Juego de Tronos (90 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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Dany estaba al borde de las lágrimas. Volvía a tener en la boca un sabor conocido, el del miedo. El miedo a Viserys que la había dominado durante años, el miedo a despertar al dragón. Aquello era todavía peor. No sólo temía por ella misma, sino también por el bebé. Éste debió de percibir su inquietud, porque se movía intranquilo en su interior. Dany se acarició el vientre, deseando poder tocarlo, calmarlo.

—Eres de la sangre del dragón, pequeño —susurró mientras la litera se mecía, con las cortinas echadas—. Eres de la sangre del dragón, y el dragón no tiene miedo.

Una vez en la caverna subterránea que era su hogar en Vaes Dothrak, Dany ordenó que la dejaran a solas con Ser Jorah.

—Decidme —ordenó al tiempo que se acomodaba sobre los cojines—, ¿ha sido el Usurpador?

—Sí. —El caballero le mostró un pergamino doblado—. Una carta para Viserys, del magíster Illyrio. Robert Baratheon ofrece tierras y un título de lord por vuestra muerte o la de vuestro hermano.

—¿La de mi hermano? —Su sollozo fue casi una carcajada—. No lo sabe aún, ¿eh? El Usurpador tendrá que nombrar lord a Drogo. —Ahora la carcajada fue casi un sollozo. Se estrechó el vientre con gesto protector—. Y a mí. ¿Sólo a mí?

—A vos y a vuestro hijo —dijo Ser Jorah, sombrío.

—No. No hará daño a mi hijo. —Se prometió que no lloraría.

Que no temblaría de miedo.

«El Usurpador ha despertado al dragón», se dijo... y desvió la mirada hacia los huevos de dragón, que reposaban en sus nidos de terciopelo. La luz titubeante de la lámpara arrancaba destellos de las escamas pétreas, como chispas de jade, de rubí, de oro.

¿Fue una locura nacida del miedo lo que la dominó en aquel momento? ¿O tal vez una extraña sabiduría, enterrada en su sangre? Dany no habría sabido decirlo.

—Ser Jorah, encended el brasero —se oyó decir.


¿Khaleesi?
—El caballero la miró, extrañado—. Hace mucho calor. ¿Estáis segura?

—Sí. —Dany jamás había estado tan segura de nada—. Siento... siento escalofríos. Encended el brasero.

—A vuestras órdenes —dijo el caballero con una reverencia.

Cuando el fuego estuvo encendido, Dany despachó a Ser Jorah. Para lo que iba a hacer necesitaba estar sola.

«Esto es una locura —se dijo al tiempo que cogía el huevo negro y escarlata—. Se romperá y arderá, y es tan hermoso... Ser Jorah pensará que soy tonta por estropearlo, pero... pero...»

Acunó el huevo entre las manos, lo llevó ante el brasero y lo puso sobre los carbones al rojo. Las escamas negras parecieron brillar al absorber el calor. Las llamas lamieron la piedra con diminutas lenguas rojas. Dany colocó los otros dos huevos junto al negro, sobre el fuego. Se alejó del brasero y contuvo la respiración.

Se quedó mirando hasta que las ascuas se convirtieron en cenizas. Algunas chispas flotaron en torno a los huevos, y el calor dibujaba ondulaciones sobre ellos. Nada más.

«Vuestro hermano Rhaegar fue el último dragón», le había dicho Ser Jorah. Dany contempló los huevos con tristeza. ¿Qué había esperado? Los huevos habían estado vivos hacía mil años, pero ya no eran más que piedras hermosas. De ellos no saldría jamás un dragón. Un dragón era aire y fuego. Carne viva, no piedra muerta.

Cuando Khal Drogo regresó, el brasero volvía a estar frío. Cohollo llevaba por las riendas un caballo cargado con el cuerpo de un gran león blanco. Las estrellas empezaban a brillar en el cielo. El
khal
bajó de su semental entre carcajadas y mostró a Dany los arañazos en la pierna, donde las garras del
hrakkar
habían traspasado el tejido de las polainas.

—Te haré una capa con su piel, luna de mi vida —juró.

Las risas cesaron cuando Dany le contó lo que había sucedido en el mercado. Khal Drogo se quedó en silencio.

—Este envenenador ha sido el primero —le advirtió Ser Jorah Mormont—, pero no será el último. Muchos hombres arriesgarían lo que fuera por un título de lord.

—Ese vendedor de venenos huyó de la luna de mi vida —dijo al final Drogo, después de estar un rato en silencio—. Ahora correrá tras ella. Eso hará. Jhogo, Jorah
el Ándalo
, a cada uno de vosotros os digo esto, elegid cualquiera de mis caballos, y será vuestro. Cualquiera excepto el mío y plata que fue mi regalo a la luna de mi vida. Eso os obsequio por lo que habéis hecho.

»Y a Rhaego hijo de Drogo, el semental que montará el mundo, a él también le prometo un regalo. A él le entregaré esa silla de hierro en la que se sentaba el padre de su madre. A él le entregaré los Siete Reinos. Eso haré yo, Drogo,
khal
. —Alzó la voz y levantó el puño hacia el cielo—. Llevaré mi
khalasar
hacia el oeste, adonde termina el mundo, montaré en los caballos de madera que cruzan el agua de sal negra, como ningún otro
khal
ha hecho antes. Mataré a los hombres de los vestidos de hierro y derribaré sus casas de piedra. Violaré a sus mujeres, tomaré a sus hijos como esclavos, y traeré sus dioses a Vaes Dothrak para que se inclinen bajo la Madre de las Montañas. Lo juro yo, Drogo, hijo de Bharbo. Lo juro ante la Madre de las Montañas; las estrellas son testigo.

El
khalasar
partió de Vaes Dothrak dos días después, hacia el sudoeste, por las llanuras. Khal Drogo iba a la cabeza, a lomos de su garañón rojizo. Daenerys iba a su lado, montada en plata. El vendedor de vinos corría tras ellos, desnudo, a pie, encadenado por la garganta y las muñecas. Las cadenas iban atadas al cabestro de plata. Mientras montara, tendría que correr tras ella, descalzo y tambaleante. No le sucedería nada... mientras mantuviera su ritmo.

CATELYN (8)

Estaban demasiado lejos para distinguir los blasones con claridad, pero pese a la niebla alcanzó a ver que eran blancos y con una mancha oscura en el centro, que sólo podía ser el lobo huargo de los Stark, gris sobre campo de hielo. Catelyn tiró de las riendas e inclinó la cabeza para decir una plegaria de agradecimiento. Los dioses eran bondadosos. No llegaba demasiado tarde.

—Aguardan nuestra llegada, mi señora —dijo Ser Wylis Manderly—, como mi señor padre juró que haría.

—Pues no los hagamos esperar más, ser.

Ser Brynden Tully picó espuelas y emprendió el trote hacia los estandartes. Catelyn cabalgó a su lado.

Ser Wylis y su hermano, Ser Wendel, los siguieron junto con su ejército, unos mil quinientos hombres: veintitantos caballeros con sus correspondientes escuderos, doscientos lanceros, espadachines y jinetes libres a caballo, y el resto a pie, armados con lanzas, picas y tridentes. Lord Wyman se había quedado atrás para encargarse de la defensa de Puerto Blanco. Tenía casi sesenta años, y había engordado demasiado para montar a caballo.

—Si hubiera pensado que volvería a ver una guerra, no habría comido tantas anguilas —había dicho a Catelyn cuando llegó a su barco, al tiempo que se palmeaba el enorme vientre con ambas manos. Tenía los dedos rollizos como salchichas—. Pero mis chicos os llevarán a salvo junto a vuestro hijo, no temáis.

Sus «chicos» eran ambos mayores que Catelyn, y ella habría preferido que no fueran tan parecidos a su padre. A Ser Wylis sólo le faltaban unas cuantas anguilas para no poder montar a caballo; el pobre animal inspiraba compasión. Ser Wendel, el chico más joven, habría sido el hombre más grueso del mundo si no existieran su padre y su hermano. Wylis era silencioso y formal; Wendel, escandaloso y bullicioso; ambos lucían llamativos bigotes de morsa y cabezas tan peladas como el trasero de un bebé; y por lo visto, ninguno de los dos tenía una prenda de vestir que no estuviera llena de manchas de comida. Pero le caían bien. La habían llevado junto a Robb, como su padre juró que harían, y eso era lo único que importaba.

Se alegró de ver que su hijo había enviado exploradores incluso en dirección este. Los Lannister, cuando llegaran, lo harían procedentes del sur, pero estaba bien que Robb fuera cauteloso.

«Mi hijo lleva un ejército a la guerra», pensó sin terminar de creérselo. Tenía miedo por él y por Invernalia, pero no podía negar que también sentía cierto orgullo. Hacía un año, Robb era un niño. ¿Qué sería en aquel momento?

Los jinetes de la avanzadilla vieron el blasón de los Manderly, el tritón con un tridente en la mano surgiendo de un mar azul verdoso, y los saludaron con alegría. Los guiaron hasta terreno elevado y seco donde podrían montar el campamento. Ser Wylis dio orden de detener la columna, y se quedó atrás con sus hombres para encargarse de que se encendieran las hogueras y se atendiera a los caballos, mientras que su hermano Wendel siguió con Catelyn y su tío para presentar al señor los respetos de su padre.

El terreno que pisaban los cascos de los caballos era blando y húmedo. Pasaron entre hogueras encendidas con turba, hileras de caballos, y carromatos cargados con carne salada y galletas de rancho. En un saliente rocoso algo elevado vieron el pabellón de lona de un señor. Catelyn reconoció el estandarte, el alce macho de los Hornwood, marrón sobre campo naranja oscuro.

Más allá, entre las nieblas, divisó las torres y los muros de Foso Cailin... o lo que quedaba de ellos. Había bloques inmensos de basalto, todos tan grandes como casas, dispersos como los juguetes de un niño, medio hundidos en el suelo blando y pantanoso. De la muralla, que había sido tan alta como la de Invernalia, no quedaba nada. Las edificaciones de madera habían desaparecido, se habían podrido mil años atrás, sin dejar ni un rastro que hablara de su existencia. De lo que había sido la fortaleza de los primeros hombres sólo quedaban tres torres... y, si las leyendas eran ciertas, habían sido veinte.

La Torre de la Entrada parecía bastante sólida; incluso quedaban restos de muralla a ambos lados. La Torre del Borracho, en el pantano, en el punto donde en el pasado se unieran los muros sur y oeste, estaba inclinada como un hombre a punto de vomitar el vino bebido en exceso. Y la Torre de los Hijos, alta y esbelta, donde, según la leyenda, los hijos del bosque pidieron a sus dioses sin nombre que enviaran el martillo de las aguas, tenía la parte superior destruida. Era como si una bestia enorme hubiera arrancado de un mordisco las almenas, para luego escupirlas trituradas por el pantano. Las tres torres estaban cubiertas de musgo. Entre las piedras al norte de la Torre de la Entrada, crecía un árbol. De sus ramas retorcidas colgaban jirones de piel de fantasma.

—Los dioses se apiaden de nosotros —exclamó Ser Brynden al ver aquel espectáculo—. ¿Esto es Foso Cailin? Pero si no es más que una...

—... trampa mortal —terminó Catelyn—. Ya sé que lo parece, tío, a mí me dio la misma sensación la primera vez que lo vi, pero según Ned estas ruinas son todavía formidables. Desde las tres torres que quedan en pie se domina toda la zona; ningún enemigo puede aproximarse sin ser visto. Aquí, los pantanos son impenetrables, hay arenas movedizas y abundan las serpientes. Si un ejército intentara tomar por asalto cualquiera de las torres, tendría que vadear un lodo negro que llega a la cintura, cruzar un foso lleno de lagartos león y trepar por muros resbaladizos de musgo; todo eso mientras los arqueros disparan desde las otras torres. —Dirigió a su tío una sonrisa sombría—. Y se dice que, cuando cae la noche, salen los fantasmas, los espíritus fríos y vengativos del norte que se alimentan de sangre sureña.

—Pues recuérdame que me ponga a cubierto —dijo Ser Brynden dejando escapar una risita—. Si mal no recuerdo, yo también soy sureño.

Los estandartes ondeaban en la cima de las tres torres. El sol de los Karstark en la Torre del Borracho, bajo el lobo huargo; en la Torre de los Hijos se divisaba el gigante del Gran Jon, con sus cadenas rotas. Pero en la Torre de la Entrada el blasón de los Stark se alzaba en solitario. Allí era donde Robb había instalado su cuartel. Catelyn se dirigió hacia allí seguida por Ser Brynden y Ser Wendel, y los caballos recorrieron lentamente un camino de troncos y tablones tendido sobre los campos de lodo verde y negro.

Su hijo estaba rodeado por los señores vasallos de su esposo, en una sala barrida por el viento en la que un fuego de turba ardía en un hogar renegrido. Estaba sentado ante una enorme mesa, tenía delante montones de mapas y papeles, y parecía muy concentrado en la conversación con Roose Bolton y el Gran Jon. Al principio no la vio... pero su lobo sí. La enorme bestia gris estaba tumbada cerca del fuego, y cuando Catelyn entró alzó la cabeza y clavó los ojos dorados en los suyos. Uno a uno los señores quedaron en silencio, y Robb alzó la mirada.

—¿Madre? —dijo, con la voz entrecortada por la emoción.

Catelyn deseaba con todas sus fuerzas correr hacia él, besarle la frente, rodearlo con sus brazos y estrecharlo muy fuertemente para que no le pasara nada malo... pero no se atrevió a hacerlo delante de sus hombres. Su hijo estaba actuando como un adulto, y no se lo podía arrebatar. Así que se quedó al otro lado de la losa de basalto que les servía de mesa. El lobo huargo se puso en pie y recorrió la sala hasta llegar junto a ella. Estaba más grande que ningún lobo jamás visto.

—Te has dejado barba —dijo a Robb mientras
Viento Gris
le olisqueaba la mano.

—Sí. —Él se frotó el vello de la barbilla, más rojizo que el cabello, repentinamente incómodo.

—Me gusta cómo te queda. —Catelyn acarició la cabeza del lobo—. Así te pareces a mi hermano Edmure. —
Viento Gris
le lamió los dedos, juguetón, y volvió a su lugar junto al fuego.

Ser Helman Tallhart fue el primero en seguir los pasos del lobo huargo para ir a presentar sus respetos. Hincó una rodilla en el suelo ante ella, y presionó la frente contra la mano de la mujer.

—Lady Catelyn —dijo—. Estáis tan bella como siempre; sois una hermosa visión en estos tiempos difíciles.

Lo siguieron los Glover, Galbart y Robett, y Gran Jon Umber, y luego, uno a uno, todos los demás. Theon Greyjoy fue el último.

—No pensaba que os vería aquí, mi señora —dijo al tiempo que se arrodillaba.

—No pensaba venir —respondió Catelyn—, hasta que desembarcamos en Puerto Blanco, y Lord Wyman me contó que Robb había convocado a los vasallos. Ya conocéis a su hijo, Ser Wendel. —Wendel Manderly dio un paso al frente e hizo una reverencia tan marcada como le permitía la circunferencia de su barriga—. Y mi tío, Ser Brynden Tully, que ya no está al servicio de mi hermana, sino al mío.

—El Pez Negro —dijo Robb—. Os agradezco que os unáis a nosotros, ser. Necesitamos hombres valerosos como vos. En cuanto a vos, Ser Wendel, me alegra teneros aquí. ¿Viene contigo Ser Rodrik, Madre? Lo he echado de menos.

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