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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (2 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Llegaron al taller de carpintería que ocupaba la planta baja de la casa que la familia Buonarroti alquilaba en la Vía dell'Anguillara.


A rivederci
, como le dijo el zorro al peletero —dijo Granacci.

—Me llevaré una paliza, es cierto, pero, contrariamente al zorro, saldré con vida.

Dobló la esquina de la Vía dei Bentaccordi y subió la escalera de la parte posterior de su casa, por la cual se llegaba a la cocina.

Su madrastra le estaba cocinando una torta.

—Buenos días, madre —dijo el niño.

—¡Ah, Miguel Ángel! Hoy tengo algo muy especial para ti: una ensalada que canta en la boca.

Lucrezia di Antonio di Sandro Ubaldini da Gagliano tenía un nombre muchísimo más largo que la lista de su dote. De lo contrario, ¿por qué una muchacha joven habría de casarse con un viudo de cuarenta y tres años, de cabellos ya grises y padre de cinco hijos? Porque su matrimonio le significó convertirse en cocinera de nueve Buonarroti.

Cada mañana se levantaba a las cuatro para llegar al mercado al mismo tiempo que los
contadini
, con sus carros llenos de vegetales frescos, frutas, huevos, queso, carnes y aves. Si no ayudaba a los campesinos a descargar sus mercancías, por lo menos les aliviaba de la carga eligiendo los productos cuando éstos estaban todavía en el aire, antes de que tuvieran tiempo de llegar a los puestos. Para ella eran siempre las judías verdes más tiernas, los guisantes, los higos, los melocotones…

Miguel Ángel y sus cuatro hermanos la llamaban
Il Migliori
, porque todos los ingredientes que empleaba para cocinar tenían que ser los mejores. Al amanecer estaba ya de regreso en casa, con sus cestas llenas. Le importaban muy poco sus ropas y prestaba muy escasa atención a su cara, cubierta de pelusilla en las patillas y el bigote. Pero Miguel Ángel la miró con cariño, al ver sus enrojecidas mejillas y la excitación que se reflejaba en todas sus facciones mientras observaba cómo se iba cocinando su torta.

Sabía que su madrastra era un ser dócil en todos los aspectos de su vida matrimonial, menos en el de la cocina, donde se convertía en una verdadera leona. La gente rica de Florencia se proveía de alimentos exóticos de todas las partes del mundo, pero esos manjares costaban mucho dinero. Miguel Ángel, que compartía con sus cuatro hermanos el dormitorio contiguo al de sus padres, escuchaba a menudo sus debates nocturnos mientras su madrastra se vestía para la compra.

—Ludovico, deja de estar controlando siempre los gastos. Tú prefieres guardar dinero en la bolsa a llenar el estómago.

—Ningún Buonarroti ha dejado de comer un solo día las veces estipuladas desde hace trescientos años. ¿No te traigo ternera fresca de Settignano todas las semanas?

—¿Y por qué hemos de comer ternera todos los días, cuando el mercado está abarrotado de lechones y pollos?

Ludovico se inclinaba sobre sus libros de cuentas, seguro de que no le sería posible tragar ni un bocado de la torta de pollo, almendras, grasa, azúcar, especias y el costoso arroz con la que la joven esposa lo estaba arruinando. Pero lentamente los temores se esfumaban, juntamente con su irritación, y al llegar las once estaba ya hambriento como un lobo.

Ludovico devoraba prodigiosamente y luego retiraba la silla de la mesa, se golpeaba con ambas manos el vientre y pronunciaba la frase sin la cual se considera frustrado el día en Toscana: «¡
Ho mangiato bene
!».

Al oír aquel tributo a su arte de cocinera, Lucrezia retiraba los restos de la comida, que aprovechaba para la cena, ponía a su sirvienta a lavar la vajilla, se iba y dormía hasta el atardecer, completas ya sus labores del día, agotado su gozo de artista culinario.

Ludovico, no, pues tras el almuerzo repetía, pero a la inversa, el proceso de la seducción matinal. Mientras pasaban las horas y avanzaba la digestión de los alimentos, a la vez que se iba esfumando el recuerdo de los deliciosos aromas y gustos, la cuestión de cuánto le había costado aquella comida comenzaba a roer sus entrañas, y nuevamente se sentía irritado. Miguel Ángel atravesó la vacía sala familiar, junto a cuyas paredes se veían las sillas, con sus asientos y respaldos de cuero, todas ellas hechas por el fundador de la familia. La habitación contigua, que daba también a la Vía dei Bentaccordi y a las cuadras, era el despacho de su padre, para el que Ludovico había hecho fabricar en la carpintería de abajo un escritorio triangular, que encajara en el ángulo de cuarenta y cinco grados producido por la conjunción de las dos calles. Allí se sentaba, inclinado sobre sus grisáceos libros de cuentas de pergamino. Hasta donde recordaba Miguel Ángel, la única actividad de su padre había sido concentrarse en estudiar la manera de evitar el gasto de dinero y administrar los modestos restos de la fortuna Buonarroti, que se remontaba a mediados del siglo XIII, y ahora reducida a una granja de cuatro hectáreas en Settignano y una casa con un título de propiedad discutido ante la justicia y próxima a la que la familia arrendaba.

Ludovico oyó llegar a su hijo y levantó la cabeza. La naturaleza había sido generosa con él en un solo don: su cabellera. Tenía además un largo bigote que se perdía en su barba. Los cabellos estaban salpicados de canas. Su frente aparecía surcada por cuatro profundas líneas rectas, ganadas en los numerosos años pasados sobre los libros de cuentas. Sus pequeños ojos castaños eran melancólicos. Miguel Ángel sabía que su padre era un hombre cauteloso, que cerraba siempre la puerta con tres vueltas de llave.

—Buenos días,
messer
padre —saludó el niño. Ludovico suspiró:

—¡He nacido demasiado tarde! Hace cien años las viñas de la familia Buonarroti estaban atadas con longanizas.

Miguel Ángel observó a su padre, que volvía a hundirse en aquellos libros. Ludovico sabía exactamente cuánto había poseído cada generación de su familia entre tierras, casas, comercios y oro. Aquella historia familiar y los libros de cuentas constituían su única ocupación, y cada uno de sus hijos tenía la obligación de aprender de memoria la primera.

—Somos burgueses nobles —les decía el padre—. Nuestra familia es tan antigua como las de Medici, Strozzi o Tomabuoni. El apellido Buonarroti data de más de trescientos años en nuestra familia. Durante esos tres siglos hemos pagado impuestos en Florencia.

A Miguel Ángel le estaba prohibido sentarse en presencia de su padre sin permiso. Además, tenía que hacer una reverencia cuando se le daba una orden. Había sido más un deber que interés lo que hizo que el niño aprendiese que cuando los güelfos subieron al poder en Florencia, a mediados del siglo XIII, la familia Buonarroti ascendió rápidamente en la escala social. En 1260 un miembro de la familia había sido consejero del ejército güelfo; en 1292, capitán. Desde 1343 hasta 1469, los Buonarroti habían sido miembros del
Priori
florentino diez veces; entre 1326 y 1475, ocho Buonarroti habían sido
gonfalonieri
(alcalde) del barrio de Santa Croce; entre 1375 y 1473, doce de ellos habían figurado entre los
buonuomini
(Consejo) de Santa Croce, incluidos Ludovico y su hermano Francesco, que fueron designados en 1473. En 1474, Ludovico fue nombrado corregidor para las aldeas combinadas de Caprese y Ghiusi di Verna, en los Apeninos, donde nació Miguel Ángel, en el edificio del municipio, durante la residencia de seis meses de la familia en dicho edificio.

De pie junto a la amplia ventana, el niño retrotrajo su imaginación al hogar familiar de Settignano, en el valle del Amo, cuando aún vivía su madre. Entonces en la familia había amor y alegría, pero su madre falleció cuando él tenía seis años, y su padre se retiró desesperado al refugio de su despacho. Durante cuatro años, en los que su tía Cassandra se había hecho cargo del manejo de la casa, Miguel se sintió solo, sin otro cariño que el de su abuela,
Monna
Alessandra, que vivía con ellos, y el de la familia de canteros que residía al otro lado de la colina. La esposa del cantero lo había amamantado cuando su madre se sentía ya demasiado enferma para hacerlo.

Por espacio de cuatro años, hasta que su padre se casó nuevamente y Lucrezia insistió en que la familia se trasladase a Florencia, Miguel Ángel se escapaba cada vez que podía a la casa de los Topolino. Atravesaba los trigales a lo largo de los verdes olivos y ascendía la colina opuesta, por entre las viñas, hasta llegar al patio de la casa. Allí se ponía a trabajar, silencioso, en la
pietra serena
procedente de la cantera vecina, para preparar piedras destinadas a edificar casas o palacios. Trabajaba para aliviar su infelicidad con los precisos golpes que Topolino, el cantero, le había enseñado desde que era niño.

Los recuerdos del niño abandonaron Settignano y volvieron a la casa de piedra de la Vía dell'Anguillara. De pronto, habló:

—Padre, acabo de estar en el taller del pintor Ghirlandaio, quien ha aceptado recibirme como aprendiz.

Ludovico se apoyó en sus dos manos para enderezarse. Aquel inexplicable deseo de su hijo de convenirse en artesano podía ser el empujón final que derribase a los tambaleantes Buonarroti, lanzándolos a un abismo social.

—Miguel Ángel —dijo severo—, te pido disculpas por haberme visto obligado a inscribirte como aprendiz en el Gremio de Laneros, forzándote a ser comerciante en lugar de caballero. Pero te he enviado a una escuela cara, he gastado un dinero que me hacía mucha falta para que te educases y pudieras progresar en el gremio hasta que fueras dueño de tus propios molinos y comercios. Así comenzaron la mayor parte de los grandes florentinos, incluso los Medici. ¿Crees que ahora voy a permitirte que pierdas el tiempo trabajando de pintor? ¡Eso cubriría de deshonra a la familia! Desde hace trescientos años, ningún Buonarroti ha descendido tanto como para realizar trabajos manuales.

—Eso es cierto —respondió Miguel Ángel—, hemos sido usureros.

—Prestar dinero es una honorable profesión, una de las más respetables en Florencia —repuso Ludovico.

—¿Has observado alguna vez, padre, a tío Francesco cuando pliega su mesa fuera del Orsanmichele no bien empieza a llover? ¡Jamás he visto a nadie trabajar más rápidamente con sus manos!

Al oír que lo nombraban, el tío Francesco entró corriendo en la habitación. Era un hombre más corpulento que Ludovico: el socio trabajador de la familia Buonarroti. Dos años antes se había separado de Ludovico y llegó a tener una fortuna, que luego perdió, y se vio obligado a regresar a la casa de su hermano. Ahora, cuando llovía, sacaba a toda prisa la carpeta de terciopelo que cubría su mesita plegable, agarraba la bolsa de monedas y corría por las encharcadas calles hacia la sastrería de su amigo Amatore, quien le permitía instalarse allí, bajo techo.

Francesco dijo con voz ronca:

—Miguel Ángel, tú no serías capaz de ver a un cuervo dentro de una olla de leche. ¿Qué perverso placer puede producirte perjudicar y deshonrar a los Buonarroti?

El niño se enfureció ante aquella acusación:

—¡Estoy tan orgulloso de mi apellido como cualquiera! Pero ¿por qué no puedo aprender a realizar una obra de la que se sentiría orgullosa toda Florencia, como lo está de las de Ghiberti, de las esculturas de Donatello y de los frescos de Ghirlandaio? ¡Florencia es una excelente ciudad para un artista!

Ludovico puso una mano sobre el hombro del niño, mientras lo llamaba Michelagnolo, su nombre predilecto, y le dijo:

—Michelagnolo, lo que dices de los artistas es cierto. Yo me he irritado tanto ante tu estupidez que no he atinado más que a pegarte. Pero ahora tienes trece años, y yo he pagado para que se te enseñase gramática y lógica, así que debo practicar la lógica contigo. Ghiberti y Donatello comenzaron como artesanos y terminaron como artesanos. Lo mismo ocurrirá con Ghirlandaio. Sus obras jamás los elevaron socialmente ni un ápice, y Donatello era tan pobre al final de su vida que Cosimo de Medici tuvo que darle la limosna de una pensión.

—Eso —dijo Miguel Ángel— fue porque Donatello guardaba todo su dinero en un cesto de mimbre colgado del techo para que sus ayudantes y amigos pudieran tomar lo que necesitasen. Ghirlandaio gana una fortuna.

—El arte es como lavar la cabeza de un asno con lejía —observó Francesco—, se pierde el esfuerzo y la lejía. Todo el mundo cree que las piedras se van a volver lingotes de oro en sus manos. ¿De qué sirve soñar así?

Miguel Ángel se volvió hacia su padre y dijo:

—Si me quitas el arte, no me quedará nada.

—Yo había profetizado que mi Miguel Ángel iba a restaurar las riquezas de la familia —exclamó Ludovico—, pero ahora comprendo que no debí soñar así. Por eso, voy a enseñarte a ser menos vulgar.

Comenzó a propinar al niño una buena paliza. Francesco se unió a su hermano y le sacudió unas cuantas bofetadas al pequeño. Miguel Ángel bajó la cabeza, como lo hacen las pobres bestias cuando se desencadena una tormenta. De nada le valdría huir, pues entonces la discusión tendría que reanudarse más tarde. A su mente acudieron las palabras que su abuela repetía tan a menudo: «
Paciencia… Nadie nace sin que con él nazcan sus penurias
».

De reojo, vio a su tía Cassandra que aparecía en el hueco de la puerta. Era una mujer corpulenta, de grandes huesos, que parecía engordar con sólo respirar. Tenía muslos, nalgas y pechos enormes, y su voz estaba a tono con su volumen y peso. Era una mujer desgraciada, y no consideraba su deber dispensar felicidad a los demás. El trueno de su vozarrón, al pedir que se le explicase lo que sucedía, hirió los tímpanos del niño más dolorosamente que las bofetadas que le estaba asestando el marido de Cassandra. Pero de pronto cesaron las palabras y los golpes, y Miguel Ángel adivinó que su abuela había entrado en la habitación. Ludovico se preocupaba siempre de no disgustar a su madre, por lo cual se dejó caer en una silla.

—¡Basta de discusión! —exclamó—. ¡Siempre te he enseñado que no debes pretender ser dueño de todo el mundo! Es suficiente con que hagas dinero y honres el apellido de tus padres. ¡Que no te vuelva a oír que deseas ser aprendiz de artista!

Monna
Alessandra se acercó a su hijo y le dijo:

—¿Qué diferencia hay entre que Miguel Ángel ingrese en el Gremio de Laneros para trabajar en la lana, o en el de boticarios para mezclar pinturas? De todas maneras, tú no tienes suficiente dinero para establecer a tus cinco hijos. Éstos tendrán que buscarse la vida por su cuenta. Por lo tanto, deja que Leonardo regrese al monasterio como desea, y Miguel Ángel a ese taller de pintor. Puesto que no podemos ayudarlos, por lo menos no les sirvamos de estorbo.

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