Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
La pregunta era inesperada, y cayó sobre una herida abierta, pues hacía sólo un mes que habían enterrado a un hijo queridísimo de la casa.
El señor Bird se volvió y se acercó a la ventana, y la señora Bird rompió a llorar; luego, recobrando el habla, dijo:
—¿Por qué lo pregunta? He perdido a un pequeño.
—Entonces puede comprenderme. Yo he perdido a dos, uno tras otro, y los he dejado allí enterrados al marcharme; sólo me quedaba éste. Nunca me dormía sin tenerlo cerca; era todo lo que tenía. Era mi consuelo y mi orgullo, día y noche; y, señora, me lo iban a quitar, lo iban a vender, allá en el sur, señora. Iba a estar solo, un niño que nunca en la vida se ha separado de su madre. No podía soportarlo, señora. Sabía que yo no iba a servir para nada si lo vendían; así que, cuando me enteré de que habían firmado los papeles y que ya estaba vendido, lo cogí y salí por la noche; y me dieron caza, el hombre que lo compró y algunos hombres de mi amo, y estaban justo detrás de mí, y los oí. Salté sobre el hielo; y cómo crucé no lo sé, pero cuando me di cuenta, había un hombre ayudándome a subir por el barranco.
La mujer no sollozó ni lloró. Estaba en un estado donde se secan las lágrimas; pero todos los que la acompañaban, cada uno a su estilo, daban muestras de sincera compasión.
Los dos chiquillos, después de hurgar desesperadamente en los bolsillos en busca de los pañuelos que las madres saben que nunca se encuentran allí, se habían lanzado desconsolados a las faldas del vestido de su madre, donde sollozaban y se limpiaban los ojos y narices a sus anchas. La señora Bird tenía la cara oculta tras el pañuelo. La vieja Dinah, el honrado rostro negro surcado por las lágrimas, exclamaba «¡Que el Señor tenga piedad de nosotros!» con el fervor de una reunión religiosa, mientras que el viejo Cudjoe, frotándose los ojos enérgicamente con los puños y haciendo una cantidad descomunal de muecas variopintas, le respondía en la misma clave, con gran fervor. Nuestro senador era un hombre de estado y por supuesto no se podía esperar que él llorase, como los demás mortales, por lo que dio la espalda a los reunidos y miró por la ventana y parecía estar muy ocupado en carraspear y limpiarse las gafas, sonándose la nariz de vez en cuando de una forma altamente sospechosa si hubiera habido alguien en condiciones de observarlo de forma crítica.
—¿Por qué me ha dicho que tenía un amo bondadoso? —exclamó de repente, ahogando una especie de sollozo y volviéndose rápido a mirar a la mujer.
—Porque era un amo bondadoso, tengo que decirlo, y mi ama era bondadosa también, pero no pudieron remediarlo. Debían dinero, y de alguna forma los tenía en su poder un hombre al que se vieron obligados a complacer. Yo los escuché y oí al amo decírselo al ama, mientras ella rogaba y suplicaba en mi nombre, y él le dijo que no podía evitarlo y que los papeles ya estaban firmados, y entonces cogí al niño y me fui de casa y vine aquí. Sabía que era inútil intentar vivir si seguían adelante, porque este hijo es lo único que tengo.
—¿No tiene usted marido?
—Sí, pero pertenece a otro hombre. Su amo lo trata muy mal y casi nunca le deja ir a verme; se porta cada vez peor con él y ahora amenaza con venderlo en el sur; parece que no lo voy a ver más.
El tono sosegado con el que la mujer pronunció estas palabras podía hacer creer a un observador indiferente que era apática del todo; pero sus grandes ojos negros delataban una angustia profunda y arraigada que desmentía esta impresión.
—¿Y adónde piensa dirigirse, pobre mujer? —preguntó la señora Bud.
—Al Canadá, si por lo menos supiera dónde está. ¿Está muy lejos el Canadá? —preguntó, mirando la cara de la señora Bird con un aire confiado y sencillo.
—¡Pobrecita! —dijo involuntaria la señora Bird.
—Está lejísimos, ¿no? —dijo la mujer con intensidad.
—Mucho más lejos de lo que usted cree, ¡pobre hija! —dijo la señora Bird—; pero intentaremos pensar qué podemos hacer por usted. Bien, Dinah, prepárale una cama en tu propio cuarto junto a la cocina y yo pensaré en lo que podremos hacer por ella mañana. Mientras tanto, no tema, pobre mujer; confíe en Dios; Él la protegerá.
La señora Bird y su marido regresaron al salón. Ella se sentó en su pequeña mecedora ante el fuego, donde se balanceaba. El señor Bird paseaba arriba y abajo por la habitación, murmurando para sus adentros: «¡Vaya! ¡Caramba! ¡Mal asunto! ¡Difícil asunto!». Finalmente se acercó a su mujer y le dijo:
—Oye, esposa, tendrá que marcharse de aquí esta misma noche. Ese hombre le seguirá la pista mañana por la mañana a primera hora. Si se tratara sólo de la mujer, podría esconderse aquí hasta que se acabe todo; pero al pequeño estoy seguro de que ni un regimiento podría mantenerlo quieto. El los delatará asomando la cabeza por una puerta o ventana. ¡En buen apuro me encontraría yo si los cogieran aquí ahora precisamente! No, no; se tienen que marchar esta noche.
—¿Esta noche? ¿Cómo es posible? ¿Adónde?
—Bien, ya sé yo adónde —dijo el senador, poniéndose las botas con aire reflexivo; se detuvo con la pierna a medio calzar, se cogió la rodilla entre ambas manos y pareció sumirse en una profunda meditación.
—Es un asunto condenadamente difícil y feo —dijo, por fin, tirando de nuevo de las correas de la bota—, y ésa es la pura verdad. —Después de ponerse una bota, el senador se quedó sentado con la otra en la mano, escudriñando con atención el dibujo de la alfombra—. Pero hay que hacerlo, no veo otra solución, ¡maldita sea! —y se puso ansiosamente la otra bota y miró por la ventana.
Ahora bien, la señora Bird era una mujer discreta que en la vida había dicho: «¡Ya te lo dije!» y, en esta ocasión, aunque era perfectamente consciente del derrotero que seguían los pensamientos de su marido, se abstuvo prudentemente de entrometerse, y se quedó sentada en silencio en su mecedora con aspecto de querer enterarse de las intenciones de su señor y amo cuando éste tuviese a bien comunicárselas.
—Verás —dijo él—, mi antiguo cliente, Van Trompe, ha venido de Kentucky, ha liberado a todos sus esclavos y ha comprado una propiedad a siete millas río arriba en un lugar apartado donde no va nadie si no lo conoce, pues es un sitio difícil de encontrar. Allí estaría a salvo, pero lo peor del caso es que no hay nadie que pueda conducir un coche hasta allí excepto yo mismo.
—¿Por qué? Cudjoe es un excelente conductor.
—Sí, pero así es. Hay que cruzar dos veces el río, y la segunda vez es muy peligrosa si no se conoce el camino tan bien como yo lo conozco. Lo he cruzado cien veces a caballo y sé exactamente dónde pisar. Así que, ya ves, no hay otro remedio. Cudjoe debe preparar los caballos tan silenciosamente como pueda alrededor de las doce, y yo la llevaré; y después, para dar verosimilitud al asunto, él debe llevarme a mí a la siguiente taberna para que coja la diligencia a Columbus, que pasa a las tres o las cuatro, para que parezca que ése era el motivo de sacar el coche. Me pondré a trabajar a primera hora de la mañana. Pero se me ocurre que me sentiré bastante mal allí, después de todo lo que ha ocurrido; pero, ¡maldita sea! no puedo evitarlo.
—Tu corazón funciona mejor que tu cabeza en este caso, John —dijo su mujer, posando su blanca mano sobre la suya—. ¿Hubiera podido amarte si no te conociera mejor que tú mismo? —y la pequeña dama tenía un aspecto tan bello, con los ojos brillantes de lágrimas, que el senador pensó que debía ser un tipo de lo más inteligente para conseguir que lo admirase tan frenéticamente un ser tan bonito; así que no le quedó más remedio que marcharse muy serio para dar instrucciones sobre el coche. Sin embargo, se detuvo un momento en la puerta y, volviendo a entrar, dijo vacilante:
—Mary, no sé qué opinas tú al respecto, pero hay un cajón lleno de cosas… del pequeño Henry… —y, con estas palabras, se volvió rápidamente, cerrando la puerta a sus espaldas.
Su esposa abrió el pequeño dormitorio que estaba junto al suyo y colocó una vela encima de un escritorio que había allí; luego sacó una llave de un escondrijo y la insertó, pensativa, en la cerradura de un cajón y se quedó parada de repente, mientras que los dos muchachos que la habían seguido de cerca, como suelen hacerlo los niños, se quedaron contemplando a su madre con unas miradas silenciosas y significativas. Y tú, madre que lees esto, ¿nunca ha habido en tu casa un cajón o un armario que, al abrirlo, es cómo si abrieras de nuevo una pequeña tumba? Madre feliz eres, si no es así.
La señora Bird abrió lentamente el cajón. Había chaquetas de muchas formas y hechuras, pilas de delantales, hileras de medias; incluso un par de zapatitos, algo gastados en la punta, se asomaban entre pliegues de papel. Había un caballo y un carro de juguete, una peonza, una pelota… recuerdos juntados entre muchas lágrimas y dolor de corazón. Se sentó al lado del cajón y, apoyando la cabeza en las manos, lloró hasta que las lágrimas resbalaron desde sus dedos al cajón; entonces, levantando súbitamente la cabeza, comenzó con una prisa nerviosa a juntar las cosas más sencillas y más prácticas y colocarlas en un atado.
—Mamá —dijo uno de los niños, tocándole suavemente el brazo—, ¿vas a regalar esas cosas?
—Queridos niños —dijo ella seriamente en voz queda—, si nuestro querido Henry mira desde el cielo, estará encantado de que lo hagamos. No sería capaz de regalarlas a una persona cualquiera… a una persona feliz, pero las regalo a una madre más triste y desconsolada que yo, y espero que Dios la bendiga también.
Existen en este mundo algunas almas benditas, cuyas penas se convierten en alegrías para los demás y cuyas esperanzas terrenales, colocadas en la tumba con abundantes lágrimas, son una semilla de la que brotan flores y bálsamos curativos para los desolados y los afligidos. Se contaba entre ellas esta mujer delicada que está ahí sentada junto a la lámpara, derramando lágrimas mientras prepara los recuerdos de su hijo perdido para la nómada desterrada.
Después de un rato, la señora Bird abrió un armario y, sacando un par de vestidos sencillos y prácticos, se sentó a la mesa de labores armada con una aguja, unas tijeras y un dedal e inició el proceso de «sacar» que había recomendado su marido, y siguió ocupada en estos menesteres hasta que el viejo reloj del rincón dio las doce y oyó el traqueteo de las ruedas en la puerta.
—Mary —dijo su marido, entrando con el abrigo en la mano—, debes despertarla ahora; tenemos que marchamos.
La señora Bird se apresuró a poner los diversos objetos que había juntado en un pequeño y sencillo baúl, que cerró con llave y pidió a su marido que lo llevase al coche, después de lo cual fue a despertar a la mujer. Esta apareció poco después en la puerta, vestida con una capa, un sombrero y un chal que habían pertenecido a su benefactora, y con su hijo en brazos. El señor Bird la acompañó apresuradamente al coche y la señora Bird la siguió hasta los peldaños del mismo. Eliza se asomó y alargó la mano, una mano tan bella y delicada como la que la estrechó. Fijó sus grandes ojos negros llenos de gratitud en el rostro de la señora Bird y parecía a punto de decir algo. Se movieron sus labios, lo intentó una o dos veces, pero no salió ningún sonido; señaló hacia lo alto con una mirada inolvidable, se echó hacia atrás en el asiento y se cubrió la cara. Se cerró la puerta y se alejó el coche.
¡Qué situación para un senador patriota que había pasado toda la semana anterior espoleando la legislatura de su estado natal para que aprobara unas leyes más estrictas contra los esclavos fugados y los que les ayudaban a escapar!
¡A nuestro buen senador no le había hecho sombra en su estado natal ninguno de sus homólogos de Washington en el ejercicio de la clase de elocuencia que les ha granjeado el renombre inmortal! ¡Con qué majestuosidad se quedó sentado con las manos en los bolsillos burlándose de la debilidad sentimental de los que anteponían el bienestar de unos cuantos fugitivos miserables a los importantes intereses del estado!
Estuvo tan fiero como un león y consiguió convencer no sólo a sí mismo, sino a todos los que le oyeron hablar; pero en ese momento su idea de lo que era un fugitivo no iba más allá de las letras de las que se componía la palabra; o, como mucho, la imagen vista en un periódico de un hombre portando un bastón y un atado con las palabras «Fugado de casa del subscriptor» al pie. La magia de presenciar la verdadera aflicción, el suplicante ojo humano, la débil y temblorosa mano humana, la desesperada petición de ayuda: todo eso no lo había experimentado jamás. Nunca se le había ocurrido pensar que el fugitivo podía ser una madre desafortunada, un niño indefenso, como el que ahora llevaba puesta la gorra d e su hijo muerto, tan familiar para él. Así, ya que el pobre senador no estaba hecho de acero ni de piedra sino que era un hombre y, además, un hombre bastante noble de corazón, como todo el mundo puede ver, se sintió bastante incómodo con su patriotismo. Y no hace falta que os burléis de él, hermanos de los estados sureños, pues tenemos la idea de que muchos de vosotros, en un caso similar, no lo hubierais hecho mucho mejor. Tenemos razones para creer que, tanto en Kentucky como en Misisipí, viven personas de corazón noble y generoso, que nunca han oído en vano una historia de sufrimientos. Buen hermano, ¿es justo que esperes de nosotros servicios que tu mismo corazón noble y valiente no te permitiría prestar si estuvieras en nuestro lugar?
Sea como fuere, si nuestro buen senador pecó en lo político, estaba haciendo méritos para expiar su pecado con su penitencia nocturna. Había habido una larga temporada de lluvias y la tierra fértil y blanda de Ohio, como todo el mundo sabe, se presta fácilmente a la manufactura del fango, y el camino había sido una antigua vía férrea de ese estado.
—Díganme, ¿qué tipo de carretera es esa? —preguntan los viajeros del este, acostumbrados a asociar las vías férreas solamente con la suavidad o la velocidad.
Quiero que sepas, entonces, inocente amigo del este, que en las regiones salvajes del oeste, donde el barro alcanza profundidades sublimes e incalculables, las carreteras se fabrican con troncos redondos y bastos, colocados transversalmente uno al lado de otro, y cubiertos en el primer momento con tierra, turba y todo lo que se encuentra a mano, y a eso los nativos embelesados le llaman carretera y se disponen en el acto a circular por encima. Con el paso del tiempo, las lluvias se llevan toda la turba y la tierra y zarandean los troncos hasta dejarlos colocados de forma pintoresca, con toda clase de huecos y surcos de barro negro entremedias.