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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Juego de Tronos (22 page)

BOOK: Juego de Tronos
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«Y entonces —pensó—, que sea lo que los dioses quieran».

SANSA (1)

Mientras desayunaban, la septa Mordane dijo a Sansa que Eddard Stark había salido al amanecer.

—El Rey lo mandó llamar. Creo que se han ido otra vez de caza. Tengo entendido que por estas tierras todavía quedan uros salvajes.

—Nunca he visto un uro —dijo Sansa al tiempo que daba un trocito de panceta a
Dama
, por debajo de la mesa.

La loba huargo lo tomó de su mano con la delicadeza de una reina.

—Una dama noble no echa de comer a los perros en la mesa —dijo la septa Mordane con un bufido de desaprobación al tiempo que partía otro trozo de panal para que la miel goteara sobre una rebanada de pan.

—No es una perra, es una loba huargo —señaló Sansa;
Dama
le lamía los dedos con su lengua áspera—. Además, mi padre dijo que podíamos traerlas con nosotras si queríamos.

—Eres una niña muy buena, Sansa. —Aquello no había servido para aplacar a la septa—. Pero en lo que respecta a esas criaturas pareces tan testaruda como tu hermana Arya. —Frunció el ceño—. Por cierto, ¿dónde está Arya?

—No tenía hambre —dijo Sansa.

Sabía que, con toda probabilidad, su hermana habría bajado a hurtadillas a la cocina muchas horas antes, y engatusado a algún pinche para que le diera el desayuno.

—Recuérdale que hoy se tiene que poner un vestido bonito. Como el de terciopelo gris. Nos han invitado a viajar con la Reina y con la princesa Myrcella en el carromato real; debemos estar impecables.

Sansa ya estaba impecable. Se había cepillado la larga cabellera castaña rojiza hasta que estuvo deslumbrante, y lucía su mejor vestido de seda azul. Llevaba más de una semana esperando aquel día. Viajar con la Reina era un gran honor, y además vería al príncipe Joffrey. Su prometido. Sólo con pensar en ello sentía mariposas en el estómago, a pesar de que faltaban muchos años para que se casaran. Sansa todavía no conocía de verdad a Joffrey, pero estaba enamorada de él. Era como siempre había imaginado a su príncipe, alto, guapo, fuerte, con cabellos como el oro. Atesoraba las pocas oportunidades que tenía de estar con él. Si algo le daba miedo aquel día era Arya. Su hermana tenía la habilidad de estropearlo todo. Nunca se sabía por dónde iba a salir.

—Se lo recordaré —dijo, insegura—, pero se vestirá como siempre. —Esperaba no pasar demasiada vergüenza—. ¿Puedo retirarme?

—Sí.

La septa Mordane se sirvió otra rebanada de pan con miel, y Sansa se levantó del banco.
Dama
la siguió cuando salió de la sala común de la posada.

Una vez en el exterior, hizo una pausa entre los gritos, las maldiciones y el crujir de las ruedas de madera mientras los hombres desmontaban tiendas y pabellones, y cargaban los carros para emprender la marcha un día más. La posada era un gran edificio de piedra clara, tenía tres plantas, Sansa no había visto jamás otra tan grande; pero aun así sólo podía albergar a una tercera parte de la partida real, que contando a los hombres de su padre y a los jinetes libres que se les habían unido en el camino tenía ya más de cuatrocientos miembros.

Arya estaba a la orilla del Tridente, intentando que
Nymeria
se quedara quieta mientras le cepillaba el lodo seco del pelaje. A la loba no parecía gustarle nada. Arya vestía la misma ropa de montar que había llevado el día anterior, y también dos días antes.

—Tienes que ir a ponerte algo bonito —le dijo Sansa—. Te lo manda la septa Mordane. Hoy vamos a viajar en el carromato de la Reina con la princesa Myrcella.

—Yo no —replicó Arya al tiempo que intentaba deshacer un nudo en el pelaje gris de
Nymeria
—. Mycah y yo vamos a cabalgar río arriba para buscar rubíes en el vado.

—Rubíes —repitió Sansa, desconcertada—. ¿Qué rubíes?

—Los rubíes de Rhaegar, por supuesto —contestó Arya mirándola como si la considerara estúpida—. Aquí es donde el rey Robert lo mató y consiguió la corona.

Sansa se quedó boquiabierta, mirando incrédula a su flacucha hermana pequeña.

—No puedes ir a buscar rubíes; la princesa nos está esperando. La Reina nos invitó a las dos.

—Y a mí qué —replicó Arya—. La casa con ruedas no tiene ventanas; no se ve nada.

—Pero, ¿qué quieres ver? —preguntó Sansa, molesta. Ella se había vuelto loca de alegría con la invitación, y la idiota de su hermana lo iba a estropear todo, justo como se había temido—. No hay más que prados, granjas y refugios.

—Mentira —se empecinó Arya—. Si vinieras con nosotros alguna vez lo verías.

—No me gusta montar a caballo —replicó Sansa con convicción—. Te manchas toda, y luego te duele todo el cuerpo.

—No te muevas —ordenó Arya a
Nymeria
después de encogerse de hombros—. No te estoy haciendo daño. —Miró a Sansa—. Cuando estábamos cruzando el Cuello conté treinta y seis tipos de flores que no había visto en mi vida, y Mycah me enseñó un lagarto león.

Sansa se estremeció. Habían tardado doce días en cruzar el Cuello por un cenagal negro, interminable. Jamás lo había pasado peor. El aire era húmedo y pegajoso, el paso era tan estrecho que ni siquiera podían levantar bien el campamento por las noches y se veían obligados a pernoctar en medio del camino real. Los árboles semiahogados los asfixiaban al pasar, con ramas que goteaban de las que pendían cortinas de fungosidades macilentas. Había flores enormes que brotaban en el lodo y flotaban en charcas de agua estancada, pero cualquier imbécil que se saliera de la ruta para arrancar una se encontraba con arenas movedizas, serpientes acechando desde los árboles y lagartos león flotando en el agua como troncos negros con ojos y dientes.

Nada de eso detenía a Arya, claro. Un día se presentó con su sonrisa de caballo, el pelo enredado, la ropa llena de barro y un manojo de flores verdes y púrpuras para su padre. Sansa deseó con toda su alma que le dijera a Arya que debía aprender a comportarse como la dama de alta cuna que teóricamente era, pero en vez de eso la abrazó y le agradeció las flores. Aquello la hizo sentir aún peor.

Luego resultó que las flores color púrpura se llamaban «besos venenosos» y a Arya le salió un sarpullido por los brazos. Sansa pensó que así aprendería la lección, pero en vez de eso Arya se rió, y al día siguiente se frotó barro por los brazos, como cualquier campesina ignorante, sólo porque su amigo Mycah le dijo que así dejarían de picarle. También tenía ronchas y magulladuras en los brazos y en los hombros, verdugones violáceos y manchas verdosas y amarillentas. Sansa se las había visto cuando su hermana se desnudaba antes de acostarse. Sólo los siete dioses sabían cómo se había hecho aquello.

Arya seguía cepillando los nudos del pelaje de
Nymeria
, al tiempo que hablaba de las cosas que había visto en el viaje hacia el sur.

—La semana pasada divisamos una atalaya encantada, y el día anterior perseguimos una manada de caballos salvajes. Tendrías que haber visto cómo huyeron en cuanto olieron a
Nymeria
. —La loba se retorció ante un tirón, y Arya la regañó—. Para quieta; tengo que cepillarte el otro lado, que estás llena de barro.

—No debes salirte de la columna —le recordó Sansa—. Lo dijo Padre.

—Tampoco me alejé tanto. —Arya se encogió de hombros—. Además,
Nymeria
me acompañó. Y no lo hago todos los días. También es divertido cabalgar junto a los carromatos y charlar con la gente.

Sansa sabía bien con qué tipo de gente le gustaba charlar a Arya: escuderos, mozos de cuadra, sirvientas, ancianos, niños desnudos, jinetes libres de lenguaje grosero y linaje incierto... Arya trababa amistad con cualquiera. El tal Mycah era el peor: hijo de un carnicero, de trece años, sin la menor educación, dormía en el carromato de la carne y olía como el tajo del matadero. Sansa sentía náuseas sólo con verlo, pero por lo visto Arya prefería su compañía a la de su hermana.

—Tienes que venir conmigo —dijo Sansa, que empezaba a perder la paciencia—. No puedes desobedecer a la Reina. La septa Mordane te está esperando.

Arya hizo caso omiso. Tironeó con fuerza del cepillo;
Nymeria
gruñó y se zafó de ella, agraviada.

—¡Vuelve ahora mismo!

—Nos darán té y pastas de limón —prosiguió Sansa, adulta y razonable.
Dama
se restregó contra su pierna. Ella la rascó detrás de las orejas, tal como sabía que le gustaba, y la loba se sentó a su lado para observar cómo Arya perseguía a
Nymeria
—. ¡No me digas que prefieres montar un caballo viejo y maloliente, y acabar toda sudorosa y magullada, en vez de tumbarte sobre almohadones de plumas y tomar pastas con la reina!

—La Reina no me cae bien —dijo Arya sin darle importancia. Sansa se quedó boquiabierta. ¡Ni siquiera su hermana podía decir semejante cosa! Pero la niña siguió hablando, sin darse cuenta—. Además, no me deja que vaya con
Nymeria
.

Se puso el cepillo debajo del cinturón y se dirigió a su loba.
Nymeria
, cautelosa, la observó acercarse.

—La casa con ruedas de la Reina no es lugar para una loba —dijo Sansa—. Y además, a la princesa Myrcella le dan miedo, ya lo sabes.

—Myrcella es una criaja. —Arya rodeó el cuello de
Nymeria
con el brazo, pero en cuanto sacó el cepillo la loba huargo se liberó de su presa y escapó. La niña lo tiró al suelo, frustrada—. ¡Ya verás cuando te atrape! —gritó.

Sansa no pudo disimular una leve sonrisa. En cierta ocasión, el encargado de las perreras le había dicho que cada animal sale a su amo. Dio un rápido abrazo a
Dama
. La loba le lamió la mejilla, y Sansa dejó escapar una risita. Arya la oyó y dio media vuelta.

—Me importa un cuerno lo que digas, yo me voy a montar. —Su rostro alargado, equino, tenía el gesto testarudo que significaba que iba a imponer su voluntad.

—Dioses, Arya, hay veces que pareces una chiquilla —suspiró Sansa—. De acuerdo, iré yo sola. Así será todo más agradable.
Dama
y yo nos comeremos todas las pastas de limón, y lo pasaremos mejor sin ti.

Se dio media vuelta para marcharse, pero el grito de Arya la alcanzó.

—¡A ti tampoco te dejarán entrar con
Dama
!

Desapareció persiguiendo a
Nymeria
por la orilla del río antes de que a Sansa se le ocurriera una respuesta.

Sola y humillada, Sansa emprendió el camino de vuelta hacia la posada; sabía que la septa Mordane la estaría esperando.
Dama
caminaba a su lado con pisadas suaves. La niña estaba al borde de las lágrimas. Ella sólo quería que las cosas fueran bonitas, agradables, igual que en las canciones. ¿Por qué no era Arya dulce, delicada y amable como la princesa Myrcella? Le habría encantado tener una hermana así.

No comprendía cómo dos hermanas podían ser tan diferentes, habiendo nacido con tan sólo dos años de diferencia. Ojalá Arya fuera bastarda, como su medio hermano Jon, así todo sería más sencillo. Si hasta se parecía a Jon, tenía el rostro alargado y el pelo oscuro de los Stark, sin rastro de los rasgos ni de la complexión de su madre. Y, según se rumoreaba, la madre de Jon había sido una vulgar campesina. En cierta ocasión, cuando era pequeña, Sansa había llegado a preguntar a su madre si no se habría cometido algún error. Quizá los grumkins habían secuestrado a su verdadera hermana. Pero su madre se echó a reír y le dijo que no, que Arya era su hija, hermana legítima de Sansa, sangre de su sangre. Sansa no creía que su madre tuviera motivo alguno para mentir, así que debía de ser verdad.

Cuando se acercó al centro del campamento su congoja se desvaneció en el aire. Ante la casa con ruedas de la Reina se había reunido toda una multitud. A los oídos de Sansa llegó un murmullo de voces entusiasmadas. Alcanzó a ver que las puertas estaban abiertas; la Reina se encontraba en la cima de los peldaños de madera y sonreía a alguien situado más abajo.

—Es un gran honor el que nos hace el Consejo, señores —la oyó decir.

—¿Qué pasa? —preguntó a un escudero que conocía.

—El Consejo ha enviado jinetes de Desembarco del Rey para que nos proporcionen escolta el resto del camino —respondió él—. Una guardia de honor para la familia real.

Sansa se moría por ver mejor, así que permitió que
Dama
le abriera un camino entre la multitud. La gente se apresuró a apartarse de la loba huargo. Cuando estuvo más cerca vio a dos caballeros que habían hincado la rodilla en tierra ante la reina; lucían unas armaduras tan refinadas y hermosas que la hicieron parpadear.

La armadura de uno de los caballeros mostraba un complicado diseño de escamas esmaltadas en blanco, tan brillantes como la nieve recién caída, con engastes y cierres de plata que brillaban al sol. Cuando se quitó el casco Sansa vio que se trababa de un anciano de pelo tan blanco como su armadura, pero pese a ello parecía fuerte y gallardo. Llevaba sobre los hombros la capa nívea de la Guardia Real.

Su acompañante tenía unos veinte años, y su armadura era de acero color verde oscuro como el de un bosque. Sansa no había visto jamás a un hombre tan atractivo; era alto, de constitución fuerte, con cabellos color negro azabache que le caían sobre los hombros y enmarcaban un rostro perfectamente afeitado en el que brillaban unos alegres ojos verdes a juego con la armadura. Llevaba bajo el brazo un yelmo astado con una magnífica rejilla de oro.

Al principio Sansa no se fijó en el tercer desconocido. No se había arrodillado como los otros. Estaba de pie a un lado, junto a los caballos, y lo observaba todo con una expresión sombría en el rostro huesudo. Tenía la tez afeitada, llena de cicatrices de viruelas, con las mejillas y los ojos hundidos. No parecía un anciano, pero apenas le quedaban unos mechones de cabello sobre las orejas, y los llevaba tan largos como la melena de una mujer. Su armadura era una cota de mallas color gris acero sobre cuero endurecido, simple y sin ningún adorno, que parecía antigua y muy usada. Sobre el hombro derecho se le veía la sucia empuñadura de cuero de un espadón de dos manos, que llevaba a la espalda porque era demasiado largo como para colgárselo de la cintura.

—El Rey ha salido de caza, pero sé que cuando regrese se sentirá muy complacido de veros —decía la Reina a los dos caballeros que se habían arrodillado ante ella.

Sansa no podía apartar la vista del tercer hombre. Éste pareció notar la presión de su mirada y volvió la cabeza muy despacio hacia ella.
Dama
gruñó. De pronto Sansa Stark se vio invadida por el terror más aplastante que había sentido en la vida. Dio un paso atrás y tropezó con alguien.

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