Miró a Mark.
Sígueme el rollo.
Mark frunció el ceño y entonces lo entendió.
—Ah, sí, Darin Kinsley —dijo en alto—. Paso mucho tiempo con él en los Combs.
La perilla de su padre adquirió un tono sorprendentemente rosa.
—Maravilloso, Mark, muy bonito. Ahora tal vez podrías... eh... retirarte... ¿de acuerdo?
Mark suspiró aliviado y asintió hacia su hermana en agradecimiento.
Me debes una,
le envió ella.
Una vez salió por la puerta, echó a correr. En la parte trasera de la casa, donde las bóvedas y terrazas se desdibujaban entre las sombras, descolgó su jetvac
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de un gancho y lo desplegó, convirtiéndolo en un asiento, manillares y reposapiés de aluminio. El motor de vacío cobró vida con un susurro y lo elevó del suelo. Él apretó el acelerador y el jetvac se lanzó hacia delante, por encima de la pendiente que había detrás de la casa.
Libre al fin.
Darin debía de llevar esperándolo una media hora y seguro que la fiesta rimmer de Mark no le parecía una buena excusa. Darin se metía con los rimmers casi con la misma frecuencia con la que respiraba: criticaba cómo se embellecían con una tecnología que sería mejor emplear para curar enfermedades, cómo controlaban el noventa y cinco por ciento de los recursos mientras hacían el cinco por ciento del trabajo. Se negaba a aceptar cualquier cosa que Mark hubiera intentado darle, ni siquiera un billete para subir al mag
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. Darin detestaba la caridad, creía que debilitaba a aquellos que la aceptaban. En una ocasión, incluso había impedido que Mark le diera dinero a un mendigo en los Combs.
—Déjale algo de dignidad —le había dicho. Y, cuando Mark le preguntó si esperaba que el hombre se alimentara de dignidad, Darin había respondido—: Mejor morirse de hambre que arrastrarse.
Eso hizo que Mark se avergonzara de su fortuna, pero ¿qué podía hacer?
La visión nocturna de Mark se activó iluminando la cima de la colina. Primero vio a Darin, tumbado en la ladera. Había otra figura agachada sobre el telescopio de Darin; reconoció a Praveen Kumar. Conocía a Praveen desde que eran niños, ya que sus familias se movían en los mismos círculos sociales, pero mientras que Mark siempre se había quejado de los privilegios de su familia, Praveen era el hijo modelo: trabajador, obediente y educado. Así que, ¿qué hacía ahí tomando parte en una fechoría de crackers?
Mark tocó tierra, plegó su jetvac y se lo echó al hombro. Darin, al verlo, se levantó de un salto con los brazos bien abiertos.
—Príncipe Mark, nos honráis con vuestra presencia.
Mark ignoró la mofa.
—¿Qué hace él aquí?
—Lo he invitado.
—No me lo has consultado —dijo Mark—. ¿Y si se lo cuenta a alguien?
—Deja de preocuparte —respondió Darin—. No dirá nada.
—Esto no es legal, exactamente.
—Pero ¿qué gracia tendría si no se lo enseñamos a nadie?
Mark suspiró. Hacía tiempo que había desistido de salir ganando en una discusión con Darin.
—Praveen sabe más de astronomía que cualquiera de nosotros —siguió diciendo Darin—, y puede grabar los fuegos artificiales mientras los provocamos. Claro que aún no le he contado lo que va a pasar.
Mark esbozó una pequeña sonrisa. Quería preguntarle a Darin qué le había contado a Praveen, pero en ese momento Praveen se acercó a ellos.
En los últimos años, Praveen se había oscurecido la piel y el pelo para acentuar sus raíces indias. Una doble hilera de cristales de niobato de litio tachonaba su frente: un visor de vanguardia que rivalizaba con el de Mark.
—Y aquí tenemos al genio en persona —dijo Darin—. ¿De verdad puedes estar con nosotros, Praveen, o tu agente nos cobrará por el tiempo invertido?
—Me halagas —respondió Praveen con un melodioso acento indio que nunca tuvo cuando eran pequeños.
—Chorradas. Al parecer, has escrito un buen artículo. Te mereces la alabanza.
Praveen restó importancia a los cumplidos, pero estaba claro que le gustaron. Su abuelo, el experto en física Dhaval Kumar, había establecido algunos de los principios teóricos de la luz láser no atenuante, cuyas aplicaciones hicieron posible la tecnología del visor y de la red óptica global. Praveen, que idolatraba a su abuelo, acababa de aparecer en una destacada gaceta de física; era uno de los más jóvenes que lo habían logrado. La mayoría de sus compañeros no reconoció el triunfo que eso suponía para él.
—¿Has traído la cámara? —le preguntó Mark.
—Sí, claro, pero ¿para qué? Darin no me lo ha dicho.
Darin se agachó en la hierba ignorando la pregunta. Abrió la riñonera que llevaba y comenzó a preparar su máscara de red y el sistema sensorial de esta: una engorrosa interfaz bioelectrónica que conectaba ojos, oídos y boca con una interfaz de red. En más de una ocasión, Mark se había ofrecido a pagarle un visor, pero por supuesto Darin no le había hecho ni caso.
Mark se entretuvo con los telescopios. Las modificaciones de zum de sus ojos no eran más adecuadas para contemplar un suceso astronómico que una de esas diminutas cámaras volantes lo era para holografiarlo. Colocó un cristal de memoria en la parte trasera del telescopio y calibró las lentes. En el extremo más alejado del cráter podía ver la presa Franklin con su resplandeciente blancura en la oscuridad. Sobre ella, unas cuantas estrellas centelleaban levemente.
—He tenido un problemilla para llegar hasta aquí —dijo Darin. Algo en su voz hizo que Mark se girara.
—¿Por qué?
—Un merc en la esquina de la calle Veintidós con Market —explicó Darin—. Por poco no me ha dejado pasar.
—¿Has sido cortés?
—Tan cortés como un cortesano. Supongo que no le ha gustado el aspecto de mi telescopio.
—Está ahí para mantener la paz.
—A ti no te habría detenido —protestó Darin—. A mí me ha parado porque soy un comber, no porque estuviera haciendo nada malo. Los rimmers están demasiado apegados a su cómodo estilo de vida; contratáis a mercs para que os lo protejan y a eso lo llamáis «mantener la paz».
—Evitan la violencia, no la provocan. Eso, en cualquier parte, es mantener la paz.
—¿Quién provoca la violencia? ¿Los ciudadanos que defienden sus derechos o quienes se los arrebatan?
Mark dejó el tema. Últimamente, Darin discutía sobre filosofía social a la más mínima provocación. Habían sido amigos desde el colegio, mucho antes de que comprendieran lo que eran las diferencias de clase, ya que el padre de Mark, por razones políticas, había preferido una escuela pública antes que asignarle unos tutores privados. Incluso ahora, Mark estaba más de acuerdo con las ideas de Darin que con las de sus iguales rimmers, y por eso se sentía frustrado cuando su amigo pasaba de emplear el pronombre «ellos» a «vosotros» en tono acusatorio.
—Por favor —dijo Praveen—, tengo que saber qué voy a fotografiar. No puedo fijar mis niveles de luz a menos que pueda estimar la intensidad y el contraste.
Mark miró a Darin, que estaba ocupado colocándose una pegajosa lentilla en un ojo. La parte trasera de la lente se encrespaba con diminutas fibras, que Darin evitaba que se engancharan y enredaran entre sí.
—Díselo.
—Es un destello —dijo Mark—. Un reflejo del satélite LINA.
Divertido, vio que el rostro de Praveen pasaba por una serie de expresiones de confusión. Estaba claro que Praveen sabía más que ellos sobre las distintas constelaciones de satélites LINA. LINA era la sigla de Láser Infrarrojo No Atenuante, los responsables de la mayoría del tráfico de red óptica del país. Los satélites eran famosos por sus principales antenas de un kilómetro de ancho, unos platillos parecidos a paraguas cubiertos por un material reflectante. Cuando los ángulos entre el sol, el satélite y el observador eran los adecuados, se reflejaba un estallido de luz solar: un destello que duraba hasta diez segundos y que alcanzaba magnitudes de entre menos diez y menos doce, mucho más brillante que cualquier otra cosa en el cielo nocturno. Los astrónomos aficionados buscaban por todo el mundo los puntos donde se predecía que habría destellos.
Praveen entornó los ojos.
—Que pase por encima no significa que vayáis a ver un destello. No puedo creer que me hayáis arrastrado hasta aquí. Faltan meses para el próximo destello de los buenos y creo que solo se podrá ver desde Groenlandia.
—No guardes esa cámara —le pidió Mark—. A Darin y a mí no nos apetece tener que esperar meses. Y, además, en Groenlandia hace demasiado frío.
—Listo —dijo Darin.
La expresión de Praveen volvió a cambiar.
—¿Sois hackers? ¡No me lo puedo creer!
—No somos nada de eso —respondió Mark—. Los hackers son criminales. Se cuelan en nodos para robar o destruir. Los crackers, por el contrario, lo hacen para divertirse, por la emoción, por el desafío intelectual que eso supone. Y esto... —Sonrió—. Esto es una hazaña de crackers.
—Buena distinción.
—No hay tiempo para hablar —dijo Mark—. Maneja esa cámara.
Darin se incorporó; una masa grotesca de fibras empapadas en celgel le salía de los ojos, las orejas y la garganta. Mark se limitó a relajarse sobre la ladera y desenfocó los ojos. Miles de millones de fotones cargados de información, que se precipitaban a su alrededor de manera invisible, fueron manipulados para tener algo de coherencia por los cristales holográficos de su visor. La señal procedente de los cristales empalmó directamente con su nervio óptico, revistiendo su visión normal con los familiares iconos de su interfaz de red.
Con ligeros movimientos de sus ojos, se adentró más en el sistema, encontró un procedimiento llamado «Conectar portal público de LINA» y lo ejecutó. Cuando le pidieron una imagen de acceso, Mark visualizó un icosaedro regular con las caras azules y obtuvo el acceso. La mayoría de la gente elegía rostros familiares como imagen de acceso, pero Mark prefería las formas geométricas. Para visualizarlas bien hacía falta una buena imaginación espacial y eso reducía el riesgo de que alguien pudiera colarse en su sistema.
Mark comprobó el satélite mediante el que se había conectado y verificó que no era el mismo al que estaban apuntando. De nada serviría perder la conexión antes de poder colarse. Unas cuantas indagaciones más le dijeron que el satélite LINA, que ahora estaba entrando en el cielo por el este, estaba dedicado al uso militar federal. Mejor que mejor. Abrió el directorio de cuentas y eligió una entrada. No le importaba cuál, ya que no tenía intención de realizar la llamada. De manera aleatoria, eligió un receptor de la base naval de Norfolk, Virginia.
¿Estás ahí, Darin?,
envió.
Aquí mismo, contigo.
Mark se detuvo. A pesar de lo bravucón que se había puesto en la colina, aquello era lo más ambicioso que habían intentado nunca. Si entraban en el sistema, los agentes de seguridad captarían sus identificaciones y... bueno, el Gobierno federal ya no tenía mucha influencia, pero sí que podía encerrarlos por un tiempo. Pero ¡eh!, ¿dónde estaba la emoción sin el riesgo? Respiró hondo y estableció la llamada.
Ahora ya no había vuelta atrás. Para llamar, el software tenía que acceder al algoritmo de encriptación, lo cual significaba abrir un agujero de datos en el nivel de comando. El agujero estaría abierto menos de un microsegundo, pero un agujero era un agujero.
Mark observó los registros del proceso: búsqueda de cuenta, establecimiento de enlace con el servidor, recopilación de mensaje... Al notar la apertura del agujero en el momento preciso, su software reaccionó abriendo un conducto para evitar que se cerrara con normalidad.
Conducto abierto,
informó Darin, y entonces añadió:
Soltando oruga.
Otro cracker, uno de Darin, se copió a través del conducto y se coló en el sistema.
Mark esperaba que la oruga fuera rápida. Escrito para asemejarse a un gusano contra el que los agentes del software de seguridad luchaban a diario, la oruga constituía un cebo. Al pensar que no se trataba más que de eso, los agentes del software lo matarían y la oruga, justo antes de morir, les lanzaría a Mark y Darin información crucial sobre los agentes.
Al menos ese era el plan. Pero Mark siempre se temía lo peor: que un agente de software de primera tuviera sospechas acerca del ataque y siguiera el rastro hasta el conducto. Una oruga tenía que ser rápida porque, de lo contrario, los riesgos sobrepasaban la ganancia.
¿Algo?,
envió.
Sabía que te pondrías nervioso.
Aún no. Estoy quedándome dormido esperando.
La oruga soltó a chorros gran cantidad de información. Mark la estudió para ver a qué se estaban enfrentando. Parecían unos cuantos centinelas, un caudillo y...
Escanéalo.
¿Qué?
Un nazi. Tienen a un nazi. Eso es; estoy colapsando el...
Tranqui. Tenemos unos cuantos segundos... Suelta tu kevorkian.
Pero...
¡Suéltalo!
Encogido de miedo, Mark obedeció.
Los nazis eran los agentes de seguridad más temidos, pero el saber popular afirmaba que su debilidad radicaba en su fortaleza. Eran tan poderosos que estaban equipados con protección en caso de fallo, mecanismos que los inducían al sueño si emprendían un ataque contra códigos de sistemas amigos. Un kevorkian se apoyaba en esto y, así, fingía datos para convencer al nazi de que estaba causando graves daños. Entonces, el nazi se mataba y permanecía muerto..., o eso esperaban, mientras un sysadmin
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podía echar un vistazo.
Mark había desarrollado ese kevorkian y estaba orgulloso de ello, pero nunca lo había puesto a prueba contra un nazi de verdad. Se asustó, temiendo que se desatara en cualquier momento una oleada de datos que supondrían un desastre.
Lo tienes,
dijo Darin.
¿Qué?
Que lo tienes.
Mark tragó el ácido que se había estado acumulando en su garganta.
Claro que lo tengo. Ahora salta ahí dentro y haz que este pájaro
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empiece a dar vueltas.
Marie Coleson sabía lo suficiente sobre rebanadores como para andarse con cuidado. A pesar de que prácticamente había vivido en el laboratorio de antivirales de Norfolk durante los últimos dos años, nunca había manipulado un software tan volátil. El rebanador reaccionaba de un modo impredecible ante cualquier prueba y nunca de la misma forma.