamente su valía durante el asedio de Bastión de Tormentas. —Dejó que la proposición permaneciera en el aire un instante. El rey frunció el ceño y no dijo nada. Parecía incómodo—. Es decir —terminó Ned con calma mientras lo miraba fijamente—, si no has prometido ese honor a nadie más.

Robert tuvo la honradez de sobresaltarse. Pero al instante se fingió contrariado.

—¿Y si lo he hecho, qué pasa?

—Se trata de Jaime Lannister, ¿verdad?

Robert espoleó a su caballo e inició el descenso por el risco hacia los Túmulos. Ned se mantuvo a su altura. El rey cabalgaba con la vista fija al frente.

—Sí —dijo al final.

Una palabra, seca, para zanjar el asunto.

—El Matarreyes —dijo Ned. De modo que los rumores eran ciertos. Estaba pisando terreno peligroso, y lo sabía—. Es un hombre muy capaz y valiente —siguió, cauteloso—, pero su padre es el Guardián de Occidente, Robert. Con el tiempo, Ser Jaime heredará ese honor. Nadie debería tener el control sobre Oriente y Occidente a la vez.

No mencionó lo más preocupante: que esa designación pondría la mitad de los ejércitos del reino en manos de los Lannister.

—Libraré esa batalla cuando se presente el enemigo —replicó el rey con tozudez—. Por el momento Lord Tywin sigue en Roca Casterly y parece decidido a vivir mil años, así que dudo mucho que Jaime herede nada a corto plazo. No me fastidies con esto, Ned, he tomado una decisión.

—¿Puedo hablar con sinceridad, Alteza?

—Por lo visto no hay manera de impedirlo —gruñó Robert mientras seguían cabalgando por la hierba alta.

—¿Crees que puedes confiar en Jaime Lannister?

—Es el hermano gemelo de mi esposa, y Hermano Juramentado de la Guardia Real. Su vida, su fortuna y su honor están ligados a los míos.

—Igual que estaban ligados a los de Aerys Targaryen —señaló Ned.

—¿Por qué voy a desconfiar de él? Siempre ha hecho todo lo que le he pedido. Su espada contribuyó a conseguir el trono que ocupo.

«Su espada contribuyó a ensuciar el trono que ocupas», pensó Ned, pero no permitió que las palabras llegaran a sus labios.

—Juró proteger la vida de un rey con la suya propia. Y le cortó la garganta a ese mismo rey.

—¡Por los siete infiernos, alguien tenía que matar a Aerys! —gritó Robert al tiempo que tiraba de las riendas para que su caballo se detuviera bruscamente junto a un antiguo túmulo—. Si no lo hubiera hecho Jaime nos habría tocado a ti o a mí.

—Nosotros no éramos Hermanos Juramentados de la Guardia Real —replicó Ned. Decidió que ya había llegado el momento de que Robert supiera toda la verdad—. ¿Te acuerdas del Tridente, Alteza?

—Allí fue donde conseguí mi corona, ¿cómo quieres que me olvide?

—Rhaegar te hirió —le recordó Ned—. Así que, cuando las huestes de Targaryen se dieron a la fuga, dejaste la persecución en mis manos. Los supervivientes del ejército de Rhaegar huyeron de vuelta a Desembarco del Rey. Nosotros los perseguimos. Aerys estaba en la Fortaleza Roja con varios miles de hombres que le eran leales. Yo estaba seguro de que nos encontraríamos las puertas de la ciudad cerradas.

—Y en vez de eso, cuando llegaste nuestros hombres habían tomado la ciudad. —Robert asintió con un gesto impaciente—. ¿Y qué?

—No fueron nuestros hombres —explicó Ned con calma—, sino los de los Lannister. En los baluartes ondeaba el león de los Lannister, no el venado coronado. Y se habían valido de la traición para tomar la ciudad.

La guerra llevaba entonces casi un año de fieros combates. Algunos nobles de las grandes casas y de las menores se reunieron bajo el estandarte de Robert; otros permanecieron leales a los Targaryen. Los poderosos Lannister de Roca Casterly, los Guardianes de Occidente, permanecieron al margen de todo e hicieron caso omiso de las llamadas a las armas que les llegaban tanto del bando rebelde como de la facción monárquica. Seguramente Aerys Targaryen pensó que los dioses habían oído sus plegarias cuando vio a Lord Tywin Lannister ante las puertas de Desembarco del Rey, con un ejército de doce mil hombres y jurándole lealtad. De modo que el Rey Loco cometió la última locura: abrió a los leones las puertas de su ciudad.

—La traición es moneda corriente entre los Targaryen —dijo Robert. Se estaba enfureciendo de nuevo—. Los Lannister les pagaron con la misma moneda. Era lo que se merecían, ni más ni menos. Eso no me va a quitar el sueño.

—Tú no estuviste allí. —La voz de Ned estaba llena de amargura. A él sí le había quitado el sueño. Llevaba viviendo con aquellas mentiras catorce años, y todavía le provocaban pesadillas—. Fue una conquista sin honor.

—¡Los Otros se lleven tu honor! —maldijo Robert—. ¿Acaso los Targaryen saben siquiera qué es eso? ¡Baja a tu cripta, pregúntale a Lyanna sobre el honor del dragón!

—A Lyanna la vengaste en el Tridente —dijo Ned al tiempo que tiraba de las riendas para detenerse junto al rey. «Prométemelo, Ned», había susurrado ella.

—Eso no me la devolvió. —Robert apartó la vista, clavó la mirada en la distancia gris—. Maldigo a los dioses, me concedieron una victoria vacía. Una corona... ¡Yo había rezado por tu hermana! Por recuperarla sana y salva, y que fuera mía de nuevo, como estaba previsto. Dime, Ned, ¿de qué sirve llevar corona? Los dioses se burlan de las plegarias de reyes y pastores por igual.

—No puedo hablar por los dioses, Alteza. Sólo sé lo que vi cuando llegué aquel día a la sala del trono —dijo Ned—. Aerys estaba en el suelo, muerto, ahogado en su sangre. Los cráneos de dragón colgaban de las paredes. Los hombres de los Lannister estaban por todas partes. Jaime vestía la capa blanca de la Guardia Real sobre la armadura dorada. Es como si lo viera. Hasta su espada tenía reflejos de oro. Se había sentado en el Trono de Hierro, por encima de sus caballeros, y llevaba un yelmo con forma de cabeza de león. ¡Cómo resplandecía!

—Eso ya lo sabe todo el mundo —protestó el Rey.

—Yo seguía a caballo. Recorrí la sala en medio del silencio, entre las largas hileras de cráneos de dragón. Parecía que me observaran. Me detuve ante el trono y alcé la vista para mirar a Jaime. Tenía la espada dorada cruzada sobre las piernas, con el filo manchado por la sangre de un rey. Mis hombres fueron entrando detrás de mí. Los hombres de los Lannister retrocedieron. No llegué a decir ni una palabra. Lo miré fijamente en su trono, y aguardé. Por último, Jaime se echó a reír, se levantó y se quitó el yelmo y me dijo: «No temas, Stark, únicamente se lo estaba calentando a nuestro amigo Robert. Lamento comunicarte que, como asiento, no es muy cómodo».

El Rey soltó una carcajada que sonó como un rugido. El ruido sobresaltó a una bandada de cuervos, que salieron volando de entre la hierba y batieron las alas en el aire, enloquecidos.

—¿Crees que debo desconfiar de Lannister porque se sentó un rato en mi trono? —Las carcajadas sacudían su cuerpo—. Jaime tenía diecisiete años, Ned, era poco más que un niño.

—Niño u hombre, no tenía derecho a ese trono.

—Puede que estuviera cansado —sugirió Robert—. Matar reyes es un trabajo agotador. Y bien saben los dioses que en esa maldita sala no hay otro sitio donde poner el culo. Y por cierto, te dijo la verdad, es una silla incomodísima. En más de un sentido. —El Rey sacudió la cabeza—. Bueno, ahora que ya conozco el terrible pecado de Jaime, podemos olvidarnos de este asunto. Estoy harto de secretos, de trifulcas y de asuntos de estado, Ned. Es tan aburrido como contar calderilla. Venga, vamos a cabalgar, que en los viejos tiempos lo hacías bien. Quiero volver a sentir el viento en el rostro.

Espoleó a su caballo y emprendió el galope sobre el túmulo, dejando a su espalda una lluvia de tierra.

Durante un momento Ned no lo siguió. Se había quedado sin palabras, y lo invadía una sensación abrumadora de impotencia. Se preguntó, no por primera vez, qué hacía allí, por qué había llegado hasta donde estaba. Él no era un Jon Arryn, dispuesto a reprimir las locuras de su rey y a inculcarle sabiduría. Robert haría lo que le viniera en gana, como había hecho siempre, y nada que Ned dijera o hiciera tendría importancia. Su lugar estaba en Invernalia. Su lugar estaba con Catelyn en aquel momento de dolor, y con Bran.

Pero no siempre era posible estar en el lugar que le correspondía a cada uno, meditó. Eddard Stark, resignado, espoleó a su caballo y emprendió la marcha en pos del Rey.

TYRION (2)

El norte parecía eterno.

Tyrion Lannister se sabía los mapas tan bien como cualquiera, pero dos semanas en el miserable sendero de cabras en que se convertía allí el camino Real le habían demostrado que los mapas eran una cosa, y el terreno, otra muy diferente.

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