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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (50 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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—¿Para dejarlo morir allí?

—¿Y por qué ha de morir antes en el hospital?

—Porque los enfermos no reciben allí los cuidados necesarios.

—¿Y qué clase de cuidados tiene aquí, doctor Buonarroti?

—Por lo menos, yo lo mantengo limpio, lo cuido… Él también me cuidó cuando me lastimé el ojo. ¿Cómo puedo abandonarlo en manos ajenas? ¡Eso no sería cristiano!

—Si insistes en suicidarte, vendré todas las mañanas a traerte alimentos antes de ir al Banco.

Miguel Ángel lo miró, agradecido:

—Balducci —dijo—. Tú eres un falso cínico… Aquí tienes dinero, cómprame unas toallas y un par de sábanas.

Se volvió y vio que Argiento lo miraba.

—¡Voy a morir! —dijo el muchacho.

—¡De ninguna manera! ¡No hay nada capaz de matar a un campesino, si no es una montaña que se le caiga encima!

La enfermedad persistió todavía durante tres semanas más. Lo que más le dolía a Miguel Ángel era la pérdida de aquel mes de trabajo, y empezó a preocuparle el temor de no poder terminar la escultura en el plazo establecido.

El invierno fue piadosamente corto en Roma. Para marzo la campiña estaba inundada ya por la brillante luz solar. Y con el tiempo más tibio llegó el cardenal de San Dionigi para ver cómo avanzaba la obra de la Piedad. Cada vez que Miguel Ángel veía al prelado, le parecía que había en él más ropa que cuerpo. Preguntó al joven si había recibido puntualmente los pagos, y Miguel Ángel contestó afirmativamente. Los dos se detuvieron ante el macizo bloque blanco que estaba en el centro de la habitación. Las figuras tenían todavía un aspecto tosco, y quedaba mucho mármol a modo de protección de las partes más salientes de la escultura, pero los dos rostros aparecían bastante esculpidos ya y eso era lo que más le interesaba al cardenal.

—Dígame, hijo mío —preguntó cariñosamente—. ¿Cómo es que el rostro de la Virgen se mantiene tan joven, más aún que el de su hijo?

—Eminencia, me pareció que la Virgen María no envejecería jamás. Era una mujer pura y por ello mantuvo la frescura de la juventud.

Al cardenal le pareció muy satisfactoria la respuesta.

—Espero que terminará la escultura en agosto. Mi mayor deseo es oficiar una misa en San Pedro el día de su inauguración.

XI

Esculpió furiosamente, desde el amanecer hasta la noche. Cuando terminaba la tarea del día, se arrojaba en la cama, sin cenar, completamente vestido, como un muerto. Se despertaba alrededor de medianoche, algo recuperado, hirviente su cerebro de ideas, ansioso de poner sus manos otra vez en el mármol. Se levantaba, mordía un pedazo de pan y se ponía a trabajar nuevamente.

Una noche, a hora muy avanzada, sintió un golpe en la puerta. La abrió y se encontró frente a Leo Baglioni, rodeado por un grupo de amigos que llevaban linternas y antorchas.

—Vi la luz y vine a ver qué estaba haciendo a esta hora tan intempestiva. ¡Está trabajando!

Argiento desapareció al día siguiente y volvió con cuatro pesados paquetes, que echó sobre la cama.

—El señor Baglioni me mandó llamar —dijo—. Esto es un regalo.

Miguel Ángel abrió uno de los paquetes. Contenía unas grandes velas amarillas.

—¡No necesito ayuda de Baglioni! —exclamó—. ¡Devuélvelas!

—Me he destrozado los brazos trayéndolas desde Campo dei Fiori. No las devolveré. Si quiere las pondré en la puerta de la calle y las quemaré todas juntas.

Las velas se quedaron allí.

Miguel Ángel empezó a dividir la noche en dos partes: la primera para dormir y la otra para trabajar. Avanzó rápidamente en la tarea. Rechazaba todas las invitaciones, veía a muy pocos amigos, pero Balducci seguía visitándolo a menudo para llevarle las noticias. El cardenal Giovanni, a quien el Borgia no hacía el menor caso, había partido para realizar un viaje por Europa; Piero, que seguía empeñado en organizar un ejército para un tercer ataque contra Florencia, había sido condenado al ostracismo por la colonia florentina; había estallado de nuevo la intermitente guerra entre Florencia y Pisa. Torrigiani se había unido a las tropas de César Borgia como oficial, para conquistar la región de Romana para el Vaticano. El Borgia estaba excomulgando a señores y eclesiásticos, y se apropiaba de todas sus posesiones; ningún florentino sabía cuándo le tocaría el turno.

Fue en una espléndida mañana de verano, en la que el aire era tan límpido y transparente que las colinas parecían tocarse con la mano, cuando Pablo Rucellai le envió un mensajero para pedirle que fuera a verlo cuanto antes. Miguel Ángel se preguntó qué noticia tan urgente tendría Paolo para él.

—Miguel Ángel… ¡Está usted muy delgado! —exclamó Rucellai al verlo.

—La escultura engorda mientras yo adelgazo. Eso es natural.

Rucellai lo contempló, maravillado.

—La noticia que tengo para usted es que en el correo de ayer recibí una carta de mi primo Bernardo, en la que me informa que Florencia proyecta un concurso de escultura.

—¿Un concurso? —dijo Miguel Ángel.

—Sí. La carta de Bernardo dice que es «
para perfeccionar la columna de mármol empezada por Agostino di Duccio, que ahora está en reserva en el taller de la catedral
».

—¡El bloque Duccio!

—¿Lo conoce?

—Intenté comprarlo a la Signoria, para mi Hércules.

—El hecho de que lo recuerde tan bien puede ser una ventaja.

—Lo veo como si lo tuviera ante mis ojos, en esta habitación.

—¿Podría hacer algo bueno con ese bloque?

—¡Dio mío! —exclamó Miguel Ángel, brillantes los ojos.

—Entonces, ¿está dispuesto a intervenir en ese concurso?

—¡No desearía otra cosa! ¿Cuál es el tema: político, o religioso? ¿El concurso es solamente para escultores de Florencia? ¿Tengo que estar allí para intervenir? ¿Le parece que…?

—¡Un momento, por favor! —dijo Rucellai, cómicamente aterrado—. ¡No tengo más información que la que le he dado! Pero le pediré a Bernardo que me mande todos los detalles…

—Esperaré ansiosamente su respuesta.

Pasaron tres semanas antes de que Paolo lo llamase otra vez. Y Miguel Ángel subió a saltos los escalones que llevaban a la biblioteca.

—Tengo un detalle, pero no muchos. La fecha del concurso no ha sido fijada todavía. Pero como poco no será hasta el próximo año. Los temas pueden ser presentados únicamente por escultores de Florencia.

—Entonces tendré que estar allí.

—Pero la naturaleza del trabajo no ha sido determinada todavía por el Consejo del Gremio de Laneros y los supervisores de la catedral.

—¿La catedral? Entonces tendrá que ser una escultura religiosa.

Después de la Piedad, tenía la esperanza de poder esculpir algo diferente.

—El Gremio de Laneros es el que paga, por lo que supongo que será también el que elija el tema. Si no me equivoco, habrá de ser una escultura florentina, un símbolo que represente a la nueva república tal vez…

Miguel Ángel se rascó la cabeza, perplejo. Luego preguntó:

—¿Y qué clase de escultura representaría a la república?

—Tal vez una de las condiciones del concurso sea que el artista indique el tema.

Paolo continuó dándole las noticias conforme las recibía de Florencia: el concurso se realizaría en 1500, a fin de celebrar el centenario del que se había realizado para esculpir las puertas del Baptisterio. El Gremio de Laneros confiaba en que, como en el concurso realizado un siglo antes, en el cual habían intervenido Ghiberti, Brunelleschi y Della Quercia, éste de ahora atraería a escultores de toda Italia.

El cardenal de San Dionigi no alcanzó a ver la escultura terminada, aunque envió los últimos cien ducados al Banco Galli a principios de agosto, cuando debía haber sido inaugurada la obra. Mientras oficiaba una misa, el ilustre prelado falleció repentinamente. Jacopo Galli asistió al sepelio con Miguel Ángel. Al regresar a la residencia de Galli, Miguel Ángel preguntó:

—¿Quién decide ahora si mi Piedad es «
más hermosa que cualquier otra escultura en mármol de las existentes hoy en Roma
»?

—El cardenal lo decidió ya, después de la visita que le hizo en el mes de mayo. Me dijo que estaba cumpliendo fielmente el contrato. Con eso tengo bastante. ¿Cuándo cree que estará terminada?

—Me quedan todavía de seis a ocho meses de trabajo.

—Entonces, estará a tiempo para el Año del Centenario. Eso le brindará un auditorio procedente de toda Europa.

Miguel Ángel se movió nervioso en su asiento.

—¿Me haría el favor de enviar esos últimos cien ducados a mi familia? Parece que están otra vez en dificultades económicas.

Galli lo miró fijamente y dijo:

—Éste es el último pago. Dice que tiene todavía para seis u ocho meses de trabajo, y he enviado casi todos los ducados del cardenal a Florencia. Esto empieza a parecerme como un barril sin fondo.

—Ese dinero es para que mis hermanos Buonarroto y Giovansimone compren una tienda para ellos. Buonarroto parece tropezar con dificultades para abrirse camino y Giovansimone, desde la muerte de Savonarola, desaparece constantemente de casa y no vuelve en muchos días. Si pueden comprar una tienda, tal vez se defiendan y me den algo de los beneficios…

—Miguel Ángel —dijo Galli severamente—, no puedo permitir que arroje este dinero, que es el último, a un agujero. Tiene que ser práctico y protegerse con vistas al futuro. El ochenta por ciento de lo que se le ha pagado por el Baco y la Piedad ha ido a su familia. Yo lo sé perfectamente, ya que soy su banquero.

Miguel Ángel bajó la cabeza y murmuró:

—Buonarroto no quiere trabajar para nadie que no sea yo, así que tengo que instalarlo en algún negocio. Y si no encamino debidamente a Giovansimone ahora, es posible que no se me presente otra ocasión.

El dinero fue transferido a Florencia. Miguel Ángel se quedó con algunos ducados. Inmediatamente después empezó a necesitar cosas: equipo para esculpir, utensilios para la casa, ropas para él y Argiento. Racionó los alimentos y no daba al muchacho dinero más que para lo absolutamente imprescindible. Las ropas de los dos empezaron a romperse. Y fue necesaria una carta de Ludovico para hacerlo reaccionar: «
Buonarroto me dice que vives miserablemente. Eso es malo, hijo mío, ya que es un vicio que desagrada a Dios y que te perjudicará tanto material como espiritualmente… Vive con moderación, pero no con miseria, y procura siempre alejarte de toda incomodidad…
».

Fue a ver a Jacopo Rucellai y le pidió otra vez los veinticinco florines que le había devuelto dos años antes. Llevó a Argiento a la Trattoria Toscana y ambos comieron
bistecca alía florentina
. De camino hacia casa compró algunas ropas para él y para Argiento.

A la mañana siguiente, Sangallo llegó al estudio, presa de notable agitación.

—Su iglesia favorita —anunció—, San Lorenzo de Dámaso, está siendo destruida. Ya le están sacando las cien columnas talladas.

Miguel Ángel no parecía comprender a su amigo, quien agregó:

—Es obra de Bramante, el nuevo arquitecto de Urbino. Se ha hecho amigo del cardenal Riario… y lo ha convencido de la conveniencia de retirar las columnas de la iglesia y utilizarlas para completar el patio de su palacio. ¿Cree que le será posible impedir que Bramante cometa semejante sacrilegio?

—¿Yo? ¿Cómo? No tengo la menor influencia ante el cardenal. Hace casi dos años que no lo veo…

—Leo Baglioni. El cardenal le hace caso.

—Iré inmediatamente a verlo.

Tuvo que esperar varias horas a Baglioni. Leo lo escuchó y luego dijo tranquilamente:

—Venga conmigo. Iremos a ver a Bramante. Es su primer trabajo en Roma, y como es ambicioso, dudo que se pueda conseguir que renuncie a él.

En el corto trayecto hasta el palacio, Leo le describió a Bramante como «
un hombre muy cortés y amable, de trato delicioso, siempre alegre y optimista, y un magnifico narrador de cuentos y chistes
».

—Jamás lo he visto perder la paciencia —agregó—. Se está conquistando muchos amigos en Roma… ¡Pero no puedo decir lo mismo de usted!

Se aproximaron al palacio y Leo dijo:

—Allí está, midiendo las bases para colocar las columnas.

Mientras Miguel Ángel observaba, Bramante separó algunas piedras. Su cuello de toro y sus musculosos hombros mostraban la fuerza de un atleta.

Leo hizo la presentación. Bramante saludó a Miguel Ángel jovialmente, y enseguida contó una anécdota risueña a los dos amigos. Leo rió de buena gana, pero Miguel Ángel permaneció serio.

—¿No le gusta reír, Buonarroti? —preguntó Bramante.

—Esto de reducir San Lorenzo a un montón de escombros no me parece cosa de risa.

Bramante y Miguel Ángel miraron a Leo. Baglioni parecía decidido a permanecer neutral.

—¿Y qué tiene que ver usted con esas columnas? —preguntó Bramante, todavía cortés—. ¿Es el arquitecto del cardenal Riario?

—No. Ni siquiera soy su escultor. Pero siempre he considerado esa iglesia una de las más hermosas de Italia. Destruirla es puro vandalismo.

—Por el contrario —replicó Bramante—. Esas columnas son oro del reino. Como sabe, fueron sacadas del teatro de Pompeya en el 384 para ser traídas a esta iglesia. Toda Roma es una cantera para quienes saben cómo emplear sus piedras. No hay nada que yo no destruyese si tuviera la oportunidad de construir en su lugar algo más hermoso.

—Las piedras pertenecen al lugar para el que fueron talladas y destinadas —dijo Miguel Ángel con firmeza.

—Ésa es una idea anticuada, Buonarroti; las piedras pertenecen a cualquier lugar donde las necesite un arquitecto. Lo viejo tiene que morir.

—¡Y muchas cosas nuevas nacen muertas!

Bramante perdió la paciencia.

—No me conoce —dijo—. No es posible que haya venido aquí por cuenta propia. Alguien le ha dicho u ordenado que viniera. Dígame: ¿quién es mi adversario?

—Quien lo critica es el mejor arquitecto de toda Italia, constructor de la Villa de Poggio, en Caiano, de Lorenzo Medici, diseñador del palacio del duque de Milán: Giuliano da Sangallo.

Bramante rió, sarcástico.

—¡Giuliano da Sangallo! ¿Qué ha hecho aquí, en Roma? ¡Restaurar el techo de una iglesia! Eso es lo único para lo que sirve ese viejo fósil. En el plazo de un año lo habré obligado a irse de aquí para siempre. Y ahora, si me hace el favor de irse, continuaré la obra de crear el más hermoso patio del mundo. Vuelva algún día y así comprobará cómo construye Bramante.

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