Read La aventura del tocador de señoras Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #Humor - Intriga - Policiaco
—Pues haberlo pensado antes —dijo—. Varias veces se me ha escapado usted cuando estaba a un tris de echarle el guante y otras tantas se ha prevalido de la presencia de extraños para impedirme emplear mis métodos habituales. Pero ahora, señor mío, las tornas han cambiado. Por fin estamos a solas usted y yo.
Con el rabillo del ojo lancé una mirada a la cortina que ocultaba a Magnolio y al ver que se movía al ritmo acompasado de su respiración comprendí que se había dormido.
—Pues sea bienvenido a esta su casa y dígame en qué puedo servirle, amigo Santi.
—En primer lugar, en responder a una pregunta sin efugio —dijo Santi—. ¿Mató usted a Pardalot?
—No, hombre.
—Pues todo Barcelona lo dice.
—Esto no significa nada —alegué—. En esta ciudad hasta nuestros políticos y sus familiares más próximos son víctima de infundios.
—Sí —admitió—, pero, en este caso, los infundios coinciden con la verdad. No lo niegue: la noche del crimen, mientras yo cumplía con mi deber montando guardia en el vestíbulo, se introdujo usted en la sede de El Caco Español, seguramente por la puerta del garaje. Una vez dentro, desconectó el sistema de alarma y anduvo por los despachos en busca de dinero contante u otro botín. En uno de dichos despachos fue sorprendido por el señor Pardalot, que se encontraba allí fuera de horas, y lo despachó de siete tiros. Como las paredes, suelo y techo del despacho del citado señor Pardalot están forrados de plomo para evitar escuchas, nadie oyó las detonaciones. Luego se fue por donde había venido.
—Amigo Santi, si fuera como usted dice, me habrían arrestado y procesado hace días —dije—. Pero no lo han hecho.
—Por falta de pruebas materiales o fehacientes —repuso—, lo que nos lleva justamente al motivo de mi visita.
Sacó de un bolsillo de la americana una hoja de papel doblada en cuatro y me la dio.
—Es una confesión —dijo—. Léala y verá cómo se ajusta a los hechos punto por punto. Sólo falta la firma del causahabiente, oséase, la suya.
Fui hasta la mesa donde había una lámpara encendida, me senté en la silla, desplegué el papel en el cono de luz y leí:
Estimado juez:
Por la presente confieso en términos irrevocables y sin que medie coacción alguna que fui yo quien mató al señor Manuel Pardalot a quien Dios tenga en su santa gloria con una pistola y en pleno ataque de psicoterapia. Las circunstancias del crimen son las ya sabidas: lo de la puerta del garaje y todo lo demás que omito para no alargarme. Estoy arrepentido pero si lo volviera a hacer lo haría de la misma manera.
Un saludo afectuoso.
—No pretenderá usted —dije al concluir la lectura— que yo firme esta patraña.
Por toda respuesta, Santi se puso a mi lado, sacó de otro bolsillo la Beretta 89 Gold Standard calibre 22 que ya le conocía, le quitó el seguro y me apuntó con ella.
—Verá cómo cambia de opinión —dijo entre dientes.
—Está bien —respondí—, no discutamos. Sólo dígame: ¿a qué viene tanto interés por demostrar mi culpabilidad?
—¿Y aún tiene el tupé de preguntármelo? —dijo Santi—. Por su culpa mi carrera de segurata se ha ido al traste. No sólo dejo que un ladrón de pacotilla se pasee tranquilamente por el edificio confiado a mi vigilancia, sino que permito que asesinen al gerente en su propio despacho. Todo esto en mi primera semana de trabajo y con un contrato temporal. Mire si no cómo he acabado: de joven recepcionista en guateques de postín. De milagro no me han hecho sacar al caniche a hacer popó.
Mientras él ponía de manifiesto las causas de su descontento, yo iba calculando distancias, riesgos y posibilidades. Por más que comprendía sus razones, aquel sujeto no acababa de inspirarme simpatía, como me ocurre con todos los que me apuntan con una pistola. Pero no veía forma de librarme de él. Del silencio reinante, apenas roto por algún ronquido suave, deduje que todo el mundo, salvo nosotros dos, dormía a pierna suelta. No iba a ser yo quien se lo reprochara. La noche había sido larga y pródiga en emociones. Por lo demás, en pedir auxilio a voces no había ni que pensar. Aunque alguien las oyera y estuviera dispuesto a ayudarme, el sobresalto o el enojo podían provocar una reacción fatal por parte de Santi, a quien ya sin necesidad de jalearle le temblaba el pulso.
—Santi, amigo mío —dije en un tono tan apaciguador y firme como logré impostar—, te confieso que en otras circunstancias me habría resistido a tu propuesta. ¿Puedo tutearte? El que hayamos tenido algún roce involuntario no implica que no podamos ser amigos. Tú también puedes tutearme…
—Cállese. Yo no quiero ser amigo suyo. Ni que nos tuteemos. Yo sólo quiero que eche aquí una firma y se vaya a la mierda. Y no trate de ganar tiempo, que conmigo este truco no le vale.
—Vale, Santi, cariño, no te lo tomes así. Ya firmo, pero no tengo a mano recado de escribir. ¿Me prestas un bolígrafo?
Sacó una pluma estilográfica Montblanc y me la ofreció. La situación era seria: si persistía en mi negativa a firmar, aquel exaltado podía pegarme un tiro pero si firmaba, habiendo conseguido él su propósito, aún era más probable que me liquidara. Pensé de prisa.
La lámpara que en aquel momento alumbraba la escena había sido adquirida, como buena parte del mobiliario y menaje de mi hogar, en los contenedores de basura del barrio y tanto su aspecto externo como su conformación interna adolecían de ciertas imperfecciones. Decidí jugar esta baza. Me incliné sobre el papel, como si me dispusiera a estampar allí mi firma, y tapando con el hombro los movimientos de la mano metí la plumilla de la estilográfica entre los cables repelados del cordón eléctrico confiando en que fuera de metal y no de plástico. Hubo una mansa explosión y nos quedamos a oscuras. Quise hacerme a un lado, pero Santi fue más rápido. Sentí aumentar la presión de la pistola en mi cráneo, se oyó un chasquido y brilló la tenue llamita de un encendedor.
—¡No se mueva! —masculló—. ¿Qué ha pasado?
—Nada, nada —balbucí—. Han debido de saltar los fusibles por sobrecarga en la red. Y sin luz no puedo firmar. Subiré la persiana. Ya es de día y entrará luz a raudales.
—Ni hablar. Al primer movimiento le dejo seco.
—Vale, vale, no me muevo —me apresuré a decir—. Pero si yo no me muevo y usted tampoco, nadie subirá la persiana, se nos harán las tantas y encima se le acabará la carga del mechero.
—Firme a ciegas —propuso.
—No puedo. Soy medio analfabeto: con luz ya me cuesta un triunfo firmar; imagínese así. Además se me ha caído el papel al suelo y no lo encuentro.
Santi meditó en silencio.
—Está bien. Yo subiré la persiana. Usted quédese aquí y no haga ninguna tontería. Al menor movimiento, disparo a bulto y seguro que le doy. Con esta lucecita me sobra para hacer diana.
Desapareció el duro contacto del arma y vi alejarse lentamente la llamita.
—Por favor —dije—, tenga cuidado con el televisor.
—Cállese y no se mueva.
—Yo no me muevo —dije—. Es usted el que se mueve y por eso le parece que estoy más lejos. ¿Ha encontrado la correa de la persiana? No tire muy fuerte: la correa está podrida, y la madera de la persiana, también.
—Sé subir una persiana perfectamente —dijo Santi.
Para demostrarlo, tiró con suavidad de la correa y la persiana fue subiendo al compás de sus tirones. La luz de la mañana irrumpió en el apartamento. Al mismo tiempo se oyó una detonación y Santi se desplomó sin decir oste ni moste.
*
Yo también me eché al suelo. Allí esperé un rato y luego, como el ataque no se repetía, repté con extrema cautela, procurando no entrar en el ángulo de visión del francotirador ni tropezar con el televisor, hasta llegar junto al cuerpo de Santi.
—Santi —susurré—, ¿está vivo?
—Naturalmente —respondió con gallardía—, sólo es un rasguño. Pero me parece que estoy malherido. ¿Ha sido usted?
—No. Alguien ha disparado desde la azotea de la casa de enfrente creyendo que la silueta en la ventana era la mía.
—Qué mala suerte —comentó—. Asómese y mire si ese cabrón sigue ahí.
Me asomé esforzándome por no ofrecer más blanco que el estrictamente necesario y escudriñé el edificio en cuestión hasta que un vecino airado me gritó:
—¡Si continúas espiando a mi mujer en la ducha, te rompo la crisma, degenerado!
Comprendí que la ciudad se había despertado e iniciaba su épica andadura cotidiana y que, de resultas de ello, el francotirador debía de haber huido inmediatamente después del atentado. Me incliné para darle a Santi la buena nueva. Se había desvanecido y un charco de sangre se extendía por la moqueta. Me indigné. De todas las personas que aquella noche se habían dado cita en mi apartamento, Santi era el que menos había hecho para congraciarse conmigo, pero aun así no me producía ningún regocijo la visión de sus despojos y la idea de tener que deshacerme de ellos.
Cavilaba sobre este punto cuando sonó el timbre del interfono.
—¿Y ahora? —pregunté con un deje de irritación en la voz.
Una voz conocida dijo:
—Soy Cándida. ¿Molesto?
Abrí sin contestar a una pregunta tan estúpida. Al cabo de nada Cándida introducía en mi apartamento su aparatosa forma. En la mano traía algo envuelto en un pañuelo de hierbas. La noche antes, me dijo, Viriato había hecho un bizcocho y le había salido tan bien que no quería que yo me quedara sin probarlo. En el pañuelo de hierbas venía un trozo.
—Se puede comer solo, pero es mejor si lo dejas reblandecer en agua media hora o tres cuartos…
Dejó la frase colgada al ver junto a la ventana el cuerpo exánime de Santi, la sangre y la Beretta 89 Gold Standard calibre 22. Gruesas lágrimas inundaron sus ojos.
—Oh, no, otra vez no —dijo con un hilo de voz—. Me habías prometido…
—No nos pongamos retóricos, Cándida —la atajé—. Todo esto tiene una explicación muy sencilla. Y muy divertida. Te vas a reír mucho. Pero antes, ayúdame a sacar de aquí este espécimen.
Cándida dejó el envoltorio sobre la mesa y se acercó modosamente al objeto de nuestra conversación.
—¿Lo has matado tú? —preguntó.
—¿Cómo puedes imaginar una cosa semejante? —la reprendí—. Un desaprensivo le disparó desde la azotea de la casa de enfrente. Y ni siquiera sabemos si está muerto.
—Sería una lástima —comentó—. Es joven y bien parecido. Y aún respira. Pero de un modo lento, y como desganado. Habría que trasladarlo con urgencia al hospital.
—No puede ser, Cándida —dije—. Me harían dar unas explicaciones que, aun siendo sencillas, como te acabo de decir, preferiría ahorrarme por ahora. Lo llevaremos a una farmacia de guardia y allí le darán curso. ¿Dispones de algún vehículo?
—El carrito de la compra. No sé si servirá: parece corpulento. Y si lo sacamos a cuestas, llamaremos la atención.
En vez de escuchar el parloteo de mi hermana, yo iba pensando. Finalmente le hice callar y le pregunté si se había cruzado con alguien en la escalera. Respondió que no.
—Entonces quítate la ropa —le ordené—. Y no hagas preguntas. El tiempo apremia.
La pobre Cándida se quedó en refajos mientras yo desvestía a Santi. Luego le pusimos a Santi la ropa de Cándida y a Cándida la de Santi. Como con los zapatos no había manera, consentí en que cada cual conservara los suyos. Con el pañuelo de hierbas que envolvía el bizcocho hicimos una toquilla que tapaba las facciones viriles del recepcionista. Lo sentamos en la silla y con grandes esfuerzos lo bajamos hasta el zaguán y lo dejamos en una zona umbría. Si uno no se fijaba mucho, parecía la portera. Le dije a Cándida que esperara media hora y diera aviso de haber visto al pasar frente a un portal una mujer indispuesta.
—Vestida de hombre no sé si me harán caso —objetó.
—Ay, Cándida, ¿por qué te empeñas siempre en complicarme la vida? —le reconvine.
—Está bien, haré como tú dices —dijo con un suspiro de resignación—. Y recuerda: es mejor remojar el bizcocho antes de hincarle el diente. A Viriato se le fue un poco la mano con el gluten.
Salió a la calle y se alejó rodeada de una hilaridad no mayor de la habitual y yo volví a subir a mi apartamento a la carrera. Escondí en la nevera la pistola, la pluma estilográfica y el bizcocho (daba asco) y rompí en mil pedazos la confesión que Santi me había querido hacer firmar.
En el aseo dormía Purines sentada en el bidet, con la cabeza del señor alcalde en el regazo. Los desperté con delicadeza y les insté a evacuar. Se intercambiaron papelitos con sus respectivos teléfonos directos y el señor alcalde prometió enviarle dos invitaciones para el Festival de Música Papú. Apenas se hubieron ido, saqué del armario al teniente coronel y a Ivet. Ivet le devolvió la casaca, el fajín y el tricornio, y el teniente coronel, después de despedirse con laconismo castrense, se fue. Ivet se puso el vestido y me miró con una mezcla de cansancio y melancolía.
—La cosas no salen siempre como uno desearía —le dije—, pero todo se arreglará. Ve a tu casa y espérame allí. No salgas ni recibas a nadie. No contestes al teléfono ni hagas llamadas. Como sabes, no puedo disponer de las horas del día, pues me reclaman graves obligaciones, pero en cuanto cierre la peluquería te llevaré algo de comer y te pondré al corriente de lo sucedido.
El marido de Reinona estaba en estado cataléptico. Le puse el abrigo y lo saqué al rellano.
—Baje la escalera por los peldaños, salga a la calle y coja un taxi. Si está libre, mejor. No hace falta que salude a la portera: es muy hosca.
—Gracias por todo —dijo él—. Una velada deliciosa. Verdaderamente deliciosa.
Reinona también salió algo contusa de debajo de la cama.
—Me parece que se me ha sentado encima un elefante —comentó.
Le devolví las chinelas, no sin pesadumbre, porque eran de una gran comodidad y para estar por casa me habrían venido de perlas. Luego le mostré el anillo de brillantes.
—Esto —dije— es suyo. No sé cómo, vino a parar a mi bolsillo.
—Yo lo puse —admitió—. Guárdalo en lugar seguro y no permitas que nadie se apodere de él. Cuando lo necesite, enviaré a alguien a buscarlo. Este anillo es vital para mí.
Se fue con el taconeo cansino de quien a su edad, con su belleza, su inteligencia, su posición y su clase, se ve obligada a confiar en un tipo como yo.
Sólo quedaba Magnolio. Lo zarandeé hasta que recordó dónde estaba y quién era. Le pregunté qué planes tenía para la jornada a cuyo inicio estábamos asistiendo y dijo que trataría de reanudar la vida ordenada y el digno oficio de chófer de alquiler.