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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (5 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Se levantó y avanzó hasta la Virgen de Pisano. Pasó sus largos y huesudos dedos sobre la maravilla del aquel ropaje de mármol. Luego se volvió y salió de la capilla. Se detuvo unos segundos al llegar a la escalera, mientras pensaba en el contraste entre sus dos familias. Los Rucellai habían construido esta capilla alrededor de 1225, al mismo tiempo que los Buonarroti adquirían su fortuna. Los Rucellai habían apreciado a los más prominentes artistas, casi los creadores de sus respectivas artes: Cimabue, en la pintura, más o menos al final del siglo XIII, y Nino Pisato en 1365. Aun ahora, en 1488, competían amistosamente con los Medici por las esculturas de mármol que se estaban desenterrando en Grecia, Sicilia y Roma. Los Buonarroti, por el contrario, jamás habían ordenado la construcción de una capilla. Todas las familias de posición similar lo hicieron. ¿Por qué ellos no?

Detrás del coro vio a sus compañeros que cargaban todos los materiales en los andamios. ¿Era suficiente explicación decir que ello había ocurrido porque los Buonarroti no eran y jamás habían sido religiosos? La conversación de Ludovico estaba salpicada siempre de expresiones religiosas, pero
Monna
Alessandra había dicho de su hijo: «
Ludovico aprueba todas las leyes de la Iglesia, aunque no obedece una sola de ellas
».

Los Buonarroti habían sido siempre tacaños, y unían su astucia para conseguir un florín a un fiero empeño por guardarlo. ¿Acaso aquel afán de invertir solamente en casas y tierras, la única verdadera fuente de riqueza de un toscano, hizo que los Buonarroti jamás gastaran un escudo en obras de arte? Miguel Ángel no recordaba haber visto una pintura o escultura en la casa Buonarroti. Y ello era realmente extraordinario para una familia rica que durante trescientos años vivió en la ciudad más creadora de arte del mundo.

Se volvió para lanzar una última mirada a los muros cubiertos de frescos de la capilla Rucellai, y comprendió, con una sensación de desaliento, que los Buonarroti eran no sólo avaros, sino enemigos de las artes, porque despreciaban a los hombres que las creaban.

Un grito de Bugiardini desde un andamio le hizo volver en sí. Vio que todo el personal del taller se movía armónicamente. Bugiardini había puesto una capa de
intonaco
en el panel el día anterior y sobre aquella tosca superficie estaba aplicando una capa de mezcla que cubría toda la zona que se pintaría aquel día. Con Cieco, Baldinelli y Tedesco, tomó el bosquejo, que entre todos aplicaron sobre el panel mojado. Ghirlandaio marcó las líneas de las figuras en la revocadura fresca con un palo afilado de marfil y luego hizo una señal a sus ayudantes, que retiraron el papel. Los jóvenes aprendices bajaron por el andamiaje, pero Miguel Ángel se quedó para observar a Ghirlandaio mezclar sus colores minerales en pequeños tarros con agua, escurrir su pincel entre los dedos y comenzar a pintar.

Tenía que trabajar con seguridad y rapidez, pues su labor debía terminar antes de que la pasta del panel se secase aquella noche. Si se retrasaban, la pasta no pintada formaría una costra debido a las corrientes de aire que soplaban en la iglesia, y esas porciones del panel quedarían inservibles. Si no hubiese calculado exactamente todo lo que podía pintar ese día, la pasta seca restante tendría que ser descascarada a la mañana siguiente y dejaría una marca perfectamente visible. En aquella clase de trabajo no eran posibles los retoques.

Miguel Ángel se quedó en el andamiaje con un balde de agua, rociando la zona hacia la que se dirigía el pincel de Ghirlandaio para mantenerla húmeda. Comprendió por primera vez la verdad que encerraba el dicho de que ningún cobarde llegaría a ser jamás un buen pintor de frescos. Observó a su maestro, que pintaba audazmente a la muchacha con la cesta de fruta en la cabeza. A su lado estaba Mainardi, que pintaba las dos tías de la familia Tornabuoni que llegaban para visitar a Isabel.

Benedetto estaba en la parte más alta del andamio. Pintaba el complicado techo, cruzado por numerosas vigas. A Granacci le había correspondido pintar a la criada que se veía en el centro del segundo plano con una bandeja que acercaba a Isabel. David trabajaba en la figura de Isabel, reclinada contra la cabecera de la cama ricamente tallada en madera. Bugiardini, a quien habían asignado la puerta y las ventanas, llamó a su lado a Miguel Ángel para que rociase su parte del panel con agua y luego dio un paso hacia atrás para contemplar, con admiración, la diminuta ventana que acababa de pintar sobre la cabeza de Isabel.

La culminación del panel llegó cuando Ghirlandaio, con la ayuda de Mainardi, pintó a la exquisita y joven Giovanna Tornabuoni ricamente ataviada con suntuosas sedas florentinas y refulgentes joyas. Miraba directamente a Ghirlandaio, sin el menor interés hacia Isabel, sentada en su lecho, ni hacia Juan, que mamaba del pecho de otra belleza.

El panel exigió cinco días de trabajo concentrado. Sólo a Miguel Ángel no se le permitió aplicar pintura. El pequeño estaba desesperado. Le parecía que aunque sólo llevaba en el taller tres meses, estaba tan calificado para trabajar en aquella pared como los demás aprendices. Pero, al mismo tiempo, una voz interior insistía en decirle que toda aquella febril actividad nada tenía que ver con él. Hasta cuando se sentía más infortunado al verse excluido, deseaba fervientemente correr a un mundo suyo.

Hacia el fin de la semana la capa de pasta comenzó a secarse. La cal quemada recuperó el ácido carbónico del aire, fijando los colores. Miguel Ángel vio entonces que estaba equivocado al pensar que los pigmentos se hundían en la pasta mojada. Por el contrario, permanecían en la superficie cubiertos por una capa cristalina de carbonato de cal. Todo el panel tenía ahora un lustre metálico que protegía los colores contra el calor, el frío y la humedad. Pero lo más asombroso era que cada uno de los segmentos iba secándose lentamente y adquiría los colores exactos que Ghirlandaio había creado en su taller.

Sin embargo, cuando fue solo a Santa María Novella el domingo siguiente a oír misa, se sintió defraudado: los dibujos habían perdido frescura y vigor. Las ocho mujeres seguían como naturalezas muertas en mosaico, como si estuviesen formadas de pedazos duros de piedra coloreada. Y aquello no era el nacimiento de Juan en la modesta familia de Isabel y Zacarías, sino una reunión social en la residencia de un magnate comercial de Italia, totalmente falto de espíritu o contenido religioso.

Ante el brillante panel, el muchacho comprendió que Ghirlandaio amaba a Florencia. La ciudad era su religión. Dedicaba toda su vida a pintar su gente, sus palacios, sus habitaciones, exquisitamente decoradas, su arquitectura y sus calles, sus fiestas religiosas y políticas. ¡Y qué vista tenía! Nada se le escapaba. Puesto que nadie le encargaría que pintara Florencia, había convertido dicha ciudad en Jerusalén; el desierto de Palestina era Toscana, y todas las personas bíblicas, modernos florentinos. Porque Florencia era más pagana que cristiana todos estaban muy satisfechos con aquellos retratos sofisticados del pintor.

Miguel Ángel salió de la iglesia deprimido. Las formas eran soberbias, pero ¿dónde estaba la sustancia? También él quería aprender a fijar exactamente en sus dibujos cuanto veía. Pero siempre consideraría más importante lo que sentía que lo que veía.

VIII

Se dirigió al Duomo, en cuyas frescas escaleras de mármol se reunían los jóvenes para charlar, reír y contemplar la fiesta. Cada día era una fiesta en Florencia. Los sábados, esta ciudad, la más rica de Italia, que había suplantado a Venecia en su comercio con Oriente, salía a las calles a demostrar que sus treinta y tres palacios bancarios proporcionaban riqueza a todos. Las jóvenes florentinas eran rubias, esbeltas y llevaban adornos de vivos colores en sus cabellos. Los hombres de edad vestían oscuros mantos, pero los jóvenes de las familias más destacadas usaban sus
calzoni
con las perneras de distintos colores y diseñados de acuerdo con el blasón de la familia. Y sus séquitos vestían aproximadamente igual.

Jacopo estaba sentado encima de un antiguo sarcófago romano, uno de los varios que se hallaban colocados junto a la fachada de ladrillos de la catedral. Desde allí, hacía constantes comentarios sobre las muchachas que desfilaban ante él. Miguel Ángel se colocó a su lado y pasó una mano acariciante por el sarcófago. Sus dedos percibían el bajorrelieve del cortejo fúnebre de guerreros y caballos.

—¡Observa cómo estas figuras de mármol están todavía vivas y respiran! —dijo. Su voz tenía tanta emoción que sus compañeros se volvieron para mirarlo. Su ansiedad lo había dominado—. Dios —añadió— fue el primer escultor y esculpió la primera figura: un hombre. Y cuando quiso dar a la humanidad sus leyes, ¿qué material empleó? ¡La piedra! Los diez mandamientos grabados en una tabla de piedra, para Moisés. ¿Cuáles fueron las primeras herramientas que los hombres fabricaron? Las de piedra. Observad. Todos nosotros, los pintores, estamos descansando en la escalinata del Duomo. ¿Cuántos escultores hay en este grupo?

Sus camaradas quedaron asombrados ante aquel entusiasta arranque. Jamás lo habían oído hablar con tal énfasis. Sus ojos brillaban como carbones encendidos. Y les dijo por qué, a su juicio, no había más escultores: la fuerza gastada en tallar con el martillo y el cincel agotaba por igual la mente y el cuerpo.

Granacci contestó a su pequeño amigo:

—Si la extrema fatiga constituye el criterio del arte, entonces los canteros que extraen el mármol de la montaña con sus cuñas y palancas deben ser considerados más nobles que los escultores, y de la misma manera, los herreros son superiores a los orfebres, y los albañiles, más importantes que los arquitectos.

Miguel Ángel se sonrojó. Había cometido un desliz, e inmediatamente estudió los rostros de Jacopo, Tedesco y los dos muchachos de trece años.

—Pero tienes que convenir conmigo —dijo— en que la obra de arte se ennoblece en la medida en que representa la verdad. Entonces la escultura se acercará más a la verdadera forma, porque cuando uno trabaja el mármol la figura emerge por sus cuatro costados.

Sus palabras, por lo general escasas y espaciadas, se amontonaban ahora unas tras otras: el pintor extendía su pintura sobre una superficie plana y, por medio de la perspectiva, trataba de persuadir a la gente de que estaba mirando la totalidad de una escena; pero que cualquiera intentase girar alrededor de una persona pintada, o alrededor de un árbol o un edificio… Por el contrario, el escultor tallaba la realidad plena. Por eso los escultores tenían la misma relación con los pintores que la verdad con la mentira. Y si un pintor se equivocaba, ¿qué hacía? Reparaba, cubría su error con otra capa de pintura. El escultor, en cambio, tenía que ver, dentro del mármol, la forma que éste guardaba en su interior. No podía pegar las partes rotas. A eso se debía que no hubiese más escultores, porque se necesitaba una exactitud de juicio y visión mil veces mayor que la del pintor.

Jacopo saltó de su asiento sobre el sarcófago y extendió los dos brazos para indicar que iba a responder:

—La escultura es limitada y aburrida —dijo—. ¿Qué puede esculpir un escultor? Un hombre, una mujer, un león, un caballo. Y luego, vuelta a lo mismo. Es monótono. Pero el pintor, en cambio, puede pintar todo el universo: el cielo, el sol, la luna y las estrellas, nubes y lluvia, montañas, árboles, ríos, mares… Los escultores han muerto todos de aburrimiento.

Sebastiano Mainardi se unió al grupo y escuchó. Había llevado a su esposa al paseo semanal y luego se dirigió a la escalinata del Duomo para unirse a sus jóvenes amigos.

—Es cierto —dijo—. El escultor necesita solamente un brazo fuerte y una mente vacía. Sí, vacía. Después de que el escultor dibuja un sencillo bosquejo, ¿qué pasa por su cabeza durante los centenares de horas que martilla con los cinceles y punzones? ¡Nada! Pero el pintor tiene que pensar en mil cosas, cada instante que pasa, para relacionar las partes integrantes de una obra. Crear la ilusión de una tercera dimensión es un arte. A eso se debe que la vida del pintor sea emocionante, y la del escultor, opaca.

Lágrimas de frustración humedecieron los ojos de Miguel Ángel y se maldijo porque no era capaz de esculpir las palabras que expresasen las formas de piedra que sentía en su interior.

—La pintura —dijo— es perecedera. Un incendio en una capilla, un frío excesivo, y la pintura empieza a esfumarse, a resquebrajarse ¡Pero la piedra es eterna! Nada puede destruirla. Cuando los florentinos demolieron el Coliseo, ¿qué hicieron con los bloques de piedra? Los incorporaron a otros muros. ¡Y pensad en las piezas de escultura griega que se están desenterrando y que tienen dos o tres mil años de antigüedad! ¡Mostrad una pintura que sea tan antigua! Observad este sarcófago romano de mármol. Está tan sólido y brillante como el día en que fue esculpido…

—¡Y tan frío! —exclamó Tedesco.

Mainardi alzó un brazo para pedir atención:

—Miguel Ángel —comenzó cariñosamente—. ¿Se te ha ocurrido alguna vez que la razón por la que ya no quedan escultores es el elevado costo del material? Un escultor necesita un hombre rico o una organización que lo provea de mármol y bronce. El Gremio de Laneros de Florencia financió a Ghiberti durante cuarenta años para que produjese las puertas del Baptisterio. Cosimo de Medici proporcionó a Donatello todos los recursos que necesitaba. ¿Quién te proporcionaría la piedra y te mantendría mientras tú practicaras en ella? La pintura es barata y los encargos son abundantes. En cuanto al peligro del trabajo del escultor y de cometer el error fatal. ¿Qué me dices del pintor que se dedica a hacer frescos? Si el escultor tiene que ver la forma inherente en la piedra, ¿acaso el pintor de frescos no tiene que prever el resultado final de sus colores en la pasta fresca y mojada, y saber exactamente cómo saldrán cuando la pasta se haya secado?

Miguel Ángel tuvo que convenir que eso era cierto.

—Además —continuó Mainardi—, todo cuanto puede intentarse en materia de escultura ha sido creado ya por los Pisano, Ghiberti, Orcagna, Donatello… Tomemos, por ejemplo, a Desiderio da Settignano, o a Mino da Fiesole: tallaron bellas copias de Donatello. Y Bertoldo, que fue ayudante de Donatello y aprendió con él los secretos que su maestro había aprendido de Ghiberti, ¿qué ha creado sino unas cuantas miniaturas reducidas de los grandes conceptos de su maestro? Ahora está enfermo, casi moribundo, terminada su obra. No, no, el escultor puede hacer muy poco más que copiar, puesto que el campo de la escultura es reducido.

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