Juego de Tronos (34 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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Aguja
.

Pensó de nuevo en Mycah, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Por su culpa, por su culpa, por su culpa. Si no le hubiera pedido que jugara a las espadas con ella...

Se oyeron golpes en la puerta, más fuertes que antes.

—Arya Stark, haz el favor de abrir esta puerta, ¿me oyes?

Arya se giró, con
Aguja
en la mano.

—¡Será mejor que no entres! —advirtió al tiempo que hendía el aire con ademán fiero.

—¡Se lo voy a decir a la Mano! —rugió la septa Mordane.

—¡Y a mí qué! —gritó a su vez Arya—. ¡Vete!

—¡Te vas a arrepentir de este comportamiento insolente, jovencita, te lo aseguro!

Arya prestó atención hasta que oyó el sonido de los pasos de la septa que se alejaban.

Volvió junto a la ventana, con
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en la mano, y miró abajo, hacia el patio. Ojalá se le diera bien trepar, como a Bran, pensó. Saldría por la ventana, bajaría de la torre y escaparía de aquel palacio odioso, de Sansa, de la septa Mordane y del príncipe Joffrey, de todos. Robaría comida en las cocinas, se llevaría a
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, sus botas buenas y una capa abrigada. Buscaría a
Nymeria
en los bosques cerca del Tridente, y volverían juntas a Invernalia, o tal vez huirían al Muro con Jon. Echaba de menos a Jon más que a nadie en el mundo. Con él quizá no se sentiría tan sola.

Alguien dio unos golpes suaves en la puerta. Arya se apartó de la ventana y de sus sueños de evasión.

—Arya —oyó la voz de su padre—. Ábreme. Tenemos que hablar.

Arya cruzó la habitación y levantó la tranca. Su padre estaba solo. Parecía más triste que furioso. Aquello hizo que la niña se sintiera aún peor.

—¿Puedo pasar? —Arya asintió y bajó la vista avergonzada. Su padre cerró la puerta—. ¿De quién es esa espada?

—Mía. —Casi se había olvidado de que tenía a
Aguja
en la mano.

—Dámela.

Le entregó la espada de mala gana, quizá no volviera a sostenerla en la vida. Su padre la examinó a la luz, haciendo girar la hoja para examinar los dos lados. Probó la punta con el pulgar.

—Una espada como las de los criminales —dijo—. Pero me parece reconocer la marca del forjador. Es obra de Mikken. —Arya no era capaz de mentirle. Bajó los ojos. Lord Eddard Stark suspiró—. Mi hija de nueve años consigue armas de mi herrería y yo ni me entero. Se supone que la Mano del Rey tiene que gobernar los Siete Reinos, y ni siquiera puedo controlar mi casa. ¿Cómo es que tienes una espada, Arya? ¿Cómo la has conseguido? —Ella se mordió el labio y no dijo nada. Nunca traicionaría a Jon, ni siquiera ante su padre—. Bueno, tampoco importa —añadió él tras una pausa. Contempló la espada que tenía entre las manos—. No es juguete para un niño, y menos todavía para una chiquilla. ¿Qué diría la septa Mordane si supiera que juegas con espadas?

—No estaba jugando —replicó Arya—. Y odio a la septa Mordane.

—Basta ya —le espetó su padre con tono duro y cortante—. La septa no hace más que cumplir con su obligación, y bien saben los dioses que se lo pones difícil a la pobre mujer. Tu madre y yo la hemos cargado con la misión imposible de hacer de ti una dama.

—¡Yo no quiero ser una dama! —rugió Arya.

—Debería romper este juguete en dos ahora mismo, así se acabaría tanta tontería.


Aguja
no se romperá —dijo Arya desafiante, aunque el temblor en la voz traicionaba sus palabras.

—Vaya, así que tiene nombre, ¿eh? —Su padre suspiró—. Ay, Arya. Tienes algo de salvaje, hija. Mi padre lo llamaba «la sangre del lobo». Lyanna tenía un poco de eso, y mi hermano Brandon mucho. A los dos los llevó a morir jóvenes. —La niña captó la tristeza en su voz; no acostumbraba hablar de su padre, ni de sus hermanos, que habían muerto mucho antes de que ella naciera—. Lyanna habría llevado una espada si mi padre lo hubiera permitido. A veces me recuerdas a ella. Hasta te le pareces.

—Lyanna era hermosa —dijo Arya, extrañada.

Eso lo decía todo el mundo. En cambio nadie lo decía de ella.

—Cierto —asintió Eddard Stark—. Hermosa y voluntariosa, y murió joven. —Alzó la espada y la interpuso entre ellos dos—. ¿Qué pensabas hacer con...
Aguja
, Arya? ¿A quién querías ensartar? ¿A tu hermana? ¿A la septa Mordane? ¿Sabes lo primero que hay que saber de la lucha con espada?

—Hay que clavarla por el extremo puntiagudo. —Lo único que recordaba era la lección que le había dado Jon.

—Bueno, sí, eso es lo esencial. —A su padre se le escapó la carcajada.

Arya necesitaba con desesperación que la comprendiera, que viera las cosas como ella.

—Estaba intentando aprender, pero... —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Le pedí a Mycah que entrenara conmigo. —Se rompieron las compuertas y el dolor la recorrió como una oleada. Se dio la vuelta, temblorosa—. Se lo pedí yo —sollozó—. Fue culpa mía, fue culpa...

Su padre la abrazó, la sostuvo con dulzura y le dio la vuelta para que sollozara contra su pecho.

—No, pequeña, no —murmuró—. Llora por tu amigo, pero no te culpes. Tú no mataste al hijo del carnicero. El crimen lo cometieron el Perro y la mujer cruel a la que sirve.

—Los odio —le confió Arya con el rostro enrojecido y la nariz goteando—. Al Perro y a la Reina y al Rey y al príncipe Joffrey. Los odio a todos. Joffrey mintió, no fue como él dijo. Y también odio a Sansa. Sí que se acordaba, pero mintió para gustarle a Joffrey.

—Todos mentimos —dijo su padre—. ¿O de verdad piensas que me creí que
Nymeria
escapó?

—Jory me prometió que no se lo contaría a nadie. —Arya se había sonrojado.

—Y mantuvo su palabra —dijo él con una sonrisa—. No necesito que me cuenten ciertas cosas. Hasta un ciego vería que esa loba jamás te habría abandonado por su voluntad.

—Tuvimos que tirarle piedras —sollozó Arya—. Le dije que se fuera, que era libre, que ya no la quería. Que se marchara a jugar con otros lobos, los oíamos aullar y Jory dijo que en los bosques había muchos animales, así que podría cazar y comer ciervos. Pero aun así me seguía, y al final tuvimos que tirarle piedras. Yo le di dos veces. Lloró y me miró de una manera que me hizo sentir mucha vergüenza, pero era lo que tenía que hacer, ¿verdad? Si no, la Reina la habría matado.

—Era lo que tenías que hacer —le aseguró su padre—. Y hasta en aquella mentira... había cierto honor.

Había dejado a
Aguja
a un lado para abrazar a Arya. Volvió a coger la espada y se dirigió hacia la ventana. Allí se quedó un momento, observando el patio. Al final se volvió hacia ella con mirada pensativa. Se sentó en la silla junto a la ventana, con
Aguja
en el regazo.

—Siéntate, Arya. Tengo que explicarte unas cuantas cosas. —La niña, nerviosa, se acomodó al borde de la cama—. Eres demasiado pequeña para cargar con mis preocupaciones, pero también eres una Stark de Invernalia. Ya conoces nuestro lema.

—Se acerca el Invierno —susurró ella.

—Los tiempos duros y crueles —asintió su padre—. Los probamos en el Tridente, pequeña, y también cuando Bran se cayó. Naciste durante el largo verano, no has conocido otra cosa, pero ahora el invierno se acerca de verdad. ¿Te acuerdas también del emblema de nuestra Casa?

—El lobo huargo —dijo ella, con la imagen de
Nymeria
en la mente.

Se abrazó las rodillas contra el pecho. De repente tenía mucho miedo.

—Te voy a contar algo sobre los lobos, hija. Cuando cae la nieve y sopla el viento blanco, el lobo solitario muere pero la manada sobrevive. El verano es tiempo para riñas y altercados. En invierno tenemos que protegernos entre nosotros, darnos calor mutuamente, unir las fuerzas. Así que, si quieres odiar a alguien, Arya, odia a aquellos que nos harían daño. La septa Mordane es una buena mujer, y Sansa... Sansa es tu hermana. Sois diferentes como el día y la noche, pero por vuestras venas corre la misma sangre. La necesitas, y ella te necesita a ti. Y que los dioses me ayuden, porque yo os necesito a las dos.

—No odio a Sansa —dijo Arya. Su padre parecía tan cansado que se puso triste—. Lo digo de mentira. —Era sólo verdad a medias.

—No quiero asustarte, pero tampoco te voy a mentir. Hemos venido a un lugar muy peligroso, hija. Esto no es Invernalia. Tenemos enemigos que no nos quieren bien. No podemos permitirnos pelear entre nosotros. Tu testarudez, tus escapadas, las palabras bruscas, la desobediencia... En casa no eran más que los juegos veraniegos de una niña. Pero aquí y ahora, con el invierno tan cerca, las cosas cambian. Es hora de que empieces a crecer.

—Lo haré —juró Arya. Nunca lo había querido tanto como en aquel momento—. Yo también puedo ser fuerte. Puedo ser tan fuerte como Robb.

—Toma —dijo él tendiéndole la empuñadura de
Aguja
después de cogerla por la punta. Ella miró la espada con ojos maravillados. Por un momento le dio miedo tocarla, como si al tender la mano hacia ella fueran a arrebatársela de nuevo—. Venga, es tuya —insistió su padre.

—¿Me la puedo quedar? —dijo cogiéndola—. ¿Para siempre?

—Para siempre. —Sonrió—. Si me la llevara, no me cabe duda de que antes de quince días encontraría una maza debajo de tu almohada. Pero, por favor, por mucho que te provoque tu hermana, no la mates.

—Te lo prometo. —Arya se abrazó a
Aguja
mientras su padre salía del dormitorio.

Por la mañana, durante el desayuno, se disculpó ante la septa Mordane y le pidió perdón. La septa la miró con desconfianza, pero su padre asintió.

Tres días después, al mediodía, el mayordomo de su padre, Vayon Poole, envió a Arya al Salón Pequeño. Las mesas de caballetes estaban desmontadas, y los bancos amontonados contra las paredes. La estancia parecía desierta hasta que una voz desconocida la llamó.

—Llegas tarde, chico. —Un hombre flaco y calvo, de nariz ganchuda, salió de entre las sombras con un par de espadas de madera en las manos—. Mañana quiero que estés aquí al mediodía.

Tenía un acento extraño, de las Ciudades Libres. Quizá de Braavos, o de Myr.

—¿Quién eres tú? —preguntó Arya.

—Soy tu profesor de baile. —Le lanzó una de las espadas de madera. Ella fue a cogerla, falló y oyó cómo se estrellaba contra el suelo—. Mañana la atraparás. Ahora recógela.

No era un simple palo, sino una espada de madera, con guarda, puño y pomo. Arya, nerviosa, la recogió y la aferró con ambas manos, y la sostuvo ante ella. Pesaba más de lo que parecía, mucho más que
Aguja
.

El hombre calvo chasqueó los dientes.

—No se hace así, chico. No es un espadón, no te hacen falta las dos manos. Se coge sólo con una.

—Pesa demasiado —dijo Arya.

—Pesa lo que tiene que pesar, para fortalecerte y para que esté equilibrada. Por dentro tiene un hueco relleno de plomo. Cógela con una mano.

Arya soltó la mano derecha y se limpió la palma sudorosa en la ropa. Sujetó la espada con la mano izquierda. El hombre asintió.

—Muy bien, con la izquierda. Todo se invierte, desconciertas al adversario. Pero la posición es errónea. Pon el cuerpo de costado, sí, así. Oye, eres todo huesos. Esto también está bien, así cuesta más acertarte. A ver cómo la agarras. Espera. —Se acercó a ella y le examinó la mano, le separó los dedos y se los colocó bien—. Exacto, así. No la aprietes con tanta fuerza. Tienes que cogerla con destreza y con delicadeza a la vez.

—¿Y si se me cae? —preguntó Arya.

—El acero tiene que formar parte de tu brazo —replicó el hombre calvo—. ¿Se te puede caer parte del brazo? No. Syrio Forel fue la primera espada del señor del Mar de Braavos durante nueve años, y entiende de estas cosas, así que hazle caso, chico.

Era la tercera vez que la llamaba «chico».

—Soy una chica.

—Chico, chica, qué más da —bufó Syrio Forel—. Eres una espada, es lo único que importa. —Chasqueó los dientes—. Bien, así es como se agarra. No estás sujetando un hacha de guerra, tienes en la mano una...

—... aguja —terminó Arya en su lugar con decisión.

—Como quieras. Ahora, empezaremos a bailar. Recuerda que esto no es la danza del hierro de los occidentes, la danza de los caballeros, todo golpes y mandobles. No, ésta es la danza del agua, rápida y repentina. Todos los hombres están hechos de agua, ¿lo sabías? Cuando los pinchas, se les escapa el agua y mueren. —Dio un paso atrás y cogió su espada de madera—. Vamos, intenta darme.

Arya intentó darle. Lo intentó durante cuatro horas, hasta que le dolieron todos los músculos del cuerpo. Mientras tanto Syrio Forel chasqueaba los dientes y corregía sus movimientos.

Al día siguiente empezaron los entrenamientos en serio.

DAENERYS (3)

—El mar dothraki —dijo Ser Jorah Mormont al tirar de las riendas para detenerse junto a ella al borde del risco.

Bajo ellos la llanura se extendía, inmensa y desierta, hasta perderse en el lejano horizonte. Dany pensó que sí, que era un verdadero mar. A partir de aquel punto no había colinas, ni montañas, ni árboles, ni ciudades ni caminos, sólo una llanura eterna cubierta de hierba que se ondulaba con el viento como si formara olas.

—Es tan verde... —comentó.

—Aquí y ahora —asintió Ser Jorah—. Tendríais que verlo cuando florece. Se cubre de flores color rojo oscuro hasta donde abarca la vista, parece un mar de sangre. Si se ve en la estación seca, el mundo se vuelve del color del bronce viejo. Y esto no es más que
hranna
, niña. Ahí hay cientos de tipos de hierbas, algunas amarillas como el limón y otras oscuras como el índigo, hierbas azules y anaranjadas, y otras que son como un arco iris. Se cuenta que, en las Tierras Sombrías más allá de Assahai, hay océanos de hierba fantasma, más alta que un hombre a caballo y más blanca que la leche. Mata a todas las demás hierbas y brilla en la oscuridad con los espíritus de los condenados. Según los dothrakis algún día la hierba fantasma cubrirá el mundo entero y será el fin de toda vida.

—Prefiero no hablar de eso ahora —dijo Dany; la sola idea hacía que se estremeciera—. Esto es tan bonito que no quiero ni pensar en la muerte de todo.

—Como digáis,
khaleesi
—obedeció Ser Jorah, respetuoso.

La joven oyó el sonido de voces a su espalda, y se volvió. Mormont y ella se habían distanciado del resto del grupo, y los demás ascendían por el risco. Su doncella Irri y los jóvenes arqueros de su
khas
cabalgaban con la elegancia de centauros, pero Viserys se seguía peleando con los estribos cortos y la silla plana. Aquél no era lugar para su hermano, no debería haber ido con ellos. El magíster Illyrio había insistido en que permaneciera en Pentos, le había ofrecido la hospitalidad de su casa, pero Viserys se negó en redondo. Iba a seguir a Drogo hasta que pagara la deuda, hasta que tuviera la corona que le había prometido.

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