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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (3 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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—Voy a ser aprendiz de Ghirlandaio, padre. Tiene que firmar los papeles. ¡Yo ayudaré a la familia!

Ludovico miró a su hijo, incrédulo, y dijo:

—Miguel Ángel, estás diciendo cosas que me hacen hervir la sangre de ira. ¡No tenemos ni un escudo para pagar tu aprendizaje en el taller de Ghirlandaio!

Aquél era el momento que el niño esperaba. Inmediatamente respondió, con voz tranquila:

—No hay necesidad de pagar nada, padre. Ghirlandaio está conforme en pagarle por mi aprendizaje.

—¿Pagar? —exclamó Ludovico, echándose hacia delante en su silla—. ¿Y porqué ha de pagarme por enseñarte?

—Porque cree que tengo buena mano.

—Si Dios no nos ayuda, la familia se arruinará. ¡No sé a quién sales, Michelagnolo! Ciertamente no a los Buonarroti. ¡Tiene que ser a la familia de tu madre, los Rucellai!

Escupió el nombre como si fuera un bocado de una manzana podrida.

Fue la primera vez que Miguel Ángel oyó pronunciar aquel apellido en el hogar de los Buonarroti.

IV

La
bottega
de Domenico Ghirlandaio era la más activa y próspera de toda Italia. Además de los veinticinco frescos y lunetas para el coro Tornabuoni de Santa María Novella, que debían terminarse en un plazo de dos años, había firmado también contratos para pintar una Adoración de los Reyes Magos para el hospital de los Inocentes y diseñar un mosaico para uno de los portales de la catedral. Ghirlandaio, que jamás solicitaba un trabajo, no podía negarse a realizar ninguno. El primer día que Miguel Ángel trabajó en el estudio, el maestro le dijo:

—Si una campesina te trae un cesto para que se lo decores, hazlo lo mejor que puedas, pues dentro de su modestia es tan importante como un fresco en la pared de un palacio.

Miguel Ángel encontró aquel ambiente enérgico, pero afable. Sebastiano Mainardi, de veintiocho años, larga cabellera negra, cortada a imitación de la de Ghirlandaio, pálido y de angosto rostro, huesuda nariz y protuberantes dientes, estaba a cargo de los aprendices. Era cuñado de Ghirlandaio.

—Ghirlandaio se casó con su hermana para tener a Sebastiano a su lado en el taller —dijo Jacopo a Miguel Ángel—. Por lo tanto, debes estar siempre alerta ante él.

V

Como la mayoría de las diabluras de Jacopo, aquella contenía no poca verdad. Los Ghirlandaio eran una familia de artistas, adiestrados en el taller de su padre, un experto orfebre que había creado una guirnalda de moda con la que las mujeres florentinas adornaban sus cabellos. Los dos hermanos más jóvenes de Domenico, David y Benedetto, eran pintores también. Benedetto, miniaturista, sólo deseaba pintar los diminutos detalles de las joyas y flores usadas por las damas; David, el más joven, había firmado contrato para la iglesia de Santa María Novella, juntamente con su hermano mayor.

Ghirlandaio consideró realmente cuñado a Mainardi cuando el joven aprendiz lo ayudó a pintar sus magistrales frescos en la iglesia de San Gimignano, una población vecina, de setenta y seis torres. Mainardi se parecía asombrosamente al pintor: de carácter afable, inteligente, bien adiestrado en el estudio de Verrocchio, amaba, sobre todas las cosas, la pintura, y estaba de acuerdo con su cuñado en que lo más importante eran la belleza y el encanto de un fresco. Las obras pictóricas tenían que relatar un mensaje, ya fuese de la Biblia, de la historia sagrada o de la mitología griega, pero no era función del pintor buscar el significado de ese mensaje o juzgar su validez.

—El propósito de la pintura —explicó Mainardi al flamante aprendiz— es ser decorativa, dar vida pictórica a las historias que ilustra, hacer feliz a la gente, sí, aunque sea con los tristes cuadros del martirio de los santos. Recuerda siempre esto, Miguel Ángel, y te convertirás en un pintor de éxito.

Miguel Ángel advirtió bien pronto que Jacopo, un muchacho de dieciséis años, con cara de mono, era el cabecilla del taller. Poseía el don de aparentar que se hallaba siempre muy ocupado, cuando en realidad no trabajaba en absoluto. Recibió al nuevo niño de trece años en el estudio, advirtiéndole con tono grave:

—No hacer otra cosa que trabajar es indigno de un buen cristiano. Aquí, en Florencia, tenemos un promedio de nueve días de fiesta al mes. Agrega a eso los domingos y comprobarás que sólo tenemos que trabajar casi un día de cada dos.

Las dos semanas que mediaron entre su ingreso y el día de la firma de su contrato pasaron volando, casi mágicamente. Y amaneció el primer día de cobro. Miguel Ángel pensó en cuán poco había hecho para ganar los dos florines de oro que constituían su primer anticipo. Hasta entonces se le había empleado más que nada como mensajero, encargado de ir a buscar pintura a casa del químico, cernir arena para darle una contextura más fina y lavarla en un barril con abundante agua.

Al despertarse el primer día, cuando todavía era de noche, se vistió rápidamente y salió. En el Bargello pasó bajo el oscilante cuerpo de un hombre colgado por el cuello del gancho de una cornisa. Tenía que ser el hombre aquél que, al no morir cuando se lo ahorcó dos semanas antes, farfulló palabras tan soeces y vengativas que los ocho magistrados decidieron ahorcarlo de nuevo.

Ghirlandaio se sorprendió al encontrar al niño ante su puerta a tan temprana hora, y su «
buon giorno
» fue breve. Llevaba varios días trabajando en un boceto de San Juan en el bautizo del neófito y se hallaba perturbado porque no le era posible aclarar su concepto de Jesús. Pero mayor fue su preocupación al ser interrumpido por su hermano David con un fajo de cuentas que era necesario pagar. Domenico hizo a un lado bruscamente aquellos papeles y continuó su dibujo, evidentemente irritado.

—¿Cuándo serás capaz de administrar esta
bottega
, David, y dejarme tranquilo para dibujar?

Miguel Ángel observaba la escena con aprensión: ¿se olvidarían los dos hermanos del día que era? Granacci vio la expresión de su amigo, se acercó a David y le habló al oído. David metió una mano en la bolsa de cuero que llevaba al cinto, cruzó la habitación y entregó a Miguel Ángel dos florines y una libreta de contrato. El niño firmó rápidamente al lado del primer asiento de pago y luego puso la fecha: 16 de abril, 1488.

Sintió un enorme gozo al imaginar el momento en que entregaría el dinero a su padre. Dos florines no eran ciertamente la fortuna de los Medici, pero él esperaba que aliviarían algo la melancólica atmósfera de su casa. Y de pronto, entre murmullos, sintió la voz de Jacopo:

—Bueno, está convenido: dibujaremos de memoria la figura de ese nomo que está en el muro de la calleja, detrás de la
bottega
. El que lo reproduzca más fielmente gana y paga la comida. ¿Estáis listos?

Miguel Ángel sintió un sordo dolor en la boca del estómago, se le revolvía. La suya había sido una infancia solitaria, sin un amigo intimo hasta que Granacci reconoció en él un verdadero talento para el dibujo. Muy a menudo se le había excluido de los juegos. ¿Por qué? Y ahora deseaba desesperadamente ser incluido en la camaradería de este grupo de muchachos. Pero no era fácil.

En la mesa de aprendices, Jacopo completaba los detalles del juego.

—Limite de tiempo, diez minutos. El ganador será coronado campeón y anfitrión.

—¿Por qué no puedo competir yo también? —preguntó Miguel Ángel.

Jacopo lo miró, ceñudo:

—Eres un principiante y no podrías ganar, por lo que no habría probabilidades de que pagases, lo que no sería justo para el resto de nosotros.

Herido, Miguel Ángel rogó:

—¡Déjame que intervenga, Jacopo! ¡Verás como no lo hago demasiado mal!

—Bueno —accedió Jacopo de mala gana—. Pero ya sabes, ¡sólo diez minutos! ¿Listos todos?

Con enorme excitación, Miguel Ángel cogió papel y carboncillo y comenzó a trazar las líneas de una figura, medio niño y medio sátiro, que había visto varias veces en la pared tras el taller. Le era posible extraer líneas de su mente de la misma manera que los estudiantes de la escuela de Urbino extraían milagrosamente versos de la Ilíada, de Homero, o la Eneida, de Virgilio, cuando se lo ordenaba el maestro.

—¡Basta! —exclamó Jacopo—. Poned todos los dibujos en fila sobre la mesa.

Miguel Ángel se acercó rápidamente y al colocar su papel lanzó una mirada a los otros. Le asombró ver cuán incompletos y hasta poco parecidos al original eran aquellos dibujos. Jacopo lo miró boquiabierto:

—¡No puedo creerlo! —exclamó—. ¡Mirad todos! ¡Miguel Ángel ha ganado!

Hubo exclamaciones de felicitación. Miguel Ángel se sentía orgulloso. Era el aprendiz más nuevo y había ganado el derecho de pagar la comida…

¡Pagar la comida a todos! Contó los aprendices: eran siete. Consumirían por lo menos dos litros de vino tinto, ternera asada, frutas; todo lo cual descompondría lamentablemente una de aquellas dos monedas de oro que él ansiaba tanto entregar a su padre.

De camino a la hostería, con los otros delante entre animadas charlas y risas, se le ocurrió de pronto una idea y preguntó a Granacci:

—Me han engañado, ¿verdad?

—Sí. Es parte de la iniciación de todo aprendiz.

—¿Que le diré ahora a mi padre?

—Si lo hubieras sabido, ¿habrías dibujado mal para no tener que pagar?

Miguel Ángel rompió a reír:

—¡No podían perder! —exclamó.

VI

En el estudio de Ghirlandaio no se seguía un método ortodoxo de enseñanza. Su filosofía básica estaba expresada en una placa colgada de la pared: «
La guía más perfecta es la naturaleza. Continúa sin tregua dibujando algo todos los días
».

Miguel Ángel tenía que aprender de las tareas que realizaban los demás. No se le ocultaba secreto alguno. Ghirlandaio creaba el diseño general, la composición de cada panel y la armoniosa relación entre un panel y los demás. Ejecutaba la mayor parte de los retratos importantes, pero los centenares restantes eran distribuidos entre los demás. Algunas veces varios hombres trabajaban en la misma figura. Cuando la iglesia ofrecía un excelente ángulo de visibilidad, Ghirlandaio ejecutaba personalmente todo el panel. De lo contrario, Mainardi, Benedetto, Granacci y Bugiardini pintaban apreciables partes. En las lunetas laterales, situadas donde era difícil verlas, el maestro permitía que Cieco y Baldinelli, el otro aprendiz de trece años, ejercitasen su mano.

Miguel Ángel iba de mesa en mesa, empeñado en pequeñas tareas sueltas. Nadie tenía tiempo para dejar su trabajo y enseñarle. Un día se detuvo a observar a Ghirlandaio, que completaba un retrato de Giovanna Tomabuoni.

—El óleo es para mujeres —dijo el maestro, sarcástico—. Pero esta figura irá bien en el fresco. Nunca intentes inventar seres humanos, Miguel Ángel: pinta en tus paneles solamente a quienes ya has dibujado al natural.

David y Benedetto compartían con Mainardi una larga mesa en el rincón más lejano del estudio. Benedetto no dibujaba jamás libremente. A Miguel Ángel le parecía que prestaba más atención a los cuadrados matemáticos del papel que tenía ante sí que al carácter individual de la persona que retrataba. Intentó seguir aquel plan geométrico, pero la restricción era como un ataúd con cuerpos muertos.

Mainardi, por el contrario, tenía una mano firme y precisa, con una confianza que daba vida a su trabajo. Había pintado importantes partes de las lunetas y todos los paneles y estaba trabajando un esquema de color para la Adoración de los Reyes Magos. Enseñó a Miguel Ángel cómo debía hacer para conseguir el color de la carne en la pintura al temple: aplicando de dos capas en las partes desnudas.

—Esta primera capa de color, en especial cuando se trata de personas jóvenes, de tez fresca, debe atemperarse con yema de huevo de una gallina de ciudad. Las yemas de las gallinas de campo sólo sirven para atemperar los colores de la carne de personas ancianas o de tez oscura.

De Jacopo no recibía instrucción técnica, sino noticias de la ciudad. Jacopo podía pasar ante la virtud miles de veces sin tropezar con ella. Pero su nariz olfateaba todo lo malo de la naturaleza humana tan instintivamente como un pájaro olfatea el estiércol. Era el recolector de chismes de la ciudad y su pregonero; realizaba diariamente el recorrido de las tabernas, las barberías y las casas
non santas
, y frecuentaba los grupos de ancianos sentados en bancos de piedra ante los
palazzi
, que eran los mejores proveedores de chismes. Todas las mañanas se dirigía al taller por un camino que daba un gran rodeo, lo que le permitía libar en todas aquellas fuentes, y cuando llegaba ya tenía una copiosa provisión de las noticias de la noche anterior: qué maridos habían sido engañados, a qué artistas se les había encomendado trabajo, quiénes iban a ser puestos en los cepos en el muro de la Signoria…

Ghirlandaio poseía una copia manuscrita del ensayo de Cennini sobre la pintura. Aunque Jacopo no sabía leer, se sentaba en la mesa de los aprendices y fingía deletrear los pasajes que había aprendido de memoria: «
Como artista, tu modo de vivir debe ser regulado siempre como si estuvieras estudiando teología, filosofía o cualquier otra ciencia; es decir, comer y beber moderadamente dos veces al día; conservando tu mano cuidadosamente, ahorrándole toda la fatiga posible. Hay una causa que puede dar a tu mano falta de firmeza y hacerla temblar como una hoja sacudida por el viento: frecuentar demasiado la compañía de las mujeres
».

Después de leer esto, Jacopo se volvió hacia el asombrado Miguel Ángel, que sabía menos de mujeres que de la astronomía de Ptolomeo.

—Y ahora, Miguel Ángel —dijo—, ya sabes por qué no pinto más. No quiero que los frescos de Ghirlandaio tiemblen como hojas sacudidas por el viento.

El amigable y despreocupado David había sido muy bien adiestrado en la ampliación a escala de las diversas secciones y su transferencia al cartón, que era del mismo tamaño que el panel de la iglesia. No se trataba de un trabajo de creación, pero asimismo necesitaba habilidad. David mostró a Miguel Ángel cómo tenía que dividir la pequeña obra pictórica en cuadrados, y el cartón en el mismo número de cuadrados mayores, cómo copiar el contenido de cada pequeño cuadrado en el cuadrado correspondiente del cartón, y le señaló los errores que eran casi imperceptibles en el dibujo pequeño, pero que se advertían fácilmente cuando eran ampliados al tamaño del cartón. Bugiardini, cuyo torpe cuerpo daba la sensación de que le sería difícil hasta pintar con cal el granero de la granja de su padre, conseguía, no obstante, dar una tensión espiritual a sus figuras de la Visitación, a pesar de que las mismas no resultasen anatómicamente exactas.

BOOK: La agonía y el éxtasis
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