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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (49 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Al descubrir que los ropajes podían diseñarse de acuerdo con propósitos estructurales, comenzó un estudio de la conformación de los pliegues. Improvisaba conforme iba avanzando y completaba una figura de arcilla de tamaño natural. Después, compró bastantes metros de tela, de la más barata que encontró, la metió en un balde y la cubrió de arcilla, que Argiento le llevó de las orillas del Tíber, hasta darle la consistencia de un barro espeso. Ni un solo pliegue podía ser accidental; cada vuelta de la tela tenía que servir, orgánicamente, para cubrir las esbeltas piernas de la
Madonna
y sus pies, de manera que brindasen un apoyo sustancial al cuerpo de Cristo, a la vez que intensificasen su inquietud interior. Cuando la tela se secó y endureció, vio qué ajustes era necesario hacer.

Visitó el barrio judío para dibujar rostros hebraicos con el propósito de alcanzar una comprensión visual de cómo podía haber sido el rostro de Cristo. El barrio judío estaba en el Trastevere, cerca del Tíber y próximo a la iglesia de San Francisco da Ripa. La colonia había sido reducida hasta que la Inquisición española, en 1492, hizo que numerosos judíos se trasladaran a Roma. Allí eran bastante bien tratados, como un recordatorio de la herencia cristiana del Viejo Testamento; muchos de sus miembros figuraban prominentemente en el Vaticano, como médicos, músicos y banqueros.

Los hombres no se oponían a que Miguel Ángel los dibujase mientras ellos seguían con su trabajo, pero no le fue posible conseguir que ninguno fuera a su estudio para posar. Se le dijo que preguntase por el rabino Melzi en la sinagoga un sábado por la tarde. Miguel Ángel fue a verlo. Era un dulce viejecito de larga barba blanca y luminosos ojos grises, vestido con gabardina negra y un gorro que cubría la parte superior de su cabeza. Estaba leyendo el Talmud con un grupo de hombres de su congregación. Cuando Miguel Ángel le explicó el motivo de su visita, el rabino respondió gravemente:

—La Biblia nos prohíbe inclinamos o esculpir ante imágenes.

—Pero, rabino Melzi, ¿se opone a que otros creen obras de arte?

—De ninguna manera. Cada religión tiene sus principios.

—Yo estoy a punto de esculpir una Piedad de mármol blanco de Carrara. Quiero que mi Jesús sea un auténtico judío. No me será posible conseguirlo si usted no me ayuda.

El rabino meditó unos instantes y luego dijo:

—No quisiera que mi gente se viera en dificultades con la Iglesia.

—Este trabajo que voy a ejecutar es para el cardenal de San Dionigi. Estoy seguro de que lo aprobará.

—¿Qué clase de modelos prefiere?

—Trabajadores. Más o menos de la edad que tenía Cristo al morir. No quisiera hombres fornidos, sino más bien delgados pero nervudos. Dotados de inteligencia. Y sensibilidad.

—Déjeme su dirección. Le enviaré los mejores que pueda hallar en el barrio.

Miguel Ángel se dirigió apresuradamente a la residencia de Sangallo con sus dibujos y le pidió que diseñase una base que simulara la
Madonna
sentada. Sangallo estudió los dibujos e improvisó un armazón. Miguel Ángel compró madera y con la ayuda de Argiento construyó aquel armazón, que cubrió con unas mantas.

Su primer modelo llegó al atardecer. Vaciló un instante cuando Miguel Ángel le pidió que se desnudase, por lo cual le dio una toalla para que se la pusiera como taparrabos. Luego lo tendió sobre la tosca armazón, explicándole que debía dar la impresión de haber muerto poco antes y hallarse recostado en el regazo de su madre. El modelo creyó que Miguel Ángel estaba loco, pero al terminar la sesión, cuando le enseñó los dibujos que había hecho con gran rapidez, en los cuales la madre aparecía abocetada solamente, sosteniendo a su hijo, comprendió lo que Miguel Ángel buscaba y prometió hablar con sus amigos… Y trabajó dos horas diarias con cada uno de los modelos que le envió el rabino.

María le presentaba un problema completamente distinto. No podía concebirla como una mujer de algo más de cincuenta años, envejecida, arrugada y quebrantada de cuerpo y rostro por el trabajo y el dolor. Su imagen de la Virgen había sido siempre la de una mujer joven, como era el recuerdo que tenía de su madre.

Jacopo Galli lo presentó en varios hogares romanos. En ellos dibujó muchachas jóvenes que todavía no habían cumplido los veinte años, algunas a punto de contraer matrimonio y otras ya casadas desde hacía dos o tres años. Puesto que el hospital de Santo Spirito sólo admitía hombres, carecía de experiencia en el estudio de la anatomía femenina; pero había dibujado a las mujeres de Toscana en sus campos y hogares. Por ello, pudo discernir las líneas de los cuerpos de las romanas bajo sus ropajes.

Pasó unas semanas concentrado en el trabajo de unir sus figuras: una María que sería joven y sensitiva pero lo suficientemente fuerte para sostener a su hijo en su regazo; y un Jesús que, aunque delgado, era fuerte hasta en la muerte… aspecto que recordaba muy bien merced a su experiencia en la morgue de Santo Spirito.

X

El convenio con Argiento se desarrollaba bien, salvo que algunas veces Miguel Ángel no podía discernir quién era el maestro y quién el aprendiz. Argiento había sido educado con tanto rigor por los jesuitas, que Miguel Ángel no podía cambiar sus costumbres: levantarse antes del amanecer para barrer y fregar el suelo, estuviera sucio o no; hervir el agua para lavar la ropa todos los días y fregar cacharros y platos con arena del río después de cada comida.

—Argiento, eres demasiado limpio. El estudio puedes lavarlo una vez a la semana. Es suficiente.

—No —respondió Argiento—. Todos los días, antes del amanecer. Así me lo han enseñado.

El niño se estaba relacionando con las familias de
contadini
que llegaban diariamente a Roma con productos de la campiña. Los domingos caminaba kilómetros y más kilómetros para visitarías y, en particular, para ver sus caballos. Lo que más echaba de menos de su granja en el valle del Po eran los animales.

Fue necesario un accidente para que Miguel Ángel se diese cuenta del cariño que le profesaba el muchacho. Estaba inclinado sobre un yunque en el patio templando sus cinceles, cuando saltó una esquirla de acero y se le introdujo en una pupila. Entró tambaleante en la casa. El ojo le ardía como si tuviese en él un carbón encendido. Argiento lo hizo acostarse sobre la cama, llevó una palangana de agua caliente, empapó en ella un trapo blanco y limpio y se dedicó a extraer la esquirla. Pero no salía. Argiento no se separó de su lado. Constantemente tenía preparada agua caliente y compresas que aplicó durante toda la noche.

Al segundo día, Miguel Ángel empezó a preocuparse, y en la noche de ese día estaba francamente asustado: no podía ver absolutamente nada con el ojo afectado. Al amanecer, Argiento se dirigió a casa de Jacopo y éste llegó junto a Miguel Ángel poco después, con su médico, el maestro Lippi, que llevaba una jaula de palomas vivas. Pidió a Argiento que sacase una de las palomas, le cortase una gruesa vena que encontraría debajo de una de sus alas y dejase que la sangre penetrase en el ojo lesionado.

El cirujano volvió al anochecer, cortó la vena de una segunda paloma y lavó de nuevo el ojo con la sangre. Durante todo el día siguiente, Miguel Ángel sintió que la esquirla se movía y, al caer la tarde, fue posible sacarla. Argiento no había dormido durante setenta horas.

—Estás cansado —le dijo Miguel Ángel—. ¿Por qué no te vas unos días?

A Argiento se le iluminaron los inflexibles rasgos:

—Me voy a ver los caballos.

Al principio la gente que entraba y salía de la Hostería del Oso, frente a su casa, era una molestia para Miguel Ángel por el ruido de sus caballos y carros sobre la calle empedrada, los gritos y la babel de una docena de dialectos. Pero ahora ya le producían placer aquellos interesantes personajes que procedían de toda Europa y vestían toda clase de ropajes, algunos exóticos. Le servían como una especie de interminable fuente de modelos que él podía dibujar observándolos por la ventana abierta.

El ruido de la calle, los adioses y bienvenidas le hacían compañía sin violar su aislamiento. Al vivir aislado como lo hacía, el sentir la existencia de otras personas en el mundo le resultaba agradable.

En sus dibujos a pluma para la Piedad, había tachado los espacios negativos, aquellas partes del bloque de mármol que debía eliminar. Al mismo tiempo, en el dibujo incluía indicaciones sobre la clase de herramientas que debía utilizar para esculpir. Una vez con el martillo y el cincel en las manos, le resultaba desagradable aquella tarea, pues estaba impaciente porque llegara al momento en que los primeros rasgos de la imagen sepultada en el bloque apareciesen en la superficie para convertir el bloque en una fuente de vida que se comunicara con él. Después, desde el espacio exterior del bloque, penetró de lleno en la composición. Una vez que hubiese completado la escultura, la vida vibraría hacia afuera, desde las figuras. Pero en aquella etapa inicial la acción era contraria: el punto de entrada en el mármol tenía que ser una fuerza que aspirara espacio, atrayendo hacia dentro su mirada y atención. Se había decidido en favor de un bloque tan grande porque quería esculpir con abundancia de mármol. No quería tener que comprimir parte alguna de sus formas, como lo había tenido que hacer con el Sátiro del Baco.

Penetró en el bloque por el costado derecho de la cabeza de la Virgen, y trabajó hacia la izquierda, con la luz del norte a su espalda. Hizo que Argiento lo ayudase a mover el bloque sobre su base y así pudo conseguir que las sombras cayesen exactamente en los lugares donde tenía que esculpir cavidades, un juego de luz y sombra que le indicaba dónde tenía que eliminar mármol, porque el que extraía del bloque también era escultura que creaba sus propios efectos.

Y ahora tenía que profundizar audazmente en la piedra para encontrar las principales características de las figuras. El peso del material sobre la cabeza de María, quien la inclinaba hacia abajo para mirar la mano de Cristo cruzada sobre el corazón, forzaba la atención hacia el cuerpo tendido en su regazo. La ligera banda que se extendía entre los pechos de la Virgen era como una apretada cinta que constriñese y aplastase un palpitante corazón. Las líneas del manto se dirigían hacia la mano de María, con la cual sostenía a su hijo con firmeza, tomándolo de una axila; y de allí a los rasgos humanos del cuerpo de Cristo, a su rostro, serenamente cerrados los ojos en profundo sueño, recta pero plena su nariz, firme el mentón, llena de angustia la boca.

Como la Virgen estaba mirando a su hijo, todos los que contemplasen la estatua tendrían que mirar el rostro maternal para ver en él la tristeza, la compasión hacia todos los hijos de la humanidad, preguntándose con tierna desesperación: «
¿Qué podría haber hecho yo por Él?
». Y desde lo más profundo de su amor: «
¿A qué fin ha servido todo esto si el hombre no puede ser salvado?
».

Todos cuantos le viesen sentirían cuán insoportablemente pesado era el cuerpo de su hijo muerto que yacía sobre su regazo, pero cuánto más pesada era la carga que atribulaba su corazón.

No era común combinar dos figuras de tamaño natural en la misma escultura y resultaba revolucionario colocar a un hombre formado en el regazo de una mujer. Desde ese punto de partida, dejó atrás todos los conceptos convencionales de la Piedad. Eliminó las lúgubres angustias de la muerte, presentes en todas las esculturas anteriores del mismo tema, y cubrió sus dos figuras con una suave tranquilidad. La belleza humana podía revelar lo sagrado tan claramente como el dolor. Y al mismo tiempo podía exaltarlo.

Era necesario que persuadiese al mármol a decir todo eso y mucho más. Si el resultado era trágico, entonces era doble su obligación de bañar sus figuras en belleza, una belleza que su propio amor y dedicación podían igualar con este impecable bloque de mármol blanco. Cometería errores, pero serian cometidos con manos llenas de amor.

El invierno cayó sobre Roma como el estallido de un trueno: frío, húmedo, crudo. Como había previsto Buonarroto, aparecieron goteras en la habitación. Miguel Ángel y Argiento trasladaron el banco de trabajo y la cama a los lugares secos y entraron la fragua del patio a la habitación.

Miguel Ángel compró un brasero de hierro, que colocó debajo de su banco, y con ello consiguió calentarse. Pero en cuanto se levantaba para ir a otra parte de la habitación, se le helaba hasta la sangre. Tuvo que mandar a su ayudante a comprar otros dos braseros y cestas de carbón, lo que constituía un gasto que apenas podía permitirse. Cuando sus dedos se endurecían de frío intentaba esculpir poniéndose unos guantes de lana.

Un domingo, Argiento regresó acalorado y extraño. A eso de medianoche tenía mucha fiebre. Miguel Ángel lo tomó en brazos y lo trasladó del catre a su propia cama. A la mañana, el muchacho deliraba y sudaba a mares. Miguel Ángel lo secó con una toalla y varias veces tuvo que impedirle a la fuerza que se levantase.

Al amanecer, llamó a un transeúnte y le pidió que fuera a buscar a un médico. Este apareció en la puerta, se detuvo y exclamó:

—¡Es la epidemia! ¡Quemen todo cuanto haya tocado el enfermo desde que llegó de la calle! —y se fue a todo correr.

Miguel Ángel envió un mensaje a Galli, quien mandó al maestro Lippi. Éste miró al muchacho y dijo, burlón:

—¡Tonterías! ¡Esto no es la epidemia ni cosa parecida! ¿Ha estado este muchacho por los alrededores del Vaticano últimamente?

—Sí, el domingo.

—Y probablemente habrá bebido agua estancada de la que hay en la zanja, al pie del muro. Vaya a los monjes franceses del Monte Esquilmo. Hacen unas píldoras glutinosas muy eficaces…

Rogó a un vecino que se quedase junto al enfermo. Necesitó casi una hora, bajo la lluvia torrencial, para cruzar la ciudad y subir hasta el monasterio. Las píldoras aliviaron el fuerte dolor de cabeza de Argiento, y Miguel Ángel creyó que el mal iba cediendo. Argiento pasó dos días más tranquilo, pero al tercero volvió el delirio.

Al finalizar la semana, Miguel Ángel estaba extenuado. Había llevado el catre del muchacho a su habitación y dormía algunos instantes aprovechando que Argiento se adormecía también, pero peor que la falta de sueño era el problema del alimento, pues no quería dejar solo al joven.

Balducci llamó a la puerta, vio al enfermo y dijo:

—¡No puedes tenerlo aquí! Pareces un auténtico esqueleto. ¡Llévalo al hospital del Santo Spirito!

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