Read La aventura del tocador de señoras Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #Humor - Intriga - Policiaco
—Mi padre —dijo— fue un hombre muy desgraciado. Por este motivo hizo desgraciada a mi madre, y ambos me hicieron desgraciadísima a mí. Toda una familia catalana sumida en la desgracia por culpa de una sola persona. Esta persona todavía vive. Y aunque ha pagado parte del mal que nos hizo, todavía le queda mucha deuda por saldar.
—Escuche —dije aprovechando una pausa en su disertación—, yo soy peluquero, no psiquiatra. Para mí no tiene sentido alimentar rencores cuando ya es tarde para remediar las cosas. Bastante difícil es ganarse los garbanzos cada día, luchar contra los achaques y tratar de darse un gusto cuando se presenta la ocasión. Usted es joven, inteligente, rica y, a la luz de las velas, hasta resulta agraciada. Si quisiera, podría conseguir cualquier cosa: un marido, un amante, un maromo. Incluso varios, si le gusta la bulla. Una vida sentimental satisfactoria no implica necesariamente una goleada. ¿No ha visto aparearse los caracoles y otros fósiles en los documentales de la televisión? Uno los ve y piensa, yo con ésa no lo haría. Pero a ellos se los ve felices. Es lo que cuenta, y todo lo demás, perder el tiempo. Bien sé que estos consejos son vulgares. En modo alguno cubren el monto de la fianza y los honorarios del letrado. Si supiera cómo saldar el resto de la deuda, lo haría sin renuencia ni demora, pero no tengo nada ni creo que lo vaya a tener a corto, medio o largo plazo. Ya le he dicho que la encuentro atractiva, y aún la encontraría más si en lugar de hacerse mala sangre alegrara esa cara. Incluso es posible que no desdeñara un revolcón, aunque no en este escenario truculento. Ahora bien, si lo que pretende es hacer de mí un instrumento de su venganza, la respuesta es no. Búsquese a otro.
Un largo silencio siguió a estas ponderadas razones. En la quietud de la noche se oía el lejano tictac de un reloj, el crujido de las maderas, el susurro del viento y el acongojado trasiego de las ánimas benditas del purgatorio.
—Yo creía —dijo Ivet con voz ronca, apenas perceptible en medio de tanta algarabía— que te interesaba resolver el caso.
—El caso no —respondí—, sólo mi caso. Yo no pertenezco a ningún estrato social. Que no soy rico, a la vista está, pero tampoco soy un indigente ni un proletario ni un estoico miembro de la quejumbrosa clase media. Por derecho de nacimiento pertenezco a lo que se suele denominar la purria. Somos un grupo numeroso, discreto, muy firme en nuestra falta de convicciones. Con nuestro trabajo callado y constante contribuimos al estancamiento de la sociedad, los grandes cambios históricos nos resbalan, no queremos figurar y no aspiramos al reconocimiento ni al respeto de nuestros superiores, ni siquiera al de nuestros iguales. No poseemos rasgos distintivos, somos expertos en el arte de la rutina y la chapuza. Y si bien estamos dispuestos a afrontar riesgos y penas por resolver nuestras mezquinas necesidades y para seguir los dictados de nuestros instintos, resistimos bien las tentaciones del demonio, del mundo y de la lógica. En resumen, queremos que nos dejen en paz. Y como no creo que después de esta exposición haya coloquio, me marcho a mi casa, a descansar. Si vuelven a detenerme, no hace falta que me envíe a su abogado. Tampoco hace falta que me acompañe a la puerta, yo solo encontraré el camino.
Le tendí la mano para demostrarle que no me caía mal. Seguramente por la misma causa ella la aceptó.
—Veo —dijo— que me he equivocado contigo. Pensaba que no interpretarías un gesto de amistad en términos puramente monetarios. La culpa del malentendido es mía: por tener demasiado dinero no valoro lo que doy y calculo mal el efecto de la generosidad en la sordidez ajena. Ya iré aprendiendo. Por lo demás, no te preocupes: no pienso presentarte factura por mi intervención y no necesito de tus servicios, ni para llevar a término mis planes ni para aliviarme los picores. Habríamos podido acabar mejor, pero al menos nos hemos entendido. Si quieres te pido un taxi.
—Gracias —respondí—. La red de autobuses de nuestra ciudad es inmejorable.
Desanduve el pasillo cuidando de apagar las luces en el recorrido, de modo que dejé la casa sumida en la oscuridad, salvo por el distante reflejo anaranjado del candelabro en el dormitorio y la suave luminiscencia proveniente del ascensor cuando éste acudió a mi llamada y abrió educadamente sus compuertas. Dejé que se cerraran. La luz del ascensor se redujo a una raja vertical, que menguó de prisa, de arriba abajo, y desapareció tragada por la horizontal del suelo.
Durante un largo rato no pasó nada. Si creyéndome ido, Ivet hacía algo, no era algo que yo pudiera percibir con el oído a la distancia que mediaba entre la lúgubre alcoba y el tenebroso recibidor. Me puse muy nervioso. Finalmente el resplandor de las velas se agitó, bailó una sombra en las paredes del pasillo y salió Ivet llevando el candelabro en una mano, como una fantasma. Habría sido fatal para mí si se hubiera dirigido adonde yo estaba, pero tomó la dirección contraria. Para seguirla con sigilo me quité los zapatos y los dejé junto a la puerta del ascensor con la intención de recuperarlos al salir, porque sólo tenía (y sigo teniendo) aquel par. Ivet acabó de recorrer el hondo pasillo, entró en un aposento y cerró la puerta, dejándome en tinieblas. Me aplasté contra la pared de la derecha para no chocar contra la pared de la izquierda y seguí avanzando con exasperante lentitud. Por la parte inferior de la puerta que acababa de cerrar Ivet se filtró una rayita de luz eléctrica. Apliqué el oído a esta rayita y percibí un murmullo. Supuse que Ivet estaría haciendo lo que, según tengo entendido, hacen las mujeres cuando la agitación les quita el sueño y nadie las ve: comer, pero me equivocaba, porque de inmediato oí su voz clara y sin tropiezos decir:
—Soy yo. ¿Dormías? Lo siento… Sí, el pazguato se ha ido… No, el pazguato se muestra remiso a colaborar. Ni se lo he planteado. Sólo un tanteo… Un tanteo verbal, tontín. Sí, de capirote, como tú decías… No importa: acabará cooperando y sin cobrar un duro… No, dinero no, pero le he insinuado que me acostaría con él si se avenía… Sí, con el pazguato. No, tontín, lo decía en broma… Que no, tontín… ¿Y a ti qué te importa?… Oh…, oh…, oh… No, tontín, estoy vestida…, un vestido sin mangas, con frunces, de Sonia Rykiel… ¿Mañana? No sé. He de mirar la agenda… No, ahora no me hagas decidir nada. Me caigo de sueño, tontín. Llámame si quieres. Si no, te llamaré yo. Buenas noches. Que duermas bien, tontín.
Colgó (supongo) y retrocedí a gatas (cosa difícil siempre; más a oscuras; pruébelo si no me cree) por si salía por aquel lugar, pero debió de tomar otra ruta o quedarse donde estaba, porque se apagó la luz y ya no pasó nada más. Todavía permanecí un rato en el pasillo, a la espera de nuevos acontecimientos, hasta que me di cuenta de que yo también me estaba durmiendo, como tontín. Regresé adonde me esperaban los zapatos, llamé al ascensor, bajé sin novedad a la portería, salí a la calle. Había amanecido en la ciudad y el tráfico era denso. Fui a la parada del autobús. Lo que le había dicho a Ivet sobre nuestros transportes públicos de superficie había sido una bravata. Por fin llegó el autobús, subí, conseguí sentarme. Me di cuenta de que aún llevaba los zapatos en la mano. No se puede estar en todo.
*
Magnolio me encontró delante de la peluquería, donde me había quedado dormido sin darme cuenta, despatarrado en la acera, cuando me disponía a abrir. Temeroso del qué dirán, me introdujo en el establecimiento a rastras y me metió la cabeza bajo el grifo del lavabo.
—Anoche me detuvieron —dije al despertar, no fuera Magnolio a formarse de mí un concepto innoble— y casi no pegué ojo. Ni anteanoche. La verdad es que me alegro de haberlo readmitido como subalterno interino, porque esta mañana, mientras usted hace prácticas, me tomaré un merecido descanso en un rincón.
—Ah, no, señor —respondió Magnolio—, justamente venía a decirle que esta mañana no cuente conmigo. Me ha salido un trabajillo de chófer y no he podido negarme. Vendré esta tarde.
—¡Cómo! El segundo día y ya empezamos con éstas —rugí con sobrados motivos.
Prometió que no volvería a suceder y se fue. Metí de nuevo la cabeza bajo el grifo. Cuando desperté, el agua que me entraba por la oreja me salía por la boca. Cerré el grifo, recogí el agua del suelo y puse a secar la palangana. Eran casi las nueve y media y la peluquería seguía cerrada al público. Una vergüenza. Corrí a la puerta, di la vuelta al rótulo que por una cara rezaba: «Momentáneamente cerrado», y por la otra: «Permanentemente abierto», y subí la cortina confeccionada tiempo atrás con mis propias manos y con los restos de un delantal que me había dado la señora Pascuala de la pescadería (cuando aún se hacía ilusiones respecto de nuestro futuro), y yo había embellecido añadiéndole (con grapas) un fruncido y colgado de una caña sobre el cristal de la puerta con objeto de preservar el mobiliario de los rayos del sol, aun a sabiendas de que la peluquería estaba orientada al Norte, pero en previsión de los cambios climatológicos que a menudo anunciaban las organizaciones ecologistas. Hecho lo cual me senté a esperar.
Transcurrieron dos horas verdaderamente tranquilas. Luego, de repente, sin haber pedido hora, irrumpieron en la peluquería cuatro guardias urbanos y se pusieron a revolverlo todo. Yo iba del uno al otro con el peinador, por si alguno deseaba un corte, un afeitado o una loción, pero ellos mismos, por boca de su cabo, se encargaron de desengañarme con respecto a sus intenciones.
—Inspección rutinaria. En breve le visitará alguien importante. Entregue los objetos cortantes y punzantes.
Se incautaron de las tijeras y el peine y salieron para dejar paso a un equipo de televisión. Creo haber descrito ya la configuración y tamaño de la peluquería, pero no estará de más recordar al olvidadizo lector que una persona de regular envergadura, si tal fuera su capricho, podría colocarse en el centro del local y con sólo estirar los brazos destrozarse las uñas contra el yeso de las paredes, figura con la que se da a entender no andar uno muy sobrado de espacio. Pero tampoco era cuestión de hacer un feo a quienes tal vez venían a rodar la campaña publicitaria de Freixenet o a localizar interiores para un largometraje, así que fui sacando a la acera los muebles y utensilios del oficio a medida que iban entrando en la peluquería cámaras, focos, grúas y un número indeterminado de personas cuya función consistía en levantar acta de todas las pegas.
—Hostia, es que así no se puede trabajar, hostia. Y encima con prisas. Es que sois la hostia.
A la señora que me pasaba por la cara una esponja húmeda para quitarme los brillos le expliqué que las ojeras eran debidas a haber sido detenido la noche anterior y casi no haber pegado ojo, así como la precedente, y haberse ausentado mi ayudante por causas de fuerza mayor. La maquilladora respondió que ella no estaba allí para hablar con nadie y que si quería decir algo se lo dijera al realizador. El realizador me dijo que me abrochara todos los botones, que no hablara si no me lo ordenaba él expresamente y que por ningún concepto mirase a las cámaras. Le dije que procuraría hacerlo lo mejor posible y le pregunté si me podían facilitar el guión, porque la noche anterior me habían detenido y casi no había podido pegar ojo. Me arreó un sopapo, me colocó donde a él le pareció mejor (para el encuadre) y dio orden de encender los focos, provocándome con ello una ceguera temporal. Trataba de disimular mi aturdimiento con una carcajada estentórea, como había visto hacer a nuestros mejores presentadores, cuando oí una voz firme pero no exenta de afectuosidad decir:
—¿Qué tal?
—Mal —respondí—. Anoche me detuvieron y casi no pegué ojo, y anteanoche, tampoco.
—Bueno —dijo la voz firme y afectuosa—, a mí esto me la sopla. Soy el alcalde de Barcelona y estoy haciendo campaña electoral. Ya sabe: reírme como un cretino con las verduleras, inaugurar un derribo y hacer ver que me como una paella asquerosa. Hoy me toca esta mierda de barrio. ¿Estamos en directo? Ah, vaya. Habérmelo dicho.
—Es que es usted la hostia, alcalde —dijo el realizador.
—Yo no estoy censado —advertí.
—Mejor, mejor —replicó el señor alcalde—. Al partido y a mí nos interesa el voto independiente.
Del vacío exterior llegó la voz imperiosa del realizador:
—¡Que no mires a la cámara te han dicho, hostia! ¡Y no hables! Señor alcalde, diga su frase, que vamos muy retrasados de horario.
Carraspeó el señor alcalde y mirándome a la cara, como si hablara conmigo, dijo:
—Hola, conciudadanos y conciudadanas. Soy candidato a ser lo que soy, o sea, alcalde. Después de cuatro años en la alcaldía me propongo llevar a feliz término mi programa, que consiste en seguir cuatro años más en la alcaldía. Para ello pido tu voto. ¿Esto es una verdulería?
—No, señor alcalde. Es una peluquería. Señora, caballero, si quiere un moldeado informal pero elegante, ¿a qué espera? Venga corriendo a…
—Oiga, que el spot es mío, no suyo —interrumpió el alcalde. Y luego, fijando la vista en mí, exclamó—: Eh, yo a usted lo tengo visto: usted es el presunto asesino de Pardalot.
—Sí, señor alcalde, y aprovecho la presencia de la televisión para reafirmar mi…
—No me líe, hombre, no me líe, que estoy en plena campaña —dijo el alcalde—. No se puede tener la cabeza en dos sitios a la vez. Yo, personalmente, no la puedo tener ni siquiera en uno. Y esa paella, ¿viene o no viene?
Antes de recibir respuesta a su pregunta, se apagaron de golpe los reflectores y comprobé que mi ceguera temporal era en realidad permanente. El señor alcalde preguntó si ya habíamos terminado.
—Aún no, señor alcalde —respondió el realizador—. Ni siquiera hemos empezado. Ha habido un apagón.
—Ah, ¿y eso es bueno o malo para la ciudad? —preguntó el señor alcalde.
—Yo lo único que sé es que vamos con un retraso de la hostia —dijo el realizador—. A ver, que salga alguien a preguntar si todo el barrio está afectado.
Salieron el operador, el ingeniero de sonido, el jefe de producción, dos electricistas y el desgraciado de la claqueta y volvieron diciendo que no habían averiguado nada, pero que todo el barrio se había quedado sin luz. Y sin gas. El señor alcalde me cogió del brazo y me llevó a un rincón.
—La verdad es que no lo pasamos mal aquella noche en su casa, ¿se acuerda?, cuando vino Reinona y yo me escondí en el aseo con su vecina. Joroba, qué tía. Por cierto, que nuestra conversación quedó interrumpida. Entre usted y yo, quiero decir. Si no recuerdo mal, yo había ido a preguntarle quién había matado a Pardalot y usted no llegó a contestarme. Por falta de tiempo, supongo, o de interés. Pero ahora se nos presenta una excelente ocasión para reanudar el diálogo. Ahí enfrente hay un bar. Le invito a un capuchino.