Juego de Tronos (89 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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Era un día cálido y sin nubes; el cielo tenía un profundo color azul. Cuando soplaba el viento, le traía los olores deliciosos de la tierra y la hierba. La litera pasó bajo los monumentos robados, que proyectaban sombras en el camino. Dany examinó los rostros de los héroes muertos y los reyes olvidados. Se preguntó si los dioses de las ciudades quemadas aún escuchaban plegarias.

«Si no fuera de la sangre del dragón —meditó con melancolía—, esto podría ser mi hogar.» Era la
khaleesi
; tenía un hombre fuerte y un caballo rápido, doncellas que la servían, guerreros que la protegían y un lugar de honor reservado en el
dosh khaleen
para cuando se hiciera vieja... y en su vientre crecía un hijo que algún día dominaría el mundo. Cualquier mujer se conformaría con eso. Pero el dragón, no. Tras la muerte de Viserys, Daenerys era la última; no quedaba nadie más. Ella era la semilla de reyes y conquistadores, igual que el niño que llevaba dentro. No debía olvidarlo jamás.

El Mercado Occidental era una gran plaza de tierra batida, rodeada de edificaciones de ladrillo de barro cocido, establos para animales y tabernas encaladas. En el suelo sobresalían prominencias, como los dorsos de grandes bestias subterráneas, fauces negras abiertas que llevaban a cavernas inmensas, muy frescas, que servían como almacenes. El centro de la plaza era un laberinto de tenderetes y pasadizos retorcidos, con un entoldado de hierba trenzada.

Cuando llegaron había un centenar de mercaderes y comerciantes descargando mercancías e instalando tenderetes, pero aun así el inmenso mercado parecía silencioso y desierto en comparación con los populosos bazares que Dany recordaba de Pentos y de otras Ciudades Libres. Ser Jorah le había explicado que las caravanas llegaban a Vaes Dothrak procedentes del este y del oeste, pero no tanto para vender cosas a los dothrakis como para comerciar entre ellos. Los jinetes los dejaban ir y venir sin molestarlos, siempre que respetaran la paz de la ciudad sagrada, no profanaran la Madre de las Montañas ni el Vientre del Mundo, y honraran a las viejas del
dosh khaleen
con los tradicionales regalos de sal, plata y semillas. Los dothrakis no acababan de comprender aquello de la compra y la venta.

A Dany le gustaba el exotismo del Mercado Oriental, con sus extrañas formas, sonidos y olores. Solía pasar allí muchas mañanas, mordisqueando huevos de árbol, empanadas de saltamontes y fideos verdes, escuchando las voces agudas y ululantes de los vendedores de pócimas, contemplando las manticoras en sus jaulas de plata, los inmensos elefantes grises y los caballos con rayas blancas y negras de Jogos Nhai. También le gustaba observar a los que pasaban: los asshai'i morenos y solemnes; los qartheen altos y pálidos; los hombres de Yi Ti, con ojos brillantes y sombreros con colas de mono; las doncellas guerreras de Bayasabhad, Shamyriana y Kayakayanaya, con anillos de hierro en los pezones y rubíes en las mejillas, y hasta los severos y aterradores Hombres Sombríos, que se llenaban de tatuajes el pecho, los brazos y las piernas, y ocultaban los rostros detrás de máscaras. El Mercado Oriental era, para Dany, un lugar lleno de magia y maravillas.

En cambio, el Mercado Occidental olía a hogar.

Cuando Irri y Jhiqui la ayudaron a bajarse de la litera, olfateó el aire y reconoció los olores penetrantes del ajo y la pimienta, aromas que recordaron a Dany los días lejanos en los callejones de Tyrosh y Myr, y la hicieron sonreír. Por debajo de aquellos olores le llegó también el de los perfumes dulces y embriagadores de Lys. Vio esclavos que transportaban rollos de intrincado encaje de Myr y de lanas finas en una docena de colores vivos. Los guardias de la caravana vagaban por los pasillos entre los tenderetes con cascos de cobre y túnicas hasta la rodilla de algodón amarillo acolchado, con las vainas de las espadas vacías colgadas de los cinturones de cuero. Tras uno de los tenderetes, un armero exhibía corazas de acero con ornamentos de oro y plata, y yelmos trabajados para darles forma de cabezas de animales. Junto a él había una joven hermosa que vendía joyería de oro de Lannisport: anillos, broches, torques, y medallones exquisitamente labrados perfectos para hacer cinturones. Vigilaba el tenderete un corpulento eunuco, calvo y mudo, vestido con ropas de terciopelo empapadas de sudor, que miraba con el ceño fruncido a todo el que se acercaba. Al otro lado del pasillo había un grueso comerciante de tejidos de Yi Ti, que regateaba con un pentoshi por el precio de un tinte verde. La cola de mono de su sombrero se movía de un lado al otro cada vez que sacudía la cabeza.

—De pequeña me encantaba jugar en el bazar —contó Dany a Ser Jorah mientras deambulaban por el pasillo sombreado entre los tenderetes—. Aquello estaba tan vivo... tantas personas gritando y riendo, tantas cosas maravillosas a la vista... aunque rara vez teníamos dinero para comprar nada. Bueno, excepto una salchicha de cuando en cuando, o dedos de miel... ¿en los Siete Reinos hay dedos de miel como los que preparan en Tyrosh?

—Son unos pastelillos, ¿verdad? No sabría deciros, princesa. —Hizo una reverencia—. Si me disculpáis un instante, voy a ver al capitán, por si trae cartas para nosotros.

—Muy bien. Os ayudaré a buscarlo.

—No hace falta que os molestéis. —Ser Jorah apartó la vista, nervioso—. Disfrutad del mercado. Me reuniré con vos en cuanto termine con este asunto.

«Qué curioso», pensó Dany mientras veía cómo se alejaba a zancadas entre la muchedumbre. No entendía por qué no quería que lo acompañara. Quizá Ser Jorah quisiera buscar una mujer después de hablar con el capitán mercante. A menudo, con las caravanas viajaban algunas prostitutas, eso sí lo sabía, y a algunos hombres les daba vergüenza que se vieran sus relaciones. Se encogió de hombros.

—Vamos —dijo Dany a los demás y reanudó el paseo por el mercado, seguida por sus doncellas—. ¡Oh, mirad! —exclamó dirigiéndose a Doreah—. A esas salchichas me refería. —Señaló en dirección a un tenderete, tras el que una mujercita arrugada asaba carne y cebollas sobre una piedra caliente—. Las preparan con mucho ajo y chiles picantes. —Encantada con su descubrimiento, Dany insistió en que todos probaran las salchichas. Las doncellas devoraron las suyas entre sonrisas y risitas, aunque los hombres de su
khas
olisquearon la carne con desconfianza—. El sabor es diferente al que recordaba —dijo Dany tras los primeros mordiscos.

—En Pentos las preparo con cerdo —dijo la anciana—, pero todos mis puercos murieron en el mar dothraki. Éstas son de carne de caballo,
khaleesi
, pero las condimento igual.

—Vaya —suspiró Dany, decepcionada.

En cambio a Quaro le gustó tanto la salchicha que se comió otra, y Rakharo, para superarlo, se comió tres más, tras lo cual eructó de manera sonora. Dany se echó a reír.

—No os oíamos reír desde que Drogo coronó a vuestro hermano, el
Khal Raggat
—dijo Irri—. Me alegra veros así,
khaleesi
.

Dany sonrió con timidez. A ella también le gustaba reír. Volvía a sentirse casi una niña.

Dedicaron media mañana a recorrer el mercado. Vio una hermosa capa con plumas que venía de las Islas del Verano, y se la regalaron. Ella, a cambio, dio al mercader un medallón de plata de su cinturón. Era la costumbre entre los dothrakis. Un vendedor de pájaros enseñó a un loro verde y rojo a decir su nombre, y Dany volvió a reírse, pero no se lo llevó. ¿Qué podía hacer con un loro verde y rojo en un
khalasar
? En cambio sí cogió una docena de botellitas de aceites perfumados, los aromas de su infancia; sólo tenía que cerrar los ojos y olerlos, y volvía a ver la casa grande de la puerta roja. Doreah miró con ojos ansiosos un amuleto de fertilidad en el tenderete de un mago, y Dany lo cogió para ella, pensando que luego tendría que buscar algo también para Irri y Jhiqui.

Al doblar una esquina se encontraron con un mercader que ofrecía diminutos vasitos de su mercancía a los transeúntes.

—Tintos dulces —proclamaba en excelente dothraki—. Tengo tintos dulces, de Lys, de Volantis y del Rejo. Blancos de Lys, coñac de peras de Tyrosh, vino de fuego, vino de pimienta, néctares verdes de Myr. Cosechas de bayas ahumadas y agrios de Andal, tengo de todo, tengo de todo. —Era un hombrecillo menudo, esbelto y atractivo, con el cabello rubio rizado y perfumado a la moda de Lys. Cuando Dany se detuvo ante su puesto, hizo una profunda reverencia—. ¿Quiere probar algo la
khaleesi
? Tengo un tinto dulce de Dorne, mi señora, su sabor canta a ciruelas, a cerezas y a roble oscuro. ¿Un barril, una copa, un traguito? Después de probarlo le pondréis mi nombre a vuestro hijo.

—Mi hijo ya tiene nombre, pero probaré vuestro vino veraniego —dijo Dany, sonriente, en valyrio, en el valyrio que se hablaba en las Ciudades Libres. Las palabras le salieron con dificultad, hacía mucho tiempo que no hablaba el idioma—. Sólo un traguito, si sois tan amable.

Seguramente el mercader la había tomado por dothraki, en vista de las ropas que llevaba, el pelo aceitado y la piel bronceada por el sol. La miró, atónito.

—Mi señora, ¿sois... de Tyrosh? ¿Es posible?

—Puede que hable como los tyroshis, y que mi atuendo sea dothraki, pero soy occidental, de los Reinos del Poniente —le respondió Dany.

—Tenéis el honor de hablar con Daenerys de la Casa Targaryen —dijo Doreah adelantándose hasta situarse junto a ella—, Daenerys de la Tormenta,
khaleesi
de los jinetes y princesa de los Siete Reinos.

—Princesa —dijo el comerciante de vinos poniéndose de rodillas e inclinando la cabeza.

—Levantaos —le ordenó Dany—. Sigo queriendo probar ese vino veraniego del que hablabais.

—¿Ése? —El hombre se levantó—. Una porquería de Dorne. No es digno de una princesa. Tengo un tinto seco del Rejo, tostado y delicioso. Permitid que os lo regale.

—Me honráis, ser —murmuró con voz dulce. En las visitas de Khal Drogo a las Ciudades Libres, su esposo se había aficionado a los buenos vinos, y sabía que aquella cosecha tan noble lo complacería.

—El honor es mío. —El comerciante rebuscó en la parte trasera del tenderete, y volvió con un barrilito de roble. Llevaba grabado en fuego un racimo de uvas—. El blasón de los Redwyne —dijo—, del Rejo. No hay bebida mejor.

—Khal Drogo y yo lo tomaremos juntos. Aggo, pon esto en mi litera, por favor. —El comerciante de vinos sonrió de oreja a oreja cuando el dothraki cogió el barrilito.

Dany no se dio cuenta de que Ser Jorah había regresado hasta que oyó su voz.

—No. —Tenía un tono extraño, brusco—. Aggo, deja ese barril aquí. —Aggo miró a Dany.

Ella asintió, titubeante.

—¿Sucede algo, Ser Jorah?

—Tengo sed. Ábrelo, mercader.

—El vino es para la
khaleesi
, ser —replicó el comerciante con el ceño fruncido—, no para personas como vos.

—Si no lo abres ahora mismo —dijo Ser Jorah acercándose más al puesto—, lo abriré yo. Con tu cabeza. —No llevaba armas: estaban en la ciudad sagrada, sólo tenía sus manos... pero con las manos le bastaba: eran grandes, duras, peligrosas, con los nudillos cubiertos de vello negro. El mercader titubeó un momento, cogió el martillo y rompió el tapón del barrilito—. Sirve —ordenó Ser Jorah.

Los cuatro jóvenes guerreros del
khas
de Dany se situaron tras él, con el ceño fruncido, y lo miraron fijamente con los ojos oscuros y almendrados.

—Sería un crimen beber un vino como éste sin dejar que se airease —dijo el comerciante de vinos que no había soltado aún el martillo.

—Haz lo que dice Ser Jorah —ordenó Dany.

Jhogo se había llevado la mano al látigo, pero ella lo detuvo con un leve toque en el brazo. La gente empezaba a pararse para mirar.

—Como ordene la princesa —dijo el hombrecillo dirigiéndole una mirada rápida y hosca. Tuvo que soltar el martillo para coger el barrilito. Sirvió dos vasitos de cata diminutos, con tanta habilidad que no se derramó ni una gota.

Ser Jorah cogió uno y olfateó el vino con el ceño fruncido.

—Dulce, ¿eh? —comentó el mercader con una sonrisa—. ¿Captáis el olor afrutado, ser? Es el perfume del Rejo. Probadlo, mi señor, y decidme si no es el mejor vino, el más delicioso que haya llegado a vuestra boca.

—Pruébalo tú primero —dijo Ser Jorah ofreciéndole el vaso.

—¿Yo? —El hombrecillo se echó a reír—. Yo no soy digno de una cosecha como ésta, mi señor. Y mal comerciante de vinos es aquel que bebe sus mejores caldos. —Su sonrisa era amistosa, pero Dany vio que tenía la frente perlada de sudor.

—Vas a beber —dijo Dany, fría como el hielo—. Apura el vaso, o diré que te sujeten mientras Ser Jorah te vacía el barril entero en el gaznate.

El vendedor de vinos se encogió de hombros, extendió la mano para coger el vaso... y en vez de hacerlo, agarró el barrilito, y lo lanzó contra ella con todas sus fuerzas. Ser Jorah se tiró contra ella para apartarla de la trayectoria. El barrilito le dio en el hombro, y fue a estrellarse contra el suelo. Dany se tambaleó y perdió el equilibrio.

—¡No! —gritó, echando los brazos hacia adelante para amortiguar la caída...

... y Doreah la agarró por el brazo y tiró de ella hacia atrás, de manera que cayó sobre las rodillas, no sobre el vientre.

El mercader saltó por encima del tenderete y trató de huir entre Aggo y Rakharo. Quaro echó mano del
arakh
que no llevaba cuando el hombrecillo rubio lo empujó para pasar. Corrió por el pasillo entre tiendas. Dany oyó el restallar del látigo de Jhogo y vio cómo la serpiente de cuero se enroscaba en la pierna del comerciante, que cayó de bruces.

Una docena de guardias de la caravana corrieron hacia ellos. Al frente iba su jefe, el capitán mercante Byan Votyris, un menudo norvoshi con piel como el cuero viejo y bigotes azulados que le llegaban hasta las orejas. Pareció entender qué pasaba sin que nadie dijera ni palabra.

—Llevaos a éste para que el
khal
disponga de él —ordenó, señalando al hombre caído. Dos de los guardias pusieron al hombre en pie—. Sus bienes son vuestros, princesa —siguió el capitán mercante—. Es poca compensación, ya que ha sido uno de mis hombres quien ha intentado semejante cosa.

Doreah y Jhiqui ayudaron a Dany a ponerse en pie. El vino envenenado se seguía derramando en la tierra.

—¿Cómo lo supisteis? —preguntó, temblorosa, a Ser Jorah—. ¿Cómo?

—No lo supe hasta que ese hombre se negó a beber,
khaleesi
. Pero, tras leer la carta del magíster Illyrio, me temía algo. —Los ojos oscuros escudriñaron los rostros de los desconocidos que los rodeaban en el mercado—. Vámonos. Es mejor no hablar aquí.

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