Read La Abadia de Northanger Online
Authors: Jane Austen
El recuerdo de lo que acerca de la compañía de jóvenes en coches abiertos opinara en cierta ocasión Mr. Allen hizo que Catherine se sonrojara y a punto estuviera de declinar la oferta, pero tras reflexionar que debía someterse a los deseos del general Tilney ya que éste jamás propondría nada que fuese improcedente, aceptó, y pocos minutos más tarde la feliz muchacha se vio instalada junto a Henry. Enseguida se convenció de que no podía haber en el mundo vehículo más agradable y bonito que aquél, superior en todo a la magnífica silla de posta, cuya pesadez había sido causa de que se detuvieran en la posada. Los caballos del coche habrían recorrido en poco tiempo el camino que faltaba si el general no hubiera ordenado que la silla fuese adelante. Claro que aquella maravillosa rapidez no se debía únicamente a los caballos. Contribuía también a ello, y de modo notable, la forma de guiar de Henry, quien no necesitaba azuzar con la voz a los animales, ni echar maldiciones, ni hacer alarde de su habilidad como otro caballero cuyas dotes como cochero la muchacha conocía muy bien. Además, a Henry le sentaba muy bien el sombrero, así como el resto del atuendo.
Después de haber bailado con él, viajar a su lado en aquel coche era la mayor felicidad del mundo. Eso sin contar las alabanzas que le dirigía continuamente. Henry no sabía cómo agradecer el que la muchacha se hubiera decidido a otorgarles el placer de una visita a la abadía, y así se lo dijo en nombre de Eleanor. Por lo visto, considerábalo como una prueba de sincera amistad, y en explicación de tan exagerada gratitud, añadió que la situación de su hermana era bastante desagradable, ya que no sólo carecía de la compañía de amigas, sino de persona alguna con quien hablar cuando, como muy a menudo ocurría, la ausencia de su padre la obligaba a una completa soledad.
—Pero ¿cómo puede ser eso? ¿Acaso usted no se queda con ella?
—Yo no vivo en Northanger, sino en Woodston, a veinte millas de distancia de la abadía, y en ella paso largas temporadas.
—¡Cuánto debe de lamentarlo!
—Sí..., siento dejar a Eleanor.
—No sólo por eso; aparte del cariño que por ella sienta, tendrá usted apego a la abadía. Después de haber vivido en un lugar tan magnífico, hacerlo en un curato común y corriente debe de ser poco grato.
—Por lo visto, se ha formado usted una idea muy agradable de la abadía —dijo Henry con una sonrisa.
—Es cierto. Pero ¿acaso no se trata de uno de esos lugares maravillosos que nos describen los libros?
—En ese caso, deberá usted prepararse para soportar los horrores que, según las novelas, suelen rodear a esta clase de edificios. ¿Tiene usted un corazón fuerte, y nervios capaces de resistir el temor que suelen producir las puertas secretas, los tapices ocultadores... ?
—Creo que sí; de todos modos, seremos muchos en la casa, por lo qué no creo que haya motivo para sentir miedo. Además, no se trata de un lugar que, tras permanecer largo tiempo abandonado, fuera ocupado repentinamente por una familia, como ha ocurrido en determinados casos.
—Eso, desde luego. No nos veremos obligados a cruzarnos con almas en pena. Pero imagínese que por la noche está usted paseando, lo cual no tiene nada de particular y su lámpara está a punto de apagarse, regresará a su habitación. Al pasar por la primera cámara, sin embargo, atraerá su atención un arcón antiguo, de ébano y oro, cuya presencia antes no había advertido. Impulsada por un irresistible presentimiento se acercará usted, lo abrirá y examinará, sin descubrir, por el momento, nada de importancia, a excepción de un puñado de diamantes. Al fin dará con un muelle secreto, que le revelará un departamento interior, en el que hallará un rollo de papel que contendrá varias hojas manuscritas. Con él en la mano, regresará a su habitación, y apenas habrá acabado de descifrar las palabras («¡Oh tú, sea quien fueres, en cuyas manos acierten a caer las memorias de la desgraciada Matilda...!») cuando su lámpara se apagará repentinamente, sumiéndola en la más completa oscuridad.
—Cállese usted... pero, no, siga; ¿y después?
A Henry le hizo tanta gracia el interés que su historia había despertado en la muchacha, que no pudo continuar. Dada la actitud de Catherine le resultaba imposible asumir el tono solemne que requería el caso, y hubo de rogarla que tratase de imaginar el contenido de las memorias de Matilda. Catherine, un poco avergonzada de su vehemencia, trató de asegurarle a su amigo que había seguido con atención su relato, pero sin suponer por un instante que tales cosas fueran a ocurrirle.
—Además —dijo—, estoy segura de que Miss Tilney no me hará dormir en semejante habitación. No tengo miedo, créame.
A medida que se acercaba el final del viaje, y con él la dicha de contemplar la abadía, la impaciencia de Catherine, que la conversación de Henry había contenido, aumentó considerablemente. Tras cada recodo del camino esperaba encontrarse, entre árboles milenarios, ante una enorme construcción de piedra con ventanales góticos iluminados por los rayos del sol poniente. Pero como quiera que la vieja abadía estaba enclavada en terreno muy bajo, resultó que llegaron a las verjas de la propiedad sin haber visto una chimenea siquiera.
Catherine no pudo por menos de asombrarse de la entrada que poseía la propiedad. Eso de pasar entre las puertas de moderna cancela y recorrer sin dificultad alguna la gran avenida cubierta de arena se le antojó sumamente extraño y fuera de lugar. Sin embargo, no tuvo tiempo para detenerse en semejantes consideraciones. Un chaparrón inesperado le impidió ver alrededor y la obligó a preocuparse de la suerte de su sombrero de paja nuevo. Pronto se encontró con que llegaba al abrigo que ofrecían los muros de la abadía; allí, Henry la ayudó a bajar del coche, y en el vestíbulo la recibieron su amiga y el general, de modo que no tuvo ocasión de alimentar el más leve temor relativo al futuro ni experimentar el influjo misterioso que hechos y escenas del pasado pudieran haber legado al antiguo edificio. La brisa, en lugar de hacer llegar hasta ella ecos de la voz de un moribundo, se había entretenido cubriéndola de gotas de lluvia. Tuvo que sacudirse el abrigo antes de pasar a un salón contiguo y reparar en el lugar donde se hallaba.
¿Era una abadía? Sí, no cabía duda, a pesar de que nada de cuanto la rodeaba contribuía a alimentar tal suposición. El mobiliario de la estancia era moderno y de gusto exquisito. La chimenea, que debería haber estado adornada con tallas antiguas, era de mármol, y sobre ella descansaban piezas de porcelana inglesa. Las ventanas, qué, según le había dicho el general, conservaban su forma gótica, también la desilusionaron. Si bien eran de forma ojival, el cristal era tan claro, tan nuevo, dejaba entrar tanta luz, que su visión no podía por menos de desencantar a quien, como Catherine, esperaba encontrarse con unas aberturas diminutas con vidrios empañados por el polvo y las telarañas.
El general advirtió la preocupación de la muchacha, y empezó por ello a disculpar lo exiguo de la habitación y lo sencillo de los muebles, alegando que estaba destinada al uso diario, y asegurándole que las otras habitaciones eran más dignas de admirar. Empezaba a describir la ornamentación dorada de una de ellas, cuando, al echar un vistazo al reloj, se detuvo para exclamar, asombrado, que eran las cinco menos veinte. Aquellas palabras surtieron un efecto inmediato. Miss Tilney condujo a Catherine a sus aposentos y se apresuró tanto a hacerlo que no dejó lugar a dudas de que en la abadía debía imperar la puntualidad más estricta.
Las dos amigas pasaron de nuevo por el espacioso vestíbulo, ascendieron por la ancha escalera de roble, que después de varios trechos, interrumpidos por otros tantos descansos, las condujo hacia una gran galería a los lados de la cual había varias puertas y ventanas. Catherine supuso que estas últimas debían de dar a un gran patio central. Eleanor la hizo entrar entonces en una habitación cercana y, sin preguntarle siquiera si la encontraba de su agrado, la dejó, suplicándole que no se entretuviera en cambiarse de ropa.
Catherine advirtió de inmediato que aquella habitación era completamente distinta de la que Henry le había descrito. No era de un tamaño exagerado y no contenía tapices ni terciopelos. Las paredes estaban empapeladas; el suelo, cubierto con una alfombra; las ventanas eran tan bellas y estaban tan limpias como las de la sala de abajo. Los muebles, sin ser completamente modernos, eran cómodos y de buen gusto, y el aspecto general resultaba alegre y confortable. Una vez satisfecha su curiosidad sobre este punto, Catherine decidió que no se entretendría en hacer un examen más minucioso por miedo a disgustar al general con su tardanza. Se quitó a toda prisa el traje de viaje, y se disponía a deshacer un paquete de ropas que había traído consigo, cuando observó de pronto un arcón enorme colocado en el ángulo de la habitación formado por la chimenea. La vista de aquel mueble la estremeció, y, olvidándose de cuanto la rodeaba, lo contempló inmóvil y dijo en voz baja para sí:
—Qué extraño es esto. Yo no esperaba encontrar un arcón en esta habitación. ¿Qué contendrá? ¿Para qué lo habrán colocado ahí, medio oculto, como si pretendieran que pasase inadvertido? Debo examinarlo, pero... a la luz del día. Si espero hasta la noche mi bujía podría apagarse y entonces...
Avanzó y examinó el cofre más de cerca. Era de cedro, con incrustaciones de otra madera más oscura y sostenido sobre unos pedestales finamente tallados. La cerradura era de plata deslustrada por los años. En los extremos se observaban restos de asas del mismo metal, rotas, quizá, por un manejo excesivamente violento. En el centro de la tapa había una cifra misteriosa, también de plata. Catherine se inclinó para examinarla más de cerca, pero no consiguió descubrir su significado ni saber si la última letra era una T. Pero ¿cómo en aquella casa iban a tener muebles adornados con iniciales que no correspondían al apellido de la familia? Y en caso de ser esto efectivamente así, ¿por qué misteriosa sucesión de hechos había llegado a poder de ésta?
Catherine se sintió dominada por un irresistible sentimiento de curiosidad. Con manos temblorosas asió la cerradura para satisfacer su deseo de ver el contenido del cofre. Con gran dificultad, pues se resistía a su esfuerzo, logró levantar un poco la tapadera, pero en ese momento la sorprendió una llamada a la puerta. Asustada, dejó caer la tapa. La persona inoportuna era la doncella de Miss Tilney, a quien ésta enviaba para saber si podía ser útil a Miss Morland. Catherine la despidió de inmediato, pero la presencia de la criada la había hecho volver a la realidad, y, desechando sus deseos de seguir explorando el misterioso arcón, comenzó a vestirse sin pérdida de tiempo. A pesar de sus buenas intenciones, no lo hizo todo lo rápido que hubiera sido de desear, debido a que no acertaba a apartar la mirada ni los pensamientos del objeto de su curiosidad; y aun cuando no se atrevió a perder más tiempo en examinarlo, le faltó fuerza de voluntad para alejarse de él. Al cabo de unos instantes, sin embargo, pensó que bien podía permitirse hacer un nuevo y desesperado intento, tras el cual, si invisibles y sobrenaturales cerraduras no la retenían, la tapa quedaría finalmente abierta. Animada por este pensamiento, intentó una vez más abrir el cofre, y sus esperanzas no se vieron defraudadas. Ante los ojos asombrados de la muchacha quedó al descubierto una colcha de tela blanca, cuidadosamente doblada, que ocupaba todo un lado del enorme cofre.
Catherine estaba contemplándola, cuando se presentó Miss Tilney, preocupada por la tardanza de su amiga. A la vergüenza que suponía el haber alimentado una absurda suposición, Catherine hubo de añadir la de verse sorprendida en semejante acto de indiscreción.
—Es un arcón interesante, ¿verdad? —preguntó Eleanor, mientras la muchacha, tras cerrarlo a toda prisa, se dirigía hacia el espejo—. Ignoramos cuántas generaciones lleva aquí. Ni siquiera sabemos por qué fue colocado en esta habitación, de la que no he querido que lo saquen por si algún día lo necesitamos para guardar sombreros y capas. Pero en ese rincón no le estorba a nadie.
Tan azorada estaba Catherine y tan ocupada en abrocharse el cinturón del traje mientras ideaba alguna excusa, que no pudo contestar a su amiga. Miss Tilney volvió a insistir con amabilidad en lo tardío de la hora, y medio minuto más tarde ambas bajaban corriendo por las escaleras, presas de un temor no del todo infundado, pues al llegar al salón encontraron al general, quien, reloj en mano, esperaba el momento de que entrasen para hacer sonar la campanilla y dar a continuación la orden de que la comida fuese servida «de inmediato». El énfasis con que pronunció estas palabras hizo temblar a Catherine e inspiró en ella un sentimiento de profunda compasión por los hijos del irascible señor y de odio hacia todos los cofres antiguos del mundo. Poco a poco fue recobrando su ecuanimidad el general, y al fin hasta riñó a su hija por haber metido tantas prisas a su bella amiga, que había llegado a la mesa sin aliento. Al fin y al cabo, no era necesario apresurarse tanto. Aquellas palabras, sin embargo, no consolaron a Catherine de haber provocado la reprimenda que había sufrido Eleanor ni la falta de sentido que la había impulsado a perder tan tontamente el tiempo. No obstante, una vez que se hubieron sentado todos a la mesa, las sonrisas del general y el apetito de éste devolvieron la tranquilidad a la muchacha. El comedor era una habitación espaciosa, amueblada con un gusto y un lujo que los ojos inexpertos de Catherine apenas lograban apreciar. A pesar de ello, absorbieron su atención tanto las dimensiones de la estancia como el número de sirvientes que en ella había, y lo expresó con tono de admiración. El general, profundamente satisfecho, admitió que, en efecto, era una habitación bastante grande, y luego reconoció que, aun cuando tales cuestiones no le interesaban tanto como a la mayoría de la gente, consideraba que un comedor espacioso era algo indispensable en la vida, añadiendo a continuación que ella seguramente estaría acostumbrada a mejor y más lujosas estancias en casa de Mr. Allen.
—Pues no —respondió Catherine con tono firme—. El comedor de Mr. Allen debe de ser la mitad de éste. —Hizo una pausa y agregó—: La verdad es que nunca he visto uno más grande, se lo aseguro.
Sus palabras produjeron un efecto excelente en el ánimo del general, que se apresuró a declarar que usaba aquellas habitaciones porque habría sido una tontería tenerlas cerradas, pero que a su juicio resultaban más cómodas las estancias algo más pequeñas, como las de la casa de Mr. Allen.