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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Juego de Tronos (38 page)

BOOK: Juego de Tronos
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Los cuatro miembros de la Guardia de la Noche se quedaron donde estaban. Robb se volvió hacia ellos, inseguro.

—He ordenado que os preparen habitaciones y no os faltará agua caliente para limpiaros el polvo del camino. Espero que nos honréis con vuestra presencia esta noche durante la cena.

Formuló la invitación de manera tan torpe que hasta Bran se dio cuenta de que era un discurso aprendido, no palabras que le salieran del corazón. De todos modos, los hermanos negros se lo agradecieron igual.

Hodor tomó a Bran en brazos para llevarlo de vuelta a la cama, y
Verano
los siguió por las escaleras de la torre. La Vieja Tata estaba dormida en su silla. Hodor dijo: «Hodor», cogió a su tatarabuela, que roncaba con suavidad, y se la llevó. Bran se quedó allí tendido, pensando. Robb le había prometido que aquella noche podría cenar con la Guardia de la Noche en el Salón Principal.


Verano
—llamó. El lobo se subió a la cama de un salto. Bran lo abrazó con tanta fuerza que sintió el aliento cálido en la mejilla—. Ahora podré montar a caballo —susurró a su amigo—. Pronto iremos a cazar juntos por los bosques, ya verás.

No tardó en quedarse dormido.

En el sueño trepaba por una vieja torre sin ventanas, metía los dedos en las grietas de las piedras ennegrecidas y buscaba puntos de apoyo con los pies. Trepaba cada vez más alto y atravesaba las nubes hacia el cielo nocturno, pero la torre seguía y seguía. Cuando se detuvo para mirar abajo, el vértigo lo paralizó y los dedos casi perdieron su agarre. Bran gritó y se asió con todas sus fuerzas. La tierra estaba miles de kilómetros más abajo, y él no sabía volar. Él no sabía volar. Aguardó hasta que el corazón dejó de palpitarle con violencia, y siguió trepando. No podía hacer otra cosa que subir y subir. Muy por encima de él, como una silueta negra contra la luna, le pareció distinguir las formas de las gárgolas. Tenía los brazos doloridos y entumecidos, pero no se atrevía a detenerse para descansar. Se obligó a trepar más deprisa. Las gárgolas observaban su ascenso. Tenían ojos brillantes y rojos como carbones en un brasero. Quizá en el pasado fueran leones, pero en aquel momento eran seres retorcidos y grotescos. Bran las oía murmurar entre ellas, con voces terribles de piedra. «No escuches —se dijo— no escuches»; mientras no las escuchara estaría a salvo. Pero entonces las gárgolas se soltaron de la piedra y empezaron a descender por la torre, hacia Bran, y éste supo que no estaba a salvo.

—No he oído nada —sollozó mientras se le acercaban—. No he oído nada, no he oído nada. —Se despertó sudoroso y sin aliento, perdido en la oscuridad, y vio una gran sombra que se cernía sobre él—. No he oído nada —susurró, temblando de miedo.

—Hodor —dijo la sombra, y encendió la vela que había junto a la cama.

Bran suspiró aliviado.

Hodor le limpió el sudor con un pañuelo húmedo y caliente, antes de vestirlo con manos hábiles y tiernas. Cuando llegó la hora, lo bajó al Salón Principal, donde ya habían instalado la gran mesa sobre caballetes ante la chimenea. El puesto del señor, en la cabecera, quedó libre, pero Robb se sentó a la derecha, y Bran frente a él. Aquella noche cenaron lechón asado, empanada de pichón y nabos con mantequilla, y el cocinero había prometido panales de postre.
Verano
comía sobras de la mano de Bran, mientras que, en un rincón,
Viento Gris
y
Peludo
se peleaban por un hueso. Los perros de Invernalia ya no se atrevían a entrar en la estancia. Al principio a Bran le había parecido raro, pero ya se estaba acostumbrando.

Yoren era el mayor de los hermanos negros, así que el mayordomo lo había colocado entre Robb y el maestre Luwin. El anciano despedía un olor acre, como si llevara mucho tiempo sin bañarse. Arrancaba la carne con los dientes y rompía los huesos para chupar la médula. Se encogió de hombros cuando le preguntaron por Jon Nieve.

—La pesadilla de Ser Alliser —gruñó.

Dos de sus compañeros se echaron a reír, y Bran no entendió nada. Pero cuando Robb se interesó por su tío Benjen, el silencio de los hermanos negros le resultó ominoso.

—¿Qué pasa? —quiso saber.

—Las noticias son malas, señores —dijo Yoren limpiándose los dedos en el chaleco—, y es cruel pagar así vuestra comida y hospitalidad, pero quien hace una pregunta debe poder soportar la respuesta. Stark ha desaparecido.

—El Viejo Oso lo envió en busca de Waymar Royce —intervino otro de los hombres—, y ya debería haber regresado.

—Hace demasiado tiempo —asintió Yoren—. Lo más probable es que haya muerto.

—Mi tío no ha muerto —dijo Robb Stark en voz alta, furiosa. Se levantó del banco y apoyó la mano en la empuñadura de la espada—. ¿Me oís? ¡Mi tío no ha muerto!

Su voz resonó entre los muros de piedra, y de repente Bran tuvo mucho miedo.

El anciano Yoren alzó la vista hacia Robb, impasible.

—Como digáis, mi señor —dijo al tiempo que se sacaba un trocito de carne de entre los dientes.

—No hay un hombre en el Muro que conozca el Bosque Encantado mejor que Benjen Stark. —El más joven de los hermanos negros se agitó en el asiento, inquieto—. Encontrará el camino de vuelta.

—Puede que sí, puede que no —replicó Yoren—. No es la primera vez que un hombre diestro entra en esos bosques para no salir jamás.

Bran no podía dejar de pensar en el cuento de la Vieja Tata sobre los Otros y el último héroe, perseguido en el bosque por muertos andantes y arañas grandes como sabuesos. Durante un momento tuvo pánico, hasta que recordó el final de la historia.

—Los hijos lo ayudarán —dijo—. ¡Los hijos del bosque!

Theon Greyjoy soltó una risita despectiva.

—Los hijos del bosque desaparecieron hace miles de años, Bran —intervino el maestre Luwin—. Las caras de los árboles son lo único que queda de ellos.

—Puede que eso sea así aquí abajo, maestre —dijo Yoren—. Pero, más allá del Muro, ¿quién sabe? Allí arriba no siempre es posible distinguir lo que está vivo de lo que está muerto.

Aquella noche, cuando hubo terminado la cena, el propio Robb se encargó de llevar a Bran a la cama.
Viento Gris
abría la marcha y
Verano
la cerraba tras ellos. Su hermano era fuerte para su edad, y Bran resultaba tan ligero como un fardo de trapos, pero las escaleras eran empinadas y oscuras, y cuando llegaron arriba Robb jadeaba.

Depositó a Bran en la cama, lo tapó con las mantas y sopló para apagar la vela. Durante un rato, se quedó sentado junto a él en la oscuridad. A Bran le habría gustado hablar, pero no sabía qué decir.

—Te encontraremos el caballo perfecto, te lo prometo —susurró Robb al final.

—¿Volverán algún día? —preguntó Bran.

—Sí —dijo Robb, y en su voz había tal esperanza que el pequeño supo que estaba hablando su hermano, no Robb
el Señor
—. Madre regresará pronto. Con un poco de suerte podremos salir a caballo a recibirla cuando vuelva. ¡Menuda sorpresa se llevará cuando te vea cabalgar! —Pese a la oscuridad, Bran le vio la sonrisa en el rostro—. Y después, cabalgaremos hacia el norte para ver el Muro. No le diremos nada a Jon, llegaremos el día menos pensado, tú y yo juntos. Será toda una aventura.

—Una aventura —repitió Bran con tristeza.

Oyó sollozar a su hermano. La habitación estaba tan oscura que no podía ver las lágrimas en el rostro de Robb, de manera que tendió la mano en busca de la suya. Los dos hermanos entrelazaron los dedos.

EDDARD (5)

—La muerte de Lord Arryn nos entristeció mucho a todos, mi señor —dijo el Gran Maestre Pycelle—. Por supuesto os diré cuanto queráis saber acerca de su agonía. Tomad asiento, por favor. ¿Queréis algún refrigerio? ¿Unos dátiles? También tengo unos caquis muy buenos. Ya no puedo tomar vino, por desgracia no lo digiero bien, pero puedo ofreceros leche helada endulzada con miel. Es muy refrescante con este calor.

Era cierto que el calor resultaba agobiante; Ned sentía la túnica de seda pegada al pecho. El aire espeso y húmedo envolvía la ciudad como una manta mojada de lana, y la ribera del río era un caos, ya que los pobres habían abandonado sus cuchitriles asfixiantes y mal ventilados para pelear por un lugar donde dormir cerca del agua, el único sitio donde soplaba algo de brisa.

—Os lo agradezco mucho —dijo Ned al tiempo que se sentaba.

Pycelle cogió una diminuta campanilla de plata entre el índice y el pulgar, y la hizo sonar con suavidad. Una criada muy joven y esbelta acudió a la estancia de inmediato.

—Leche helada para la Mano del Rey y para mí, niña, por favor. Que esté bien dulce. —La muchachita fue a buscar las bebidas; el Gran Maestre entrelazó los dedos y se apoyó las manos sobre la barriga—. El pueblo dice que el último año de verano es siempre el más caluroso. No es así, pero a veces lo parece, ¿verdad? En días como éste me dais envidia los norteños, con vuestras nevadas de verano. —La pesada cadena enjoyada que el anciano llevaba al cuello tintineó cuando se movió en el asiento—. Cierto que el verano del rey Maekar fue más caluroso que éste, y casi igual de largo. Algunos idiotas pensaron que ya había llegado el Gran Verano, el verano sin fin, pero al séptimo año se acabó de repente, tuvimos un otoño corto y luego un invierno espantosamente largo. Pero el calor, mientras duró, fue terrible. El casco antiguo de la ciudad era un horno durante el día, sólo cobraba vida de noche. Salíamos a pasear por los jardines de la ribera, y hablábamos sobre los dioses. Recuerdo bien los olores de aquellas noches, mi señor... perfume y sudor, melones maduros, melocotones y granadas, belladona y flores de luna. Por aquel entonces yo todavía era joven, me estaba forjando el collar. El calor no me agotaba, como me sucede ahora. —Pycelle tenía los párpados tan caídos que parecía a punto de dormirse—. Os ruego que me perdonéis, Lord Eddard. No habéis venido aquí a escuchar recuerdos seniles de un verano olvidado antes de que naciera vuestro padre. Perdonad a este viejo por sus divagaciones. Ah, ahí viene la leche. —La criada depositó la bandeja entre ellos, y Pycelle sonrió—. Eres una buena chica. —Cogió una copa, la probó y asintió—. Gracias. Puedes retirarte.

»¿Qué me estabais diciendo? —preguntó Pycelle clavando en Ned los ojos claros y legañosos, cuando se retiró la criada—. Ah, sí, me preguntabais por Lord Arryn...

—Así es. —Ned bebió un sorbo de leche helada por pura educación.

Su frescor resultaba agradable, pero estaba demasiado dulce para su gusto.

—Si queréis que os diga la verdad, la Mano no parecía el mismo en los últimos tiempos —dijo Pycelle—. Durante varios años nos sentamos juntos en el Consejo, debí darme cuenta antes, pero lo atribuí a la carga que llevaba tanto tiempo soportando. Sobre aquellos hombros anchos recaían todas las responsabilidades del reino. Y eso no era lo único. Su hijo siempre había sido enfermizo, y su esposa estaba tan preocupada que no permitía que se apartara de su vista. Habría bastado para agotar hasta a un hombre fuerte, y además Lord Jon no era joven. No era de extrañar pues que pareciera melancólico y cansado. O eso creía yo entonces. Ya no estoy tan seguro.

—¿Qué podéis contarme de la enfermedad que acabó con él?

—Un día vino a pedirme cierto libro —dijo el Gran Maestre abriendo las manos en gesto de dolor e impotencia—, estaba tan sano y robusto como siempre, aunque me pareció muy preocupado. A la mañana siguiente se retorcía de dolor y estaba demasiado débil para levantarse de la cama. El maestre Colemon pensó que era un corte de digestión. Había hecho mucho calor, y la Mano acostumbraba a tomar vino helado, cosa que puede provocar problemas de estómago. Pero Lord Jon siguió debilitándose, así que yo mismo fui a verlo. Por desgracia los dioses no me dieron poder para salvarlo.

—Tengo entendido que expulsasteis al maestre Colemon.

El asentimiento del Gran Maestre fue tan lento y deliberado como el avance de un glaciar.

—Así fue, y me temo que Lady Lysa no me lo perdonará jamás. Puede que me equivocara, pero en aquel momento me pareció lo mejor. El maestre Colemon es como un hijo para mí, y soy el primero en reconocer y admirar su talento, pero es joven, y a menudo los jóvenes no comprenden la fragilidad de un cuerpo envejecido. Estaba purgando a Lord Arryn con pócimas y jugo de pimienta. Temí que eso lo matara.

—¿Os dijo algo Lord Arryn en sus últimas horas?

—En su delirio, la Mano repitió muchas veces el nombre de Robert —dijo Pycelle con el ceño fruncido—, pero no sabría deciros si llamaba a su hijo o al Rey. Lady Lysa no consintió que el niño entrara en la habitación por temor a que se contagiara. El Rey iba a visitarlo y se pasaba horas sentado junto al lecho, le hablaba y bromeaba sobre cosas del pasado para tratar de levantar el ánimo a Lord Jon. El cariño que le profesaba era evidente.

—¿Nada más? ¿Cuáles fueron sus últimas palabras?

—Cuando vi que ya no cabía albergar ninguna esperanza, administré a la Mano la leche de la amapola para que no sufriera. Justo antes de cerrar los ojos por última vez, susurró algo a su esposa y al Rey, una especie de bendición para su hijo. «La semilla es fuerte», dijo. Costaba trabajo entender qué decía. La muerte le llegó al amanecer, pero después de aquello Lord Jon se quedó tranquilo. No volvió a hablar.

Ned bebió otro sorbo de leche, aunque le costaba contener las náuseas ante el dulzor.

—¿Notasteis algo antinatural en la muerte de Lord Arryn?

—¿Antinatural? —La voz del anciano maestre era un susurro apenas audible—. No, la verdad es que no. Fue triste, sin duda. Pero, en cierto modo, no hay nada tan natural como la muerte, Lord Eddard. Jon Arryn descansa en paz ya, por fin se ha librado de su carga.

—¿Habíais visto otros casos de la enfermedad que se lo llevó? —preguntó Ned—. ¿En otros pacientes?

—Hace casi cuarenta años que soy Gran Maestre de los Siete Reinos —replicó Pycelle—. Durante el reinado de Robert, y antes de él el de Aerys Targaryen, y antes de él el de su padre Jaehaerys II, y antes del suyo, durante unos meses, serví al padre de Jaehaerys, Aegon V
el Afortunado
. He visto más enfermedades de las que quiero recordar, mi señor. Y os puedo decir algo: todos los casos son diferentes, y todos los casos se parecen. La muerte de Lord Jon no fue más extraña que tantas otras.

—Su esposa no opina lo mismo.

—Ahora lo recuerdo, la viuda es hermana de vuestra noble esposa —dijo el Gran Maestre con gesto de asentimiento—. Perdonad la ruda franqueza de este anciano, pero el dolor puede extraviar hasta a las mentes más fuertes y disciplinadas, y la de Lady Lysa nunca lo fue. Desde que dio a luz un bebé ya muerto ha visto enemigos por todas partes, y el fallecimiento de su señor esposo la ha destrozado.

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