Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
Así era la carretera por la que iba tambaleándose el senador, haciendo reflexiones morales tan constantemente como lo permitían las circunstancias. El coche iba más o menos ¡tran, tran, tran, tran! por el barro, haciendo que el senador, la mujer y el niño cambiasen de posición para dar, sin orden ni concierto, contra las ventanillas del lado opuesto. Se atasca el coche y se oye a Cudjoe pasar revista a los caballos en la parte de fuera. Después de varios infructuosos meneos y tirones, cuando el senador está a punto de perder la paciencia, el coche se endereza de pronto; las dos ruedas delanteras caen en otro surco y el senador, la mujer y el niño se precipitan promiscuamente hacia el asiento delantero; el sombrero del senador se le encasqueta de mala manera sobre los ojos y la nariz y cree que ha llegado su hora; el niño llora y Cudjoe, desde fuera, infunde ánimos a los caballos, que patalean y forcejean y se esfuerzan bajo repetidos chasquidos del látigo. El coche se rectifica con un salto y caen las ruedas de atrás; el senador, la mujer y el niño son proyectados al asiento de atrás, con los codos de él contra el sombrero de ella y los dos pies de ella golpeando el sombrero de él, que sale volando por la patada. Después de unos momentos, se pasa el «lodazal» y se detienen, jadeantes, los caballos; el senador recupera el sombrero, la mujer se arregla el suyo y tranquiliza al niño y se preparan para lo que aún tienen que pasar.
Durante un rato el continuo ¡clan, clan! sólo se mezclaba, para variar, con unos botes laterales y unas sacudidas tremendas; empezaron a congratularse de que las cosas no iban tan mal, después de todo. Por fin, con un zarandeo que los pone a todos primero de pie y después sentados con increíble rapidez, se detiene el coche, y después de mucha conmoción en el exterior, aparece Cudjoe en la puerta.
—Por favor, señor, es un lugar terrible, éste. No sé cómo vamos a salir. Creo que vamos a necesitar barrotes.
Se apea desesperado el senador, buscando tierra firme para apoyar los pies; se le hunde un pie hasta una profundidad tremenda, intenta sacarlo, pierde el equilibrio y se cae en el fango, de donde lo pesca Cudjoe en un estado lamentable.
Pero desistimos aquí, por compasión hacia los huesos de nuestros lectores. Los viajeros del oeste que hayan pasado las horas de la noche ocupados en la interesantísima tarea de tirar verjas con el fin de conseguir barrotes para sacar sus carruajes de agujeros de barro respetarán y compadecerán a nuestro héroe desventurado. Les rogamos que derramen una lágrima silenciosa y seguimos.
Era una hora muy avanzada de la noche cuando el coche salió, sucio y maltrecho, del barranco del río y se paró en la puerta de una larga casa.
Hizo falta muchísima perseverancia para despertar a los ocupantes, pero apareció por fin el respetable propietario, que abrió la puerta. Era un tipo grande, alto e hirsuto, de más de seis pies de alto sin zapatos, y vestía una camisa de caza de franela roja. Una abundantísima mata de cabello de color arena bastante enmarañada y una barba de varios días le conferían al noble hombre un aspecto muy poco atractivo. Se quedó unos minutos con la vela levantada, pestañeando a nuestros viajeros con una expresión lúgubre y desconcertada extremadamente cómica. Le costó bastante trabajo a nuestro senador hacer que comprendiese del todo la situación, y mientras que él se halla ocupado en esta tarea, a nuestros lectores les haremos la presentación del hombre.
El honrado John van Trompe había sido un importante terrateniente y propietario de esclavos del estado de Kentucky. Como «de oso no tenía más que el pellejo» y la naturaleza le había dotado de un gran corazón honrado y justo, en armonía con su complexión, estuvo años viendo con una inquietud reprimida el funcionamiento de un sistema tan pernicioso para el opresor como para el oprimido. Por fin, un día el corazón de John se hinchó demasiado para soportar sus ligaduras; entonces sacó la cartera y se fue a Ohio, donde compró un campo de buena tierra fértil, preparó los papeles de libertad para toda su gente —hombres, mujeres y niños—, los metió a todos en carretas y los llevó allí a vivir. Después el honrado John se fue otra vez río arriba y se instaló en una cómoda granja retirada para disfrutar de su conciencia y sus reflexiones.
—¿Es usted el hombre que acogerá a una pobre mujer y a su hijo que huyen de cazadores de esclavos? —preguntó explícitamente el senador.
—Creo que soy yo —dijo el honrado John, con bastante énfasis.
—Ya me parecía —dijo el senador.
—Si viene alguien —dijo el buen hombre, irguiendo su cuerpo musculoso—, estoy preparado para recibirlo; y tengo siete hijos, cada uno de seis pies de altura, y ellos también estarán preparados. Presénteles nuestros respetos —dijo John—; dígales que no importa cuándo vienen, a nosotros nos da lo mismo —dijo John, pasando los dedos por la melena que le coronaba la cabeza y rompiendo a reír a carcajadas.
Fatigada, rendida y sin vigor, Eliza se arrastró hasta la puerta con su hijo profundamente dormido en brazos. El hombretón acercó la vela a su rostro y, soltando una especie de gruñido de compasión, le abrió la puerta de un pequeño dormitorio que daba a la gran cocina donde se encontraban y le hizo un gesto de que pasara. Cogió otra vela, la encendió y la coloco en la mesa y luego se dirigió a Eliza.
—Bien, muchacha, no debe tener miedo, venga quien venga. Estoy acostumbrado a ese tipo de cosas —dijo, señalando dos o tres buenos rifles que colgaban sobre la chimenea—; y la mayoría de las personas que me conocen saben que no es saludable intentar sacar a alguien de mi casa si yo me opongo. Así que usted duérmase sin más, tan tranquila como si la estuviera meciendo su madre —dijo, cerrando la puerta—. Vaya, ésta es muy guapa —dijo al senador—. Pues las guapas a veces tienen más motivos para fugarse, si tienen sentimientos dignos de mujeres decentes. Lo sé bien.
El senador le contó con pocas palabras la historia de Eliza.
—¡Oh, oh! ¿Cree que quiero saberlo? —dijo compasivo el buen hombre—; calle, calle. ¡Es la naturaleza, pobre criatura, cazada como un ciervo! Cazada por tener sentimientos naturales y hacer lo que cualquier madre no podría evitar. ¿Sabe lo que le digo? Pues que estas cosas me hacen querer blasfemar más que ninguna otra cosa —dijo el honrado John, frotándose los ojos con el dorso de una gran mano pecosa y amarillenta—. ¿Sabe lo que le digo, forastero? Tardé años en hacerme de la iglesia, porque los sacerdotes de estas partes predicaban que la Biblia estaba a favor de estas cosas, y yo no me fiaba de su griego y su latín y me puse en contra, de ellos y de la Biblia. No me hice de la iglesia hasta que conocí a un cura que podía con ellos hasta en griego, que decía todo lo contrario; entonces me hice de la iglesia, y esa es la verdad —dijo John, que llevaba todo este tiempo descorchando una botella de sidra peleona, que ofreció a su huésped.
—Más vale que se quede hasta el amanecer —dijo enérgicamente—; yo despertaré a mi vieja y le preparará una cama en un periquete.
—Gracias, amigo —dijo el senador—, pero debo marcharme para coger la diligencia nocturna a Columbus.
—Bien, si debe marcharse, le acompañaré un trecho, para enseñarle una carretera alternativa que le llevará mejor que la que ha cogido para venir aquí. Esa carretera es muy mala.
John se preparó y, linterna en mano, pronto se le pudo ver guiando el carruaje del senador hacia una carretera que iba por una hondonada detrás de su vivienda. Cuando se despidieron, el senador le tendió un billete de diez dólares.
—Es para ella —dijo escuetamente.
—Ya, ya —dijo John, con la misma parsimonia.
Se estrecharon la mano y se separaron.
Se llevan la mercancía
A través de la ventana de la cabaña del tío Tom se veía la mañana gris y lluviosa de febrero. Los rostros abatidos reflejaban unos corazones pesarosos. La pequeña mesa estaba colocada delante de la chimenea, cubierta con un trapo de planchar; una o dos camisas, bastas aunque limpias, colgaban del respaldo de una silla cerca del fuego, y la tía Chloe tenía otra extendida ante ella en la mesa. Frotaba y planchaba cuidadosamente cada pliegue y cada dobladillo con la más meticulosa exactitud, y alzaba la mano de vez en cuando para apartar las lágrimas que caían a chorro por sus mejillas. Tom estaba sentado cerca, con la Biblia en las rodillas y la cabeza en la mano; ninguno de los dos hablaba. Era temprano aún y los niños dormían todos juntos en la rudimentaria carriola.
Tom, plenamente dotado del corazón tierno y doméstico que ¡para su desgracia! es característico de su malhadada raza, se levantó y se aproximó silenciosamente a mirar a sus hijos.
—Es la última vez —dijo.
La tía Chloe no respondió, sólo planchaba y planchaba una y otra vez la burda camisa, ya tan lisa como las manos podían lograr; y, finalmente, dejando caer la plancha con un golpe de desesperación, se sentó en la mesa y «alzó la voz y lloró».
—Supongo que debemos resignarnos pero ¡ay, Señor!, ¿cómo vamos a conseguirlo? ¡Si por lo menos supiera adónde vas o qué van a hacer contigo! El ama dice que intentará recuperarte en un año o dos; ¡pero, Señor!, no vuelve ninguno de los que van allá abajo. ¡Los matan! He oído hablar de la manera en que los tratan en esas plantaciones.
—Tendrán el mismo Dios allí que tenemos aquí, Chloe.
—Bueno —dijo la tía Chloe—, supongo que sí, pero el Señor permite que ocurran cosas terribles a veces, así que eso no me consuela.
—Estoy en manos del Señor —dijo Tom—; las cosas no pueden ir más lejos de lo que permite, y de eso puedo dar gracias. Soy yo el que ha sido vendido y se va al sur, y no tú o los niños. Estáis a salvo aquí. Lo que vaya a ocurrir me ocurrirá sólo a mí, y el Señor me ayudará, lo sé.
¡Ay, hombre valiente, que ahogas tu propia pena para consolar a tus seres queridos! Tom habló con voz apagada y un nudo en la garganta, pero habló fuerte y gallardamente.
—Pensemos en nuestras bendiciones —añadió tembloroso, como si supiera muy bien que le convenía pensar en ellas.
—¡Bendiciones! —dijo la tía Chloe—. ¡Yo no veo ninguna bendición! ¡Está mal que las cosas ocurran de este modo! El amo nunca hubiera debido permitir que las cosas llegaran al extremo donde tú tuvieras que saldar su deuda. Ya le has hecho ganar el doble de lo que le pagarán por ti. Te debía la libertad, hace años que tenía que habértela concedido. Quizás ahora no tiene otro remedio, pero creo que no está bien. Nada me hará pensar otra cosa. ¡Una criatura tan fiel como tú lo has sido, siempre poniendo sus intereses antes que los tuyos, y que lo apreciabas más que a tu propia mujer y a tus propios hijos! Los que venden el afecto o la sangre de un corazón, ¡no se librarán de la ira del Señor!
—¡Chloe, si me amas, no hables así! ¡A lo mejor es la última vez que estamos juntos! Y te digo, Chloe, me duele oír siquiera una palabra en contra del amo. ¿No lo pusieron en mis brazos cuando era un bebé? Es natural que tenga buena opinión de él. No se puede esperar que él tenga para el pobre Tom la misma estima. Los amos están acostumbrados a que se lo den todo hecho, y es natural que no lo aprecien. No se puede esperar que lo hagan. Ponlo al lado de otros amos y dime, ¿a quién han tratado como a mí y quién ha vivido mejor que yo? Y no habría dejado que me sucediese esto si lo hubiera sabido de antemano, estoy convencido.
—De todas formas, algo de malo tiene el asunto —dijo la tía Chloe, de quien una característica predominante era un sentido obstinado de la justicia—. No sabría decir exactamente lo que es, pero tiene algo de malo, lo tengo claro.
—Debes mirar al Señor que está en el cielo, por encima de todos; ni un gorrión cae sin que Él lo sepa.
—No me consuela, aunque supongo que debería —dijo la tía Chloe—. Pero no sirve de nada hablar; mojaré la torta de maíz y te prepararé un buen desayuno, porque ¿quién sabe cuándo te darán otro?
Para comprender los sufrimientos de los negros vendidos para el mercado del sur, hay que tener en cuenta que los afectos instintivos de esta raza son especialmente fuertes. Su querencia por el lugar de nacimiento es muy duradera. No son atrevidos ni emprendedores por naturaleza, sino hogareños y cariñosos. Añadamos a esto los terrores que la ignorancia confiere a lo desconocido, y luego sumemos el hecho de que venderse en el sur es el castigó más severo con el que se atemoriza a los negros desde su infancia. La amenaza que les asusta más que los latigazos o las torturas de cualquier tipo es la de mandarlos río abajo. Nosotros personalmente les hemos oído expresar estos sentimientos y hemos visto el horror genuino con el que se reúnen en sus horas de ocio para contar historias de «río abajo» que es, para ellos:
Ese país desconocido, de cuyos linderos
no vuelve ningún viajero
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Un misionero que se ocupa de los fugitivos del Canadá nos contó que muchos de éstos confesaron haberse escapado de amos relativamente bondadosos, y que lo que les había instigado a afrontar los peligros de la fuga, en casi todos los casos, era el horror de ser vendidos en el sur, destino que pendía sobre sus cabezas, o las de sus maridos o de sus mujeres o de sus hijos. Esto infunde al africano, paciente, tímido y carente de iniciativa por naturaleza, un valor heroico y le induce a pasar hambre, frío, dolor, los peligros de la naturaleza salvaje y las penalidades más temidas al ser capturado de nuevo.
La sencilla colación matutina humeaba sobre la mesa, pues la señora Shelby había dispensado a la tía Chloe de trabajar en la casa grande aquella mañana. Esta pobre alma había gastado sus escasas energías en este banquete de despedida: había matado y aderezado su mejor pollo y preparado una torta de maíz con esmerado cuidado, según el gusto de su marido, y había colocado varios tarros misteriosos sobre la repisa de la chimenea, que contenían confituras que no se sacaban nada más que en las ocasiones más excepcionales.
—¡Señor, Pete —dijo Mose triunfante—, qué desayuno nos espera! —a la vez que cogía un pedazo de pollo.
La tía Chloe le dio un cachete. —¡Toma! ¡Mira que aprovecharte de la última comida que va a hacer tu padre en casa!
—¡Vamos, Chloe! —dijo Tom con ternura.
—Pues no puedo evitarlo —dijo la tía Chloe, escondiendo la cara en el delantal—; estoy tan disgustada que me hace portarme mal.
Los niños se quedaron totalmente quietos, mirando primero a su padre y después a su madre, mientras la niña, trepando por sus faldas, empezó a soltar un aullido urgente e imperioso.