Porque era humano. No una persona (Marie se negaba a creer que pudiera pensar o sentir emociones), pero sí generado a partir de una mente humana e igual de flexible, complejo y... bueno, inteligente como su original. El trabajo de Marie consistía en descomponerlo, comprender su funcionamiento interno y diseñar herramientas para vencerlo. Por suerte, lo había descubierto cuando entró en activo en uno de los bloques de memoria de alquiler de la ciudad. Si hubiera distribuido copias de sí mismo en la red abierta, habría sido mucho más difícil de contener.
Se puso de pie, se estiró y fue hasta la máquina de café. Pasaban de las nueve, pero eso no era inusual. Desde que, hacía un año, en abril, había entrado en un centro de reclutamiento de la Marina, había pasado la mayor parte del tiempo en esa diminuta habitación, con su pintura descolorida y sus pósteres promocionales de hace diez años. En las seis décadas que habían pasado desde el Conflicto, la lista de voluntarios de la Marina federal había bajado tan rápidamente como el poder del Gobierno, así que supuso que estarían desesperados por alistar a cualquiera. El Tío Sam habría hecho de ella una fuerte soldado, pero para cuando le llegó su turno, había demostrado ser tan útil en el laboratorio que le asignaron Seguridad Electrónica.
No le importó. Ya muy pocas cosas le importaban; así había sido desde que un accidente de flier matara a su marido y a su hijo dos días antes de Navidad. De eso ya habían pasado dos años. Sentía la pérdida de Keith, pero no lo echaba de menos; el matrimonio se había ido desmoronando de todos modos. Ese último año él apenas había estado en casa y, cuando estaba, no habían hecho más que discutir. Pero Samuel, el pequeño Sammy, su ángel, su chiquitín... ¿qué podía merecer la pena ahora que él ya no estaba?
Algunas veces, a última hora de la noche, cuando se quedaba sola en el laboratorio, como lo estaba ahora, Marie fantaseaba con volver a ser madre. No era imposible. De los tratamientos de fertilidad que habían generado a Sammy había quedado un embrión sin usar. Aún seguía allí, en la clínica, mantenido en una posibilidad congelada. Pero tenía cuarenta y dos años, ¡por el amor de Dios! Demasiado vieja como para pensar en empezar una nueva vida.
Actualmente esa era su vida, ese laboratorio: luchar contra virus, gusanos, fagos y krákens. Investigar, clasificar, diseñar antivirus, en ocasiones durante veinte horas al día. Cualquier momento en el que no tuviera que desempeñar otros deberes militares lo pasaba allí. Hacía que tuviera la mente ocupada y eso era algo que necesitaba desesperadamente.
Dio un sorbo de café mientras miraba a través de los muros y se adentraba en los recuerdos de su pasado. Y seguía ahí de pie cuando Pamela Rider apareció en la puerta. Pam trabajaba para la administración de la Marina en el edificio contiguo, pero se pasaba por allí siempre que podía.
—¿Es que nunca te vas a casa? —le preguntó Pam.
—Hola, Pam.
—¿O nunca sales? —Pam se sentó en una silla giratoria con el respaldo entre las piernas y los brazos encima. Su bronceado era suave y permanente y sus elegantes piernas habían sido alargadas y adelgazadas mediante tratamientos de modificación regulares. Con ese vestido de algodón de estampado floral tenía un aspecto imponente, mientras que Marie se veía desaliñada en su mono de plástico.
—¿Cuándo ha sido la última vez que has visto a un hombre? —le preguntó Pam.
—Sabes que eso no me interesa.
—Han pasado dos años, Marie. ¡Dos años! No es sano. Olvida a Keith.
—No, eso no es...
—Escucha, si estuviera vivo, lo habrías dejado hace tiempo. Las relaciones no duran tanto. Si quieres saber mi opinión, tres meses es lo ideal: un poco menos y aún no has llegado a la parte buena; un poco más y él empieza a creerse que le perteneces.
—Pam...
—Vamos, recuerdo a Keith. No se merecía tanta lealtad ni cuando estaba vivo.
—En serio, no se trata de Keith. Es solo que no quiero salir a buscar otro hombre ahora.
—Es por el niño, ¿a que sí?
—El niño —repitió Marie. Sí, era por el niño. Sammy había nacido con tres semanas de adelanto y nunca había mirado atrás. Aprendió rápido a caminar, aprendió rápido a hablar y a formar frases completas. Le encantaba la maquinaria de construcción y los caramelos de chocolate.
—Sal conmigo esta noche —le dijo Pam.
—No puedo.
—Vamos. Es una base de la Marina. Aquí hacen cola por ver a una mujer bonita, y tú lo eres. Cien deliciosas tajadas de carne masculina muriéndose por que alguien los coma. Antes de que des un paso, irán a por ti.
—¿Estás viendo a la misma mujer que yo veo en el espejo?
Pam ladeó la cabeza.
—Te vendría bien acicalarte un poco, eso no te lo voy a negar, pero no es nada que yo no pueda arreglar.
—No sé, Pam. Lo más seguro es que me quede trabajando hasta tarde esta noche. He señalizado un pico de datos en uno de los bloques de memoria de alquiler de la ciudad y resulta que es un rebanador.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es un rebanador?
—Es una persona. Era una persona. Penetran en el cerebro de otro rebanándolo y lo copian neurona a neurona en una simulación digital. El cerebro original no sobrevive.
—¡Anda ya! ¿La gente hace eso?
—Comenzó como una tecnología de inmortalidad, ya sabes: transmite tu mente al cristal y vive para siempre. Pero no funciona. El trauma es demasiado para la mente y se vuelve loca.
Tan grotesca práctica horrorizaba a Marie, pero también la fascinaba. ¿Qué podía llevar a una persona a crear un rebanador? Suponía que debía tratarse de un grupo, y que alguno de sus miembros se habría sacrificado por la causa. Terroristas, tal vez, o fanáticos religiosos de alguna clase. Marie sabía qué era desear estar muerta, pero no podía comprender esa clase de compromiso con una causa.
—De algún modo, la gente que lo crea puede controlarlo —dijo—. Intento adivinar cómo.
—Bueno, pues termina de hacerlo y sal conmigo esta noche.
Marie se rió.
—Estamos hablando de un rebanador, no de un virus porno de algún adolescente.
—Como si para mí eso significara algo.
—Mira, dame una hora para hacer unas pruebas y enviárselas a un colega y luego me reuniré contigo.
—Una hora. ¿Lo prometes?
—Prometido.
—No vayas a dejarme plantada, ¿eh? Te tomo la palabra.
Media hora después, Marie pensó que había encontrado la respuesta, aunque hizo que se encontrarse mal. El rebanador parecía estar controlado por el placer y el dolor. Un pequeño módulo funcionaba independientemente del simulador principal, un proceso maestro que podía enviar señales a los centros del placer y el dolor de la mente. Ya que el rebanador no estaba limitado por un cuerpo físico, esas sensaciones podían ser tan extremas como la mente pudiera registrar. Era un concepto nauseabundo, como torturar a alguien que estaba mentalmente discapacitado.
No comprendía el proceso completo. Necesitaba otra opinión. Decidió enviar el rebanador a Tommy Dungan, un investigador de la base del Ejército en Fort Bragg. Transportar códigos maliciosos podía ser peligroso, pero su satélite exclusivo LINA empleaba canales aislados, y confiaba en que Dungan mantuviera seguro al rebanador una vez lo recibiera.
Justo cuando accedió al sistema LINA, vio una llamada entrante en el canal privado del laboratorio. La respondió, pero el remitente ya había desconectado. Seguro que se habían equivocado de número. Le envió el rebanador a Dungan, salió del sistema y se marchó para reunirse con Pam.
Mark toqueteaba los ajustes de su analizador de conducto, el equivalente
on-line
a caminar de un lado a otro de una habitación, mientras buscaba cualquier cambio en el índice de datos. Su kevorkian debía de haberse cargado a ese nazi para siempre, pero ¿y si un sysadmin lo localizaba y lo reciclaba? Si se registraba algún altibajo en el índice de datos de ese conducto...
Miró el analizador justo a tiempo. Un enorme torrente de datos estaba saliendo del conducto hacia él.
¡Aborta, aborta!
No podía colapsar el conducto hasta que Darin saliera porque, de lo contrario, la sesión de Darin se quedaría colgando dentro y dejaría una cantidad inmensa de información que los sysadmins podían encontrar y rastrear a su antojo.
¡Aborta! ¡Sal de ahí!
Hecho. Estoy fuera.
Mark abrió los ojos; respiraba con dificultad. Darin se quitó su máscara de red.
—Hemos estado cerca —dijo Darin.
—Podrían habernos pillado. Ese nazi ha tenido un montón de tiempo para identificarnos. Un montón de tiempo.
—Anímate, lo hemos logrado. —Darin señaló al cielo del este—. Vamos a disfrutar del espectáculo.
Mientras Praveen hacía los ajustes finales a la cámara, Mark solapó una esquina de su visión con una cuenta atrás digital.
—Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno.
Pasaron varios segundos.
—Cero —puntualizó Mark algo tarde.
El cielo del este seguía oscuro. Darin gruñó.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Mark.
—No me preguntes. Tú has hecho los cálculos.
—Los cálculos eran correctos. Hemos hecho tres simulaciones, ya lo sabes.
—¡Pero el pájaro ha dado vueltas! He visto la telemetría antes de salir; todo estaba correcto.
—No lo entiendo —dijo Mark.
—¿Quieres decir que lo habéis hecho mal? —preguntó Praveen—. Sabía que no tenía que haber venido. Podría haber estado trabajando esta noche en lugar de venir cargado con todo este equipo hasta el Rim para nada. La próxima vez no...
Un brillante fogonazo de luz saltó hacia ellos desde el este. Mark abrió la boca para gritar de alegría, pero volvió a cerrarla. No había modo de que esa luz proviniera del satélite. Estaba demasiado lejos al norte y, además, era demasiado roja.
Mark solo pudo decir:
—Parece una ex... —Y un ensordecedor estallido que resonó por toda la ladera lo interrumpió. La base de la montaña del este parecía estar en llamas.
Ajustó su visión al máximo y vio fuego y humo y, detrás, un torrente de agua precipitándose.
—Es la presa —dijo Mark incrédulo—. Alguien ha hecho saltar por los aires la presa Franklin.
Lo he hecho. La he hecho saltar por los aires. Papá me dijo que sería un juego divertido y lo ha sido. Y fácil. Le he preguntado a papá qué tengo que hacer ahora, pero no contesta. Hace segundos y segundos que no me responde. A lo mejor lo he hecho mal. A lo mejor no le gusto.
Espero haberlo hecho bien. He preguntado y preguntado y papá no dice nada. A lo mejor está durmiendo. ¿Por qué no se despierta? Quiero que se despierte. ¡Quiero que se despierte ahora!
La explosión hizo que Calvin Tremayne cayera de rodillas sobre el macadán desmoronado del oscuro callejón. Las luces titilaron y después se apagaron. Eso, en lo más profundo de los Combs, suponía una oscuridad absoluta, pero Calvin rápidamente conectó su visión nocturna. Un momento después, sintió los dos pinchazos fríos de una pistola táser en su garganta.
Intentó no reírse. Ese chulo debía de desear mucho la muerte si se enfrentaba a un ejecutor y, en especial, a él. Su hermano Alastair lo había equipado con más modis de combate de las que la mayoría de la gente sabía que existían. Alastair era un físico de clase alta con contactos políticos que estaba empezando a atraer al sector de las celebridades. Sus modificaciones eran lo mejor que el dinero podía comprar.
Calvin se quedó paralizado fingiendo estar asustado.
—Hoy tengo una oferta. Celgel gratis hasta fin de existencias.
El chulo se rió.
—Sabía que verías las cosas a mi manera.
El chulo se hacía llamar Picasso y se creía un artista de las modificaciones: una ridícula pose para un hombre cuya idea del arte consistía en lucir una piel morada y unos bíceps excesivamente grandes. Emplearía la mayor parte de la mercancía de Calvin para hacer modificaciones en sus rameras.
—Todo está en mi maletín —aseguró Calvin—. Doce litros.
Al mismo tiempo, cerró los ojos, concentrándose en una de sus defensas. Experimentó una sensación de picor mientras los poros de su piel se abrían.
—Solo hay once —dijo Picasso—. ¿Dónde está el otro?
El gas que se filtraba por la piel de Calvin no tenía un olor detectable y los filtros de su laringe lo protegían de sus efectos.
—Puede que se me haya caído uno —contestó Calvin, aunque no tendría que haberse molestado. El chulo cayó al suelo inconsciente.
Calvin le dio la vuelta al cuerpo. En el bolsillo delantero derecho de Picasso encontró una fina caja de metal. La abrió y vio lo que le habían enviado a buscar: cientos de agujas finas como el cabello, en las que habían ensartado cadenas de dendrita, cuyos extremos estaban equipados con sensores microscópicos. Eran ilegales en el Rim. Se guardó la caja en el bolsillo.
Después, miró al chulo inmóvil y pensó en matarlo. Alastair no le había dado instrucciones concretas, pero por eso mismo le confiaba a Calvin esas misiones clandestinas. Alastair era inteligente, aunque no sabía desenvolverse en la calle; necesitaba a alguien que se ocupara de esos detalles.
El uniforme de Calvin estaba repleto de armas, pero cogió un cuchillo del cinturón de Picasso. Mejor que la policía pensara que había sido un altercado comber. Envolvió el cuchillo en un pañuelo y puso la punta contra la garganta del ladrón.
Vaciló. Ya había matado antes, pero nunca así. No obstante, no era un asesinato, ¿verdad? Él era un soldado contratado. Matar era su oficio. Estaba volcado en su trabajo y no estaba haciéndolo en beneficio propio.
Hundió el cuchillo y su fuerza aumentada hizo que penetrara fácilmente. La sangre salía a borbotones, pero aparte del pañuelo empapado, Calvin acabó limpio. Soltó la tela, volvió a guardarse el celgel en su maletín y fue hacia el norte a través de los enmarañados pasadizos de los Combs.
Los oscuros túneles estaban plagados de gente. ¿Qué estaba pasando? Unos simples fallos de energía no provocaban tanto alboroto. No le gustaba la idea de intentar abrirse paso a empujones entre la multitud, así que cerró los conductos de sus oídos y gritó. El grito, con una diminuta modi de su glotis que le permitía mantener un tono extremadamente alto y ensordecedor, le despejó el camino. Mientras corría, intentaba descubrir qué era eso que tenía a todos los combers aterrorizados. ¿Un incendio que se extendía? Sin embargo, no olía a humo, ni siquiera él lo captaba con sus agudizados sentidos.