Read La aventura del tocador de señoras Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #Humor - Intriga - Policiaco
—Estudiamos juntas de pequeñas. Éramos amigas. No teníamos secretos la una para la otra. Yo quería ser modelo y ella, teniente de la División Acorazada Brunete. Se pirraba por Tejero, hasta que descubrió que era calvo. Como ves, éramos dos criaturas. Yo soñaba con parecerme a una modelo llamada Lauren Hutton, ¿la recuerdas? Salía cada dos por tres en la portada de
Vogue
,
Cosmopolitan
y
Vanity Fair
.
—Adonde yo vivía en aquellos años felices sólo llegaban
El Caso
y
Cadeneta
, la revista del preso diligente. ¿Dónde estudiaron Ivet y usted?
—En un internado. De monjas. Esto aún te resultará más raro.
—Sí, pero menos de lo que usted se imagina. Siga hablándome de Ivet. ¿Cuál es su verdadero nombre?
—¿El de Ivet?
—Sí.
—Ivet.
—Continúe e inclúyase en el relato.
—Ivet tenía un año más que yo. La admiraba mucho. En el fondo yo pensaba que ella acabaría siendo modelo y yo no. Algo así sucedió, pero a Ivet nunca le interesó la pasarela. Es raro, porque le sobraban cualidades y el dinero no le habría venido mal. Según decían y se echaba de ver, su familia era pobre, al menos para los estándares del internado. Un curso dejó de venir.
—Pero ustedes dos se siguieron viendo.
—Poco, y siempre por casualidad. Yo no sabía cómo localizarla y ella, que sí sabía, nunca lo intentó. Aun así, coincidíamos a veces en la calle, en las tiendas, en un cine o en actos sociales. En estas ocasiones ella se mostraba muy reservada respecto de su propia vida. Nunca me dijo lo que hacía, ni si tenía novio, ni ninguna de estas cosas. Finalmente yo me fui a estudiar al extranjero y dejamos de vernos.
—Hasta que…
Ivet Pardalot sonrió con amabilidad por primera vez y movió la cabeza.
—Ya he hablado bastante. Si te lo cuento todo, no habrá trato.
—No habrá trato en ningún caso. No se ofenda. Yo tampoco quiero hacer juicios precipitados. Todavía no sé si puedo fiarme o no de usted. El otro día me pusieron una bomba, cuyos efectos sobre el local aún se echan de ver, y esta misma mañana alguien me ha tirado un tiro en mi propia casa. Ya ve que no me sobran motivos para confiar en la primera persona que se me acerca con una proposición. Si desea mi colaboración, primero habrá de demostrar que está de mi parte.
Pensé que se enfadaría, pero no se enfadó.
—Entiendo tu postura —dijo—, pero cometes un error. Si cambias de opinión, házmelo saber. No te digo dónde ni cómo: no te faltan medios cuando te quieres comunicar con la gente. ¿Qué te debo?
—Nada. Ni siquiera le he tocado un pelo.
—Todos hacen lo mismo. Pero aun así, te he hecho perder un buen rato. A una clienta normal le cobrarías.
—Si quedara satisfecha, sí. Si no, no.
Se fue y al llegar a la puerta se dio media vuelta para mirarme a la cara y dijo:
—Los negocios de mi padre no eran del todo limpios, pero esto no explica por qué lo mataron. Si hubieran querido perjudicarle habrían cursado una denuncia o habrían filtrado información a los periódicos. Muchas personas se habrían visto implicadas en los trapicheos de la empresa, pero nada habría llamado tanto la atención como un asesinato. Si buscas un móvil, no lo busques en el Registro Mercantil. Considera este consejo como un pago en especie. Y una cosa más: todos necesitamos que nos quieran y nos cuiden.
—Esto último no sé a qué viene —dije yo.
—A nada —dijo ella—, es la propina.
*
Cuando salí el cielo estaba negro y por la parte de la derecha, conforme se mira al puerto, podían percibirse truenos y otros fenómenos. Hube de recorrer media docena de establecimientos comerciales (el videoclub del señor Boldo, el quiosco del señor Mariano, la mercería de la señora Eulalia, la agencia de viajes El Bisonte, la farmacia del licenciado Vermicheli) hasta encontrar quien me prestara un paraguas (todos aducían necesitar el suyo), provisto del cual cogí tres autobuses y fui adonde estaba Magnolio ejerciendo la vigilancia que yo le había encomendado. Un espectáculo de relámpagos acompañó nuestro encuentro.
—Mucho le agradezco que venga a relevarme —dijo Magnolio—, ya tenía el corazón en un puño.
—¿Le asustan las tormentas y su aparato? —le pregunté.
—No, señor. Pero he aparcado el coche en la calle Bruc y una riada se lo podría llevar.
Le tranquilicé al respecto asegurándole que la calle Bruc disponía de un sistema de recolección de aguas pluviales a prueba de aguaceros y le rogué me hiciera un resumen de lo ocurrido en el decurso de la jornada.
De buena mañana, empezó diciendo, se había apostado tras el tronco añoso de un viejo plátano (que en su país llamaban por error banano) frente a la casa de la señorita Ivet y desde allí, protegido de la curiosidad de los viandantes por el tronco y de los rayos del sol por la frondosa copa (del árbol añoso) había estado observando el portal de la casa de la señorita Ivet hora tras hora. Durante las cuales, agregó, el misterioso, amenazador y seguramente ficticio personaje de la gabardina que había seguido a Ivet no había dado señales de vida ni, en términos generales, había ocurrido nada digno de mención. Sólo a las diecisiete horas y veintidós minutos, prosiguió Magnolio, Magnolio había visto salir de la casa a la propia señorita Ivet y caminar por la calle Mallorca hasta llegar al Paseo de Gracia y por el Paseo de Gracia abajo en dirección a la Plaza de Cataluña. Como no se podía poner en contacto conmigo para recabar instrucciones, continuó relatando Magnolio, Magnolio decidió tomar la iniciativa de seguirla, siempre guardando las debidas precauciones para no ser avistado por la señorita Ivet. El haber perdido Magnolio un tiempo precioso en estas reflexiones y el haber en aquella zona céntrica de nuestra ciudad, transeúntes y árboles añosos que sortear casi le habían hecho perder el rastro de la señorita Ivet. Finalmente empero, dijo Magnolio, Magnolio la había vuelto a vislumbrar cuando la señorita Ivet en persona desaparecía por las escaleras que conducían a la estación subterránea de ferrocarril «Plaza de Cataluña», situada precisamente en el subsuelo de la Plaza de Cataluña, de la que tomaba su nombre. Allí (en la estación «Plaza de Cataluña» de la Plaza de Cataluña) la señorita Ivet se había dirigido a una ventanilla de información al usuario (del ferrocarril) y dialogado brevemente con el empleado de adentro. Luego había consultado un panel electrónico indicador de los horarios, destinos y otras características de los ferrocarriles. Por último la señorita Ivet se había dirigido a una máquina expendedora de billetes de ferrocarril (al usuario) y había examinado la lista de precios. Satisfecho su interés a este respecto, la señorita Ivet había emprendido el camino de regreso a su casa (o inverso), siempre seguida de Magnolio, adonde ella se había reintegrado a las diecisiete horas y cincuenta y seis minutos, aproximadamente, no sin antes haberse proveído de víveres en una charcutería. Después de esta excursión a la Plaza de Cataluña, no había pasado nada más, salvo que estaban cayendo goterones mientras él hablaba, concluyó Magnolio.
Abrí el paraguas y como bajo su escaso diámetro no teníamos cabida los dos sin incurrir en posturas licenciosas, le dije que se fuera, no sin antes felicitarle por lo acertado de su actuación y la claridad de su informe y encarecerle que a la mañana siguiente fuera a la peluquería a la hora de apertura por si había que hacer algo más. Prometió cumplir y se fue corriendo.
Los pocos peatones que aún deambulaban por allí le imitaron en lo de irse y pronto me quedé sin otra compañía que la circulación rodada. En previsión de una larga espera bajo la lluvia, recogí una bolsa del plástico del suelo (había muchas), la abrí por las costuras y la extendí sobre la acera a fin de proteger de la humedad el culo. Sobre esta elemental pero eficaz esterilla me senté, apoyé la espalda en el tronco del árbol añoso, encogí las piernas para quedar todo yo cubierto por el paraguas y fijé mi atención en la ventana de la vivienda de Ivet. Al cabo de un rato el progresivo oscurecimiento del cielo producido por la puesta del sol activó el alumbrado público y los escaparates y rótulos de las tiendas. En muchas ventanas y balcones se encendieron luces. Más tarde cerraron las tiendas las puertas. Disminuyó mucho la circulación rodada y amainó la lluvia. Pensé en la pizzería con añoranza y carpanta. De buena gana habría entrado en cualquiera de los bares que proliferaban en el sector terciario (propicio al ocio) de nuestra ciudad y adquirido un bocadillo de calamares encebollados u otra especialidad, pero no andaba sobrado de fondos y la investigación del caso podía prolongarse varios días, cuando no meses, con la consiguiente acumulación de gastos, siempre difíciles de afrontar y más cuando el capital inicial asciende a casi nada.
A las once o así paró de llover, se abrieron las nubes y compareció la luna en el firmamento. En la ventana del piso de Ivet me pareció distinguir la silueta de la mitad superior de Ivet. Luego desapareció esta silueta y apareció la silueta de la mitad inferior de Ivet. Por un momento pensé que Ivet se proponía dejar constancia ante un observador externo de que seguía entera, pero pronto rechacé esta idea absurda y colegí que debía de estar haciendo gimnasia. Mientras resolvía este enigma desaparecieron las dos siluetas complementarias y se apagó la luz, dejando la ventana a oscuras. Otras ventanas hicieron lo mismo. Pasada la medianoche no quedaban luces en las ventanas de aquel edificio ni en los restantes. Era una noche de recogimiento. Hasta los bares cerraban sus puertas temprano. La tranquilidad reinante me produjo un sueño invencible. Dormí un rato.
Me despertó un estruendo y una sacudida que me hizo dar varias volteretas por la acera. Era un estornudo, con el que mi organismo anunciaba su voluntad de resfriarse a causa de la lluvia, del relente y de que me habían robado el plástico mientras dormía. No así el paraguas, que había tenido la precaución de colgar por el mango de una rama del árbol alta y añosa. Clareaba y circulaban los primeros autobuses. Recogí el paraguas y en uno de aquéllos emprendí el camino de regreso a mi apartamento.
Antes de entrar llamé a la puerta de al lado. Abrió Purines, a quien pregunté si durante mi ausencia había pasado algo digno de mención.
—Nada de tu incumbencia —respondió—. Tú, en cambio, vienes hecho un san Isidro labrador. Calado, ojeroso, pálido y tiritando. ¿Te has echado al mar?
—No es nada, Purines —quise decirle. Pero un estornudo, que me lanzó al otro extremo del rellano, desmintió mi diagnóstico.
Conque me hizo entrar en su piso, aprovechar el agua de la bañera que había utilizado un cliente y aún guardaba su tibieza y propiedades para darme un baño de espuma, relajante y profiláctico, y ponerme ropa limpia y seca, mientras ella me preparaba un té. El baño me dejó como nuevo, pero la ropa que me prestó, cuando me la vi puesta en el espejo, me alarmó un tanto.
—Oye, ¿de qué voy vestido? —quise saber.
—¡De Edita Gruberova en
La fille du régiment
! —respondió a gritos desde la cocina.
—¡No sé qué es eso!
—¡Ni falta que te hace! ¡Tu ropa está en el tendedero y con esta humedad no se secará hasta dentro de unas cuantas horas! ¡Y con la que llevas no podrás golfear!
Como por nada del mundo quería ofender a Purines (ni abusar de los signos de exclamación, que detesto), volví a mirarme al espejo y pensé que no había mal que por bien no viniese y que aquel disimulado atavío era muy adecuado para mis planes. De modo que me bebí tres tazones de té (no me gusta) que me calentaron el estómago pero no engañaron el hambre, y luego, tras reiterar mi gratitud a Purines y sacar el polvo de mi apartamento, me fui a la peluquería, adonde llegó también, con admirable puntualidad, Magnolio.
—Vaya con el modelito —exclamó al verme—. No le sabía estas aficiones.
—No piense mal —dije—. Es un disfraz. ¿Ha desayunado?
—Sí, señor. Opíparamente.
—Ah, por eso se le ve tan risueño.
—Por eso y por otro motivo no menos importante —dijo Magnolio.
Acto seguido y en tono confidencial me refirió que aquella mañana se había levantado temprano, había limpiado el coche y lo había aparcado a la puerta de la mansión de los señores Arderiu con la esperanza de trabar contacto con una de las dos criadas dominicanas de dichos señores, pues a su paso fugaz por aquélla (casa) alguien le había dicho que la encargada de ir a comprar el pan y los cruasanes para el desayuno de los señores Arderiu era precisamente Raimundita, por quien Magnolio sentía, como me había confesado con anterioridad el propio Magnolio, una afición muy acorde, por lo demás, con nuestros intereses. La suerte había favorecido a Magnolio y a eso de las seis horas y cuarenta y ocho minutos Raimundita en persona había salido a la calle con una bolsa de tela, a la sazón vacía, en la que, según todos los indicios, luego confirmados, se proponía meter el pan y los cruasanes. Entonces Magnolio había salido del coche y, dejando la puerta abierta, así como el capó, para que ella pudiera admirarlo en su totalidad, la había saludado con sobria dulzura y le había preguntado adónde iba. Ella, que casualmente se protegía de la serena con una caperucita roja, había respondido que iba a la panadería a comprar pan y cruasanes para sus amos (los señores Arderiu) como todas las mañanitas. ¿Y no le daba miedo andar sola por aquellas calles solitarias etcétera, etcétera? No; sólo se asustaba cuando le salía al paso un negrazo chango, canilludo y tutumpote. Y él: que no fuera malpensada, m’hija, que sólo había venido a acompañarla en coche por si llovía, no se fuera a mojar.
—¿Le importaría dejar las estampas costumbristas para mejor ocasión y decirme si ha averiguado algo pertinente al caso? —le interrumpí.
—Pues la verdad es que nada —respondió un poco dolido—. Tampoco era cosa de propasarme en nuestra primera cita. Sólo, platicando de esto y de aquello, me contó Raimundita que anoche los señores Arderiu no salieron y que recibieron la visita del abogado señor Miscosillas, hombre maduro y canoso, a quien ella conocía de haberlo visto en la casa otras veces. El señor Arderiu y el abogado señor Miscosillas estuvieron hablando un buen rato, a solas. También durante el día habían recibido una invitación del señor alcalde para un mitin preelectoral, aunque este dato es poco significativo, ya que todos los censados en Barcelona hemos recibido la misma invitación para el mismo mitin.