La batalla de Corrin (16 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La batalla de Corrin
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—¿Un aviso de Rikov? Quiero ver al mensajero.

—No puede, primero. No ha bajado a la superficie. El mensajero sigue en órbita, transmitiendo, pero se niega a abandonar su nave. Tiene miedo de contagiarnos a todos.

—¿Contagiarnos? ¿Qué está pasando?

—Y eso no es todo, señor… han empezado a llegar noticias de otros mundos de la Liga.

Mientras el quinto le explicaba la situación atropelladamente, Quentin lo cogió del brazo y lo alejó de allí. A su espalda, el erudito miraba con expresión plácida. Luego, el anciano se sujetó unos pliegues de su camisa púrpura y le habló a la silenciosa Wandra, como si pensara que podía ser una audiencia receptiva a sus ideas esotéricas.

Con una expresión de inquietud en el rostro, Quentin observó mientras en el Consejo de la Yihad veían el mensaje grabado por Rikov. Las imágenes que había transmitido el apresurado mensajero desde su nave en órbita mostraban la epidemia extendiéndose por Niubbe y las zonas rurales de Parmentier, gente muerta o moribunda por las calles, salas de hospitales desbordadas… y eso había sido hacía semanas, al inicio de la epidemia.

—La noticia ya está desfasada —dijo el Gran Patriarca Xander Boro-Ginjo—. Quizá a estas alturas ya han encontrado una cura. ¿Quién sabe lo que habrá pasado en este tiempo?

—Yo estaba allí cuando los primeros proyectiles estallaron en la atmósfera —dijo Quentin—. En aquel momento no entendimos lo que Omnius estaba tramando. Y ahora Rikov está atrapado.

—¿Quién puede saber nunca lo que Omnius pretende? —preguntó el virrey interino. Con frecuencia Brevin O'Kukovich hacía comentarios que no significaban absolutamente nada.

Quentin no hizo caso.

—Si las máquinas pensantes han desarrollado un arma biológica, debemos estar alerta. Podemos destruir los proyectiles que lancen contra nosotros en el espacio, pero una vez que la enfermedad entre en la atmósfera, ni las rigurosas cuarentenas ni los tratamientos médicos serán completamente efectivos. No hay ninguna garantía.

Aunque había tenido poco tiempo antes de aquella sesión de emergencia, Quentin había reunido informes de naves llegadas recientemente. También había encargado a Faykan que ampliara las patrullas en el perímetro espacial de Salusa Secundus y extendiera la red de sensores para detectar la llegada de posibles proyectiles. Normalmente habría sido casi imposible diferenciar objetos tan pequeños entre la maraña de basura espacial que flotaba por el sistema, pero el ejército conservaba grabaciones muy precisas de los primeros torpedos lanzados en Parmentier, así que tenían con que comparar, y eso les permitiría descartar falsas señales.

—Tenemos que verificar esta noticia —dijo el virrey interino—. Tendremos que meditar bien qué tipo de acción emprendemos.

Quentin se puso en pie. Ahora que el comandante supremo Atreides se había ido —irónicamente a Parmentier—, él estaba temporalmente al mando.

—Hay que emprender acciones inmediatamente. Si las sospechas de Rikov son acertadas, no podemos perder ni un momento. Con el comercio interestelar y el intercambio continuo de personas y mercancías por todos los mundos de la Liga y los Planetas No Aliados, una epidemia podría provocar un daño sin precedentes a la raza humana…

La línea segura de su comunicador sonó, y Quentin aceptó el mensaje. La voz de Faykan llegó lo bastante clara para que los miembros del Consejo le oyeran.

—Primero, sus sospechas eran correctas. Tal como predijo, hemos detectado un grupo de torpedos como los que atacaron Parmentier que venían hacia aquí.

Quentin miró con expresión de connivencia a aquellos hombres y mujeres sentados alrededor de la mesa del Consejo.

—¿Los habéis interceptado?

—Sí, señor.

—Tendríamos que conservar uno intacto para poder analizarlo —propuso uno de los miembros del Consejo—. Quizá podremos averiguar qué está haciendo Omnius.

Faykan lo interrumpió:

—Los hemos destruido todos para evitar el riesgo de un contagio accidental.

—Excelente trabajo —dijo su padre—. Mantened la vigilancia. Salusa es el objetivo más importante de la Liga, así que seguramente Omnius enviará más proyectiles.

Faykan cortó la comunicación y Quentin miró a su alrededor.

—¿Quién pone en duda que Omnius ya habrá enviado más de esos torpedos a otros mundos? Tenemos que detenerlos, hacer correr la noticia antes de que la epidemia se extienda a otros planetas.

—¿Y cómo se propone hacer eso exactamente? —preguntó el virrey interino O'Kukovich.

Con decisión, Quentin expuso su plan.

—Dispersando al ejército de la Yihad lo más rápido posible, enviando exploradores con avisos y preparando las cuarentenas. La urgencia de la misión quizá justifique el uso de naves que plieguen el espacio —dijo después de pensarlo—. Es posible que perdamos una de cada diez naves, pero si no alertamos y ayudamos a otros planetas a prepararse, podríamos perder la población de planetas enteros.

—Todo eso suena… hum, bastante drástico —dijo O'Kukovich con voz indecisa, buscando apoyo en los que le rodeaban.

—Exacto… igual que el plan de Omnius.

El propio Quentin se puso al frente de una patrulla, como un oficial más. Iba a toda velocidad de un sistema a otro, ayudando a las poblaciones locales a poner en práctica medidas de protección. Docenas de torpedos biológicos fueron interceptados en otros mundos de la Liga, pero evidentemente algunos lograron pasar. Parmentier estaba aislado… y habían llegado noticias de otros cinco planetas donde la epidemia estaba causando estragos.

Quentin temía que fuera demasiado tarde.

Se impusieron severas cuarentenas, pero aun así la gente escapaba, llevando la epidemia consigo. Sin duda, algunos buscarían refugio en Salusa Secundus. Ni siquiera con medidas draconianas podrían proteger el mundo capital de la Liga. ¿Cómo iban a interceptar cada pequeña nave desesperada que aparecía? Eso habría significado cerrar el paso a todas las naves e imponerles una cuarentena para verificar si sus ocupantes manifestaban los síntomas de la epidemia. Por suerte, dada la lentitud de los viajes espaciales estándar y la relativa rapidez con que actuaba la enfermedad, la tripulación de cualquier nave infectada habría manifestado los síntomas antes de llegar a Salusa.

Quentin andaba arriba y abajo por el puente, observando las expresiones extraviadas y la confusión en el rostro de sus hombres. Los técnicos de sensores estaban en alerta permanente, conscientes de que si se despistaban un momento, si un solo torpedo biológico escapaba a su vigilancia, un mundo entero podía perecer.

Después de tantos años de Yihad, la Liga era un organismo enfermo e inestable, unido por el odio común a las máquinas pensantes. Quentin temía que una epidemia tan virulenta como aquella —y el pánico, que se extendía aún más deprisa— haría que la civilización se desmembrara.

17

Soy todos los cementerios que han existido, todas las vidas resucitadas… pero vosotros también.

R
AYNA
B
UTLER
,
Visiones verdaderas

Cuando las visiones provocadas por la fiebre derivaron en las pesadillas y la negrura del sueño profundo, Rayna Butler perdió la conciencia, aferrándose a un hilo de vida tan fino como un hilo de seda. Las descripciones que su madre le había hecho del cielo durante sus lecciones diarias de religión no se parecían nada a aquello.

Cuando finalmente volvió a su cuerpo, su vida y su mundo, Rayna descubrió que todo había cambiado.

Seguía acurrucada en el interior del armario oscuro y sofocante, y se dio cuenta de que tenía la ropa sucia y acartonada por el sudor seco. Las mangas de su blusa, apelmazada y descolorida, tenían un tono rosado a causa de la sangre que había supurado por sus poros junto con el copioso sudor de la fiebre. Aunque el descubrimiento le resultó extraño y perturbador, Rayna se sentía emocionalmente vacía, y sus sentidos estaban embotados. Ni siquiera notaba el olor de la ropa.

Cuando trató de levantarse, sintió que sus músculos debilitados temblaban. Estaba sedienta, no entendía cómo podía haber sobrevivido sin beber. No trató de entender si aún había algo que tuviera sentido. Cada paso, cada aliento era una pequeña victoria por sí solo, y sabía que le esperaban cosas mucho más difíciles…

Rayna bajó la vista a su cuerpo y vio que tenía la ropa cubierta por mechones de pelo rubio, largos mechones que le habían caído de la cabeza, y otros más pequeños, del vello de sus brazos. No tenía sentido. Su piel se veía muy pálida, y totalmente lisa.

Moviéndose con una dolorosa lentitud, temiendo que su cuerpo se partiera en cualquier momento, la joven fue a buscar a sus padres para contarles las visiones y las revelaciones religiosas que había tenido. ¡La mismísima santa Serena le había hablado! Estaba segura de que al final entendería lo que había querido decirle. Aquellas instrucciones celestiales sin duda eran ecos de la voz de Dios, y si había podido escucharlos había sido solo gracias a la gravedad de su enfermedad.

Pero cuando llegó a la habitación de sus padres, Rayna los vio exactamente en la misma posición que recordaba, solo que ahora sus cuerpos estaban hinchados y tenían el color malsano de la descomposición. Aunque la impresión y el hedor despertaron bruscamente sus sentidos, Rayna se quedó mirando durante un largo momento, luego se fue.

En otras salas y habitaciones, encontró dos cuerpos más, dos criados que no habían huido como ella pensaba. La casa estaba totalmente en silencio.

Al menos todavía había agua. En el cuarto de baño, la joven abrió una ducha purificadora. El agua fría salía a borbotones, y Rayna se arrancó la ropa sucia y permaneció desnuda bajo el chorro, tragando toda el agua que podía. El calentador no funcionaba, pero de todos modos tenía la piel entumecida. Todas las articulaciones le dolían, y crujían, como si el cartílago se hubiera convertido en cristal roto. Se aferró a una barra para mantener el equilibrio y se limitó a dejar que el agua cayera. Por el desagüe, junto con los ríos de agua fría se fueron también más mechones de pelo.

Rayna no tenía forma de saber cuánto tiempo había pasado, pero tampoco le interesaba…

Cuando finalmente salió de la ducha, goteando, rejuvenecida, se plantó ante el espejo de cuerpo entero… y el reflejo que vio era el de una extraña. Su cuerpo enjuto había cambiado de una forma que nunca habría imaginado. Todo su pelo había desaparecido. El pelo de la cabeza, e incluso las cejas y las pestañas. Los brazos, la cara y el pecho de la jovencita de once años estaban completamente lisos, y bajo la luz que entraba por las ventanas, su piel parecía translúcida, luminosa. Como la de un ángel.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde la última vez que comió y, aunque estaba hambrienta, sabía que primero tenía que hacer algo muy importante. Se puso ropa limpia, y fue a la capilla familiar donde tantas veces había rezado con su madre. Ante el altar de los tres mártires, la joven pidió una guía, recordando las revelaciones de santa Serena. Finalmente, con el pensamiento y los recuerdos más despejados, se levantó y fue por fin a las cocinas.

Buena parte de la comida se estaba pudriendo, y parte de lo que tenían en la despensa había sido robado por los pocos que tenían algo de ánimo para saquear nada. Seguramente había estado inconsciente varios días. En el suelo, cerca de la mesa de la cocina, encontró el cadáver de otra criada. El olor malsano de la carne en descomposición se mezclaba con el de la comida echada a perder. ¿Qué había pensado preparar aquella mujer cuando la plaga demoníaca la mató?

Lo primero que hizo fue beber más agua, agua limpia y fresca de la cisterna de la mansión. Estaba muy deshidratada. Había perdido mucho peso. Tenía los ojos muy hundidos y las mejillas chupadas. Dio un largo trago, pero paró porque sintió que su estómago no lo aguantaba. Encontró un poco de queso y comió un pequeño tazón de estofado enlatado, frío, pero las especias eran demasiado fuertes y lo vomitó.

Aunque seguía sintiéndose débil Rayna sabía que tenía que comer, así que bebió de nuevo y encontró una pequeña hogaza de pan seco. Eso sería suficiente por el momento. La simplicidad y la pureza de una comida como aquella, solo pan y agua, le dio una fuerza celestial.

A pesar de su debilidad, Rayna decidió que ya había descansado bastante. Salió de la mansión del gobernador y volvió su rostro hacia la ciudad, demasiado callada. La epidemia era una plaga enviada por Dios, pero ella había sobrevivido. Había sido escogida para llevar a cabo grandes cosas.

No era más que una niña, y sin embargo tenía muy claro lo que tenía que hacer. La adorable visión de santa Serena Butler le había dado instrucciones… y ahora tenía una misión. Echó a andar colina abajo, descalza.

La gente que veía yendo arriba y abajo parecía demacrada y exhausta. Cualquier movimiento provocaba una mueca de dolor. Todos habían visto morir a amigos y familiares, habían hecho lo que podían por ayudar a los enfermos. Muchos de los que se habían recuperado andaban cojos y habían quedado deformados: una broma cruel para los que eran lo bastante fuertes para sobrevivir a la enfermedad. Caminaban ayudándose con muletas improvisadas, o se arrastraban, buscando comida y pidiendo ayuda. Incluso los que no presentaban secuelas visibles, tenían el espíritu quebrantado, y se sentían abrumados por la responsabilidad de tener que hacer el trabajo de diez personas.

Rayna caminaba sola, con los ojos brillantes, buscando. Desde la calle, vislumbraba figuras furtivas, sombras en las ventanas de las viviendas y los negocios cerrados. Solo era una niña, y sin embargo caminaba erguida y con confianza, con la piel tan pálida que podía haber sido un esqueleto andante… o una manifestación del espíritu de la muerte. Seguramente habría suficiente comida en los almacenes para que los supervivientes se alimentaran, pero si no se deshacían de los cadáveres, si no trataban las infecciones y reparaban las infraestructuras ruinosas, a las víctimas de la epidemia pronto se sumarían las muertes por causas relacionadas.

Rayna cogió una palanca que había caído en una cuneta. Recordaba haber oído hablar a su padre de los disturbios callejeros, de enfrentamientos entre la gente. Los martiristas habían empezado a salir en procesiones desesperadas, y fueron muchos los que murieron en las escaramuzas, tanto si participaban en las procesiones como si no. Sintió la palanca pesada y caliente en su mano, una digna espada para una joven que había recibido instrucciones directas de Serena.

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