Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
El señor Wilson, un caballero de buen corazón pero extremadamente nervioso y precavido, paseaba arriba y abajo por la habitación con apariencia, en palabras de John Bunyan, «de tener la mente zarandeada» y dividido entre el deseo de ayudar a George y una idea algo confusa de mantener la ley y el orden. Así que, mientras paseaba, se expresó de la siguiente manera:
—Bien, George, supongo que te fugas… que dejas a tu legítimo dueño, George… (no me sorprende)… pero al mismo tiempo, lo siento, George… sí, desde luego… creo que he de decirlo, George… es mi deber decírtelo.
—¿Qué es lo que siente usted, señor? —preguntó tranquilamente George.
—Pues verte, como si dijéramos, oponiéndote a las leyes de tu país.
—¡
Mi
país! —dijo George, con fuerte énfasis amargo ¿qué país tengo yo, sino la tumba?, ¡y juro por Dios que quisiera estar en ella!
—Ay, George, eso no está bien; esa forma de hablar es malvada, va contra las Sagradas Escrituras. George, tienes un amo duro, de hecho se comporta de manera reprobable y no pretendo defenderlo. Pero sabes cómo el ángel ordenó a Agar que volviese con su ama y se humillara bajo su mano
[15]
; y el apóstol mandó a Onésimo que volviese con su amo
[16]
.
—No me cite usted la Biblia de esta manera, señor Wilson —dijo George con los ojos llameantes—, ¡no lo haga!, pues mi esposa es cristiana y yo lo seré si salgo de ésta; pero citar la Biblia a alguien en mis circunstancias es bastante para hacer que deje la religión del todo. Apelo a Dios Todopoderoso; estoy dispuesto a llevar el caso ante Él para preguntarle si hago mal en buscar la libertad.
—Estos sentimientos son muy naturales, George —dijo el bondadoso anciano, sonándose la nariz—. Son naturales, pero es mi obligación no alentarte a seguirlos. Sí, hijo, te compadezco; es un mal asunto, muy malo, pero dice el apóstol: «Que cada uno asuma la condición que le ha correspondido». Todos debemos sometemos a las indicaciones de la Providencia, George, ¿te das cuenta?
George se quedó con la cabeza echado hacia atrás, los brazos fuertemente cruzados contra su ancho pecho y una sonrisa amarga dibujada en los labios.
—Señor Wilson, si vinieran los indios y le hicieran prisionero, alejándole de su esposa e hijos y le quisieran tener toda la vida trabajando el maíz para ellos, me pregunto si usted creería que era su obligación asumir la condición que le había correspondido. Yo creo que usted consideraría una indicación de la Providencia el primer caballo sin jinete que pudiera encontrar, ¿no es verdad?
El anciano consideró seriamente esta ilustración del caso; pero, aunque no era muy buen razonador, tenía el buen sentido del que carecían muchos dialécticos del tema: el de no decir nada cuando no había nada que decir. De modo que, mientras se quedó acariciando suavemente el paraguas y quitándole todas las arrugas y pliegues, continuó con sus recomendaciones generales.
—Verás, George, tú sabes que siempre he sido tu amigo, y todo lo que he dicho, lo he dicho por tu bien. Ahora bien, en este caso me parece a mí que corres un gran riesgo. No puedes tener esperanzas de éxito. Si te cogen, las cosas te irán peor que nunca; te maltratarán y dejarán medio muerto y luego te venderán río abajo.
—Señor Wilson, sé todo esto —dijo George—. Sí que corro un riesgo, pero… —abrió de repente el abrigo para mostrar dos pistolas y un cuchillo de caza—. ¡Ahí está! —dijo—, estoy preparado para ellos, jamás me iré al sur. ¡No! Llegado el caso, me ganaré por lo menos seis pies de tierra gratis, ¡la primera y la última tierra que posea jamás en Kentucky!
—Ay, George, ése es un estado de ánimo muy malo; se aproxima a la desesperación, George. Me preocupas, quebrantando las leyes de tu país.
—¡Mi país de nuevo! Señor Wilson, usted tiene país, pero ¿qué país tengo yo o los que, como yo, han nacido de madres esclavas? ¿Qué leyes hay para nosotros? Nosotros no las hacemos ni damos nuestro consentimiento; no tenemos nada que ver con ellas; todo lo que hacen por nosotros es aplastarnos y mantenemos aplastados. ¿No he oído sus discursos del 4 de julio? ¿No nos dicen a todos, una vez al año, que los gobiernos reciben su legítimo poder del consentimiento de los gobernados? Los que oyen estas cosas, ¿es que no saben pensar? ¿No saben atar cabos, para ver lo que significa?
La mente del señor Wilson era de aquellas que se podrían asemejar con bastante propiedad a una bala de algodón: aterciopelado, suave, benévolamente velloso y confuso. Realmente compadecía a George con todo su corazón y tenía una percepción borrosa y turbia del tipo de sentimientos que lo torturaban, pero creyó que era su deber seguir con tenacidad infinita hablándole del bien.
—George, esto está mal. Debo decirte, ya sabes, como amigo, que no deberías albergar semejantes ideas; son malas, George, muy malas, para los muchachos de tus circunstancias, muy malas —y el señor Wilson se sentó en una mesa y se puso a roer nerviosamente el mango de su paraguas.
—Oiga usted, señor Wilson —dijo George, acercándose y sentándose en frente de él—, míreme un momento. Sentado aquí delante de usted, ¿no soy un hombre exactamente igual que usted? Míreme la cara, míreme las manos, míreme el cuerpo —y el joven se estiró con orgullo—; ¿por qué no soy yo tan hombre como cualquiera? Bien, señor Wilson, escuche usted lo que voy a decirle. Yo tuve un padre, uno de sus caballeros de Kentucky, que no me apreciaba lo suficiente para evitar que me vendieran junto a sus perros y sus caballos para saldar las deudas cuando se murió. Vi a mi madre en una subasta del sheriff, junto con sus siete hijos. Nos vendieron ante sus ojos, uno por uno, todos a amos diferentes, y yo era el más joven. Ella se puso de rodillas ante mi antiguo amo y le suplicó que la comprase conmigo, para tener por lo menos uno de sus hijos con ella, y la apartó de una patada de su pesada bota. Lo vi hacerlo y lo último que oí fueron sus gemidos y gritos cuando me ataron al cuello de su caballo para llevarme a su finca.
—¿Y después?
—Mi amo negoció con uno de los hombres y compró a mi hermana mayor. Era una chica buena y religiosa, miembro de la iglesia Baptista, y tan guapa como lo había sido mi madre. Estaba bien instruida y tenía buenos modales. Al principio, me alegré de que la hubiera comprado, pues así tendría a una amiga cerca. Pero pronto me lamenté. Señor, he estado en la puerta escuchando cómo la azotaban, sintiendo como si cada golpe cayera sobre mi corazón desnudo, y no podía hacer nada para ayudarla; y la azotaban, señor, por querer llevar una vida decente y cristiana, tal como sus leyes no permiten que viva una esclava; y finalmente la vi encadenada con la cuadrilla de un tratante destinada a ser vendida en el mercado de Nueva Orleáns, y todo por aquel motivo, y no he vuelto a tener noticias de ella. Bien, pues me hice mayor, pasaron años y años, sin padre, sin madre, sin hermana, sin un alma que me quisiera más que a un perro; sin nada más que azotes, broncas y hambre. Señor, he pasado tanta hambre que he comido a gusto los huesos que tiraban a sus perros; sin embargo, cuando era un crío y me quedaba noches enteras despierto llorando, no lloraba por el hambre; no lloraba por los azotes. No, señor, lloraba por mi madre y por mis hermanas, lloraba porque no tenía a nadie que me quisiera sobre la tierra. Jamás conocí el significado de la paz o el consuelo. Jamás me dirigieron una palabra amable hasta que fui a trabajar en su fábrica. Señor Wilson, usted me trataba bien; me animaba a mejorarme, a aprender a leer y a escribir e intentar ser algo en la vida, y Dios sabe cuánto se lo agradezco. Luego, señor, conocí a mi esposa; usted la ha visto y sabe lo hermosa que es. Cuando supe que me quería, cuando me casé con ella, apenas creía que estaba vivo por lo feliz que me sentía; y, señor, es tan virtuosa como bella. Y entonces, ¿qué? Entonces va mi amo y me aparta del trabajo y de mis amigos y de todo lo que me gusta y me reduce a nada. ¿Y por qué? Porque, dice, he olvidado quién soy, dice, para enseñarme que sólo soy un negro. Al final, lo último de todo, viene y se interpone entre mi mujer y yo y dice que tendré que renunciar a ella para ir a vivir con otra mujer. Y las leyes de ustedes le permiten hacer todo esto, a pesar de Dios y del hombre. ¡Dése cuenta, señor Wilson! No hay ni una sola de estas cosas que han roto el corazón a mi madre, a mi hermana, a mi esposa y a mí que no sancionen sus leyes y permitan hacer a todos los hombres de Kentucky sin que nadie les pueda decir que no. ¿Y las llama usted las leyes de mi país? Señor, no tengo país como tampoco tengo padre. Pero voy a tener uno. No quiero nada del país de usted excepto que me deje en paz, que pueda abandonarlo pacíficamente; y cuando llegue al Canadá, donde las leyes me reconocerán y me protegerán, ése será mi país, y acataré sus leyes. Pero si algún hombre intenta detenerme, que tenga cuidado, pues estoy desesperado. Lucharé por la libertad hasta el último aliento. Dice usted que lo hicieron sus antepasados; si fue lo correcto para ellos, ¡es lo correcto para mí!
Este discurso, pronunciado parcialmente cuando estaba sentado en la mesa y parcialmente mientras paseaba de un lado para otro de la habitación —pronunciado con lágrimas, y los ojos llameantes y gestos de desesperación—, fue demasiado para el bondadoso anciano a quien iba dirigido, que se había sacado un gran pañuelo de seda amarilla y se secaba la cara con gran ahínco.
—¡Malditos sean todos! —soltó de repente—. ¿No lo he dicho siempre?, ¡canallas del infierno! Espero no blasfemar, pues. ¡Adelante, George! Pero ten cuidado, hijo mío; no dispares a nadie, George a no ser… ¡no, mejor no dispares!, por lo menos, no para dar, ¿me entiendes? ¿Dónde está tu mujer, George? —añadió, levantándose nervioso para pasear por la habitación.
—Se ha marchado, señor, con su hijo en brazos, Dios sabe adónde; se ha ido detrás de la estrella del norte, y ¡cuándo nos reuniremos o si nos reuniremos alguna vez, nadie puede saberlo!
—¿Es posible?, es asombroso que huya de una familia tan bondadosa.
—Las familias bondadosas se endeudan y las leyes de
nuestro
país permiten que arranquen a un crío de los brazos de su madre y lo vendan para pagar las deudas de su amo —dijo George con amargura.
—¡Vaya, vaya! —dijo el honrado anciano, rebuscando en el bolsillo— supongo… quizás… no estoy siendo juicioso… ¡maldita sea, no quiero ser juicioso! —añadió de repente— así que toma, George —y sacando un fajo de billetes de una cartera, los ofreció a George.
—No, amable y buen señor —dijo George—, usted ha hecho mucho por mí y esto podría acarrearle problemas. Tengo bastante dinero, espero, para llevarme tan lejos como necesito.
—No, George, debes cogerlo. El dinero es de gran ayuda en todas partes; no puedes tener demasiado, si lo consigues de forma honrada. Cógelo, cógelo ahora, por favor, hijo.
—Con la condición, señor, de que se lo pueda devolver en el futuro, lo cogeré —dijo George, cogiendo el dinero.
—Ahora, George, ¿cuánto tiempo vas a viajar de esta guisa? No mucho, espero. Está bien representado, pero demasiado atrevido. Y este negro, ¿quién es?
—Un tipo estupendo, que se fue al Canadá hace más de un año. Después de llegar allí, se enteró de que su amo estaba tan enfadado con él por haberse escapado que había azotado a su anciana madre; y ha vuelto para consolarla e intentar llevársela.
—¿Ya la tiene?
—Aún no; ha estado merodeando por el lugar pero todavía no ha tenido oportunidad. Mientras tanto, va a ir conmigo hasta Ohio, para dejarme con unos amigos que lo ayudaron a él y luego volverá a por ella.
—¡Peligroso, muy peligroso! —dijo el anciano.
George se irguió y sonrió con desdén.
El anciano caballero lo miró de arriba a abajo con una especie de asombro inocente.
—George, algo te ha cambiado de forma extraordinaria. Tienes la cabeza alta y hablas y te mueves como otro hombre —dijo el señor Wilson.
—¡Porque soy un hombre libre! —dijo, orgulloso, George—. Sí, señor, no volveré a llamar amo a ningún hombre. ¡
Estoy libre
!
—¡Ten cuidado! No estás a salvo, pueden atraparte.
—Todos los hombres somos libres e iguales en la tumba, dado el caso, señor Wilson —dijo George.
—¡Estoy pasmado por tu valor! —dijo el señor Wilson— ¡métete en la taberna más próxima!
—Señor Wilson, no soy tan valiente, y esta taberna está tan cerca que no se les ocurrirá buscar aquí; me buscarán más adelante y ni usted me conocía. El amo de Jim no vive en este condado; a él no lo conocen por aquí. Además, ya es tarde, ya nadie lo busca y nadie me reconocerá por el anuncio, creo.
—¿Y la marca de la mano?
George se quitó el guante y mostró una cicatriz reciente en la mano.
—Es la última muestra del aprecio del señor Harris —dijo desdeñoso—. Hace quince días se le ocurrió hacérmelo, porque dijo que creía que intentaría escaparme un día de estos. Interesante, ¿verdad? —dijo, volviendo a colocarse el guante.
—Confieso que se me hiela la sangre cuando pienso en tu condición y tus riesgos —dijo el señor Wilson.
—Yo la he tenido helada durante muchos años, señor Wilson; ahora está a punto de ebullición —dijo George—. Bien, estimado señor —dijo George tras unos minutos de silencio—, me he dado cuenta de que me reconocía y he pensado hablar con usted por si su cara de sorpresa me fuera a delatar. Partiré mañana por la mañana temprano, antes del amanecer; mañana por la noche espero dormir en Ohio. Viajaré con la luz del día, pararé en los mejores hoteles y comeré en las mismas mesas que los señores de la tierra. Adiós, pues, señor; si se entera de que me han cogido, sepa que he muerto.
George parecía una roca cuando extendió la mano como un príncipe. El amable anciano la estrechó con vigor y, después de reiterar sus consejos, cogió el paraguas y salió torpemente de la habitación.
George permaneció pensativo mirando cómo el anciano cerraba la puerta. Pareció ocurrírsele algo. Corrió hacia la puerta y dijo, al abrirla:
—Señor Wilson, ha demostrado ser un cristiano por su forma de tratarme; quiero pedirle una última prueba de su bondad cristiana.
—¿Sí, George?
—Bien, señor, lo que ha dicho es verdad. Sí corro un gran riesgo. No hay sobre la tierra un alma a quien le importe que yo muera —añadió, respirando fuertemente y hablando con gran dificultad— me echarán a patadas y me enterrarán como un perro y nadie se acordará al día siguiente, ¡salvo mi pobre esposa! ¡Pobrecita!, llorará y penará. Si usted pudiera hacerle llegar este pequeño alfiler, señor Wilson, se lo agradeceré. Me lo regaló ella unas Navidades, ¡pobrecita! Déselo y dígale que la amaba hasta el final. ¿Quiere usted hacerlo? —añadió muy serio.