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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (31 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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Las palabras sobre la confianza en Dios, pronunciadas por el afectuoso anciano, cayeron como música celestial sobre el espíritu doliente y atormentado de George, cuyas bellas facciones tenían una expresión apacible y sosegada cuando terminó.

—Si este mundo fuese lo único que hay, George —dijo Simeon—, bien podrías preguntarte dónde está el Señor. Pero a menudo los que menos tienen en esta vida son los que elige Él para su reino. Confía en Él y ocurra lo que ocurra en este mundo, lo subsanará Él en el más allá.

Si estas palabras hubieran sido dichas por algún predicador pagado de sí mismo, cuya boca las hubiera pronunciado como una retahíla pía y retórica, apropiada para emplearse con las personas angustiadas, quizás no hubieran tenido mucho éxito; pero al proceder de uno que se arriesgaba diariamente a que lo multasen o encarcelasen por servir a Dios y al hombre, tenían un peso que no se podía menos que sentir, y a los dos pobres fugitivos afligidos les infundió tranquilidad y fuerza.

Rachel cogió cariñosamente a Eliza de la mano para llevarla a la mesa a cenar. Al sentarse, se oyó una suave llamada a la puerta y entró Ruth.

—He venido sólo con estos calcetines para el muchacho —dijo—, tres pares de buenos calcetines calentitos de lana. Hará tanto frío en Canadá, ¿sabes? ¿Sigues con buen ánimo, Eliza? —añadió, corriendo al otro lado de la mesa para cogerle cálidamente la mano y deslizarle una torta de semillas a Harry en la mano—. Le he traído un paquetito de éstas —dijo, tirando de su faltriquera para sacarlo—. Ya sabéis que los niños siempre están comiendo.

—Muchas gracias, es usted muy amable —dijo Eliza.

—Vamos, Ruth, siéntate a cenar —dijo Rachel.

—No puedo. He dejado a John con el niño y algunas galletas en el homo; no puedo quedarme más que un momento o John me quemará las galletas y le dará al niño todo el azúcar del azucarero. Así lo hace siempre —dijo, riéndose, la pequeña cuáquera—. Así que adiós, Eliza, adiós, George; que el Señor os proteja en vuestro viaje —y salió Ruth de la casa con pasitos rápidos.

Un rato después de la cena, se detuvo en la puerta un gran carretón cubierto; las estrellas iluminaban la noche. Phineas bajó del pescante de un brinco para acomodar a los pasajeros. Salió George por la puerta con su esposa de un brazo y su hijo del otro. Sus pasos eran firmes, su rostro decidido y resuelto. Rachel y Simeon salieron tras ellos.

—Apeaos un momento —dijo Phineas a los que estaban dentro— para que arregle la parte de atrás del carro para las mujeres y el niño.

—Aquí tenéis dos pieles de búfalo —dijo Rachel— para que los asientos sean lo más cómodos posible; es duro viajar toda la noche.

Primero salió Jim y ayudó a apearse a su anciana madre, que le agarraba del brazo y miraba alrededor ansiosa como si esperase ver a sus perseguidores en cualquier momento.

—Jim, ¿tienes las pistolas a punto? —preguntó George con una voz baja y firme.

—Por supuesto —dijo Jim.

—¿Y no dudarás en actuar si vienen?

—Creo que no —dijo Jim, descubriendo su amplio pecho al respirar hondo—. ¿Crees que voy a permitir que vuelvan a coger a mi madre?

Durante este breve coloquio, Eliza se despidió de su bondadosa amiga Rachel. Simeon la ayudó a subirse al carro y se deslizó hacia la parte de atrás con su hijo, sentándose entre las pieles de búfalo. Después ayudaron a subirse y a sentarse a la anciana, se colocaron George y Jim en un burdo asiento de madera delante de ellos y Phineas se subió al pescante.

—Adiós, amigos —dijo Simeon desde fuera.

—¡Que Dios os bendiga! —contestaron todos desde dentro.

Y partió el carretón, traqueteando y sacudiéndose por la carretera helada.

No había oportunidad de conversar por culpa de la escabrosidad de la carretera y el ruido de las ruedas. Por lo tanto el vehículo siguió su camino a través de largas extensiones de bosque oscuro, amplias y monótonas llanuras, subiendo colinas, bajando valles, milla tras milla, hora tras hora. El niño se durmió enseguida y se quedó echado en el regazo de su madre. La pobre anciana asustada olvidó por fin sus temores, y, al avanzar la noche, incluso a Eliza se le cerraron los ojos a pesar de todas sus ansiedades. Phineas parecía ser el más espabilado del grupo y aliviaba el largo camino silbando unas melodías muy poco típicas de un cuáquero.

Pero alrededor de las tres el oído de George captó el chacoloteo apresurado y decidido de los cascos de un caballo a cierta distancia de ellos y dio un codazo a Phineas. Phineas detuvo los caballos para escuchar.

—Debe de ser Michael —dijo—; creo reconocer el sonido de su galope y se levantó para mirar ansiosamente atrás. Vislumbraron en lontananza a un hombre cabalgando velozmente en lo alto de una colina.

—¡Allí está, ya lo creo! —dijo Phineas. Antes de darse cuenta de lo que hacían, George y Jim habían saltado del carro. Todos se quedaron muy callados, las caras vueltas hacia el mensajero que esperaban. Este se acercaba. Bajó a un valle, donde no lo podían ver; pero oían cada vez más cerca el traqueteo rápido y estridente; por fin lo vieron aparecer por una loma, al alcance de la voz.

—¡Sí, es Michael! —dijo Phineas; luego elevó la voz y gritó—: ¡Hola, Michael!

—Phineas, ¿eres tú?

—Sí; ¿qué noticias hay? ¿Vienen?

—Pisándonos los talones, ocho o diez hombres, atiborrados de coñac, maldiciendo y echando espuma como lobos salvajes.

Y, mientras hablaba, el viento les llevó el tenue sonido de caballos que se les acercaban al galope.

—Subid, subid rápido, muchachos —dijo Phineas—. Si tenéis que pelear, esperad a que os lleve un poquito más adelante —al oírlo, subieron ambos hombres. Phineas azotó a los caballos para meterles prisa y Michael cabalgó junto a ellos. El carretón traqueteaba, saltaba, casi volaba por el camino helado; pero les llegaba cada vez más nítido el sonido de los jinetes que los perseguían. Lo oyeron las mujeres y, cuando miraron ansiosamente, vieron a lo lejos, en la cima de una colina, a un grupo de hombres que se destacaba contra el cielo veteado de rojo por la aurora. Después, otra colina, y era evidente que sus perseguidores habían visto su carro, cuyo toldo blanco resaltaba a gran distancia, y el viento les transportó un alarido de feroz triunfo. Eliza desfalleció y abrazó a su hijo más fuertemente contra su pecho; la anciana rezaba y gimoteaba y George y Jim agarraban sus pistolas con desesperación. Los perseguidores los alcanzaron rápidamente; el carro giró de pronto y se detuvo junto a una escarpada roca que se erguía sobre un cerro aislado que se alzaba con otras rocas en medio de un amplio claro despejado y plano. Esta pila o cordillera de rocas aisladas se recortaba negra y pesada contra el luminoso cielo del amanecer y parecía ofrecer asilo y protección. Era un lugar que Phineas conocía bien desde sus días de cazador; de hecho, había forzado a los caballos para que alcanzaran este paradero.

—¡Vamos a ello! —dijo, deteniendo los caballos y saltando desde el pescante a tierra—. Salid todos como un rayo, y subamos a estas rocas. Michael, ata el caballo al carro, condúcelo a casa de Amariah y pídele que venga con sus muchachos a hablar con estos tipos.

Salieron como un rayo del carro.

Vamos —dijo Phineas cogiendo a Harry— atended a las mujeres entre todos; y corred como jamás hayáis corrido.

No necesitaron más estímulo. En un santiamén habían traspasado la valla todos y se dirigían a toda velocidad hacia las rocas, mientras Michael se lanzó desde su caballo, ató la brida al carro y se lo llevó rápidamente.

Vamos más adelante —dijo Phineas cuando alcanzaron las rocas; se veían a la luz entremezclada de las estrellas y el amanecer las huellas de un burdo pero bien delineado sendero que se abría paso entre las rocas—; es uno de nuestros antiguos chozos de caza. ¡Vámonos!

Phineas iba delante, saltando como una cabra por los riscos con el niño en brazos. Le seguía Jim, llevando a su temblorosa madre al hombro, y George y Eliza iban los últimos. El grupo de jinetes llegó a la valla y, entre gritos y juramentos, empezaron a desmontar y se dispusieron a seguirlos. Después de unos minutos de escalada, alcanzaron el saliente, donde el sendero se metió por un desfiladero, por el que tuvieron que pasar de uno en uno, hasta que llegaron a una hendidura o grieta de más de una yarda de anchura, al otro lado de la cual yacía un montón de rocas, separadas del resto del saliente y alcanzando treinta pies de altura, con muros altos y perpendiculares como los de un castillo. Phineas saltó la grieta sin dificultad y sentó al niño sobre un suave lecho de crujiente musgo blanco que cubría la superficie de la roca.

—¡Cruzad! —gritó—. ¡Saltad de una vez, que vuestra vida depende de ello! decía, mientras fueron pasando uno tras otro. Varios fragmentos de piedra formaban una especie de parapeto que les ocultaba a la vista de los de más abajo.

—Bien, aquí estamos todos —dijo Phineas, asomándose al parapeto para ver a los asaltantes, que trepaban alborotados por las rocas—. ¡Que nos cojan si pueden! Los que vengan aquí tendrán que pasar en fila india entre aquellas dos rocas, bien al alcance de vuestras pistolas, muchachos, ¿lo veis?

—Sí, lo veo —dijo George—, y ahora, como es asunto nuestro, déjenos que nos arriesguemos y que peleemos nosotros.

—Estaré encantado de permitiros pelear solos, George —dijo Phineas, masticando unas hojas de gaultería mientras hablaba—, pero puedo divertirme mirando, supongo. Pero mirad, estos tipos están discutiendo y mirando como gallinas a punto de posarse en la percha. ¿No deberíais advertirles, antes de que suban, para que sepan lo fácil que os será dispararles si lo hacen?

El grupo de abajo, más visible ahora a la luz del amanecer, consistía en nuestros viejos conocidos Tom Loker y Marks, junto con dos alguaciles y un
posse comítatus
[27]
, constituido por todos los camorristas de la última taberna a los que podía tentar un poco de coñac para que participaran en la diversión de ir a atrapar a unos cuantos negros.

—Bien, Tom, ya tenemos prácticamente atrapados a tus mapaches.

—Sí, los he visto subir por ahí —dijo Tom— y aquí está el sendero. Estoy por subir directamente. No les será fácil bajar y podremos sacarlos en un periquete.

—Pero, Tom, podrían dispararnos desde detrás de las rocas —dijo Marks—. La cosa podría ponerse fea.

—¡Bah! —dijo Tom con escarnio—. Siempre quieres salvar el pellejo, Marks. No hay peligro. Los negros están siempre demasiado asustados.

—No sé por que no voy a querer salvar el pellejo —dijo Marks—. Es el único que tengo; y a veces los negros pelean como demonios.

En este momento apareció George en lo alto de una roca por encima de ellos y, hablando con voz tranquila y clara, dijo:

—Caballeros, ¿quiénes son ustedes y qué desean?

—Queremos a una cuadrilla de negros fugados —dijo Tom Loker—. Un tal George Harris y Eliza Harris y su hijo, y Jim Selden y una anciana. Traemos a los alguaciles y una orden de arresto; y nos los vamos a llevar, ¿me oyes? ¿No eres tú George Harris, propiedad del señor Harris del condado de Shelby en Kentucky?

—Soy George Harris. Un tal señor Harris de Kentucky solía llamarme propiedad suya. Pero ahora soy un hombre libre sobre la tierra libre de Dios, y reclamo a mi esposa y a mi hijo como míos. Jim y su madre también están aquí. Tenemos armas para defendemos y pensamos usarlas. Podéis subir, si queréis; pero el primero que se ponga al alcance de nuestras balas es un hombre muerto, y el siguiente, y el siguiente y todos hasta que no quede ninguno.

—¡Vamos, vamos! —dijo un hombre bajito y rechoncho, adelantándose y sonándose la nariz al mismo tiempo—. Joven, no deberías hablar de esa forma. Verás, nosotros somos oficiales de la justicia. Tenemos la ley y el poder y todo lo demás de nuestra parte, así que será mejor que os rindáis pacíficamente, porque al final no tendréis más remedio que entregaros.

—Sé muy bien que tenéis la ley y el poder de vuestra parte —dijo amargamente George—. Pensáis coger a mi esposa para venderla en Nueva Orleáns, colocar a mi hijo en el corral de un tratante como si fuese un ternero y devolver a la madre de Jim al bruto que la azotó y maltrató antes cuando no pudo maltratar a su hijo. Queréis mandar a Jim y a mí de vuelta para que nos azoten y torturen y nos pisoteen bajo sus botas los que vosotros llamáis amos; y vuestras leyes os apoyan, lo que es una vergüenza para ellas y para vosotros. Pero no nos tenéis. Nosotros no reconocemos vuestras leyes; no reconocemos vuestro país; estamos aquí de pie, tan libres bajo el cielo del Señor como lo sois vosotros; y juro por el gran Dios que nos creó que lucharemos por nuestra libertad hasta la muerte.

George estaba a la vista de todos encima de la roca mientras hacía su declaración de independencia; el resplandor de la aurora teñía con un rubor sus mejillas oscuras y la amarga indignación y la ira prendían fuego a sus ojos negros; tenía la mano alzada hacia el cielo mientras hablaba como si apelara a la justicia de Dios para el hombre.

Si hubiera sido un joven húngaro defendiendo valientemente en alguna plaza fuerte de las montañas la salida de fugitivos que se escapaban de Austria para huir a América, hubiese sido de un heroísmo sublime; pero como se trataba de un joven de ascendencia africana defendiendo la salida de fugitivos de América a Canadá, es natural que nos mostremos demasiado instruidos y patrióticos para apreciar el heroísmo de la situación; y si lo hace alguno de nuestros lectores, debe hacerlo bajo su propia responsabilidad. Cuando los desesperados fugitivos húngaros consiguen llegar a Áménca, a pesar de las autoridades y todas las órdenes de arresto de su legítimo gobierno, la prensa y los representantes políticos les aplauden y les dan la bienvenida
[28]
. Cuando los desesperados fugitivos africanos hacen lo propio, es… ¿pero qué es?

Sea como sea, lo cierto es que la actitud, la mirada, la voz y la manera de ser del orador dejaron sin habla a los miembros del grupo durante un momento. Hay algo en la valentía y la resolución que hace callar hasta a la naturaleza más bruta durante un rato. Marks era el único al que no le hizo ningún efecto. Amartilló pausadamente su pistola y, en el silencio momentáneo que siguió al discurso de George, le disparó.

—Es que dan lo mismo por él muerto que vivo en Kentucky —dijo fríamente, mientras se limpiaba la pistola con la manga de la chaqueta.

George saltó hacia atrás… Eliza gritó… la bala había pasado rozándole el cabello a él, casi surcando la mejilla de su esposa y había ido a parar en un árbol que estaba arriba.

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