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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Juego de Tronos (87 page)

BOOK: Juego de Tronos
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—Quiero estar a solas un rato —le dijo—. Ve a bañarte. Ve a los estanques.

—Hodor. —Hodor se alejó a zancadas entre los árboles y desapareció.

Al otro lado del bosque de dioses, bajo las ventanas de la Casa de Invitados, un manantial subterráneo de aguas termales alimentaba tres pequeños estanques. El vapor ascendía de ellos día y noche, y el muro más cercano estaba cubierto de musgo. Hodor detestaba el agua fría, y si lo amenazaban con el jabón se defendía como un gato salvaje, pero en cambio le encantaba meterse en el estanque más caliente y quedarse allí horas, lanzando de cuando en cuando sonoros eructos que imitaban el sonido de las burbujas que ascendían de las profundidades verdosas y se rompían al llegar a la superficie.

Verano
bebió un poco de agua a lametones y se tendió al lado de Bran. Rascó al lobo bajo la mandíbula, y por un momento el niño y la bestia se sintieron en paz. A Bran siempre le había gustado el bosque de dioses, aun antes, pero en los últimos tiempos se sentía atraído hacia aquel lugar cada vez más a menudo. El árbol corazón ya no lo asustaba como en el pasado. Los profundos ojos rojos tallados en el tronco de madera blanca lo seguían vigilando, pero de alguna manera, aquello lo reconfortaba. Se decía que los dioses velaban por él. Los antiguos dioses, los dioses de los Stark y de los primeros hombres, los dioses de los hijos del bosque, los dioses de su padre. Bajo su mirada se sentía seguro, y el silencio absoluto de los árboles le ayudaba a pensar. Bran había pasado mucho tiempo pensando desde el día de la caída; pensando, soñando y hablando con los dioses.

—Por favor, haced que Robb no se vaya —rezó en voz baja. Agitó las aguas frías con la mano, de manera que las ondas concéntricas se dispersaron por el estanque—. Que se quede. O si se tiene que ir, haced que vuelva sano y salvo, con mi madre, con mi padre y con las chicas. Y haced... haced que Rickon lo entienda.

Su hermano pequeño había estado incontrolable como una tormenta invernal desde que supo que Robb se iba a la guerra: a ratos lloraba inconsolable; a ratos se mostraba furioso. Se había negado a comer; se pasó una noche entera llorando y gritando. Hasta le dio un puñetazo a la Vieja Tata cuando la mujer intentó cantarle para que se durmiera, y al día siguiente desapareció. Robb puso a medio castillo a buscarlo, y cuando al final lo encontraron, en las criptas, Rickon los amenazó con una espada de hierro oxidado que le había quitado a uno de los reyes muertos, y
Peludo
babeaba en la oscuridad como un demonio de ojos verdes. El lobo estaba casi tan incontrolable como Rickon; había mordido a Gage en el brazo, y le había arrancado un bocado de carne a Mikken del muslo. Sólo Robb y
Viento Gris
juntos pudieron controlarlo. Farlen había encadenado al lobo negro en las perreras, y aquello hizo que Rickon llorase todavía más.

El maestre Luwin aconsejó a Robb que permaneciera en Invernalia, y Bran también se lo suplicó, por su seguridad y por el bien de Rickon, pero su hermano se limitó a sacudir la cabeza con testarudez.

—No quiero ir —dijo—. Tengo que ir.

Era una verdad a medias. Alguien tenía que ir, para defender el Cuello y ayudar a los Tully contra los Lannister, eso Bran lo comprendía, pero no tenía por qué ser Robb. Su hermano podría haber enviado a Hal Mollen, o a Theon Greyjoy, o a alguno de sus señores vasallos. Es lo que le decía el maestre Luwin que hiciera, pero Robb no atendía a razones.

—Mi señor padre jamás habría enviado a otros hombres a morir mientras él se quedaba como un cobarde, protegido tras los muros de Invernalia —había replicado, todo Robb
el Señor
.

Robb era casi un desconocido para Bran. Se había transformado en un auténtico señor, aunque ni siquiera había llegado su decimosexto día del nombre. Hasta los vasallos de su padre se daban cuenta. Muchos intentaron ponerlo a prueba, cada uno a su manera. Tanto Roose Bolton como Robett Glover le exigieron el honor del mando en el combate; el primero de manera brusca; el segundo con una sonrisa y una broma. La recia y canosa Maege Mormont, que vestía cota de mallas como cualquier hombre, le dijo directamente que tenía edad para ser su nieto, y que no le iba a dar órdenes... pero que ella tenía una nieta que podría casarse con él. Lord Cerwyn acudió directamente con su hija, una doncella gruesa y fea de unos treinta años, que se sentaba a la izquierda de su padre y jamás levantaba la vista del plato. El jovial Lord Hornwood no tenía hijas, pero llegaba con regalos: un día era un caballo; otro, una pierna de venado; al siguiente, un cuerno de caza con adornos de plata, y no pedía nada a cambio... nada excepto cierta aldea que le había sido arrebatada a su abuelo, y derechos de caza al norte de cierto río, y permiso para represar el Cuchillo Blanco, si al señor le parecía bien.

Robb respondía a todos con cortesía fría, de la misma forma que habría hecho su padre, y de alguna manera se las arregló para que se plegaran a su voluntad.

Y cuando Lord Umber, al que sus hombres llamaban el Gran Jon, que era tan alto como Hodor y el doble de ancho, lo amenazó con llevarse a sus huestes si durante la marcha lo situaban detrás de los Hornwood y los Cerwyn, Robb le dijo que podía hacerlo cuando gustara.

—Y cuando acabemos con los Lannister —siguió al tiempo que rascaba a
Viento Gris
detrás de la oreja—, volveremos al norte, os sacaremos a rastras de vuestro castillo y os colgaremos por romper vuestro juramento.

El Gran Jon maldijo a gritos, tiró una jarra de cerveza al fuego y aulló que Robb estaba tan verde que seguramente meaba hierba. Hallis Mollen fue a contenerlo, pero él lo derribó por tierra, saltó sobre una mesa, y desenvainó el espadón más grande y amenazador que Bran había visto en su vida. En los bancos sus hijos, sus hermanos y sus espadas juramentadas se pusieron en pie, con la mano sobre la empuñadura de la espada.

Robb se limitó a decir una palabra en voz baja; en un abrir y cerrar de ojos se oyó un gruñido, y Lord Umber se encontró tumbado de espaldas, con la espada girando en el suelo a un metro de él y la mano chorreando sangre, porque
Viento Gris
le había arrancado dos dedos de un mordisco.

—Mi señor padre me enseñó que desenfundar el arma contra el señor de uno significaba la muerte —dijo Robb—. Pero creo que sólo queríais ayudarme a cortar la carne.

A Bran se le hicieron agua las entrañas al ver que el Gran Jon se ponía en pie lamiéndose los muñones ensangrentados... pero entonces, para su sorpresa, el hombretón se echó a reír.

—Vuestra carne —rugió— es jodidamente dura.

Después de aquello, el Gran Jon se convirtió en la mano derecha de Robb, en su defensor más acérrimo: proclamaba a gritos que el muchacho era un verdadero Stark, y que más valía que doblaran la rodilla ante él si no querían que se la arrancaran de un bocado.

Pero aquella misma noche su hermano fue a verlo al dormitorio, después de que los fuegos del Salón Principal se hubieran apagado. Estaba pálido y tembloroso.

—Pensé que me iba a matar —le confesó Robb—. ¿Viste cómo tiró a Hal a un lado, como si fuera tan pequeño como Rickon? Dioses, qué miedo tuve. Y el Gran Jon no es el peor; únicamente el más escandaloso. Lord Roose nunca dice ni una palabra, solamente me mira, y yo en lo único en lo que puedo pensar es en aquella habitación que tienen en Fuerte Terror, donde los Bolton cuelgan los pellejos de sus enemigos.

—Eso no es más que uno de los cuentos de la Vieja Tata —dijo Bran. Pero había un vestigio de duda en su voz—. ¿Verdad?

—No lo sé. —Sacudió la cabeza, agotado—. Lord Cerwyn pretende que su hija viaje con nosotros al sur. Dice que para que le prepare las comidas. Theon está seguro de que la noche menos pensada me la encontraré bajo las mantas. Ojalá... ojalá estuviera Padre aquí.

En eso estaban de acuerdo todos, Bran, Rickon y Robb
el Señor
; todos habrían deseado que su padre estuviera con ellos. Pero Lord Eddard se encontraba a mil leguas, cautivo en alguna mazmorra, o huyendo para salvar su vida, o tal vez muerto. Nadie lo sabía a ciencia cierta; cada viajero contaba una historia diferente, y cada una más aterradora que la anterior. Las cabezas de los guardias de su padre se pudrían empaladas en estacas, en los muros de la Fortaleza Roja. El rey Robert había muerto a manos de su padre. Los Baratheon asediaban Desembarco del Rey. Lord Eddard había huido hacia el sur con Renly, el malvado hermano del rey. El Perro había asesinado a Arya y a Sansa. Su madre había asesinado a Tyrion
el Gnomo
, y tenía su cadáver colgado de las murallas de Aguasdulces. Lord Tywin Lannister marchaba contra el Nido de Águilas, quemando aldeas enteras a su paso y asesinando a sus habitantes. Un cuentacuentos, ebrio como una cuba, había llegado a decir que Rhaegar Targaryen estaba de regreso de entre los muertos, al mando de una vasta horda de antiguos héroes, reunidos en Rocadragón, desde donde iba a recuperar el trono de su padre.

Cuando llegó el cuervo con una carta que tenía el sello de su padre, escrita del puño y letra de Sansa, la cruel verdad no fue menos increíble. Bran jamás olvidaría la expresión en el rostro de Robb al leer las palabras de su hermana.

—Dice que Padre conspiró con los hermanos del Rey para cometer traición —leyó—. El rey Robert ha muerto, y Madre y yo debemos ir a la Fortaleza Roja para jurar lealtad a Joffrey. Dice que debemos ser leales, y que cuando se case con Joffrey le suplicará que perdone la vida a nuestro señor padre. —Cerró el puño, arrugando la carta de Sansa—. Y no dice nada de Arya, nada, ¡ni una palabra! ¡Maldita sea! ¿Esa chica es idiota o qué?

Bran sintió que se helaba por dentro.

—Perdió a su loba —dijo en tono débil, recordando el día en que cuatro guardias de su padre volvieron del sur con los huesos de
Dama
.

Verano
,
Viento Gris
y
Peludo
habían empezado a aullar aun antes de que cruzaran el puente levadizo, y su aullido era triste, desolador. A la sombra del Primer Torreón había un pequeño cementerio donde los antiguos Reyes del Invierno habían enterrado a sus sirvientes más fieles. Allí enterraron ellos a
Dama
, mientras sus hermanos de camada caminaban entre las tumbas como sombras inquietas. Se había ido al sur, y sólo habían regresado sus huesos.

Su abuelo, el viejo Lord Rickard, también había ido al sur con su hijo Brandon, que era el hermano de su padre, y doscientos de sus mejores hombres. Ninguno de ellos regresó. Y su padre se había ido al sur, con Arya y Sansa, y también con Jory, Hullen, Tom
el Gordo
y los demás; y luego se habían ido su madre y Ser Rodrik, y ellos tampoco habían regresado. Y Robb quería irse. No a Desembarco del Rey, ni a jurar lealtad, sino a Aguasdulces, con una espada en la mano. Y si su padre estaba prisionero, aquello significaría sin duda la muerte para él. Bran tenía mucho, mucho miedo.

—Si Robb tiene que irse, velad por él —suplicó Bran a los antiguos dioses que lo vigilaban con los ojos rojos del árbol corazón—, y velad también por sus hombres, por Hal, y Quent, y los demás, y por Lord Umber y Lady Mormont y los otros señores. Y bueno, por Theon también. Velad por ellos y protegedlos, si es vuestra voluntad, dioses. Ayudadlos a detener a los Lannister y a salvad a Padre, y que vuelvan todos sanos y salvos a casa.

Una tenue brisa susurró a través del bosque de dioses, y las hojas rojas se agitaron y murmuraron.
Verano
enseñó los dientes.

—¿Los has oído, chico? —preguntó una voz.

Bran alzó la cabeza. Osha estaba al otro lado del estanque, bajo un roble viejo, con el rostro casi oculto entre las hojas. Pese a los grilletes, la salvaje se movía silenciosa como un gato.
Verano
rodeó el estanque y la olfateó. La mujer alta retrocedió, atemorizada.

—Ven aquí,
Verano
—llamó Bran. El lobo huargo la olfateó por última vez, se dio media vuelta y regresó con él. Bran le echó los brazos al cuello—. ¿Qué haces aquí? —No había vuelto a ver a Osha desde que la cogieron prisionera en el Bosque de los Lobos, aunque sabía que la habían puesto a trabajar en las cocinas.

—También son mis dioses —dijo Osha—. Más allá del Muro no hay otros. —Le estaba creciendo el pelo, castaño y desgreñado. Ya parecía algo más femenina, gracias a eso y al sencillo vestido de tejido basto que le habían dado para sustituir la cota de mallas y las prendas de cuero—. Gage me permite venir a rezar de cuando en cuando, siempre que lo necesito, y yo le dejo hacer lo que quiera debajo de mi falda, siempre que lo necesita. A mí no me importa. Me gustan sus manos, huelen a harina, y es más amable que Stiv. —Hizo una torpe reverencia—. Te dejo solo. Me faltan muchas ollas por fregar.

—No, quédate —ordenó Bran—. Dime qué querías decir con eso de oír a los dioses.

—Tú les has hablado, y ellos han respondido —dijo Osha mirándolo detenidamente—. Abre las orejas, escucha, y los oirás.

Bran prestó atención.

—No es más que el viento —dijo, inseguro—. El viento entre las hojas.

—¿Y quién crees que envía el viento? Los dioses. —Se sentó frente a él, al otro lado del estanque, con un suave tintineo. Mikken le había puesto grilletes de hierro en los tobillos, unidos por una pesada cadena. Podía caminar, siempre que diera pasos cortos, pero no tenía manera de correr, trepar o montar a caballo—. Los dioses te ven, chico. Te han oído. Ese susurro entre las hojas es su respuesta.

—¿Y qué decían?

—Están tristes. No pueden ayudar a tu señor hermano allí donde va. Los antiguos dioses no tienen poder en el sur, talaron los arcianos hace miles de años. ¿Cómo van a velar por tu hermano, si no tienen ojos?

Bran no había calculado aquello. Le daba miedo. Si ni siquiera los dioses podían ayudar a su hermano, todo estaba perdido. Aunque quizá Osha no hubiera entendido bien. Inclinó la cabeza a un lado y escuchó de nuevo. Le pareció percibir la tristeza, sí, pero nada más.

El susurro entre las hojas se hizo más audible. Bran escuchó unas pisadas amortiguadas y un canturreo, y Hodor salió de entre los árboles, desnudo y sonriente.

—¡Hodor!

—Nos ha debido de oír hablar —dijo Bran—. Hodor, se te ha olvidado la ropa.

—Hodor —asintió Hodor. Estaba chorreando del cuello para abajo, la piel le desprendía vapor en el aire gélido. Tenía el cuerpo cubierto de un espeso vello castaño, y la virilidad entre las piernas le colgaba larga, pesada.

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