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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (8 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Ya listo para aplicar la pintura en serio, volvió sus ojos hacia Granacci.

—Yo ya no puedo ayudarte más, Michelagnolo mío—dijo Granacci—. El resto está entre tú y Dios. Buona fortuna.

Y dichas esas palabras bajó del andamio.

Miguel Ángel se encontró solo en el coro, solo en su andamio cerca del techo de la iglesia, como si estuviese sobre el mundo entero. Por un instante sufrió un ligero vértigo. Su mano tomó el pincel y lo apretó entre los dedos, a la vez que recordaba que en las primeras horas de la mañana tendría que mantener líquidos sus colores. Tomó un poco de
terra
verde y comenzó a sombrear aquellas partes del rostro que serían las más oscuras. Bajo la barbilla, la nariz, los labios, las comisuras de la boca y las cejas.

Trabajó una semana solo. El estudio estaba allí, presto a acudir en su ayuda si la solicitaba, pero nadie se la brindó espontáneamente. Este era su bautismo.

Al tercer día, todos sabían ya que Miguel Ángel no seguía las reglas establecidas. Dibujaba cuerpos anatómicamente desnudos de figuras masculinas, utilizando como modelos a dos hombres que había bosquejado mientras descargaban un carro en el Mercado Viejo, para luego envolverlos con sus ropajes; o sea, lo contrario de la costumbre de sugerir los huesos de una figura por medio de los pliegues de un manto.

Ghirlandaio no hizo el menor esfuerzo para corregirlo.

Miguel Ángel jamás había visto un ángel, por lo que no sabía cómo dibujarlo. Pero todavía le resultaba de mayor perplejidad la cuestión de las alas, pues nadie podía decirle si estaban formadas de carne o de algún material diáfano. Tampoco podía informarle nadie sobre el halo: ¿era sólido como un metal o etéreo como un arco iris?

Sus camaradas se burlaban de él despiadadamente.

—¡Esas no son alas ni cosa que se le parezca! —exclamaba Cieco.

—¡Si, son falsas! ¡Se esfuman en el manto de tal modo que nadie podrá verlas!

Sus dos figuras constituían por sí solas un cuadro aparte. Estaban localizadas en un rincón inferior de la luneta, bajo una montaña en forma de cono, coronada por un castillo. El resto de la luneta estaba cuajado de figuras: más de veinte, que rodeaban el féretro de la Virgen. Sus rostros apócrifos aparecían en distintos ángulos, pero en todos se percibía la honda angustia. Hasta resultaba un poco difícil descubrir a María.

Cuando Miguel Ángel bajó del andamio la última vez, Jacopo pasó el sombrero negro de David y todos contribuyeron con algunos
scudi
para comprar vino. Jacopo brindó el primero:

—Por nuestro nuevo camarada… que pronto será aprendiz de Rosselli.

Miguel Ángel recibió aquellas palabras con disgusto.

—¿Por qué dices eso?

—Porque te ha robado la luneta.

A Miguel Ángel nunca le había gustado el vino, pero aquella copa de
Chianti
se le antojó particularmente amarga.

—¡Cállate Jacopo! ¡No me crees dificultades!

A última hora de aquella tarde, Ghirlandaio le llamó aparte.

—Dicen que soy envidioso —le confió—. Es cierto. Pero no de esas figuras tuyas que carecen de madurez y son toscas. Mi hijo Rodolfo, que tiene seis años, copia mejor el método de la
bottega
que tú. Pero no quiero que haya un malentendido. Estoy envidioso de lo que habrá de ser, con el tiempo, tu maestría en el dibujo. Ahora bien, ¿qué voy a hacer contigo? ¿Dejarte que vayas con Roselli? ¡De ninguna manera! Queda todavía mucho trabajo que hacer en estos paneles. Prepara el dibujo para las figuras restantes de los personajes que van a la derecha.

Miguel Ángel volvió al taller aquella noche, cogió sus copias de los dibujos de Ghirlandaio de la mesa y en su lugar puso los originales. A la mañana siguiente, Ghirlandaio murmuró cuando Miguel Ángel pasaba junto a él:

—Gracias por devolverme mis dibujos. Espero que te hayan sido útiles.

XII

El valle del Arno se caracterizaba porque en él el invierno era peor que en cualquier otra parte de Italia. El frío tenía una cualidad insinuante que cubría la piedra y la lana y mordía la carne. Después de los fríos llegaron las lluvias, y las calles empedradas eran verdaderos ríos.

El taller de Ghirlandaio tenía una única chimenea. Alrededor de ella se sentaban todos los discípulos ante una mesa semicircular que estaba frente a las llamas, muy juntos para darse calor, frías las espaldas, pero los dedos lo bastante calientes como para trabajar. Santa María Novella era peor todavía. Las heladas corrientes de aire que atravesaban la iglesia silbaban entre las tablas y las ataduras de cuero del andamiaje. Era como tratar de pintar de cara contra un intenso vendaval.

Pero si el invierno era intenso, también era corto. Al llegar marzo la tramontana había dejado de soplar, los rayos del sol irradiaban algo más de calor otra vez, y el cielo tenía algunos parches de azul. Uno de aquellos días Granacci entró como una tromba en el taller. Miguel Ángel no lo había visto nunca tan excitado.

—Ven conmigo —dijo—. Tengo algo que enseñarte.

Guió a Miguel Ángel a través de la ciudad, hacia la Piaza San Marco. Ambos se detuvieron un instante mientras pasaba una procesión que llevaba unas reliquias desde el altar de Santa María del Fiore a San Girolamo: una mandíbula y un hueso del brazo ricamente envueltos en telas bordadas de oro y plata.

En la Vía Larga, frente a uno de los muros laterales de la iglesia, había una gran puerta.

—Entremos aquí —dijo Granacci.

Abrió la puerta de hierro. Miguel Ángel entró y se quedó confundido. Era un enorme jardín oblongo en el cual había pequeños edificios. En el frente, y directamente en el extremo de una senda recta, se veía un estanque, una fuente y, sobre un pedestal, la estatua de mármol de un niño que se sacaba una espina del pie. En el amplio porche de aquel pequeño caserío, un grupo de jóvenes trabajaba en varias mesas.

Los cuatro muros del jardín eran galerías abiertas, en las cuales había muchos bustos de mármol antiguos: los emperadores Adriano y Augusto, Escipión, la madre de Nerón, Agripina, y numerosos cupidos dormidos. Había otra senda recta que llevaba al caserío. La bordeaban dos filas de cipreses. Desde los cuatro rincones del cuadrángulo, uniéndose en el caserío, había otras sendas bordeadas de árboles.

Miguel Ángel no podía apartar los ojos de la galería en la que dos jóvenes trabajaban un bloque de piedra, que median y marcaban, mientras otros tallaban con cinceles dentados.

Se volvió hacia Granacci y preguntó:

—¿Qué es esto?

—Un jardín de escultura, para formar escultores. Perteneció a Clarice de Medici. Lorenzo se lo compró para que fuese su tumba, en caso de que falleciese. Clarice murió en julio pasado y Lorenzo ha creado aquí una escuela para escultores, y puso a Bertoldo al frente de ella.

—¡Pero Bertoldo ha muerto!

—No. Estaba agonizando, pero Lorenzo lo hizo traer aquí en una litera desde el hospital de Santo Spirito, le mostró el jardín y le dijo que lo contrataba para la tarea de restablecer los días de grandeza de Florencia como ciudad de escultores. Bertoldo se bajó de la litera y prometió a Lorenzo que crearía nuevamente la era de Ghiberti y Donatello. ¡Allí tienes a Bertoldo, en el porche! Lo conozco. ¿Quieres que te lo presente?

Avanzaron por el camino de arena, rodearon la fuente y pasaron junto al estanque.

Media docena de mozalbetes y hombres, cuyas edades oscilaban entre los quince y treinta años, trabajaban en mesas de madera. Bertoldo, un hombre tan delgado que parecía ser un espíritu sin cuerpo, llevaba la blanca cabeza envuelta en un turbante.

—Maestro Bertoldo —dijo Granacci cuando estuvieron a su lado—, ¿me permites que te presente a mi amigo Miguel Ángel?

Bertoldo levantó la cabeza. Tenía los ojos de color azul claro y una voz suave, que sin embargo se hacía oír por encima de los golpes de martillo. Miró a Miguel Ángel.

—¿Quién es tu padre?

—Ludovico di Leonardo Buonarroti-Simoni.

—El nombre me es conocido. ¿Trabajas la piedra?

Miguel Ángel estaba absorto. Alguien llamó a Bertoldo, quien se excusó y se dirigió al extremo opuesto de la galería. Granacci tomó una mano de su amigo y lo condujo a través de las habitaciones del caserío. En una de ellas estaban expuestas las colecciones de camafeos, monedas y medallas de Lorenzo de Medici; en otras se veían obras de todos los artistas que habían trabajado para la familia Medici: Ghiberti, Donatello, Benozzo Gozzoli… Se hallaban allí los modelos de Brunelleschi para el Duomo, los dibujos de santos de Fra Angelico para San Marcos, los bosquejos de Masaccio para la iglesia del Carmen; todo un tesoro que dejó boquiabierto al niño.

Granacci volvió a tomarlo de la mano y lo llevó por la senda hasta la puerta. Salieron por ella a la Vía Larga. Miguel Ángel se sentó en un banco de la Piaza San Marco, y se vio rodeado inmediatamente por docenas de palomas. Cuando por fin alzó la cabeza para mirar a Granacci, sus ojos tenían una mirada febril.

—¿Quiénes son esos aprendices? —le preguntó—. ¿Cómo han hecho para ser admitidos?

—Lorenzo de Medici los ha elegido.

—¡Y a mí me quedan todavía dos años más en el taller de Ghirlandaio! —exclamó Miguel Ángel, quejumbroso—. ¡
Madonna
mía! ¡He destruido mi vida!


Pazienza
—lo consoló Granacci—. Todavía no eres un viejo, ni mucho menos. Cuando hayas completado tu aprendizaje…

—¿Paciencia? —estalló Miguel Ángel—. Granacci, ¡tengo que ingresar en ese jardín de escultura! ¡Ahora mismo! ¡No quiero ser pintor, sino escultor! ¡Pero ahora, sin perder un solo día! ¿Qué tengo que hacer para que me admitan?

—Tienes que ser invitado.

—¿Y qué debo hacer para que se me invite?

—No sé.

—¿Quién lo sabe? ¡Alguien tiene que haber que lo sepa!

—¡No seas tan impaciente, Miguel Ángel! ¡Me vas a tirar al suelo si sigues empujándome!

Miguel Ángel se tranquilizó un poco. Sus ojos se llenaron de lágrimas de frustración.

—¡Ay, Granacci! —exclamó—. ¿Has deseado alguna vez algo tan intensamente que no te era posible resistir más?

—No… Confieso que no.

—¡Qué suerte tienes!

LIBRO SEGUNDO

EL JARDÍN DE ESCULTURA

I

Se sentía atraído hacia el jardín de la Piaza San Marco como si las antiguas estatuas de piedra tuvieran imanes que lo empujasen allí. Algunas veces ni siquiera sabía que sus pies lo llevaban al lugar. No hablaba con nadie, ni se aventuraba por la senda que atravesaba el césped hasta el casino, donde Bertoldo y los aprendices trabajaban. Se quedaba inmóvil, mirando, con una tremenda ansia en los ojos.

Revolviéndose nervioso en la cama hasta altas horas de la noche, mientras sus hermanos dormían a su alrededor, pensaba: «
Tiene que haber algún medio. La hermana de Lorenzo de Medici, Lannina, está casada con Bernardo Rucellai. Si fuese a ver a Bernardo y le dijese que soy hijo de Francesca y le pidiese que hablase en mi favor a Il Magnifico…
»

Pero un Buonarroti no podía ir a ver a un Rucellai con el sombrero en la mano, como un mendigo.

Ghirlandaio se mostraba paciente.

—Tenemos que terminar el panel del Bautismo en unas semanas y bajar nuestro andamio al panel inferior de Zacarías escribiendo el nombre de su hijo. Escasea el tiempo. ¿Qué te parece si empiezas a dibujar en lugar de andar correteando por las calles?

—¿Puedo traerle un modelo del Neófito? Vi uno en el Mercado Viejo, mientras descargaba un carro.

—Bien, puedes traerlo.

El niño dibujó su tosco y joven
contadino
recién llegado de la campiña, con sus calzas como única vestimenta, arrodillado sobre una pierna para sacarse los zuecos, torpe la figura, apelotonados y sin gracia los músculos. Pero el rostro estaba transfundido de luz mientras contemplaba a Juan. Detrás de aquella figura dibujó dos ayudantes de Juan, ancianos de barbas blancas, hermosos de cara y poderosos de cuerpo.

Granacci se movía intranquilo cerca de él, mientras las figuras iban emergiendo en el papel. Por fin dijo:

—Ghirlandaio no es capaz de dibujar tales figuras.

El maestro estaba demasiado ocupado en diseñar los seis paneles restantes como para que le quedase tiempo de intervenir. Esta vez, cuando Miguel Ángel subió al andamio, ya no se sintió temeroso ante la pared cubierta por la húmeda mezcla. Experimentó con los tonos de la carne humana extrayendo pinturas de sus potes y gozó del culminante esfuerzo físico de dar vida a sus figuras, vistiéndolas con ropajes de cálidos amarillos y rosas. Sin embargo, en lo más recóndito de su cerebro, seguía gimiendo: «
¡Dos años! ¡Dos interminables años! ¿Cómo haré para aguantarlos?
».

Ghirlandaio lo hacía trabajar intensamente.

—Ahora —le dijo—, te mandaré al otro lado del coro, para la Adoración de los Reyes Magos. Prepara el bosquejo para las dos últimas figuras que aparecen de pie a la derecha.

El bosquejo general de la Adoración estaba ya tan poblado de figuras que Miguel Ángel experimentó muy poca satisfacción al agregar otras dos. Al regresar del almuerzo, Granacci anunció a los aprendices que trabajaban en la gran mesa:

—Hoy hace justo un año que Miguel Ángel ingresó en la
bottega
. He pedido que traigan una garrafa de vino al atardecer. Celebraremos el acontecimiento.

Le respondió un silencio general. El taller parecía dominado por una gran tensión. En la mesa central los aprendices trabajaban con las cabezas bajas. Ghirlandaio estaba sentado ante su mesa, tan rígido como uno de los mosaicos de su maestro. Tenía el ceño fruncido.


Il Magnifico
me ha llamado para pedirme que le envíe mis dos mejores aprendices a la nueva escuela de Medici —dijo por fin, como mordiendo las palabras.

Miguel Ángel permaneció inmóvil, como clavado a las tablas del piso.

—No me agrada lo más mínimo —añadió Ghirlandaio—, pero, ¿quién se atreve a negarse a una petición de
Il Magnifico
? A ver, tú, Buonarroti, ¿te agradaría ir?

—He estado rondando ese jardín como un perro hambriento desde hace un tiempo —respondió Miguel Ángel tímidamente.

—¡Basta! —Aquella palabra fue pronunciada con una irritación que Miguel Ángel jamás había oído en su maestro—. Granacci, tú y Buonarroti quedáis liberados del aprendizaje. Esta noche firmaré los papeles necesarios en el Gremio. ¡Y ahora, volved al trabajo todos! ¿Creéis acaso que yo soy Ghirlandaio «
Il Magnifico
», con muchos millones para mantener una academia?

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