Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
—Sé que se emborrachará —dijo.
—No, me han garantizado que es un hombre pío y abstemio.
—Pues espero que dé buen resultado —dijo la dama—, aunque no lo creo.
—Dolph —dijo St. Clare—, acompaña a Tom abajo; y ¡cuidado! —añadió—. Acuérdate de lo que te he dicho. Adolph se adelantó con elegancia y Tom lo siguió con andares toscos.
—¡Es un perfecto monstruo! —dijo Marie.
—Vamos, vamos, Marie —dijo St. Clare, sentándose en un escabel a sus pies junto al sofá—, sé amable y dime algo agradable.
—Has tardado quince días más de lo previsto —dijo la dama, haciendo pucheros.
—Pero te escribí explicándote el motivo.
—Una carta tan corta y fría —dijo la dama.
—¡Vaya por Dios! Se iba el correo y tenía que ser esa carta o ninguna.
—Siempre es igual —dijo la señora—; siempre hay alguna excusa para hacer más largos tus viajes y más cortas tus cartas.
—Vamos, vamos —añadió él, sacando del bolsillo un elegante estuche de terciopelo y abriéndolo—, aquí tienes un regalo que te compré en Nueva York.
Era un daguerrotipo, claro y suave como un grabado, de Eva y su padre sentados cogidos de la mano.
Marie lo contempló con aire insatisfecho.
—¿Por qué estás sentado en una postura tan incómoda? —preguntó.
—Bien, la postura puede ser cuestión de opinión, pero, ¿qué opinas del parecido?
—Si no te importa mi opinión sobre una cosa, supongo que tampoco te importará sobre la otra —dijo la dama, cerrando el daguerrotipo.
«¡Maldita mujer!» dijo mentalmente St. Clare; pero en voz alta añadió: —Vamos, Marie, ¿qué me dices del parecido? No seas tonta, vamos.
—Eres muy desconsiderado, St. Clare —dijo la dama— al insistir en que hable y mire cosas. Sabes que estoy con jaqueca todo el día, y ha habido tal escándalo desde que habéis llegado que estoy medio muerta.
—¿Eres propensa a las jaquecas, prima? —preguntó la señorita Ophelia, emergiendo de pronto desde el fondo de un gran sillón donde estaba sentada en silencio, haciendo inventario de los muebles y calculando su precio.
—Sí, soy una verdadera mártir de las jaquecas —dijo la dama.
—El té de enebrina es bueno para los dolores de cabeza —dijo la señorita Ophelia—; por lo menos, así lo decía Auguste, la esposa del diácono Abraham Perry, y ella era una gran enfermera.
—Haré que recojan del jardín junto al lago las primeras enebrinas que maduren para ese propósito —dijo St. Clare, tocando la campanilla al mismo tiempo—; mientras tanto, prima, debes de tener ganas de retirarte a tus aposentos para refrescarte un poco, después del viaje. Dolph —añadió—, dile a Mammy que venga —entró un minuto después la respetable mulata a la que Eva había abrazado con tanto embeleso a su llegada, vestida con un turbante alto rojo y amarillo, reciente regalo de Eva, que ésta acababa de colocarle en la cabeza.
—Mammy —dijo St. Clare—, pongo a esta señora bajo tus cuidados; está cansada y necesita reposar; llévala a su habitación y asegúrate de que está cómodamente instalada —y la señorita Ophelia desapareció tras los pasos de Mammy.
El ama de Tom y sus opiniones
Y ahora, Marie —dijo St. Clare—, llega una época dorada para ti. Aquí está nuestra prima práctica y eficiente de Nueva Inglaterra, que te quitará todo el peso de la economía doméstica de los hombros para que tengas tiempo de reponer fuerzas y ponerte más joven y guapa. La ceremonia de entrega de llaves debe llevarse a cabo enseguida.
Este comentario se hizo en la mesa del desayuno, unos días después de la llegada de la señorita Ophelia.
—Se las entrego encantada —dijo Marie, apoyando la cabeza lánguidamente en la mano—. Creo que se enterará de una cosa, y es que las amas somos las esclavas en estas partes.
—Oh, seguro que se enterará de eso, y una multitud más de verdades suculentas, sin duda —dijo St. Clare.
—Y luego hablan de que tenemos esclavos, como si lo hiciéramos por nuestra comodidad —dijo Marie—. Si lo hiciéramos por eso, los soltaríamos a todos en el acto.
Evangeline fijó sus grandes ojos serios en el rostro de su madre con una expresión seria y perpleja y le preguntó simplemente: —¿Y para qué los tienes, mamá?
—La verdad es que no lo sé, excepto para fastidiarme. Son una plaga en mi vida. Creo que tienen más culpa de mi mala salud que ninguna otra cosa; y sé que los nuestros son la peor plaga que nadie haya tenido jamás.
—Oh, vamos, Marie, estás alicaída esta mañana —dijo St. Clare—. Sabes que eso no es verdad. Si Mammy es la mejor persona del mundo. ¿Qué sería de ti sin ella?
—Mammy es la mejor de todos los que conozco —dijo Marie—, pero incluso Mammy es egoísta, terriblemente egoísta: ése es el defecto de toda su raza.
—El egoísmo es un defecto horrible —dijo St. Clare, muy serio.
—Pues mira a Mammy —dijo Marie—; creo que es muy egoísta por su parte dormir bien por las noches; sabe que necesito cuidados casi cada hora, cuando me llegan los peores ataques, y, sin embargo, ¡cuesta tanto despertarla! Estoy mucho peor esta mañana por los esfuerzos que tuve que hacer anoche para despertarla.
—¿No ha pasado muchas noches levantada contigo últimamente, mamá? —dijo Eva.
—¿Cómo lo sabes tú? —preguntó Marie ásperamente—. Se habrá quejado, supongo.
—No se quejó. Sólo me contó que habías pasado muy mala noche, varias noches seguidas.
—¿Por qué no dejas que Jane o Rosa la reemplacen durante una noche o dos —dijo St. Clare— para que ella descanse?
—¿Cómo puedes proponer tal cosa? —dijo Marie—. St. Clare, eres de lo más desconsiderado. Estoy tan nerviosa que cualquier susurro me molesta, y una mano extraña me volvería loca del todo. Si Mammy tuviera el interés por mí que debiera, se despertaría más fácilmente, ya lo creo. He oído hablar de personas que han tenido a criados así, pero yo no tengo tanta suerte y Marie suspiró.
La señorita Ophelia había escuchado la conversación con un aire de gravedad astuta y observadora; y permaneció con los labios fuertemente apretados como si estuviera empeñada en averiguar exactamente qué terreno pisaba antes de comprometerse.
—Ahora bien, Mammy posee una especie de bondad —dijo Marie—; es dócil y respetuosa, pero en el fondo es egoísta. Nunca para de inquietarse y de preocuparse por ese marido suyo. Veréis, cuando me casé y vine a vivir aquí, la tuve que traer conmigo, pero mi padre no podía prescindir de su marido. Era herrero y, naturalmente, le hacía mucha falta; y yo pensé en ese momento, y así lo dije, que lo mejor era que él y Mammy se olvidaran el uno del otro puesto que era poco probable que nos viniera bien que volviesen a vivir juntos. Ojalá hubiese insistido más y hubiese casado a Mammy con otro; pero fui tonta e indulgente y no quise insistir. Le dije a Mammy entonces que no debía esperar verlo sino una o dos veces más en su vida, porque el aire de la casa de mi padre no me sienta bien, y no puedo ir allí; y le aconsejé que se juntara con otro, pero no quiso. Mammy es un poco obstinada a veces, pero nadie más que yo se da cuenta de ello.
—¿Tiene hijos? —preguntó la señorita Ophelia.
—Sí; tiene dos.
—Supongo que le duele estar separada de ellos.
—Bien, naturalmente no me los pude traer. Eran unos críos muy sucios, y no podía tenerlos por aquí; además, la entretenían demasiado; y creo que Mammy siempre lo ha tomado a mal. No se quiere casar con ningún otro y estoy convencida de que, aunque sabe la falta que me hace y lo mala que es mi salud, volvería con su marido mañana si tuviera oportunidad. Ya lo creo que sí —dijo Marie—. Así de egoístas son, incluso los mejores.
—Es triste pensarlo —dijo St. Clare secamente.
La señorita Ophelia lo miró intensamente y vio su rubor de mortificación y desazón y sus labios sarcásticamente torcidos cuando habló.
—Ahora bien, Mammy siempre ha sido mi favorita —dijo Marie—. Quisiera que algunas criadas del Norte echaran un vistazo a su guardarropa: tiene colgados vestidos de seda y muselina y hasta uno de auténtica batista de lino. He trabajado tardes enteras a veces bordándole gorros y preparándola para ir a una fiesta. En cuanto a malos tratos, no sabe lo que son. No la han azotado más de una o dos veces en su vida. Toma café fuerte o té todos los días con azúcar blanco. Desde luego es una aberración; pero St. Clare se empeña en que se lo pasen en grande ahí abajo y cada uno de ellos hace lo que le da la gana. El caso es que nuestros criados están demasiado consentidos. Supongo que es en parte culpa nuestra que sean egoístas y se comporten como niños malcriados, pero me he cansado de hablar de ello con St. Clare.
—Y yo también —dijo St. Clare, cogiendo el periódico de la mañana.
La bella Eva había escuchado a su madre con esa expresión de seriedad profunda y mística que le era peculiar. Se acercó suavemente a la silla de su madre y le rodeó el cuello con sus brazos.
—Bien, Eva, ¿qué quieres ahora? —preguntó Marie.
—Mamá, ¿puedo cuidarte yo una noche, sólo una? Sé que no te pondría nerviosa y no me dormiría. A menudo me quedo despierta por las noches pensando…
—¡Tonterías, hija, tonterías! —dijo Marie—. ¡Eres una niña tan extraña!
—Pero, ¿me dejas, mamá? Creo —dijo tímidamente— que Mammy no está bien. Hace poco me ha dicho que le duele la cabeza todo el tiempo.
—¡Ésa es una de las manías de Mammy! Mammy es igual que los demás, arma escándalo por cada dolorcito de cabeza o de dedo. ¡No podemos consentirlo! Tengo principios sobre este asunto —dijo, volviéndose hacia la señorita Ophelia—; te darás cuenta de que es necesario. Si alientas a los criados a que se dejen llevar por cada sensación desagradable y se quejen de cada achaque, no te darán tregua. Yo nunca me quejo; nadie sabe lo que sufro. Considero que es mi deber aguantarlo en silencio y eso es lo que hago.
Los ojos redondos de la señorita Ophelia delataron un franco asombro ante esta perorata, que a St. Clare le pareció tan ridícula que estalló a reír a carcajadas.
—Siempre se ríe St. Clare cuando hago la más mínima alusión a mi mala salud —dijo Marie con voz de mártir atormentado—. ¡Espero que no llegue el día en que se acuerde de ello! y Marie acercó el pañuelo a sus ojos.
Siguió un silencio algo absurdo. Finalmente se levantó St. Clare, miró el reloj y dijo que tenía un compromiso calle abajo. Eva se marchó detrás de él y la señorita Ophelia y Marie se quedaron solas en la mesa.
—Esto es típico de St. Clare —dijo ésta, guardándose el pañuelo con un gesto algo fogoso ahora que no estaba delante el criminal al que pretendía afectar—. Nunca se da cuenta, no quiere, no le da la gana darse cuenta de lo que sufro y llevo años sufriendo. Si yo fuera de las que se quejan, o si diera importancia a mis males, estaría justificado. Los hombres se cansan, naturalmente, de las esposas quejumbrosas. Pero yo me guardo las cosas para mí y me aguanto hasta tal extremo que he hecho creer a St. Clare que puedo aguantar cualquier cosa.
La señorita Ophelia no sabía exactamente lo que debía responder a esto.
Mientras pensaba en algo que decir, Marie se enjugó las lágrimas y se compuso poco a poco como si fuese una paloma alisándose el plumaje tras un chaparrón; inició una conversación doméstica con la señorita Ophelia, sobre armarios, roperos, planchas, almacenes y otros asuntos de los que iba a hacerse cargo esta última de común acuerdo; y le dio tal cantidad de instrucciones y recomendaciones precavidas que hubieran mareado y confundido totalmente una cabeza menos sistemática y práctica que la de la señorita Ophelia.
—Y ahora —dijo Marie—, creo que te lo he dicho todo; así que, cuando me llegue el próximo ataque, podrás hacerte cargo perfectamente, sin consultarme, excepto en el caso de Eva, que necesita vigilancia.
A mí me parece que es una niña muy, muy buena —dijo la señorita Ophelia—; nunca he conocido a otra mejor.
—Eva es rara —dijo su madre—; muy rara. Tiene unas cosas tan extrañas; no se parece nada a mí y Marie suspiró, como si esta consideración fuera realmente melancólica.
La señorita Ophelia dijo para sí: «Espero que no», pero tuvo la prudencia de no decirlo en voz alta.
—A Eva siempre le ha gustado estar con los negros, y yo creo que eso está muy bien para algunos niños. Yo jugaba siempre con los pequeños negros de mi padre y nunca me hizo ningún daño. Pero Eva siempre se pone al mismo nivel que todas las criaturas que se acercan a ella. Es una cosa extraña de la niña. Nunca he podido quitarle la costumbre. Y creo que St. Clare le anima a ello. El caso es que St. Clare mima a todas las criaturas bajo este techo menos a su esposa.
De nuevo la señorita Ophelia se quedó sentada en silencio.
—No hay más remedio —dijo Marie— que someter a los criados y mantenerlos en su sitio. Para mí ha sido algo natural desde la niñez. Eva es capaz de malcriar a una casa entera. No sé qué será de ella cuando le llegue el turno de llevar una casa personalmente. Estoy de acuerdo con ser amables con los criados, siempre lo soy; pero hay que ponerlos en su sitio. Eva no lo hace nunca; ¡no hay manera de meterle en la cabeza cuál es el sitio de un criado! ¡Ya la has oído ofrecerse a cuidarme por las noches, para que duerma Mammy! Es sólo una muestra de lo que haría ella todo el tiempo si se la dejara sola.
—Pero —dijo la señorita Ophelia francamente— supongo que consideras que tus criados son seres humanos y merecen descansar cuando se fatigan.
—Por supuesto; naturalmente. Soy muy meticulosa en dejarles tener todo lo que viene bien, cualquier cosa que no me incomode a mí, desde luego. Mammy puede recuperar el sueño a cualquier hora; no es ningún problema. Es lo más dormilón que he conocido nunca; cosiendo, de pie o sentada, esa criatura se queda dormida en todas partes. No hay peligro de que Mammy se quede sin dormir. Pero tratar a los criados como si fuesen flores exóticas o jarrones de porcelana, eso es ridículo —dijo Marie, sumergiéndose lánguidamente en las profundidades de un voluminoso sofá mullido y acercándose un elegante frasco de sales de cristal tallado.
—Verás —continuó con una vocecilla tenue y delicada, como el último suspiro de un jazmín árabe o algo igualmente etéreo—, verás, prima Ophelia, no hablo muy a menudo de mí misma. No es mi costumbre, ni me agrada. De hecho, no tengo fuerza para hacerlo. Pero hay cuestiones en las que discrepamos St. Clare y yo. St. Clare nunca me ha comprendido, nunca me ha apreciado. Creo que eso es la raíz de mi mala salud. St. Clare tiene buenas intenciones, quiero creer, pero los hombres son, por naturaleza, egoístas y desconsiderados con las mujeres. O, por lo menos, ésa es la impresión que tengo.