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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Juego de Tronos (46 page)

BOOK: Juego de Tronos
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Mientras tanto se fueron sirviendo los diferentes platos de la cena. Una sopa espesa de cebada y venado. Ensaladas de hierbadulce, espinacas y ciruelas con frutos secos por encima. Caracoles en salsa de miel y ajo. Sansa no había probado nunca los caracoles, así que Joffrey le enseñó a sacarlos de su concha, y él mismo le puso el primero en la boca. Después sirvieron trucha pescada en el río aquel mismo día, horneada en barro; su príncipe la ayudó a romper la envoltura sólida para dejar al descubierto el pescado jugoso. Y cuando se sirvió la carne, él mismo le ofreció la mejor tajada con una sonrisa seductora. Sansa advirtió que el brazo derecho todavía le molestaba al moverlo, pero en ningún momento se quejó.

Más tarde se sirvieron empanadas de pichón y criadillas, manzanas asadas que olían a canela, y pastelillos de limón bañados en azúcar, pero para entonces Sansa estaba tan llena que apenas si pudo comerse dos pastelillos, por mucho que le gustaran. Estaba decidiendo si se enfrentaría a un tercer pastelillo cuando el Rey empezó a gritar.

A medida que se iban sirviendo los diferentes platos el rey Robert había ido levantando la voz. A veces Sansa lo oía reír a carcajadas o rugir órdenes por encima del estruendo de la música y el ruido de los platos y los cubiertos, pero estaba demasiado lejos para entender lo que decía.

En aquel momento, en cambio, todo el mundo lo entendió.

—¡No! —rugió con una voz que ahogaba el resto de los ruidos. Sansa se quedó boquiabierta al ver que el Rey se levantaba, inseguro, con el rostro congestionado. Llevaba en la mano una copa de vino y estaba completamente borracho—. ¡No consiento que me digas qué tengo que hacer, mujer! —gritó a la reina Cersei—. ¡Aquí el Rey soy yo! ¿Entendido? ¡Yo soy el que manda, y si digo que mañana voy a pelear, es que voy a pelear!

Todos los asistentes lo miraban. Sansa se fijó en Ser Barristan, y en Renly, el hermano del rey, y también en el hombre bajito que antes le había tocado el pelo mientras le hablaba de una manera extraña, pero ninguno hizo ademán de interferir. El rostro de la Reina era una máscara tan pálida que parecía esculpida en nieve. Se levantó de la mesa, se recogió las faldas y, sin decir palabra, se alejó seguida por sus sirvientes.

Jaime Lannister puso una mano en el hombro del Rey, pero éste lo empujó hacia atrás. Lannister trastabilló y cayó. El Rey se echó a reír con carcajadas ebrias, groseras.

—Vaya con el gran caballero, todavía te puedo tumbar. No lo olvides, Matarreyes. —Se golpeó el pecho con la copa adornada con piedras preciosas, de manera que el vino le salpicó la túnica de seda—. ¡Con mi maza en la mano no hay hombre en el reino capaz de enfrentarse a mí!

—Como digáis, Alteza —dijo Jaime Lannister, algo forzado, después de levantarse y sacudirse el polvo.

—Se te ha derramado el vino, Robert —dijo Lord Renly adelantándose con una sonrisa—. Espera, te traigo otra copa.

Sansa se sobresaltó cuando Joffrey le puso la mano en el brazo.

—Se hace tarde —dijo el príncipe. Tenía una expresión extraña en el rostro, como si no la viera—. ¿Hace falta que te acompañe alguien para volver al castillo?

—No —empezó a decir Sansa. Miró a la septa Mordane, y se sobresaltó al ver que tenía la cabeza apoyada en la mesa y dormía con ronquidos suaves, muy propios de una dama—. Es decir... sí, gracias, eres muy amable. Estoy cansada, y el camino es tan oscuro... Me gustaría que alguien me protegiera.

—¡Perro! —llamó Joffrey.

Sandor Clegane apareció tan de repente como si hubiera surgido de la noche. Se había cambiado la armadura por una túnica de lana roja, con una cabeza de perro recortada en cuero y cosida en el pecho. La luz de las antorchas hacía que su rostro quemado brillara con un tono rojo mortecino.

—¿Sí, Alteza?

—Acompaña a mi prometida al castillo, que nada malo le suceda —le ordenó el príncipe con tono brusco. Y, sin siquiera despedirse, Joffrey se alejó de ella a zancadas.

A Sansa le parecía sentir físicamente la mirada del Perro.

—¿Creías que Joff te iba a acompañar en persona? —Se echó a reír. Su carcajada era como el gruñido de un perro peleando—. Ni lo sueñes. —La cogió del brazo para ponerla en pie; Sansa no se resistió—. Vamos, no eres la única que tiene sueño. He bebido demasiado, y puede que mañana tenga que matar a mi hermano.

Se echó a reír de nuevo. Sansa, que de repente estaba aterrada, sacudió a la septa Mordane por el hombro para tratar de despertarla, pero sólo consiguió que la mujer roncara más fuerte. El rey Robert se había marchado con paso inseguro, y de pronto la mitad de los bancos se habían vaciado también. El festín había terminado y con él, el sueño.

El Perro cogió una antorcha para iluminar el camino. Sansa lo siguió. El terreno era rocoso y desigual, y la luz titubeante hacía que pareciera moverse bajo los pies. Avanzaron entre las tiendas, todas tenían un estandarte y una armadura en el exterior. El silencio se hacía más denso a cada paso. Sansa no soportaba mirar al Perro, le daba miedo, pero la habían educado para mostrarse siempre cortés. Una verdadera dama no haría caso de aquel rostro desfigurado, se dijo.

—Hoy habéis sido muy valeroso, Ser Sandor —consiguió recitar.

—Ahórrate los cumplidos vacíos, niña, y el tratamiento cortés —soltó Sandor Clegane con un bufido—. No soy ningún caballero. Escupo sobre los caballeros y sobre sus juramentos. Mi hermano es caballero. ¿Te has fijado en él?

—Sí —susurró Sansa, temblorosa—. Ha sido muy...

—¿Valeroso? —terminó el Perro.

La niña se dio cuenta de que se burlaba de ella.

—No había otro que lo superase —consiguió decir al final, orgullosa de sí misma; no había mentido.

—Tu septa te ha enseñado bien. —Sandor Clegane se detuvo de repente, en medio de un prado oscuro y desierto. Sansa no tuvo más remedio que detenerse junto a él—. Eres como esos pajarillos de las Islas del Verano, ¿verdad? Uno de esos pájaros parlanchines tan bonitos, repites todo lo que te han enseñado.

—Eres descortés conmigo —dijo Sansa, que sentía que el corazón se le aceleraba en el pecho—. Y me das miedo. Quiero marcharme ya.

—No había otro que lo superase —repitió el Perro—. Desde luego que no. Nadie ha podido superar a Gregor, nunca. Ese chico de hoy, el de la segunda justa, qué lástima, ¿no? Lo has visto, ¿verdad? El pobre idiota no pintaba nada en este torneo. No tenía dinero, ni escudero, ni nadie que lo ayudara a ponerse la armadura. Llevaba el gorjal mal ajustado. ¿Crees que Gregor no se dio cuenta? ¿Crees que la lanza de «Ser» Gregor fue a acertarle ahí por casualidad? Si lo crees es que tienes la cabeza hueca como la de un pájaro. La lanza de Gregor se clava donde quiere Gregor. Mírame. ¡Mírame! —Sandor Clegane le puso una mano enorme bajo la barbilla y la obligó a alzar la vista. Se acuclilló ante ella y acercó la antorcha—. Bonito espectáculo, ¿verdad? Mírame bien. Es lo que deseas. Lo has estado deseando todo el viaje por el camino real. Pues mírame bien.

Le aferraba la mandíbula con dedos de hierro. Tenía los ojos clavados en ella. Ojos ebrios, llenos de rabia. Sansa tuvo que mirar.

El lado derecho de su rostro estaba demacrado, con el pómulo afilado y un ojo gris bajo la ceja espesa. Tenía la nariz grande y ganchuda, y el pelo fino, oscuro. Lo llevaba largo y peinado hacia un lado, porque en el otro no tenía cabello.

El lado izquierdo de su rostro estaba destrozado. De la oreja apenas si quedaba el agujero, el fuego se había encargado de eso. El ojo aún veía, pero la carne de alrededor no era más que un amasijo cicatrizado, negra y dura como el cuero, llena de cráteres y hendiduras que brillaban, rojas y húmedas, cada vez que se movía. En la mandíbula se veía un trozo de hueso, allí donde el fuego había quemado toda la carne.

Sansa se echó a llorar. Él la soltó, y tiró la antorcha al suelo.

—¿Se te han acabado los cumplidos, niña? ¿Tu septa no te ha enseñado qué decir en estos casos? —No obtuvo respuesta—. Todos creen que fue en algún combate. Un asedio, una torre en llamas, un enemigo con una antorcha... Un imbécil me preguntó si me lo había hecho un dragón. —La carcajada fue más suave, pero igual de amarga—. Te voy a decir qué me pasó, niña —siguió, una voz en la noche, una sombra que se inclinaba sobre ella hasta que pudo oler el hedor del vino en su aliento—. Yo era más pequeño que tú, tenía seis años, o siete, no sé. Un tallista instaló su taller en la aldea cercana al castillo de mi padre, y para ganarse su favor nos envió regalos. Aquel anciano hacía unos juguetes maravillosos. No recuerdo qué me dio a mí, pero yo quería el regalo de Gregor. Era un caballero de madera, todo pintado, las articulaciones se movían, lo podías manejar con cordeles como si luchara. Gregor tenía cinco años más que yo, para él aquel juguete no tenía la menor importancia, ya manejaba una espada, medía un metro ochenta y tenía la musculatura de un toro. Así que le robé su caballero, pero no lo disfruté, te aseguro que no lo disfruté. Estaba muerto de miedo, y hacía bien, porque me descubrió. En la habitación había un brasero. Gregor no dijo ni una palabra, me cogió, me sujetó con un brazo y me aplastó la cara contra los carbones al rojo, y me tuvo así mientras yo gritaba y gritaba y gritaba. Ya has visto lo fuerte que es. Incluso entonces hicieron falta tres hombres para hacer que me soltara. Los septones hablan de los siete infiernos. ¿Qué saben ellos? Sólo alguien que ha sufrido quemaduras como las mías sabe lo que es el infierno.

»Mi padre dijo a todo el mundo que las sábanas de mi cama se habían incendiado, y el maestre me puso ungüentos. ¡Ungüentos! A Gregor también le correspondieron sus ungüentos. Cuatro años más tarde lo ungieron con los siete aceites, recitó sus juramentos de caballero, y Rhaegar Targaryen le dio un golpecito en el hombro y le dijo: "Levantaos, Ser Gregor".

La voz ronca fue perdiendo fuerza. Se quedó ante ella, en silencio, acuclillado. No era más que una forma grande, la noche lo envolvía e impedía ver otra cosa. Sansa oyó su respiración trabajosa. Se dio cuenta de que ya no sentía miedo. Sentía compasión.

El silencio se prolongó largo rato, tanto que empezó a tener miedo una vez más, pero temía por él, no por ella. Le puso una mano en el hombro gigantesco.

—No era un buen caballero —susurró.

El Perro echó la cabeza hacia atrás y lanzó un rugido. Sansa retrocedió tan bruscamente que estuvo a punto de caerse, pero él la sujetó por el brazo.

—No —dijo—. No, pajarito, no era un buen caballero.

Sandor Clegane no añadió ni una palabra más en todo el camino de regreso. La llevó hasta donde aguardaban los carromatos, dijo a un cochero que los llevara a la Fortaleza Roja, y subió tras ella. Atravesaron en silencio la Puerta del Rey y recorrieron las calles iluminadas por antorchas. Abrió la puerta trasera y la guió hasta el castillo, con el rostro quemado crispado y los ojos llenos de sombras. La siguió por las escaleras de la torre y la acompañó hasta la puerta misma de su dormitorio.

—Gracias, mi señor —dijo Sansa con docilidad.

—De lo que te he contado esta noche... —dijo el Perro con voz más ruda que de costumbre, agarrándola por un brazo e inclinado hacia ella—. Si alguna vez se lo cuentas a Joffrey... o a tu hermana, o a tu padre... o a quien sea...

—No se lo diré a nadie —susurró Sansa—. Lo prometo.

Con aquello no bastaba.

—Si alguna vez se lo cuentas a alguien —terminó—, te mataré.

EDDARD (7)

—Lo he velado yo —dijo Ser Barristan Selmy mientras contemplaban el cadáver del carro—. No tenía a nadie aquí. Me han dicho que su madre vive en el Valle.

A la luz pálida del amanecer, el joven caballero parecía dormido. En vida no fue atractivo, pero la muerte le había suavizado los rasgos bastos y las hermanas silenciosas lo habían vestido con su mejor túnica de terciopelo. El cuello alto ocultaba los destrozos que la lanza le había causado en la garganta. Eddard Stark miró al muchacho, y se preguntó si había muerto por su culpa. Un abanderado de los Lannister lo había matado antes de que Ned tuviera ocasión de hablar con él. ¿Pura casualidad? Ya nunca lo sabría.

—Hugh fue escudero de Jon Arryn durante cuatro años —siguió Selmy—. En su memoria, el Rey lo nombró caballero antes de emprender el viaje hacia el norte. El chico lo deseaba con todo su corazón. No estaba preparado.

—Nadie lo está. —Ned había dormido poco y mal, y se sentía tan cansado como si tuviera mil años.

—¿Para que lo nombren caballero?

—Para que lo maten. —Ned lo cubrió con la capa, una tela azul manchada de sangre, bordeada de lunas. Cuando la madre preguntara por qué había muerto su hijo, le dirían que había luchado para honrar a la Mano del Rey, Eddard Stark, reflexionó con amargura—. Esto era innecesario. La guerra no es ningún juego. —Se volvió hacia la mujer que estaba junto al carro. Vestía de gris, y tenía el rostro oculto, sólo se le veían los ojos. Las hermanas silenciosas preparaban a los hombres para la tumba, y mirar el rostro de la muerte era un mal presagio—. Enviad su armadura al Valle. A la madre le gustará conservarla.

—Vale al menos una pieza de plata —señaló Ser Barristan—. El chico se la hizo forjar especialmente para el torneo. Un trabajo sencillo, pero de calidad. No sé si habrá terminado de pagar al herrero.

—La pagó ayer, mi señor, y a un precio muy alto —replicó Ned. Se volvió de nuevo hacia la hermana silenciosa—. Enviadle la armadura a su madre. Yo trataré con el herrero.

La mujer hizo un gesto de asentimiento.

Más tarde, Ser Barristan acompañó a Ned a la tienda del rey. El campamento empezaba a despertar. Las salchichas chisporroteaban sobre las hogueras e impregnaban el ambiente de su olor a ajo y a pimienta. Los jóvenes escuderos corrían de un lado a otro cumpliendo los encargos de sus señores, mientras bostezaban y se desperezaban. Un criado que llevaba un ganso bajo el brazo clavó la rodilla en el suelo al verlos.

—Mis señores —murmuró mientras el ganso graznaba y le lanzaba picotazos a los dedos.

Los escudos situados ante cada tienda identificaban a sus ocupantes: el águila plateada de Varamar, el campo de ruiseñores de Bryce Caron, el racimo de uvas de los Redwyne, el jabalí pinto, el buey rojo, el árbol en llamas, el carnero blanco, la espiral triple, el unicornio púrpura, la doncella bailarina, la víbora, las torres gemelas, el búho con cuernos, y por último los blasones níveos de la Guardia Real, que brillaban como el amanecer.

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