La batalla de Corrin (46 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La batalla de Corrin
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Tocando interruptores y recanalizando la energía, consiguió activar un propulsor secundario y estabilizar la nave, aunque siguió perdiendo altura con rapidez. Uno de los motores se había incendiado. Apenas le quedaba potencia para seguir en el aire unos minutos, pero al menos aumentaría la distancia entre él y los misteriosos atacantes. Y, con un poco de suerte, llegaría al yate de Bludd.

Trató de arrancar más energía de los motores. Otro proyectil salió de aquellas extrañas máquinas y detonó muy cerca. La onda de choque provocó un cortocircuito en toda una hilera de controles.

Finalmente, Quentin reconoció a sus atacantes. Enormes formas móviles, como las que había visto en las imágenes de archivo… o como las que le atacaron en Bela Tegeuse hacía tanto tiempo.

—¡Cimek! Porce, prepárate para salir pitando. Vuelve a tu nave. —Pero no sabía si la línea de su amigo seguía funcionando.

Se iba a estrellar.

Los monstruos mecánicos salieron de su guarida y avanzaron sobre el paisaje ennegrecido, disparando a la nave de reconocimiento de aquel humano que había llegado de forma inesperada. Se movían a grandes zancadas sobre el suelo fundido y radiactivo.

El vehículo iba dejando una estela de humo grasiento, como sangre. La cabina temblaba y se sacudía. El suelo parecía volar a su encuentro. Quentin logró arrancar un poco de energía de sus motores de posición y se mantuvo en el aire lo justo para pasar sobre una línea de escombros, y luego cayó en una ligera hondonada.

Con un chirrido, la parte inferior del vehículo chocó contra el suelo estéril y deshecho. Haciendo saltar chispas y trozos de tierra, dio un giro y estuvo a punto de volcar, pero Quentin consiguió mantenerlo en pie sobre el costado, como un trineo. La nave saltó una última vez en el aire y volvió a caer con un fuerte golpe que hizo que la mitad del ala izquierda se partiera.

Las sujeciones le apretaban tanto el pecho que le asfixiaban. La ventana de plaz se había agrietado y formaba una especie de tela de araña, y un polvo aceitoso tapaba la vista. Finalmente, aquel vuelo de pesadilla se acabó y la nave se detuvo.

Quentin meneó la cabeza y comprendió que había perdido el conocimiento durante unos segundos. Los oídos le zumbaban, y olía a humo, lubricantes, metal quemado, cortocircuitos… y combustible. Al ver que no podía soltar los cinturones de seguridad consiguió sacar su cuchillo ceremonial de combate y los cortó. Su cuerpo notaba solo una sombra del dolor que sentiría en cuanto la conmoción hubiera pasado. Quentin sabía que estaba en un buen lío, y se dio cuenta de que seguramente se había roto la pierna izquierda.

Echando mano de unas reservas insospechadas de energía, logró sacar la cabeza y los hombros de aquel cacharro. Y vio que los cimek se acercaban.

Bludd recibió la llamada de emergencia cuando estaba con su traje antirradiación ante un obelisco decorado con volutas. Lo habían levantado cerca del edificio del gobernador del planeta, como una suerte de ridículo monumento a la Edad de Oro. Cuando la señal de emergencia resonó por el interior de su casco, Bludd se dio la vuelta. A lo lejos vio el vehículo aéreo en llamas, dando tumbos en el aire, y vio cómo finalmente se ladeaba y caía a toda velocidad en una zona despejada muy lejos de allí. La nave dio un giro, levantando la tierra seca, y por fin se detuvo en medio de un montón de escombros.

Asustado, Bludd corrió de vuelta al yate, sintiéndose torpe con aquel traje tan aparatoso. Con una terrible sensación de miedo, se volvió de nuevo y vio las horribles formas de combate, como las que habían atacado Zimia hacía tanto tiempo. ¡Los titanes habían vuelto! Los cimek habían establecido su base en las ruinas radiactivas de un Planeta Sincronizado.

Como inmensos cangrejos de metal, los cimek pasaban por encima de los desechos y aplastaban todo lo que se interponía en su camino al vehículo de reconocimiento. Bludd miraba, paralizado, aterrado. No llegaría a tiempo para salvar a su amigo.

Quentin, que aún estaba consciente después de la colisión, gritó por el comunicador de corto alcance de su traje:

—¡Vete, Porce! ¡Sálvate!

Bludd trepó a su yate, cerró las compuertas y se quitó el casco. No se molestó en quitarse el resto del traje antirradiación. Corrió a su asiento de piloto, puso en marcha los motores aún calientes y salió al aire contaminado.

Sobre una elevación, los cimek convergieron sobre el vehículo de reconocimiento que habían derribado.

Quentin los veía acercarse, sabía que le quedaba menos de un minuto. Solo llevaba puesto un traje de vuelo, y no podría sobrevivir en aquel medio envenenado durante mucho tiempo.

Mientras sus enemigos se acercaban su mente no dejó de maquinar, tratando de encontrar una salida. La pequeña nave no llevaba ningún tipo de arma. No podría defenderse, al menos no a la manera tradicional.

Pero no se rendiría sin luchar.

—Los Butler no somos criados de nadie —musitó para sus adentros como en una letanía. Las células de combustible de la nave estaban agrietadas, y aquel líquido volátil seguía derramándose. Sentía su olor agudo y acre en la nariz.

Podía encenderlo y hacer detonar el depósito, y quizá con eso repelería a los cimek. Pero tendría que hacerlo a mano. Y quedaría atrapado en la explosión, calcinado. Aun así, mejor eso que dejar que lo capturaran.

Quentin oía los pesados movimientos de los cimek en el aire callado y estéril, los pasos que aporreaban el suelo como martinetes, cada vez más cerca, entre el zumbido de los mecanismos hidráulicos y las armas listas para disparar. Podían haber lanzado otra andanada de explosivos y haberlo frito allí mismo, en aquel escaso refugio de la nave.

Pero querían algo.

Sin hacer caso del dolor de su pierna rota, Quentin se puso a trabajar frenéticamente con las manos y la ayuda de un kit de herramientas de emergencia que rescató de un armario en la cabina. Uno tras otro, abrió el tapón de todas las células de combustible y lo dejó salir. Tenía los ojos llorosos, y le picaban, pero siguió adelante. La baliza de impulsos electrónicos no le serviría para encenderlo, pero encontró una primitiva bengala, que produciría una intensa chispa, una lluvia de fuego.

Todavía no.

La primera forma móvil llegó a la nave y empezó a aporrear la parte trasera del casco. Quentin volvió gateando al asiento del piloto, cogió lo que quedaba de las sujeciones de seguridad y se las ató como pudo alrededor del pecho.

Una segunda forma mecánica se acercó por la izquierda, levantando sus largas patas metálicas de araña. Quentin oyó que otro se acercaba.

Con una precisión sorprendente a pesar del miedo, Quentin encendió la bengala y la arrojó hacia atrás, hacia el combustible. Luego, después de encomendarse a Dios o santa Serena o quien estuviera escuchando, activó los sistemas de eyección de emergencia del asiento del piloto.

La combinación de fuego y combustible provocó una explosión y una ráfaga de calor que golpearon el aire como un martillo. Quentin salió disparado de la cabina, y abajo quedaron los restos del vehículo de reconocimiento.

Fue dando tumbos por el aire. El viento le golpeaba, el rostro y el pelo le quemaban. El paisaje que veía era surrealista, le hacía sentir náuseas, pero por un instante también vio a uno de los cimek en medio de las llamas de su vehículo. Otro cimek, visiblemente dañado, se alejó dando traspiés, con una de sus patas articuladas colgando como un muñón entre una lluvia de chispas.

Y entonces, se estrelló contra el suelo con una violencia brutal. El dolor era terrible, y oyó los diferentes huesos que se rompían en su cuerpo: costillas, cráneo, vértebras. Las sujeciones de seguridad se soltaron y el asiento de eyección rodó. El cuerpo de Quentin cayó hacia un lado como una muñeca.

Al mirar al lugar de la explosión, sus ojos apenas pudieron enfocar el revuelo de formas mecánicas. Los cimek que se habían salvado estaban utilizando sopletes láser y brazos pesados y afilados para abrir las pocas zonas del casco que quedaban intactas, como criaturas hambrientas tratando de sacar un bocado apetitoso de una lata. Como si le acabara de dar una rabieta, uno de los titanes despedazó la nave mientras otros dos echaban a correr hacia Quentin.

La vista se le nubló con una bruma rojiza, apenas veía, y casi no podía moverse, como si hubieran seccionado buena parte del sistema que controlaba su musculatura. Su mano izquierda colgaba en un ángulo extraño de la muñeca. Tenía el traje cubierto de sangre. Aun así, Quentin se obligó a ponerse de rodillas y se arrastró agónicamente tratando de huir a donde fuera.

A su espalda, oía el sonido chirriante de las formas móviles, cada vez más cerca, más fuerte, más ominoso. Como en sus peores pesadillas. Después de haberse librado por los pelos hacía tantos años en Bela Tegeuse, habría preferido no volver a ver a ningún cimek.

En ese momento oyó un sonido discordante y, al levantar la vista, vio la nave de Porce Bludd elevarse a lo lejos y salir hacia el cielo.

Con mano temblorosa, Quentin sacó su cuchillo ceremonial. Los cimek se acercaban, furiosos, y él se preparó para luchar. Y cayeron sobre él, un humano solo, indefenso y desprotegido en un paisaje devastado.

55

El análisis final tal vez demostrará que yo maté a tantos humanos como Omnius… o puede que más. Eso no significa que sea tan malo como las máquinas pensantes. Mis motivos fueron totalmente distintos.

B
ASHAR SUPREMO
V
ORIAN
A
TREIDES
,
La Yihad impía

Después de varias misiones fallidas de reconocimiento, el bashar supremo por fin tenía los datos completos: las nueve fábricas automatizadas seguían intactas, a pesar de los diferentes métodos que los humanos habían probado contra ellas. Aquellos hoyos de fabricación seguían escupiendo decenas de miles de pirañas hambrientas.

Dado que las pirañas destruían y desmantelaban prácticamente todos los artefactos de observación y aprovechaban sus componentes como material para crear más copias de sí mismas, Abulurd y Vor tenían acceso a muy pocas imágenes que mostraran el alcance de aquellas fábricas robóticas que cada vez se hacían más grandes en sus cráteres.

Vor andaba arriba y abajo, buscando desesperadamente inspiración.

—¿Y si les lanzamos proyectiles cargados con líquidos altamente cáusticos? En cuanto esos bichitos abran el casquillo, el ácido se derramará y los corroerá.

—Podría funcionar, bashar supremo, pero será muy difícil acertar en el objetivo —dijo Abulurd sin dejar de mirar las imágenes—. No podremos acercarnos lo bastante para utilizar mangueras ni bombas para echar el ácido en los hoyos de las fábricas.

—Pero, si nos pudiéramos acercar, también podríamos utilizar obuses de plasma —dijo Vor—. Es un principio. A menos que tengas una idea mejor.

—Estoy en ello, señor.

Abulurd contemplaba las imágenes de la zona que rodeaba el hoyo más próximo, perplejo ante la dicotomía de lo que estaba viendo. Cualquier nave que trataba de acercarse era desmantelada: los metales se aprovechaban y la tripulación era asesinada. Edificios y maquinaria eran desmontados por igual; y alrededor de la boca del cilindro de fabricación había grandes montones de desechos. Los cadáveres estaban por todas partes, cubiertos de sangre, destrozados, comidos, como si docenas de pequeños proyectiles hubieran estallado dentro de sus cuerpos.

—Esos bichos son demasiado pequeños para tener una programación compleja que les permita discriminar sus objetivos, y sin embargo, de alguna forma los seleccionan. Desmontan. Buscan recursos. Quizá están programados para atacar cualquier material orgánico que encuentran.

Abulurd barajaba la escasa información con que contaban. Extrañamente, en las exuberantes zonas ajardinadas de los alrededores, los árboles y los arbustos estaban intactos, ni los habían tocado. Los pájaros huían de los enjambres de pirañas, pero las minúsculas y voraces esferas no les prestaban atención.

—No, bashar supremo. Mire, no han tocado ni los árboles ni a los otros animales. Saben que tienen que ir a por los humanos. ¿Es posible que busquen… actividad cerebral? ¿Que sigan el rastro de nuestra mente?

—Demasiado complejo… y sabemos que no tienen una tecnología de circuitos gelificados de inteligencia artificial. De ser así, habrían quedado inutilizados cuando pasaron la barrera descodificadora en Corrin. No, tiene que ser algo más simple y evidente.

Abulurd siguió repasando las imágenes de los reconocimientos. Los bichitos atacaban a los humanos, y buscaban minerales y metales para crear más copias de sí mismos. La celulosa, los toldos de tela, las estructuras de madera y las plantas y los animales quedaban a salvo.

Contempló la incongruencia de una imagen tomada en un parque infestado de bichos en Zimia. En él había las habituales fuentes, estatuas y monumentos conmemorativos. La estatua a un comandante caído de la Yihad había sido completamente destrozada. Y, más extraño aún, en otra estatua de un héroe a lomos de un purasangre salusano, las pirañas habían destruido solo la figura del humano, y en cambio el caballo seguía intacto. Pero los dos estaban hechos con la misma piedra.

—¡Un momento! Creo… —Contuvo el aliento, porque recordó que extrañamente los bichos habían tardado más en atacar a las mujeres y los curas que vestían túnicas y vestidos vaporosos, o a los hombres con sombreros extraños, a gente que llevaba vestiduras poco habituales. «Vestiduras que disimulaban sus formas humanoides».

Vor lo miró, esperando. Durante toda su carrera, Abulurd había aprendido a no soltar sin más la primera cosa que se le ocurría… aunque en aquellos momentos de crisis, el bashar supremo estaba deseando oír lo que fuera.

—Se limitan a discriminar formas, señor. Tienen un modelo grabado en sus circuitos principales. Las pirañas atacan a cualquier cosa que encaje con una forma estándar: dos brazos, dos piernas, una cabeza. ¡Mire esas estatuas!

Vor asintió con rapidez.

—Sencillo, directo, no particularmente elegante… justo la forma en que Omnius lo haría. Y nos deja un punto débil al que agarrarnos. Lo único que tenemos que hacer es disfrazar nuestra forma humana y podremos pasar a su lado sin que nos vean.

—Pero los bichitos siguen desmantelando cualquier cosa que contenga materiales útiles. No puede haber ningún metal a la vista.

Vor arqueó las cejas.

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