Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
—¿Aún piensas ir al Canadá, Eliza? —preguntó mientras repasaba los melocotones.
—Sí, señora —dijo Eliza con resolución—. Debo seguir adelante. No me atrevo a detenerme.
—¿Y qué harás cuando llegues allí? Debes pensar en eso, hija mía.
«Hija mía» salía con naturalidad de la boca de Rachel Halliday, pues tenía un rostro y un tipo que hacían pensar que «madre» era la palabra más natural del mundo.
Temblaron las manos de Eliza y cayeron algunas lágrimas sobre su labor; pero respondió firmemente:
—Haré… lo que encuentre. Espero encontrar algo.
—Sabes que puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras —dijo Rachel.
—Oh, gracias —dijo Eliza—, pero —señaló a Harry— no duermo por las noches, no consigo descansar. Anoche soñé que vi a un hombre entrar al corral —dijo con un escalofrío.
—¡Pobre niña! —dijo Rachel, secándose los ojos—; pero no debes sentirte así. El Señor lo ha dispuesto de manera que nunca hayan cogido a un fugitivo en nuestra aldea. Confío en que tu hijo no vaya a ser el primero.
Se abrió la puerta en ese momento y se asomó a la puerta una mujer baja y redonda con aspecto de acerico y una cara alegre y reluciente como una manzana madura. Iba vestida, como Rachel, de sobrio gris, con el trozo de muselina plegado sobre su pecho redondo y llenito.
—Ruth Stedman —dijo Rachel, acercándose con alegría—; ¿cómo estás, Ruth? —preguntó, cogiéndole las manos con afecto.
—Bien —dijo Ruth, quitándose el gorrito pardo y limpiándolo con el pañuelo, mostrando una cabecita redonda sobre la que el gorro cuáquero se posaba con un aire garboso, a pesar de todos los esfuerzos de las manitas gordezuelas que alisaban y daban múltiples golpecitos para ordenarlo. Algunos mechones de cabello rizado se habían escapado también aquí y allá y tuvo que hacer tremendos esfuerzos para ponerlos en su sitio; después la recién llegada, que tendría unos veinticinco años, se apartó del pequeño espejo delante del cual había realizado todas estas operaciones con un aspecto de gran satisfacción que no podrían menos que compartir todos los que la contemplaran, pues sin duda era una mujercita tan sana, cordial y risueña como jamás alegrase el corazón de un hombre.
—Ruth, esta amiga es Eliza Harris, y éste es el niño del que te he hablado.
—Encantada de conocerte, Eliza —dijo Ruth, estrechándole la mano como si Eliza fuera una vieja amiga a la que esperaba desde hacía tiempo—; y éste es tu querido muchacho: le he traído un pastel —dijo ofreciendo un pequeño pastel en forma de corazón al niño, que se aproximó mirando a través de sus rizos y lo aceptó tímidamente.
—¿Dónde está tu bebé, Ruth? —preguntó Rachel.
—Oh, ya viene; lo cogió Mary cuando veníamos hacia aquí y se lo llevó corriendo al granero para mostrarlo a los chicos.
En este momento se abrió la puerta y entró Mary, una muchacha honesta y rosada con grandes ojos castaño como los de su madre, llevando el bebé.
—¡Ajá! —dijo Rachel, acercándose para coger en brazos al niño blanco y relleno—. ¡Qué buen aspecto tiene y cómo crece!
—Ya lo creo —dijo la hacendosa Ruth, y cogiendo al niño comenzó a quitarle una caperuza de seda azul y varias capas de envoltorios externos; tras darle un tirón aquí y un toque allá, ajustarle y ordenarle por todas partes y darle un sonoro beso, lo colocó en el suelo para que se recompusiera. El bebé parecía estar muy acostumbrado a esta forma de proceder, pues se metió el pulgar en la boca (como si fuese una ceremonia de importancia, por supuesto) y pronto pareció quedarse absorto en sus propias reflexiones, mientras su madre se sentaba, sacaba una media larga de rayas azules y blancas y se ponía a hacer calceta enérgicamente.
—Mary, deberías llenar la tetera, ¿verdad? —sugirió suavemente la madre.
Mary llevó la tetera al pozo y regresó enseguida y la puso en la estufa, donde poco después canturreaba y echaba vapor, como un incensario de hospitalidad y buen humor. Además, los melocotones, obedeciendo unos discretos susurros de Rachel, fueron depositados por las mismas manos en una cacerola en el fuego.
Rachel bajó una pulcra tabla de amasar y, atándose un delantal, se dispuso a preparar unas galletas, tras decir a Mary:
—Mary, deberás decirle a John que prepare un pollo, ¿verdad? —Mary desapareció para cumplir la orden.
—¿Y cómo está Abigail Peters? —preguntó Rachel mientras preparaba las galletas.
—Oh, está mejor —dijo Ruth—; he ido a verla esta mañana; le he hecho la cama y le he ordenado la casa. Leah Hills ha ido esta tarde para prepararle pan y bollos para algunos días, y yo me he comprometido a volver esta tarde para levantarla.
—Iré yo mañana para hacerle la limpieza y repasarle la costura —dijo Rachel.
—Eso está bien —dijo Ruth—. Me he enterado —añadió— de que está enferma Hannah Stanwood. John estuvo allí anoche y yo debo ir mañana.
—John puede venir aquí a comer si quieres quedarte todo el día —sugirió Rachel.
—Gracias, Rachel; ya veremos mañana. Aquí viene Simeon.
Entró Simeon Halliday, un hombre alto y musculoso, con chaqueta y pantalón grises y un sombrero de ala ancha.
—¿Cómo estás, Ruth? —preguntó cálidamente, extendiendo la mano ancha para recibir su manita regordeta—; ¿y cómo está John?
—John está bien, y toda la familia también —dijo Ruth alegremente.
—¿Alguna noticia, padre? —preguntó Rachel mientras ponía las galletas en el horno.
—Me dijo Peter Stebbins que vendría esta noche con amigos —dijo Simeon intencionadamente, mientras se lavaba las manos en el limpio fregadero del porche trasero.
—Bien —dijo Rachel, mirando pensativa a Eliza.
—¿Dijiste que te llamabas Harris? —preguntó Simeon a Eliza cuando regresó.
Rachel miró rápidamente a su marido a la vez que Eliza contestó temblorosa que sí; sus temores, siempre a flor de piel, le sugerían que podrían haber publicado anuncios por ella.
—¡Madre! —dijo Simeon desde el porche, llamando a Rachel.
—¿Qué quieres, padre? —preguntó Rachel, frotándose las manos enharinadas al salir al porche.
—El marido de esta joven está en la colonia y vendrá aquí esta noche —dijo Simeon.
—¡No me digas, padre! —dijo Rachel con la cara iluminada de alegría.
—Es la verdad. Peter fue con el carro ayer al otro puesto y encontró allí a una anciana y dos hombres; uno dijo llamarse George Harris y por lo que contó de su historia, estoy seguro de quién es. Además es un tipo inteligente y agradable. ¿Se lo decimos a ella ahora? —preguntó Simeon.
—Contémoslo a Ruth —dijo Rachel—. Oye, Ruth, ven aquí.
Ruth dejó su labor de calceta y se dirigió rápidamente al porche trasero.
—Ruth, ¿qué opinas tú? —dijo Rachel—. Padre dice que el marido de Eliza está con la última compañía y que estará aquí esta noche.
Un estallido de alegría de la pequeña cuáquera vino a interrumpir el discurso. Dio tal salto desde el suelo al batir las pequeñas palmas que se soltaron dos rizos por debajo de su gorro cuáquero y se posaron alegremente sobre su blanco pañuelo de cuello.
—¡Chitón, querida! —dijo Rachel suavemente— ¡calla, Ruth! Dinos, ¿se lo contamos ahora?
—Ahora, desde luego, ahora mismo. Imaginaos que fuera mi John, ¿cómo me sentiría? Contádselo enseguida.
—Te utilizas sólo para saber cómo amar a tu prójimo, Ruth —dijo Simeon, mirando a Ruth con una sonrisa amplia.
—Por supuesto. ¿No nos han hecho para eso? Si yo no quisiera a John y al bebé, no sabría qué sentiría ella. Vamos, ¡contádselo ya! —y puso la mano persuasivamente sobre el brazo de Rachel—. Llévatela al dormitorio y deja que yo fría el pollo mientras se lo cuentas.
Rachel entró a la cocina, donde se hallaba Eliza cosiendo, y, abriendo la puerta de un pequeño dormitorio, dijo dulcemente:
—Pasa aquí conmigo, hija mía; tengo noticias que darte.
Se le subió la sangre al pálido rostro de Eliza; se levantó, temblando con ansiedad nerviosa, y miró a su hijo.
—No, no —dijo la pequeña Ruth, corriendo a cogerle las manos—, no temas: son buenas noticias, Eliza. ¡Pasa, pasa! —y la empujó suavemente hacia la puerta abierta, que se cerró a sus espaldas; ella se volvió entonces y cogió al pequeño Harry en brazos y se puso a besarlo.
—Vas a ver a tu padre, pequeñín. ¿Lo sabes? Viene tu padre —dijo una y otra vez, mientras el niño la miraba extrañado.
Mientras tanto, tras la puerta cerrada, se desarrollaba otra escena. Rachel Halliday abrazó a Eliza y le dijo:
—El Señor ha tenido piedad de ti, hija; tu marido se ha escapado de la esclavitud.
La sangre subió a las mejillas de Eliza con un brillo súbito y luego volvió al corazón con la misma rapidez. Se sentó pálida y desmayada.
—Ten valor, hija —dijo Rachel, poniéndole la mano sobre la cabeza—. Está entre amigos, que lo traerán aquí esta noche.
—¡Esta noche! —repitió Eliza—, ¡esta noche! Las palabras perdieron su significado para ella. Se le puso la cabeza somnolienta y confusa; durante un momento, todo fue borroso.
Cuando despertó, se encontraba cómodamente instalada en la cama, cubierta con una manta, con la pequeña Ruth frotándole las manos con alcanfor. Abrió los ojos en un estado de languidez somnolienta y deliciosa como el de una persona que ha llevado mucho tiempo una carga pesada y ahora siente que ya no la lleva y puede descansar. La tensión de los nervios, que no había cesado ni un momento desde la primera hora de su huida, se había desvanecido y le sobrevino una extraña sensación de seguridad y descanso; y ahí tumbada con los grandes ojos negros abiertos seguía, como en un tranquilo sueño, los movimientos de los que la rodeaban. Vio la puerta abierta a la otra habitación; vio la mesa de la cena, con su níveo mantel; oyó el vago murmullo de la tetera; vio a Ruth correteando de acá para allá con platos de pasteles y platillos de conservas, parando de vez en cuando para ponerle un pastel en la mano a Harry o acariciarle la cabeza o enredar sus largos rizos con sus blancos dedos. Vio la amplia figura maternal de Rachel, que se acercaba una y otra vez a la cama para alisar o arreglar la ropa de cama y remeter las sábanas aquí y allí, como forma de expresar sus buenos deseos; y era consciente de una especie de luz de sol que emanaba desde los grandes ojos castaño. Vio entrar al marido de Ruth; la vio correr hacia él y ponerse a susurrarle algo con gran seriedad y gestos expresivos, señalando la habitación con su pequeño dedo. La vio sentarse a cenar con el bebé en brazos; los vio a todos alrededor de la mesa y al pequeño Harry en una silla alta bajo la sombra del amplia ala de Rachel; había tenues murmullos de conversación, suaves tintineos de cucharillas de té y el resonar musical de tazas contra platillos, todo mezclado con un delicioso sueño reparador, y Eliza durmió como no había dormido desde la espantosa noche cuando cogió a su hijo para huir a la luz escarchada de las estrellas.
Soñó con un hermoso país, una tierra, le pareció a ella, de descanso, de verdes orillas, bonitas islas y hermosas aguas centelleantes; y allí, en una casa que amables voces le decían era un hogar, vio a su hijo jugando como un niño libre y feliz. Oyó los pasos de su marido; lo sintió aproximarse; la rodeaban sus brazos, sus lágrimas regaban su rostro y ¡se despertó! No era un sueño. Hacía rato que había desaparecido la luz del día; su hijo yacía plácidamente dormido a su lado; una vela ardía débilmente en la mesilla y su marido sollozaba sobre su almohada.
La mañana siguiente fue una mañana alegre en casa de los cuáqueros. La «madre» se había levantado temprano y estaba rodeada de hacendosos muchachos y muchachas a los que no tuvimos tiempo de presentar a los lectores ayer, y que se movían todos obedientes a los dulces «haz» o, mejor dicho, «¿quieres hacer?» de Rachel, ocupados en preparar el desayuno; pues el desayuno, en los frondosos valles de Indiana, es una cosa complicada y multiforme y, como la recogida de los pétalos de rosa y el podado de los arbustos del Paraíso, necesita de otras manos que no sean las de la madre original. Por lo tanto, mientras John iba al manantial a por agua fresca y Simeon hijo tamizaba la harina de maíz para las tortas y Mary molía café, Rachel se movía suave y silenciosamente por todas partes haciendo galletas, cortando pollo e irradiando una especie de luz de sol sobre todos los preparativos. Si existía peligro de fricción o choque por el celo mal controlado de tantos jóvenes trabajadores, sus tiernos «vamos» o «yo no lo haría» eran suficientes para mitigar la dificultad. Los bardos han escrito sobre el cesto de Venus, que volvió loco a todo el mundo durante varias generaciones. Aquí teníamos, en su lugar, el cesto de Rachel Halliday, que evitaba que la gente se volviese loca y hacía que las cosas transcurriesen con armonía. Creemos que éste va mejor para los tiempos modernos, desde luego.
Mientras seguían los demás preparativos, Simeon padre estaba de pie en un rincón en mangas de camisa ante un pequeño espejo, ocupado en la tarea antipatriarcal de afeitarse. Todo se desarrollaba con tanta sociabilidad, tranquilidad y armonía en la gran cocina, parecía que todo el mundo estaba tan encantado de hacer exactamente lo que hacía y había tal ambiente de confianza mutua y camaradería por todas partes (incluso los cuchillos y los tenedores contribuían a la charla social al colocarse en la mesa, mientras que el pollo y el jamón emitían un chisporroteo alegre y contento en la sartén, como si les gustase ser fritos) que, cuando salieron George y Eliza con el pequeño Harry, ante semejante recibimiento de sincera bienvenida, no es de extrañar que les pareciese un sueño.
Por fin estaban todos sentados alrededor de la mesa del desayuno, mientras Mary estaba de pie en la estufa preparando hojuelas que, según adquirían el exacto tinte dorado de la perfección, eran trasladadas con destreza a la mesa.
Rachel nunca parecía más benignamente feliz que cuando se hallaba presidiendo la mesa. Había tanto de maternal y de generoso incluso en su forma de pasar un plato de pasteles o servir una taza de café, que parecía infundir de espíritu la comida y la bebida que ofrecía.
Era la primera vez que se sentaba George a la mesa de un blanco en igualdad de condiciones, y se sentó, al principio, con algo de embarazo e incomodidad; pero éstos se esfumaron como la niebla bajo los amables rayos matutinos de la amabilidad sencilla y desbordante.
Éste sí era un hogar, un hogar, palabra que nunca antes había significado nada para George; y empezaron a circular en su corazón la fe en Dios y la confianza en su providencia mientras, con una nube dorada de protección y confianza, se derritieron sus oscuras y misántropas dudas ateas y su fiera desesperación bajo la luz de las Escrituras vivas, respirada por rostros vivos y predicada por mil actos inconscientes de amor y buena voluntad que, como la taza de agua fría dada en nombre de un discípulo, nunca carecerá de recompensa.