La Abadia de Northanger (15 page)

BOOK: La Abadia de Northanger
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—Para ti, que eres tan generosa de corazón, claro que no —la interrumpió Isabella—. Pero no todo el mundo es tan desinteresado. Por lo que a mí respecta, sólo quisiera ser dueña de millones para elegir, como ahora hago, a tu hermano para esposo.

Esta interesante declaración, valorada tanto por su significado como por la novedad de la idea que la inspiraba, agradó mucho a Catherine, quien recordó al respecto la actitud de algunas heroínas de novelas. Pensó también que jamás había visto a su amiga tan bella como en el momento de pronunciar aquellas hermosas palabras.

—Estoy segura de que no se negarán a dar su consentimiento —repitió la muchacha una y otra vez—, y convencida de que te encontrarán encantadora.

—Por lo que a mí respecta —repuso Isabella—, sólo sé decirte que me basta la renta más insignificante del mundo. Cuando se quiere de verdad, la pobreza misma es bienestar. Detesto todo lo que sea elegancia y pretensión. Por nada del mundo quisiera vivir en Londres; prefiero, en cambio, una casita en un pueblo retirado... Las hay hermosas cerca de Richmond...

—¿Richmond? —exclamó Catherine—. ¿No sería mejor que os instalarais cerca de nosotros, en algún lugar próximo a Fullerton?

—Desde luego, nada me entristecería tanto como estar lejos de vosotros, sobre todo de ti. Pero esto es hablar a tontas y a locas; no quiero pensar en nada mientras no conozcamos la respuesta de tus padres. Morland dice que si escribe esta noche a Salisbury, mañana mismo podrá estar al corriente de aquélla. Mañana... Sé que me faltará valor para abrir la carta. ¡Ah, tantas emociones acabarán por causarme la muerte!

A esta declaración siguió una pausa, y cuando Isabella volvió a hablar fue para tratar del traje de novia.

Puso fin a aquella disquisición la presencia del joven y ardiente enamorado, que deseaba despedirse antes de partir para Wiltshire. Catherine habría querido felicitar a su hermano, pero no supo expresar su alegría más que con la mirada, y aun así fue ésta tan elocuente que no tuvo dificultad alguna en comprender sus sentimientos, impaciente por asegurar la pronta realización de su dicha, Mr. Morland trató de acelerar la despedida, y lo habría conseguido antes si no lo hubiera retenido con sus recomendaciones la bella enamorada, cuyas ansias por verlo partir la obligaron a llamarlo por dos veces con el objeto de aconsejarle que se diera prisa.

—No, Morland, no; es preciso que te marches. Considera lo lejos que tienes que ir. No quiero que te entretengas. No pierdas más tiempo, por favor. Vamos, márchate de una vez...

Las dos amigas, más unidas que nunca por aquellas circunstancias, pasaron reunidas el resto del día haciendo, como buenas hermanas, planes para el porvenir. Participaron de la conversación Mrs. Thorpe y su hijo, quienes al parecer sólo esperaban el consentimiento de Mr. Morland para considerar como el acontecimiento más feliz del mundo el noviazgo de su hija y hermana. Sus miradas significativas y sus frases misteriosas colmaron la curiosidad de las dos hermanas más pequeñas, excluidas, por el momento, de aquellos conciliábulos. Tan extraña reserva, cuya finalidad Catherine no atinaba a comprender, habría herido los bondadosos sentimientos de ésta y la habría impulsado a dar una explicación de los hechos a Anne y a María, si éstas no se hubieran apresurado a tranquilizar su conciencia tomando el asunto tan a broma y haciendo tal alarde de sagacidad, que al fin sospechó que debían de estar más al corriente de lo que parecía. La velada transcurrió en medio de la misma ingeniosa lucha, procurando los unos mantener su actitud de exagerado misterio y aparentando las otras saber más de lo que se suponía.

A la mañana siguiente Catherine hubo de acudir nuevamente a casa de su amiga y ayudarla a distraerse durante las horas que aún faltaban para la llegada del correo. Sin duda se trataba de una ayuda bien necesaria, pues a medida que se acercaba el momento decisivo Isabella se mostraba cada vez más nerviosa e incluso abatida, hasta tal punto de que para cuando llegó la ansiada carta se hallaba en un estado de verdadera postración y desconsuelo. Felizmente para todos, la lectura de la misiva disipó cualquier duda.

«No he tenido la menor dificultad —decía el amado en las tres primeras líneas— en obtener el consentimiento de mis bondadosos padres, quienes me han prometido que harán cuanto esté a su alcance para lograr mi dicha.»

Una expresión de suprema alegría inundó el rostro de Isabella, la preocupación que embargaba su ánimo desapareció, sus expresiones de júbilo casi superaron los límites de lo convencional y, sin titubear, se declaró la mujer más feliz del mundo.

Mrs. Thorpe, con los ojos arrasados en lágrimas, abrazó a su hija, a su hijo, a Catherine, y de buena gana habría seguido abrazando a todos los habitantes de Bath. Su maternal corazón estaba pletórico de ternura y, ávida de manifestar su alegría, la mujer se dirigió sin cesar a su «querido John» y a su «querida María», proclamando la estima que su hija mayor la merecía el hecho de llamarla «su querida, querida Isabella». Tampoco quedó a la zaga de sus demostraciones de júbilo John, quien manifestó que su buen amigo Mr. Morland era uno de los mejores hombres que podían encontrarse, entre otras frases laudatorias.

La carta portadora de aquella extrema felicidad era breve: se limitaba a anunciar el éxito obtenido y dejaba para una próxima ocasión el relato detallado de los hechos. Pero bastó para devolver la tranquilidad a la novia feliz, ya que la promesa de Morland era lo bastante formal para asegurar su dicha. Al honor del muchacho quedaba confiada la tramitación de cuanto a medios de vida se refería, pues al espíritu generoso y desinteresado de Isabella no le estaba permitido descender a cuestiones de interés, tales como si las rentas del nuevo matrimonio debían asegurarse mediante un traspaso de tierras o un capital acumulado. Le bastaba con saber que contaba con lo necesario para establecerse decorosamente, en cuanto al resto, su imaginación bastaría para proveer de dicha y prosperidad. ¡Cómo la envidiarían todas sus amistades de Fullerton y sus antiguos conocidos de Pulteney Street cuando la vieran, como ya se veía ella en sueños, con un coche a su disposición, un nuevo apellido en sus tarjetas y una brillante colección de sortijas en los dedos!

Después de que la carta fuese leída, John, que sólo esperaba la llegada de ésta para marchar a Londres, se dispuso a partir.

—Miss Morland —dijo a Catherine al hallarla sola en el salón— vengo a despedirme de usted.

La muchacha le deseó un feliz viaje, pero él, aparentando no oírla, se dirigió hacia la ventana tarareando y completamente abstraído.

—Me parece que se retrasará usted —dijo Catherine.

Thorpe no contestó, luego, volviéndose de repente, exclamó:

—Bonito proyecto éste de la boda. ¿A usted qué le parece? ¿Verdad que es una idea que no está del todo mal?

—A mí me parece muy bien.

—¿De veras? Bueno, por lo menos es usted sincera y partidaria del matrimonio. Ya sabe lo que dice el refrán: «Una boda trae otra.» ¿Asistirá usted a la de mi hermana?

—Sí; le he prometido a Isabella que estaría con ella ese día, si nada me lo impide, por supuesto.

—Entonces ya lo sabe usted... —Thorpe parecía inquieto y desazonado—. Si lo desea podemos demostrar la verdad de ese refrán.

—Me parece que no lo veo posible. Pero... le repito que le deseo un feliz viaje, y me marcho, porque estoy invitada a comer en casa de Miss Tilney y es tarde.

—No tengo prisa. ¿Quién sabe cuándo volveremos a vernos? Por más que pienso estar de regreso dentro de quince días, y... ¡qué largos me van a parecer!

—Entonces, ¿por qué se ausenta usted durante tanto tiempo? —preguntó Catherine, en vista de que él esperaba que dijese algo.

—Mil gracias; se ha mostrado usted amable y bondadosa, y no lo olvidaré. Por supuesto, no hay mujer en el mundo tan bondadosa como usted. Su bondad no es sólo... bondad sino todas las virtudes juntas... Jamás he conocido a nadie como usted, se lo aseguro.

—¡Qué cosas dice! Hay muchas como yo, y mejores aún. Buenos días...

—Pero óigame antes, Miss Morland. ¿Me permite que vaya a Fullerton a ofrecerle mis respetos?

—¿Y por qué no? Mis padres estarán encantados de verlo.

—Y usted..., señorita, ¿lamentará verme?

—De ninguna manera. Son pocas las personas a quienes no me agrada ver. Además, la vida en el campo resulta más animada cuando se tienen visitas.

—Eso mismo pienso yo. Me basta con que me dejen estar allí donde me encuentre a gusto, en compañía de aquellos a quienes aprecio. ¡Y al diablo lo demás...! Celebro infinitamente que usted piense igual que yo, aun cuando ya me figuraba que sus gustos y los míos eran muy parecidos.

—Tal vez, pero yo no me había dado cuenta de ello. Sin embargo, debo advertirle que en ocasiones no sé qué me agrada o desagrada.

—A mí me ocurre lo mismo —dijo él—, pero es porque no suelo preocuparme de cosas que no me importan. Lo único que quiero es casarme con una chica que me guste y vivir con ella en una casa cómoda. El que tenga mayor o menor fortuna no me interesa. Yo dispongo de una renta segura y no me hace falta que mi mujer sea rica.

—Yo opino como usted. Con que uno de los dos cuente con medios de subsistencia, basta. Casarse por dinero me parece un acto despreciable y pecaminoso. Ahora, si me perdona, tengo que dejarlo. Nos alegrará mucho verlo a usted por Fullerton cuando tenga ocasión de ir por allí.

Tras pronunciar aquellas palabras, Catherine se marchó. No había poder humano ni frase amable capaz de retenerla, pues la esperaba un interesante almuerzo y ardía en deseos de comunicar las noticias referidas a su hermano y a Isabella. Menos aún podía distraerla de su cita en casa de los Tilney la conversación de un hombre como Thorpe, quien, no obstante, quedó convencido de que su supuesta declaración de amor había sido todo un éxito.

La emoción que la nueva del noviazgo había producido en Catherine le hizo creer que Mr. y Mrs. Allen. quedarían igualmente sorprendidos, y se llevó una gran desilusión al comprobar que estos buenos amigos se limitaban a decir que venían esperándolo desde la llegada de James a Bath, y que deseaban la mayor de las dichas a la enamorada pareja. Mr. Allen dedicó además un breve comentario a la belleza, y su mujer otro a la buena suerte de la novia, y eso fue todo. Desilusionada Catherine ante semejante insensibilidad, la consoló un tanto la agitación que en el ánimo de Mrs. Allen produjo la noticia de la marcha de James para Fullerton, no por la causa que motivaba su viaje, sino porque le habría gustado ver al muchacho antes de su partida y rogarle que saludara a Mr. y Mrs. Morland de su parte e hiciera presente a los Skinner su recuerdo y simpatía.

16

Catherine tenía tantas esperanzas depositadas en su visita a los Tilney, que tuvo una desilusión no sólo lógica, sino inevitable. A pesar de que el general la recibió muy cortésmente, de que Eleanor se mostró sumamente atenta con ella, de que Henry estuvo en casa todo él tiempo que ella permaneció en ésta y en el transcurso de aquellas horas no se presentó ningún extraño, la muchacha no pudo por menos de reconocer, al volver a Pulteney Street, que no había disfrutado todo lo que esperaba. Su amistad con Miss Tilney, lejos de acrecentarse, parecía haberse enfriado. En cuanto a la conversación de Henry, éste se mostró menos amable que otras veces. Hasta tal punto esto fue así, que no obstante la afabilidad del general y sus frases galantes la muchacha celebró marcharse de la casa. Lo ocurrido era, en verdad, muy extraño. Al general Tilney, hombre encantador por su trato y digno padre de Henry, no cabía atribuir la evidente tristeza de los hermanos y la falta desanimación de Catherine. Quiso atribuir la muchacha lo primero a la casualidad, y lo segundo a su propia estupidez, pero conocedora Isabella de todos los detalles de aquella visita, interpretó lo sucedido de manera muy distinta.

—Es orgullo —dijo—. Nada más que orgullo y soberbia. Ya me parecía a mí que esa familia se daba muchos aires, y ahora no me cabe la menor duda. Jamás he visto comportamiento más insolente que el de Miss Tilney para contigo. ¿A quién se le ocurre dejar de hacer los honores debidos a un invitado? ¿Dónde se ha visto tratar a este con superioridad y no dirigirle apenas la palabra?

—No, Isabella, no me has comprendido; Miss Tilney no se ha comportado tan mal como supones, ni me ha tratado con aires de superioridad, ni ha cesado de atenderme.

—No trates de defenderla. ¿Y el hermano...? ¡Después de fingir tanto afecto hacia ti...! La verdad es que no acaba una de comprender a la gente. ¿Dices que apenas te miró ?

—No he dicho eso, pero admito que no estaba tan animado como otras veces.

—¡Qué vileza! Para mí no existe nada más despreciable que la inconstancia. Te suplico, querida Catherine, que no vuelvas a pensar en un hombre tan indigno de tu amor.

—¿Indigno? Pero ¡si creo que no piensa en mí siquiera!

—Eso es precisamente lo que estoy diciendo, que no piensa en ti. ¡Qué volubilidad! ¡Cuan diferente de tu hermano y el mío! Porque creo firmemente que John tiene un corazón muy constante.

—En cuanto al general Tilney, dudo que nadie pudiera comportarse con mayor delicadeza y finura. Al parecer, no deseaba más que distraerme y hacer que me sintiese cómoda.

—Del general no digo nada. Ni siquiera considero que sea orgulloso. Parece todo un caballero. John lo tiene en gran estima, y ya sabes que John...

—Bueno, ya veremos cómo se comportan esta noche en el baile.

—¿Quieres que vaya?

—¿No pensabas ir? Creí que estaba decidido que iríamos todos juntos.

—Desde luego; si tú lo quieres, iré, pero no pretendas que me muestre contenta. Mi corazón se halla a más de cuarenta millas de distancia. Tampoco exijas de mí que baile. Sé que Charles Hodges me perseguirá a muerte para que lo haga, pero ya sabré librarme. Apuesto cualquier cosa a que sospecha el motivo que me lo impide, y eso es precisamente lo que quiero evitar. Procuraré no darle ocasión de hablar de ello.

La opinión que Isabella se había formado de los Tilney no influyó en el ánimo de Catherine, quien estaba persuadida de que Henry y su hermana habían estado, si no alegres, atentos para con ella, y que el orgullo no anidaba en su corazón. Aquella noche vio recompensada su confianza. Eleanor la saludó con igual cortesía y Henry la colmó de atenciones, tal como hiciera otras veces. Miss Tilney trató de colocarse a su lado y Henry la invitó a bailar.

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