Read La Abadia de Northanger Online
Authors: Jane Austen
Transcurrieron algunos días, y Catherine, aun cuando no quería sospechar de su amiga, la vigiló tan atentamente que al fin se convenció de que Isabella había cambiado por completo. Al observarla en su casa o en la de Mr. y Mrs. Allen, rodeada de sus amigos más íntimos, tal cambio pasaba prácticamente inadvertido, limitándose a cierta lánguida indiferencia o a distracciones que, en honor a la verdad, no hacían sino aumentar su encanto y despertar un interés aún más profundo en ella. Sin embargo, cuando se presentaba en público y compartía casi por igual sus atenciones y sonrisas entre James y el capitán, el cambio que en ella se operaba resultaba más obvio. Catherine no acertaba a comprender la conducta de su amiga ni qué fin perseguía con ella. Tal vez Isabella no se diera cuenta del dolor que su actitud provocaba en uno de aquellos dos hombres; pero Catherine, que lo advertía claramente, no podía por menos de condenar tal falta de reflexión y decoro. James se mostraba hondamente preocupado, y si ello no causaba el menor pesar a la mujer de quien estaba enamorado, a su hermana, en cambio, le producía temor y un desasosiego intenso. Tampoco dejaba de lamentar Catherine la anómala situación del capitán, pues si bien éste, por su manera de ser, no le resultaba simpático, bastaba el apellido que ostentaba para asegurarle su respeto, y sufría por anticipado pensando en la desilusión que se llevaría el pobre muchacho. A pesar de la conversación que Catherine había oído en el balneario, la actitud del capitán resultaba tan incompatible con un pleno conocimiento del asunto, que parecía lógico que ignorase que Isabella y James estaban prometidos. Estaba claro que aquél consideraba a Morland, simplemente, como un rival cuya fuerza, si algo más sospechaba, aumentaba su propio temor. Catherine habría deseado hacer a su amiga una advertencia amistosa y recordarle los deberes propios de su situación, pero ni la ocasión le fue propicia, ni Miss Thorpe pareció comprender las alusiones e indirectas que sobre el particular le lanzara su amiga. En tal estado de ánimo, a la muchacha le servía de consuelo el recuerdo de la inminente partida de la familia Tilney hacia Gloucestershire. La ausencia del capitán Tilney devolvería la paz a todos los corazones, menos al suyo. Pero por lo visto el capitán no tenía la menor intención de dejar el campo libre a su rival, ni pensaba recluirse en Northanger ni marcharse de Bath. Cuando Catherine supo esto decidió hablar con Henry Tilney del asunto que tanto le preocupaba. Así lo hizo, en efecto, exponiéndole al mismo tiempo el pesar que le causaba la preferencia del capitán por Miss Thorpe y su deseo de que Henry hiciera saber a su hermano que Isabella se había comprometido a contraer matrimonio con James.
—Mi hermano lo sabe —contestó lacónicamente Henry.
—¿Que lo sabe? ¿Y aun así insiste en su propósito?
Henry no respondió y trató de cambiar de tema, pero Catherine no se arredró.
—¿Por qué no lo convence usted de que se marche? Mientras más tiempo se quede, peor será. Le suplico que le diga a su hermano que se vaya, en su bien y en el de todos. La ausencia le devolverá la tranquilidad; en cambio, si permanece aquí será cada vez más desgraciado.
Henry se limitó a sonreír y a decir:
—No creo que mi hermano pretenda tal cosa.
—Entonces le dirá usted que se marche, ¿verdad?
—No está en mi poder el convencerlo, y perdóneme si le digo que ni siquiera puedo intentarlo. Ya le he dicho que Miss Thorpe está prometida, pero él insiste, y considero que tiene derecho a hacerlo.
—No es posible —exclamó Catherine—. No es posible que mantenga su conducta sabiendo el dolor que causa a mi hermano. James no me ha dicho nada, pero estoy segura de que está sufriendo.
—¿Y está usted completamente segura de que mi hermano es culpable de ello?
—Completamente.
—Veamos. ¿Qué es lo que causa ese dolor, las atenciones de mi hermano para con Miss Thorpe o el agrado con que ella las recibe?
—¿Acaso no es lo mismo?
—No. Y creo que Mr. Morland opinaría que existe una gran diferencia. A ningún hombre le molesta que la mujer amada despierte admiración en otros hombres; pero la mujer sí puede convertir esa admiración en un tormento.
Catherine se sonrojó por su amiga y dijo:
—La conducta de Isabella no es correcta, pero no creo que su intención sea la de hacer sufrir a mi hermano, de quien está profundamente enamorada desde que se conocieron. Puso tal empeño en relacionarse con él que apunto estuvo de contraer unas fiebres mientras aguardaba a que sus padres dieran su consentimiento. Usted lo sabe.
—Comprendo, comprendo; está enamorada de James, pero quiere coquetear con Frederick.
—No, coquetear, no... La mujer que está enamorada de un hombre no puede coquetear con otro.
—Lo que ocurrirá es que ni podrá querer ni coquetear con tanto desparpajo como si se dedicara a ambas cosas por separado. Empiece usted por admitir que será preciso que sus dos enamorados cedan algo.
Después de una breve pausa, Catherine dijo:
—Entonces su opinión es que Isabella no está muy enamorada de mi hermano.
—No puedo emitir ningún juicio con respecto de esa señorita.
—Pero ¿qué pretende su hermano el capitán? Si sabe que ella ya está comprometida, ¿qué quiere conseguir?
—Es usted un poco preguntona.
—Pues sólo pregunto aquello que necesito saber.
—Lo que hace falta es que yo pueda contestar a sus preguntas.
—Creo que puede, porque, ¿quién más que usted conoce a fondo el corazón de su hermano?
—Le aseguro que en esta ocasión sólo me es posible adivinar algo de lo que pretende eso que llama usted corazón.
—¿Y es?
—Es... Pero ya que de adivinar se trata, adivinémoslo todo. Es triste dejarse guiar por meras conjeturas. El asunto es el siguiente: mi hermano es un chico muy animoso y quizá un poco atolondrado. Conoce a Miss Thorpe desde hace una semana y desde ese tiempo sabe que está en relaciones.
—Bien —dijo Catherine después de reflexionar por un instante—. En ese caso, tal vez logre usted deducir de todo ello cuáles son las intenciones de su hermano; yo confieso que sigo sin comprenderlas. Por otra parte, ¿qué piensa su padre de todo este asunto? ¿No muestra deseos de que el capitán se marche? Si su padre se lo ordenase, tendría que hacerlo.
—Querida Miss Morland, ¿no le parece que la preocupación que siente por su hermano la lleva demasiado lejos? ¿No estará usted equivocada? ¿Cree usted que el propio James agradecería, tanto para sí como para Miss Thorpe, el empeño que pone usted en demostrar que el afecto de su prometida o, por lo menos, su buena conducta, depende de la ausencia del capitán Tilney? ¿Acaso no lo ama Isabella más que cuando no tiene quien la distraiga? ¿Acaso no sabe serle fiel sí su corazón se ve requerido de amor por otro hombre? Ni Mr. Morland puede pensar tal cosa ni querría que usted lo pensara. Yo no puedo decirle que no se preocupe, porque ya lo está, pero sí le aconsejo que piense en esto lo menos posible. Usted no puede dudar del amor que se profesan su hermano y su amiga, de modo pues que no tiene derecho a creer que existen entre ellos desacuerdos ni celos fundados. Usted jamás comprendería el modo en que ellos se entienden. Saben hasta dónde pueden llegar y seguramente no se molestarán el uno al otro más de lo que ambos consideren por conveniente. —Al observar que ella seguía pensativa, Henry añadió—: Aun cuando Frederick no se marcha de Bath el mismo día que nosotros, por fuerza su estancia no podrá prolongarse demasiado; quizá unos días solamente, pues su licencia a punto está de expirar y no le quedará más remedio que volver a su regimiento. Y en ese caso, ¿qué cree usted que quedará de su amistad con Isabella? Durante quince días en el cuartel se beberá a la salud de Isabella Thorpe, y ésta y James se reirán a costa del pobre Tilney durante un mes.
Catherine no pudo resistirse por más tiempo a las tentativas de consuelo que le ofrecía Henry, cuyas últimas palabras fueron un bálsamo para su aflicción. Al fin y al cabo, ella tenía menos experiencia que él, de modo que, tras acusarse de haber exagerado la cuestión, se hizo el firme propósito de no volver a tomar tan seriamente aquel asunto.
Esta resolución se vio fortalecida por la actitud de Isabella cuando ambas amigas se encontraron para despedirse. La familia Thorpe se reunió en Pulteney Street la víspera de la marcha de Catherine, y los novios se mostraron tan satisfechos que ésta no pudo por menos de tranquilizarse. James hizo gala de un excelente humor e Isabella se mostró encantadoramente amable y sosegada. Al parecer, no sentía más deseo que el de convencer de su afecto y ternura a su querida amiga, cosa perfectamente comprensible, y si bien encontró ocasión de contradecir rotundamente a su prometido, negándose luego a darle la mano, Catherine, que no había olvidado los consejos de Henry, lo atribuyó a que su afecto era tan intenso como discreto.
Por lo demás, fácilmente se podrá imaginar cuáles serían las promesas, los abrazos y las lágrimas que entre ambas amigas se cruzaron al llegar el momento de decirse adiós.
Mr. y Mrs. Allen lamentaron el verse privados de la compañía de Catherine, cuyo excelente humor y su alegría hacían de ella una compañera inapreciable, y cuya promoción no había hecho sino aumentar el goce del matrimonio. Pero conocedores de la felicidad que proporcionaba a la muchacha la invitación que la hiciera Miss Tilney, procuraron no lamentar excesivamente su ausencia. Por lo demás, tampoco tenían tiempo de echarla de menos, ya que habían decidido que en una semana se marcharían del balneario. Mr. Allen acompañó a Catherine a Milsom Street, donde había de almorzar, y no la dejó hasta verla sentada entre sus nuevos amigos. A Catherine le parecía tan increíble el encontrarse en medio de aquella familia, tenía tanto miedo a pasar por alto alguna regla de la etiqueta, que por espacio de unos minutos sintió deseos de regresar a la casa de Pulteney Street.
La amabilidad de Miss Tilney y las sonrisas de Henry ayudaron a disipar aquellos temores. Sin embargo, no recobró por entero la tranquilidad, ni lograron los cumplidos y atenciones del general devolverle su acostumbrada serenidad. Bien al contrario, se le antojó que de estar menos atendida se habría hallado más a su gusto. El empeño que ponía el general en hacerla sentir cómoda, los incesantes requerimientos de éste para que comiera, y el temor que manifestó de que tal vez lo que allí hubiera no fuera de su agrado —Catherine jamás había visto una mesa más abundantemente servida—, le impedían olvidar por un momento siquiera su calidad de huésped. Se sentía inmerecedora de aquellas muestras de aprecio y no sabía cómo corresponder a ellas. Contribuyó a inquietarla aún más la impaciencia que provocó en el general la tardanza de su hijo mayor, y más tarde, al presentarse éste, la pereza de que daba muestras, pues acababa de levantarse.
La severidad con que el general reaccionó ante este hecho le pareció tan desproporcionada, que aumentó su confusión el saber que ella era causa y motivo principal de semejante reprimenda, pues la demora de Frederick fue considerada por su padre como una falta de respeto inadmisible hacia la invitada. Tal suposición colocaba a la muchacha en una posición sumamente desagradable, y a pesar de la poca simpatía que sentía hacia el capitán, no pudo evitar compadecerse de él.
Frederick escuchó a su padre en silencio, sin intentar siquiera defenderse, lo cual confirmó los temores de Catherine de que el motivo de aquella tardanza era una noche de insomnio provocada por Isabella. Nunca antes se había encontrado ella en compañía del capitán, y por un instante deseó aprovechar la ocasión para formarse una opinión de su carácter y su modo de ser, pero mientras el general permaneció en la estancia, Frederick no abrió los labios, y tan impresionado estaba, por lo visto, que en toda la mañana sólo se dirigió a Eleanor para decirle en voz baja:
—Qué contento voy a estar cuando os hayáis marchado todos.
La lógica conmoción ocasionada por la marcha resultaba sumamente desagradable en aquella casa. Ocurrieron varios contratiempos: bajaban todavía los baúles cuando dieron las diez, y el general había mandado que para esa hora los coches ya debían estar abandonando Milsom Street. El abrigo del buen señor fue a parar por equivocación al coche en que éste viajaría con su hijo. El asiento central de la silla de posta no había sido extendido, a pesar de que eran tres las personas que debían ocuparla, y el vehículo se hallaba tan cargado de paquetes que no había en él lugar para instalar cómodamente a Miss Morland. Tal disgusto se llevó el general por este motivo, que el bolso de Catherine, junto con otros objetos, casi sale disparado rumbo al centro de la calle. No obstante este retraso, llegó el momento de cerrar la portezuela del coche, dentro del cual quedaron las tres mujeres. Emprendieron el viaje los cuatro hermosos caballos que tiraban de la silla de posta con la parsimonia y sobriedad que corresponde a animales de su categoría al comenzar un trayecto de más de treinta millas, que era la distancia que separaba a Bath de Northanger y sería recorrida en dos etapas. Desde el momento en que abandonaron la casa, Catherine comenzó a recuperar su acostumbrado buen humor. En compañía de Miss Tilney se hallaba siempre a gusto, y esto, unido a que los parajes por los que iban eran nuevos para ella, a que pronto conocería la abadía, y a que la seguía un coche ocupado por Henry, le permitieron abandonar Bath sin experimentar el menor sentimiento de pesar. Ni siquiera llegó a contar los mojones que marcaban las distancias. Se detuvieron en la posada Petty France, donde lo único que se podía hacer era comer sin hambre y pasearse sin tener qué ver. Se aburrió de tal forma la muchacha, que perdió para ella toda importancia el hecho de que viajaba en un elegante carruaje con postillones de librea, tirado por estupendos caballos. Si las personas que formaban la partida hubieran sido de trato agradable y ameno, aquella espera no habría resultado molesta, pero el general Tilney, aun cuando era un hombre encantador, actuaba, por lo visto, de freno sobre sus hijos, hasta el punto de que en su presencia nadie se atrevía a hablar. El tono de ira e impaciencia con que hablaba a sus sirvientes atemorizaron a Catherine, a quien aquellas dos horas de descanso se le antojaron cuatro. Finalmente se ordenó reemprender la marcha, y Catherine se vio gratamente sorprendida cuando el general le propuso que hiciera el resto del trayecto en el lugar que él ocupaba en el coche de su hijo. Dio como pretexto que con un día tan hermoso convenía que contemplara bien el paisaje.