Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
Allí está, sentada en su camarote, rodeada por una multitud variopinta de bolsas grandes y pequeñas, cajas y cestas, en cada una de las cuales hay un artículo que está ocupada en atar, envolver, empaquetar o cerrar con una expresión muy seria.
—Bien, Eva, ¿llevas la cuenta de tus cosas? Por supuesto que no: los niños nunca os fijáis; ahí está la bolsa de lunares y la sombrerera con tu mejor sombrero: son dos; con la bolsa de caucho, son tres; y mi caja de costura, cuatro; mi sombrerera, cinco; mi caja de cuellos, seis; y ese baúl pequeño, siete. ¿Qué has hecho de tu sombrilla? Dámelo para que lo envuelva y lo ataré con mi paraguas y mi sombrilla; ya está.
—Pero, tiíta, sólo vamos a casa; ¿para qué sirve todo eso?
—Para mantener el orden, hija; las personas debemos cuidar de nuestras cosas, si queremos que nos duren; bien, Eva, ¿has guardado el dedal?
—La verdad, tía, no lo sé.
—No importa; yo te revisaré el costurero: dedal, cera, dos bobinas, tijeras, cuchillo, pasacintas; muy bien, ponlo ahí. ¿Cómo te las arreglabas, hija, cuando viajabas sola con tu papá? Me sorprende que no hayas perdido todo lo que traías.
—Pues sí, tía, perdía muchas cosas; pero cuando atracábamos en algún lugar, papá me compraba más de lo que fuera.
—¡Córcholis, niña! ¡Qué manera de actuar!
—Era una manera muy fácil, tiíta —dijo Eva.
—Es una manera muy inepta —dijo la tiíta.
—¿Y ahora qué vas a hacer, tía? Ese baúl está demasiado lleno para cerrarlo.
—Hay que cerrarlo —dijo la tía, con un aire de general, apretujando las cosas y sentándose sobre la tapa; pero aún no se juntaba la boca del baúl.
—¡Ponte aquí, Eva! —dijo la señorita Ophelia con valor—; lo que se ha hecho una vez se puede volver a hacer. Este baúl tiene que cerrarse con llave: no hay más remedio.
Y el baúl, intimidado, sin duda, por esta frase decidida, se rindió. El cierre se encajó firmemente en su sitio y la señorita Ophelia giró la llave y la guardó, triunfante, en el bolsillo.
—Ya estamos preparadas. ¿Dónde está tu papá? Creo que va siendo hora de que saquen este equipaje. Echa un vistazo, Eva, a ver si ves a tu papá.
—Oh, sí, está al otro extremo del salón de caballeros comiéndose una naranja.
—No puede saber lo cerca que estamos —dijo la tía—; ¿no deberías ir a hablarle?
—Papá nunca se da prisa por nada —dijo Eva—, y aún no hemos llegado al desembarcadero. Sal a cubierta, tía. ¡Mira, aquélla es nuestra casa, en esa calle!
El barco empezó, entre pesados gruñidos, como algún enorme monstruo fatigado, a abrirse camino entre los muchos barcos de vapor del malecón. Eva señalaba encantada las diferentes agujas, cúpulas y demás monumentos que distinguían su ciudad natal.
—Sí, sí, querida, muy bonito —decía la señorita Ophelia—. Pero, ¡córcholis, se ha detenido el barco! ¿Dónde está tu padre?
Y comenzó el alboroto típico del desembarco: camareros corriendo en veinte direcciones a la vez, bolsas, cajas, mujeres llamando ansiosas a sus hijos, todos apretujándose en una densa masa hacia la plancha de desembarco.
La señorita Ophelia se sentó resueltamente en el recién conquistado baúl y, formando todos sus muebles y enseres con gran disciplina castrense, parecía dispuesta a defenderlos hasta el último aliento.
«¿Le llevo el baúl, señora?», «¿Le llevo el equipaje?», «Déjeme cuidar de sus maletas, señora», «¿No quiere usted que se lo lleve?»; le llovieron las ofertas sin que hiciera caso. Se quedó sentada impertérrita, tiesa como una aguja de zurcir pinchada en una tabla, agarrada a su manojo de paraguas y parasoles, respondiendo con bastante determinación para desanimar incluso a los cocheros de alquiler y preguntando a Eva repetidamente: «¿En qué estará pensando el papá? No se habrá caído por la borda, pero algo tiene que haberle ocurrido»; y justo cuando empezaba a angustiarse de verdad, apareció él y, desenfadado como siempre, ofreciendo a Eva un cuarto de la naranja que él se estaba comiendo, dijo:
—Bien, prima Vermont, supongo que estás preparada.
—Hace casi una hora que estoy preparada y esperando —dijo la señorita Ophelia—; empezaba a preocuparme por ti.
—Eres una chica lista —dijo él—. Bien, nos espera el coche, y se ha dispersado la multitud, de manera que ya podemos salir como cristianos decentes, sin que nos empujen y zarandeen. Toma —dijo a un cochero que estaba detrás de él—, llévate estas cosas.
—Iré a ver cómo las carga —dijo la señorita Ophelia.
—¡Bah, prima! ¿Para qué? —dijo St. Clare.
—En todo caso, me llevaré esto y esto y esto —dijo la señorita Ophelia, apartando tres cajas y una maleta.
—Querida señorita Vermont, debes olvidarte un poco de tus costumbres norteñas ahora. Debes adoptar aunque sea un poquito de los principios sureños y no caminar con todo ese peso. Te tomarán por una camarera; dáselos a este individuo; él los cogerá como si fueran huevos.
La señorita Ophelia miró desesperada mientras su primo la desembarazaba de todos sus tesoros y se alegró cuando se reunió de nuevo con ellos, en perfecto estado, en el carruaje.
—¿Dónde está Tom? —preguntó Eva.
—Está en la parte de fuera, gatita. Voy a dárselo a mamá como ofrenda de paz, para compensarle por aquel tipo que volcó el coche.
—Oh, Tom será un cochero magnífico, lo sé —dijo Eva—. El no se emborrachará nunca.
El coche se detuvo delante de una mansión antigua, construida con esa extraña mezcla de estilos francés y español de la que hay algunas muestras en algunas zonas de Nueva Orleáns. Estaba construida al estilo árabe: un edificio cuadrado rodeaba un patio, donde penetró el coche a través de una puerta en forma de arco. El patio interior evidentemente se había edificado según un modelo pintoresco y voluptuoso. Amplios pórticos bordeaban los cuatro costados, y sus arcos moros, sus finas columnas y sus motivos arabescos transportaban la mente, como en sueños, al romántico reino oriental de España. En el centro del patio, una fuente lanzaba al cielo sus aguas plateadas, que caían en un rocío incesante a la pila de mármol, rodeada de una ancha franja de aromáticas violetas. El agua de la fuente, diáfana como el cristal, estaba repleta de miríadas de peces dorados y plateados, que se revoloteaban chispeantes como joyas vivientes. Alrededor de la fuente había un sendero pavimentado con un mosaico de piedrecillas formando diversos dibujos fantásticos; y el sendero estaba rodeado de un césped suave como terciopelo verde, que estaba rodeado, a su vez, por el camino de entrada de coches. Dos grandes naranjos, fragantes de azahar, hacían una sombra deliciosa, y, colocadas en círculo en el césped, había macetas de mármol de diseño arabesco que contenían las plantas más exquisitas de los trópicos. Enormes granados, con sus hojas brillantes y sus flores llameantes, jazmines árabes de hojas oscuras con sus estrellas plateadas, geranios, frondosos rosales inclinados bajo el peso de sus abundantes flores, jazmines dorados, verbena con olor a limón, todos juntaban sus flores y sus aromas, mientras que se veían aquí y allá unos viejos áloes místicos, con sus extrañas hojas gigantescas, como ancianos magos sentados con peculiar pompa entre flores más delicadas y olores más fugaces.
Los pórticos que bordeaban el patio estaban adornados con cortinas de alguna especie de tejido árabe que se podían correr para tapar los rayos de sol. En conjunto, el lugar tenía un aspecto lujoso y romántico.
Al aproximarse el coche, Eva parecía un pájaro a punto de escaparse de su jaula, por la fuerza salvaje de su gozo.
—¿No es precioso, magnífico, este queridísimo hogar mío? —dijo a la señorita Ophelia—. ¿No es precioso?
—Es un lugar muy bonito —dijo la señorita Ophelia al apearse—; aunque me parece a mí que tiene un aspecto algo pagano.
Tom se bajó del carruaje y miró alrededor con un aire de tranquilo y sereno placer. Los negros, no hay que olvidarlo, son originarios de algunos de los países más maravillosos y exóticos del mundo y tienen, en el fondo de su corazón, una pasión por todo lo que es magnífico, rico y espléndido; pasión que, cuando la ostentan sin refinamiento de gustos, les hace parecer ridículos ante el gusto más frío y rígido de la raza blanca.
St. Clare, que era en el fondo un sibarita poético, sonrió cuando la señorita Ophelia hizo el comentario sobre su hacienda y, volviéndose hacia Tom, que miraba alrededor con su rostro sonriente radiante de admiración, dijo:
—Tom, muchacho, esto parece ser de tu gusto.
—Si, amo, me parece perfecto —dijo Tom.
Todo esto ocurrió en un segundo, mientras se bajaban las maletas, se pagaba al cochero, y una multitud de todas las edades y todos los tamaños, hombres, mujeres y niños salía corriendo de los pórticos inferiores y superiores para ver llegar al amo. En primer lugar había un joven mulato bien atildado, evidentemente un personaje distinguido, vestido a la última moda y blandiendo en la mano un pañuelo de batista perfumado.
Este personaje se estaba esforzando por conducir, con gran rapidez, a todo el rebaño de criados al otro extremo del porche.
—¡Atrás, todos! Me avergonzáis —dijo con un tono autoritario—. ¿Queréis meter las narices, nada más llegar el amo, en sus relaciones familiares?
Todos pusieron cara de vergüenza al oír este elegante discurso, pronunciado con gran solemnidad, y se quedaron apiñados a una distancia respetuosa, con la excepción de dos gordos mozos de cuerda que se acercaron y comenzaron a llevarse el equipaje.
Gracias a la organización sistemática del señor Adolph, cuando St. Clare se volvió tras pagar al cochero no quedaba nadie más a la vista que el mismo señor Adolph, muy vistoso con su chaleco de raso, su cadena de oro y sus pantalones blancos, que hacía reverencias con una gracia inenarrable.
—Ah, Adolph, ¿eres tú? —dijo su amo, ofreciéndole la mano—. ¿Cómo estás, muchacho? —mientras Adolph pronunciaba con gran fluidez un discurso improvisado que llevaba quince días preparando con gran esmero.
—Vaya, vaya —dijo St. Clare, marchándose con su aire habitual de desenfadado humorismo—, eso está muy bien expresado, Adolph. Cuida de que se distribuya correctamente el equipaje. Iré a ver a la gente dentro de un momento —y, diciendo esto, condujo a la señorita Ophelia a un gran salón que daba al porche.
Una mujer alta y cetrina de ojos negros hizo ademán de levantarse de un sofá donde estaba tumbada.
—¡Mamá! —dijo Eva con una especie de embeleso, echándose a su cuello y abrazándola una y otra vez.
—Ya está bien… ten cuidado, niña… deténte, que me das dolor de cabeza —dijo la madre, tras besarla lánguidamente. Entró St. Clare, abrazó a su esposa de manera ortodoxa y marital y le presentó a su prima. Marie levantó los ojos a su prima con cierto aire de curiosidad y le dio la bienvenida con cortesía apática. Una multitud de criados se agolpaba en torno a la puerta, y entre ellos una mulata de mediana edad y apariencia muy respetable se adelantó trepidante de expectación y alegría.
—¡Oh, ahí está Mammy! —dijo Eva, cruzando la habitación de un salto; se echó en sus brazos, besándola una y otra vez.
Esta mujer no le dijo que le daba dolor de cabeza sino, al contrario, la abrazó y se rió y lloró hasta el punto de hacer dudar de su cordura; cuando soltó a Eva, ésta se lanzó de uno a otro dándoles la mano y besándolos de tal forma que la señorita Ophelia dijo luego que le revolvió el estómago.
—Bien —dijo la señorita Ophelia—, los niños sureños hacen algo que yo no sería capaz de hacer.
—¿Y qué es? —preguntó St. Clare.
—Bien, quiero ser amable con todo el mundo y no quisiera hacer daño a nadie, pero en cuanto a besar…
—A los negros —dijo St. Clare—; es demasiado para ti, ¿eh?
—Pues, sí, eso es. ¿Cómo puede hacerlo ella?
St. Clare se rió al salir al corredor. —¡Hola, hola! ¿Qué pasa aquí fuera? Eh, vosotros, Mammy, Jimmy, Polly, Sukey, ¿estáis contentos de ver al amo? —dijo, al pasar de uno a otro dándoles la mano—. Cuidado con los bebés —añadió, al tropezar con un niño del color del hollín que andaba a gatas—. Si piso a alguien, que me lo diga.
Hubo muchas risas y bendiciones para el amo, mientras St. Clare distribuía entre ellos algunas monedas.
—Bien, marchaos ya, como buenos muchachos —dijo; y toda la compañía oscura y clara, desapareció por una puerta que daba a un gran porche, seguidos de Eva, que llevaba una gran bolsa que había llenado con manzanas, frutos secos, caramelos, cintas, encajes y juguetes de todo tipo durante su viaje de vuelta a casa.
Cuando St. Clare se giró para regresar, posó su mirada en Tom, que estaba de pie inquieto, descansando el peso primero en un pie y luego en el otro, mientras Adolph se apoyaba indiferente en la barandilla, escudriñando a Tom a través de unos gemelos de teatro, con un aire digno del dandi más importante del mundo.
—¡Mira al pisaverde! —dijo su amo, quitándole los gemelos de un manotazo—. ¿Es ésa forma de tratar a un compañero? Me parece a mí, Dolph —dijo, tocando el elegante chaleco de raso que llevaba Adolph—, me parece a mí que este chaleco es mío.
—¿Qué, amo, este chaleco todo manchado de vino? Por supuesto que un caballero como el amo nunca se pondría un chaleco así. Tenía entendido que me lo había de quedar yo. Está bien para un pobre negro como yo.
Y Adolph movió la cabeza y pasó los dedos por el cabello perfumado con gran elegancia.
—Conque así están las cosas, ¿eh? —dijo displicente St. Clare—. Bien, pues yo voy a llevar a este Tom ante el ama para enseñárselo y después te lo llevas tú a la cocina y cuidado con darte aires ante él. El vale por dos pisaverdes como tú.
—El amo siempre está bromeando —dijo Adolph, riendo—. Me alegro de verlo de tan buen humor.
—Por aquí, Tom —dijo St. Clare, haciéndole un gesto de que se acercase.
Tom entró en la habitación. Miró pensativo las alfombras de terciopelo y los esplendores indescriptibles de los espejos, cuadros, estatuas y cortinas y, como la reina de Saba ante Salomón, se quedó sin ánimos. Parecía temeroso incluso de posar los pies en el suelo.
—Mira, Marie —dijo St. Clare a su esposa—, por fin te he traído a un cochero en regla. Te digo que es como un enterrador por su negrura y sobriedad y te llevará como si fueras a un funeral, si así lo deseas. Abre los ojos, pues, y míralo. Y no digas que no pienso en ti cuando estoy fuera.
Marie abrió los ojos y los fijó, sin levantarse, sobre Tom.