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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (12 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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Leronica entró al comedor con una bandeja con cuatro grandes cangrejos y la colocó en una plataforma suspensora giratoria que flotaba sobre la tarima central. El tablero transparente cubría una charca artificial, un mundo en miniatura compuesto de agua de mar, roca y arena. Pequeñas caracolas de forma cónica se agarraban a las rocas. Vor había llevado la mesa hasta allí especialmente desde Caladan, porque sabía que a Leronica le encantaría.

Antes de que se sentaran a la mesa, Vor abrió una botella de un vino no muy caro, el Salnoir, el preferido de Leronica. En otros planetas, aquel vino seco y rosado se conocía con diferentes nombres, pero se trataba básicamente del mismo tipo de uva, y era un acompañamiento perfecto para el marisco. A Leronica le gustaba sobre todo su precio; para ella era un orgullo gastar poco en la casa.

Vor había renunciado a convencerla para que gastara más y viviera según estándares de vida más elevados. Pero a ella le gustaba hacer economías, le hacía sentirse útil, porque así tenía más dinero para donarlo a causas benéficas. Había demasiada gente necesitada, demasiados refugiados de la Yihad, y rodearse de lujos hacía que se sintiera culpable. En cierto modo, a Vor le recordaba a Serena.

Vor tenía un contable que se encargaba de pagar las facturas domésticas y le daba a Leronica el dinero que sobraba para que pudiera dedicarlo a lo que quisiera. Muchas de sus causas favoritas incluían a niños desfavorecidos e incluso familias budislámicas, a las que casi nadie quería en la Liga por su negativa a luchar contra las máquinas pensantes. También daba sumas considerables a sus hijos, en un generoso esfuerzo por compensar la falta de oportunidades que tenían en las localidades pesqueras de Caladan.

En el centro de la mesa, cuatro pequeñas rampas de metal se abrieron sobre la plataforma giratoria. Disfrutando enormemente, Leronica accionó los controles desde su silla. Un humeante cangrejo a la plancha se deslizó por cada rampa hasta su plato; luego, el suspensor se elevó hasta un compartimiento que había en el techo para no estorbar. El olor a sal y fuertes especias saturaba el ambiente.

Los dos jóvenes se sacaron unos paquetes de melange del bolsillo y rociaron con ella la comida que Leronica había preparado con tanto mimo sin siquiera probarla. Su madre no aprobaba el consumo excesivo de especia, pero no dijo nada para no estropear aquella ocasión especial.

—¿Te quedarás mucho tiempo en Salusa, padre? —dijo Estes—. ¿O te reclamará nuevamente algún asunto relacionado con la Yihad?

—Estaré aquí unas semanas —contestó Vor, aunque no se le escapaba el ligero sarcasmo de la pregunta—. Habrá la ronda habitual de reuniones políticas y militares. —Su mirada se demoró por un instante en su hijo.

—Los chicos se quedan tres meses —dijo Leronica con una sonrisa feliz—. Han alquilado un piso.

—Los viajes espaciales son tan largos… y venir desde Caladan no es fácil —dijo Kagin, y su voz empezó a apagarse—. Nos… nos ha parecido lo mejor.

Casi con total seguridad, Vor se marcharía antes que ellos. Todos lo sabían.

Tras un breve pero incómodo silencio, Leronica retiró el tablero de glazplaz de la mesa. Con ayuda de unas largas pinzas, los comensales empezaron a separar las caracolas vivas de las rocas; luego, extraían la carne del interior ayudándose con unos pequeños tenedores. Vor mojó una caracola tras otra en la mantequilla especiada y las comió, y luego se abalanzó sobre el plato principal, cangrejo a la plancha.

Cuando sus ojos se cruzaron con los ojos marrones de Leronica, le devolvió la sonrisa, y eso le ayudó a tranquilizarse un poco. Ella se comió su cangrejo con un apetito notable para tratarse de una anciana. Después de comer, como siempre, después del café, la charla y los juegos con Estes y Kagin, Leronica se acurrucaría junto a él. Luego, hasta puede que hicieran el amor si ella lo quería. A Vor su edad no le importaba. Seguía amándola, seguía deseándola.

En aquel instante ella le sonrió y le besó espontáneamente en la mejilla. Sus hijos los observaban, visiblemente incómodos ante aquellas muestras de afecto, pero no podían evitar que Vor y Leronica sintieran lo que sentían el uno por el otro…

Aquella noche, mientras yacía despierto junto a Leronica, feliz por estar en casa, Vor pensó durante mucho rato. Su relación con sus hijos nunca había ido bien, y él tenía tanta culpa como ellos. Recordó sus días como humano de confianza de las máquinas y se preguntó si después de todo Agamenón no habría sido un buen padre…

Pensó en sus tiempos de joven oficial de la Yihad, cuando las mujeres lo perseguían en cada puerto. En aquel entonces, Xavier estaba felizmente casado con Octa, que recomendó que Vor sentara cabeza y buscara su alma gemela. Vor era incapaz de imaginar un amor semejante y se limitó a buscar amoríos en cada planeta. Recordaba en particular a una bella mujer de Hagal, llamada Karida Julan. Sabía que había tenido una hija, pero desde que conoció a Leronica hacía más de medio siglo, casi no había vuelto a pensar en ella.

No le bastaba con ayudar a Abulurd en honor a la memoria de Xavier. Había perdido a sus hijos hacía mucho tiempo. Él seguiría tratando de superar la barrera que los separaba, pero Estes y Kagin ya eran mayores, y sus vidas iban por caminos muy distintos. Seguramente nunca tendrían una relación más estrecha. Pero tenía el amor de Leronica, y Abulurd era como un hijo para él. Y, tal vez…

«Mis deberes como oficial de la Yihad me llevan a lugares lejanos —pensó—. Trataré de localizar a alguno de mis otros hijos… o nietos. Sé que debo conocerlos… y ellos deben conocerme a mí».

13

Desde el cielo, Serena Butler vela por nosotros. Tratamos de estar a la altura de sus expectativas, de la misión que estableció para la raza humana. Pero temo que llore al ver nuestros débiles y lentos avances frente a nuestros enemigos mortales.

R
AYNA
B
UTLER
,
Visiones verdaderas

El virus mortífero se extendió por Parmentier con una rapidez desoladora. Asustada, Rayna Butler observaba desde la mansión del gobernador en la elevada colina que presidía la ciudad de Niubbe. Era demasiado joven para comprender las implicaciones de lo que estaba pasando. Su padre trabajaba frenéticamente con sus equipos de expertos en un intento de controlar la epidemia.

Nadie entendía exactamente qué estaba pasando, o qué había que hacer.

Pero la niña estaba convencida de que aquello era una maldición de las máquinas demoníacas.

Al principio, muy pocos reconocieron los síntomas: una ligera pérdida de peso, hipertensión, tono amarillento en ojos y piel, acné, lesiones en la piel. Lo más preocupante era una corriente de desobediencia, desorientación e innegable paranoia que llevaba a un comportamiento cada vez más agresivo, y que se manifestó en la forma de un nuevo fanatismo, un estallido de salvajismo que no tenía ningún eje ni ningún objetivo concreto.

Antes de que el gobernador Butler y su estado mayor pudieran determinar que aquel brote de actividad de las masas y de violencia se debían a una epidemia, los primeros afectados habían pasado a la segunda fase de la enfermedad: súbita y drástica pérdida de peso, diarrea debilitadora, debilidad muscular y luego fallo hepático que llevaba a la muerte. Miles de personas contagiadas durante el período de incubación empezaron a mostrar los primeros síntomas unos días después.

Aquella enfermedad sin precedentes apareció simultáneamente en pueblos y ciudades por todo el continente. Rikov y sus consejeros dedujeron que la causa era alguna especie de virus que se transmitía por el aire y que había entrado en la atmósfera con la misteriosa lluvia de proyectiles.

—Tiene que haberlo enviado Omnius —anunció Rikov—. Las máquinas han creado un virus para exterminarnos.

El padre de Rayna no vaciló. Relegó el resto de asuntos para lanzar un programa intensivo de investigación y concedió fondos ilimitados, recursos e instalaciones a los mejores investigadores médicos del planeta. Consciente de que debían alertar a otros mundos sobre la posible llegada de los proyectiles, escogió a varios hombres de la guardia nacional destacados en lugares remotos —los que era menos probable que hubieran quedado expuestos al virus— y los mandó con señales de emergencia a los mundos de la Liga más próximos.

Luego, aunque sabía que aquello quizá equivalía a condenar a muerte a su familia y la población de Parmentier, el gobernador anunció la cuarentena total e inmediata del planeta. Afortunadamente, desde la reciente partida del batallón de Quentin Butler, no habían llegado nuevas naves al sistema. Parmentier estaba en el límite de las fronteras espaciales de la Liga, y eran pocos los cargueros y naves mercantes que llegaban hasta allí, uno o dos por semana tal vez. Dada su proximidad con los Planetas Sincronizados, se lo seguía considerando un destino de riesgo.

A continuación, Rikov ordenó el aislamiento estricto de cualquier persona que manifestara el menor síntoma. Mientras la población se encerraba en sus casas y muchos de los que aún estaban sanos huían al campo tratando de evitar la epidemia, Rikov formó grupos de hombres y mujeres sin responsabilidades familiares para establecer estaciones militares defensivas en órbita. Su misión sería disparar a cualquiera que tratara de huir del planeta.

—Si es humanamente posible —dijo en una declaración—, no permitiremos que la epidemia se extienda a otros mundos de la Liga. Es una responsabilidad muy grande. Debemos pensar más allá de nuestro bien personal, en el bien de la raza humana, y rezar para que Parmentier sea el único objetivo.

Mientras escuchaba el discurso de su padre, Rayna se sintió orgullosa por lo valiente e imponente que parecía. Rayna era miembro de la familia Butler, y su padre siempre había insistido en que recibiera una enseñanza concienzuda de política e historia, por eso había contratado a los mejores tutores e instructores para ella. Por su parte, su madre tenía unas firmes creencias religiosas y también quiso que su hija las conociera. Aquella joven callada conseguía un equilibrio tan perfecto entre ambas cosas que en una ocasión su padre había comentado: «Rayna, un día estarás preparada para ser virreina interina o Gran Matriarca». Ella no estaba segura de querer ninguna de las dos cosas, pero sabía que su padre lo decía como un cumplido.

Rayna, a quien no dejaban salir de casa por su propia seguridad, observaba la ciudad de lejos, veía el humo de los incendios, intuía el terror y la tensión en el aire. Su padre parecía apagado y profundamente preocupado; trabajaba un día tras otro hasta el agotamiento, reuniéndose con expertos médicos y fuerzas de contención.

Su madre, dando claras muestras de pánico, pasaba horas encerrada en su santuario privado, poniendo velas a los tres mártires, rezando por la salvación del pueblo de Parmentier. Más de la mitad del servicio doméstico se había ido, algunos habían desaparecido en la noche para huir de Niubbe, aunque sin duda algunos llevaron la enfermedad consigo al campo. Por muy lejos que fueran, no estarían a salvo.

Al comportamiento paranoico y agresivo de los primeros afectados se unió el miedo y el fanatismo de otros que aún no habían caído víctimas del virus. Los martiristas realizaban largas procesiones por la ciudad moribunda, portando estandartes, rezando a los tres mártires. Pero los espíritus de Serena, Iblis Ginjo y Manion el Inocente no parecían contestar a sus plegarias.

Conforme el pánico iba en aumento, Rikov empezó a organizar escuadrones armados de protección civil para mantener el orden en las calles. Durante todo el día y toda la noche se veía el humo salir de los crematorios improvisados para quemar los cuerpos de las víctimas. A pesar de las estrictas medidas de desinfección y aislamiento, la epidemia seguía extendiéndose.

Rikov estaba pálido, tenía ojeras.

—La tasa de contagiados es increíblemente elevada —le dijo a Kohe—. Y casi la mitad mueren si no se les somete a cuidados constantes… pero no tenemos suficientes socorristas, ni enfermeras, médicos, sanitarios. Los científicos no encuentran ninguna cura, ni vacuna, nada. Lo único que pueden hacer es tratar los síntomas. La gente se muere en las calles, porque no hay hospitales abiertos, ni siquiera hay voluntarios suficientes para repartir agua, mantas y comida. Todas las camas están ocupadas, los cargamentos llegan con retraso, todo se viene abajo.

—Todo el mundo se muere a causa de esta plaga —dijo Kohe—. ¿Qué podemos hacer aparte de rezar?

—Odio a las máquinas demoníacas —comentó Rayna en voz alta.

Cuando se dieron cuenta de que la niña había estado escuchando, la madre la echó. Pero Rayna había oído suficiente, y estuvo dándole vueltas. Millones de personas iban a morir de una enfermedad extendida por las máquinas. Le costaba imaginarse tantos cadáveres, tantas casas y negocios vacíos.

El bloqueo espacial había obligado a dos naves mercantes a volver atrás sin haber podido aterrizar. Los pilotos civiles correrían a los otros mundos de la Liga y avisarían de la crisis sanitaria por la que estaba pasando Parmentier, pero nadie podría hacer nada. Ahora que el gobernador Butler había impuesto una cuarentena tan estricta, el planeta estaba condenado a dejar que la epidemia siguiera su curso y se extinguiera por sí sola. Quizá todos morirían, pensó Rayna. A menos que Dios o santa Serena los salvaran.

La mortífera epidemia llegó a una de las siete estaciones orbitales de bloqueo. La enfermedad se extendió entre el personal, atrapado en una estación hermética, de modo que, al final, todos los que estaban a bordo se contagiaron. En un intento por huir, llevados por la paranoia algunos de los soldados cogieron una nave… pero las otras estaciones les dispararon. En unos pocos días, los pocos tripulantes debilitados que aún quedaban a bordo habían muerto, y la estación se convirtió en una tumba espacial. En las otras naves, los otros soldados elegidos personalmente por Rikov permanecieron en sus puestos y no faltaron a su deber.

Desde el patio de su casa en lo alto de la colina, Rayna intuía el miedo y la desesperación en la brisa. Su madre le había prohibido ir a Niubbe, pensando que así la protegía. Si aquella plaga realmente era un castigo de Dios, seguramente aquello no serviría de nada, pero ella siempre hacía caso a los consejos de sus padres.

Una tarde, Kohe se retiró a su altar privado a rezar. Rayna no la vio durante varias horas. La epidemia no dejaba de extenderse, y su madre cada vez pasaba más y más horas con los santos y con Dios, preguntando, exigiendo respuestas, suplicando que les ayudaran. Cada día parecía más desesperada.

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