Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
Además, estaba en un lugar hermoso, algo que nunca era indiferente a los de su sensible raza; y disfrutaba con un gozo sereno de los pájaros, las flores, las fuentes, las aromas, la luz y la belleza del patio; las cortinas de seda, los cuadros, las arañas, las figurillas y los dorados, que convertían los salones de dentro en una especie de cueva de Aladino a sus ojos.
Si alguna vez África muestra una raza elevada y culta —y tarde o temprano le llegará el turno de participar en el drama de la perfección humana—, la vida despertará allí con una suntuosidad y magnificencia que no podían imaginarse nuestras frías tribus occidentales. En aquel país místico y lejano de oro y gemas y especias, de palmeras ondulantes y flores soberbias y fertilidad milagrosa, nacerán nuevas formas de arte, nuevos estilos de esplendor; y la raza negra, ya no despreciada y pisoteada, quizás aporte algunas de las revelaciones más novedosas y magníficas de la vida humana. Seguro que lo hará, con su delicadeza y docilidad de corazón, su humildad, su capacidad de confiar en una mente superior y un poder más alto, con la sencillez de sus afectos y su facilidad para el perdón. En todas estas cosas manifestarán la forma más elevada de la vida cristiana y, quizás, como Dios castiga a los que ama, ha elegido a la pobre África para meterla en la fragua de las aflicciones, para convertirla en la mejor y la más noble del reino que establecerá después de juzgar y condenar a los demás reinos, porque los primeros serán los últimos y los últimos, los primeros.
¿Eran éstos los pensamientos de Marie St. Clare, mientras estaba de pie en el porche un domingo por la mañana, espléndidamente vestida, abrochando una pulsera de brillantes en su fina muñeca? Posiblemente lo fueran. O si no, pensaba en otra cosa; porque a Marie le gustaba usar cosas buenas, y en este momento iba a ir a una iglesia de moda, ataviada con todas sus galas: brillantes, sedas, encajes y diversas joyas, para ejercer de religiosa. Marie siempre hacía alarde de ser muy beata los domingos. Allí estaba, tan esbelta, tan elegante, tan etérea y ondulante en todos sus movimientos, su echarpe de encaje envolviéndola como la niebla. La señorita Ophelia estaba junto a ella, un gran contraste. No porque no tuviese un vestido y un chal igualmente buenos o un pañuelo igualmente fino, sino que su rigidez, su corpulencia y su total rectitud la envolvían con un halo, aunque indefinido, tan apreciable como la elegancia de su compañera; sin embargo, no era la gracia divina… ¡ésa es una cosa muy diferente!
—¿Dónde está Eva? —preguntó Marie.
—La niña se ha detenido en la escalera para decirle algo a Mammy.
¿Y qué es lo que le decía Eva a Mammy en la escalera? Escucha, lector, y te enterarás tú, aunque Marie no se entere.
—Querida Mammy, sé que te duele muchísimo la cabeza.
—¡Dios la bendiga, señorita Eva! Últimamente me duele siempre la cabeza. No se preocupe usted.
—Bien, pues me alegro de que vayas a salir —y la niña la rodeó con sus brazos—, toma, Mammy, llévate mi frasco de sales.
—¿Qué, su frasco precioso con los diamantes? Dios mío, señorita, no estaría nada bien.
—¿Por qué no? A ti te hace falta y a mí, no. Mamá lo usa siempre para el dolor de cabeza; hará que te sientas mejor. No, no, te lo llevarás, vamos, para complacerme.
—¡Cómo habla el angelito! —dijo Mammy, cuando Eva se lo puso encima del pecho y, besándola, se fue corriendo escaleras abajo para reunirse con su madre.
—¿Por qué te has detenido?
—Sólo me he parado para darle mi frasco de sales a Mammy, para que se lo lleve a la iglesia.
—¡Eva! —dijo Marie, dando una patada de exasperación en el suelo—. ¡Tu frasco de oro a Mammy! ¿Cuándo vas a aprender lo que es correcto? Ve a recuperarlo ahora mismo.
Eva adoptó una expresión afligida y se giró despacio.
—Oye, Marie, deja a la niña en paz; hará lo que crea conveniente —dijo St. Clare.
—St. Clare, ¿cómo va a defenderse en la vida? —preguntó Marie.
—Sólo Dios lo sabe —dijo St. Clare—, pero en el cielo se defenderá mejor que tú o yo.
—Oh, papá, no seas así —dijo Eva suavemente, tocándole el codo—; molestas a mamá.
—Bien, primo, ¿estás listo para ir a la iglesia? —preguntó la señorita Ophelia, volviéndose para mirar de frente a St. Clare.
—Yo no voy, muchas gracias.
—¡Ojalá St. Clare fuese a la iglesia! —dijo Marie—, pero no tiene ni un ápice de religioso. No es nada respetable.
—Lo sé —dijo St. Clare—. Vosotras las señoras vais a la iglesia para aprender a salir adelante en el mundo, supongo, y vuestra piedad nos tiñe a nosotros de respetabilidad. Si yo fuera, iría a donde va Mammy; por lo menos allí ocurren cosas para mantenerlo despierto a uno.
—¿Qué? ¿Con aquellos metodistas gritones? ¡Qué horror! —dijo Marie.
—Cualquier cosa antes que el mar muerto de vuestras iglesias respetables, Marie. Decididamente, es demasiado pedirle a un hombre. Eva, ¿a ti te gusta ir? Vamos, quédate en casa a jugar conmigo.
—Gracias, papá, pero prefiero ir a la iglesia.
—¿Pero no es muy aburrido? —preguntó St. Clare.
—Creo que es un poco aburrido —dijo Eva— y me entra sueño a mí también, pero intento mantenerme despierta.
—¿Por qué vas, entonces?
Ya sabes, papá —dijo ella en un susurro—, la prima me ha dicho que Dios quiere que vayamos; y Él nos lo da todo, ¿sabes? Y no es mucho, si Él lo quiere. No es tan aburrido, después de todo.
—¡Eres un ángel dulce y complaciente! —dijo St. Clare besándola—; vete, buena chica, y reza por mí.
—Por supuesto. Siempre lo hago —dijo la niña, saltando al carruaje tras su madre.
St. Clare se quedó en la escalinata enviándole besos mientras se alejaba el coche; tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¡Ay, Evangeline, bien llamada! —dijo—; ¿no ha hecho Dios que seas un evangelio para mí?
El sentimiento le duró un momento; después fumó un cigarro, leyó el
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y se olvidó de su pequeño evangelio. ¿Era muy diferente de las demás personas?
Verás, Evangeline —decía su madre—, siempre es bueno y correcto ser amable con los criados, pero no es correcto tratarlos
exactamente
como si fueran de la familia o de nuestra propia clase. Piensa, si Mammy estuviera enferma, no te gustaría acostarla en tu propia cama, ¿verdad?
—Me encantaría, mamá —dijo Eva—, porque así sería más fácil cuidarla y porque, ¿sabes?, mi cama es mejor que la suya.
Marie se quedó absolutamente desesperada ante la total ausencia de discernimiento moral que delataba esta respuesta.
—¿Qué puedo hacer para que me entienda esta niña? —preguntó.
—Nada —dijo significativamente la señorita Ophelia. Eva pareció contrita y perpleja durante un momento; pero, afortunadamente, a los niños no les duran las impresiones mucho tiempo y un rato después se reía alegremente de diversas cosas que veía desde la ventana del coche, mientras traqueteaba por el camino.
—Bien, señoras —dijo St. Clare, cuando se encontraban cómodamente sentados alrededor de la mesa para comer ¿cuál ha sido el menú de la iglesia hoy?
—Oh, el doctor G. pronunció un sermón magnífico —dijo Marie—. Era exactamente el tipo de sermón que te convendría oír a ti; expresaba mis mismas opiniones.
—Ha debido de ser muy edificante —dijo St. Clare—. El tema ha debido de ser muy extenso.
—Quiero decir mis opiniones sobre la sociedad y cosas parecidas —dijo Marie—. El texto era «Él ha hecho bellas todas las cosas en su sazón» y demostraba cómo todos los órdenes y distinciones de la sociedad provienen de Dios; y decía que era muy conveniente y hermoso que algunos estén arriba y otros abajo, y que algunos han nacido para mandar y otros para obedecer y todas esas cosas, ya sabes; y lo ha aplicado tan bien a todas las ridículas alharacas que se hacen por la cuestión de la esclavitud, y ha demostrado claramente que la Biblia está de nuestra parte y ha apoyado de manera convincente todas nuestras instituciones. ¡Ojalá lo hubieras oído!
—Pues no me hacía falta —dijo St. Clare—. Puedo aprender cosas que me hacen el mismo bien en el
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cualquier día, y fumando un cigarro además; ya sabes que en la iglesia no me dejan.
—¿Por qué? —preguntó la señorita Ophelia—. ¿Es que no compartes esas opiniones?
—¿Quién, yo? Sabes que soy un individuo tan impío que los aspectos religiosos de estos asuntos no me edifican mucho. Si tuviera que pronunciarme sobre el asunto de la esclavitud, diría, sin pelos en la lengua, «Estamos a favor. Nosotros los tenemos y es nuestra intención seguir teniéndolos, pues nos interesa y nos conviene»; porque ésa es la esencia de la cuestión; después de todo, todas estas beaterías no significan otra cosa y creo que sería comprensible para cualquiera en cualquier parte.
—¡Desde luego, Augustine, eres tan irreverente! —dijo Marie—. Es escandaloso oírte hablar.
—¿Escandaloso? Es la verdad. Estas charlas religiosas sobre tales temas, ¿por qué no van más allá y demuestran la belleza, en su sazón, de que un tipo se beba una copa de más y trasnoche jugando a las cartas, y realice varias otras actividades del mismo estilo que son frecuentes entre los hombres jóvenes?; nos gustaría enteramos de que también son correctas y pías.
—Bien —dijo la señorita Ophelia— ¿crees que la esclavitud es buena o mala?
—No pienso hacer gala de la horrible franqueza típica de Nueva Inglaterra, prima —dijo St. Clare alegremente—. Si te contesto a esta pregunta, sé que me vendrás con una docena más, cada una más difícil que la anterior; y yo no pienso definir mi postura. Yo soy de los que viven tirando piedras al tejado ajeno, pero no tengo intención de dejar que ellos hagan lo mismo conmigo.
—Así habla él siempre —dijo Marie—; no conseguirás que diga nada satisfactorio. Creo que es sólo porque no le gusta la religión por lo que habla siempre de esta manera.
—¡La religión! —dijo St. Clare, con un tono que hizo que ambas señoras lo miraran—. ¡La religión! ¿Eso es lo que oís en las iglesias: religión? ¿Eso que moldea y dobla las cosas y las sube y baja para ajustarlas a todas las corruptas fases de la sociedad egoísta y mundana es religión? ¿Eso que es menos escrupuloso, generoso, justo y considerado con el hombre que mi propia naturaleza ciega, mundana y atea? ¡No! Cuando yo busque la religión, debo buscar algo por encima de mí y no por debajo.
—Entonces no crees que la Biblia justifica la esclavitud —dijo la señorita Ophelia.
—La Biblia era el libro de mi madre —dijo St. Clare—. Vivió y murió siguiéndola, y me dolería mucho creer que sea así. Preferiría que demostrara que mi madre podía beber coñac, mascar tabaco y jurar para convencerme de que yo obraba bien haciendo lo mismo. No me reconciliaría más con estas costumbres mías y me quitaría el consuelo de respetarla; y realmente es un consuelo, en este mundo, tener algo que se pueda respetar. En resumen, verás —dijo, recuperando de pronto el tono alegre—, todo lo que quiero es que las cosas diferentes se guarden en cajas diferentes. Todo el armazón de la sociedad, tanto en Europa como en América, se compone de varias cosas que no soportan el escrutinio de ningún ideal moral. Se acepta generalmente que los hombres no aspiremos a lograr el bien absoluto, sino que sólo queramos ser como el resto del mundo. Así, cuando alguien dice claramente, como un hombre, que la esclavitud nos hace falta, que no podemos arreglárnoslas sin ella y que nos arruinaríamos si la abandonásemos, y, por supuesto, no tenemos intención de abandonarla, esto es un lenguaje fuerte, claro y bien definido; tiene la respetabilidad de la verdad, y, si hemos de juzgar por sus actos, el resto del mundo está de acuerdo con nosotros. Pero cuando empiezan a poner cara larga y lloriquear y citar las Sagradas Escrituras, empiezo a pensar que no son tan buenos como deberían ser.
—Eres muy poco caritativo —dijo Marie.
—Bien —dijo St. Clare—, supón que algo hace que baje el precio del algodón de una vez por todas y que todos los esclavos se conviertan en género invendible, ¿no crees que pronto tendríamos otra versión de la doctrina de las Escrituras? ¡Qué haz de luz iluminaría de repente la iglesia y qué rápidamente se descubriría que todo lo que dictan la Biblia y la razón es lo contrario!
—Pues, en cualquier caso —dijo Marie, tumbándose en el sofá—, me alegro de haber nacido donde hay esclavitud; y yo creo que está bien; es más, siento que debe de estar bien y, además, no sabría arreglármelas sin ella.
—Bien, ¿y qué dices tú, gatita? —preguntó su padre a Eva, que entraba en ese momento con una flor en la mano.
—¿Sobre qué, papá?
—Sobre lo que te gusta más: si vivir en casa de tu tío de Vermont o tener una casa llena de criados, como nosotros.
—Oh, por supuesto que nuestro sistema es el más agradable —dijo Eva.
—¿Y por qué? —preguntó St. Clare, acariciándole la cabeza.
—Porque hace que tengamos a más personas alrededor a quienes querer, ya sabes —dijo Eva, mirándolo muy seria.
—¡Qué típico de Eva! —dijo Marie—: uno de sus extraños discursos.
—¿Es un discurso extraño, papá? —preguntó Eva en un susurro, al encaramarse a su regazo.
—Pues sí, tal como está el mundo, gatita —dijo St. Clare—. Pero, ¿dónde ha estado mi pequeña Eva durante la comida?
—Oh, he estado arriba en el cuarto de Tom, oyéndole cantar, y la tía Dinah me ha dado de comer.
—Conque oyendo cantar a Tom, ¿eh?
—¡Oh, sí! Canta unas cosas tan hermosas sobre la nueva Jerusalén y brillantes ángeles y la tierra de Canaán.
—Ya lo creo; mejor que la ópera, ¿eh?
—Sí; y me las va a enseñar a mí.
—Conque clases de canto, ¿eh? ¡Cómo progresas!
—Sí; él me las canta, y yo le leo mi Biblia; y él me explica lo que significa, ¿sabes?
—Vaya por Dios —dijo Marie, riendo—. Ése es el mejor chiste de la temporada.
—A Tom no se le da mal explicar las Escrituras, me atrevo a afirmar —dijo St. Clare—. Tom tiene un talento natural para la religión. Yo quería que me sacara los caballos temprano esta mañana y me acerqué silencioso al cuartucho de Tom encima de los establos y lo oí celebrar una reunión él solo, y la verdad es que hace algún tiempo que no oigo nada tan sabroso como las oraciones de Tom. Rezó por mí con un fervor que era apostólico del todo.
—Quizás se dio cuenta de que lo escuchabas. Ya he oído hablar de ese truco.
—Si era así, no era muy cortés, porque le dijo al Señor su opinión de mí con mucha libertad. Tom parecía creer que había muchas cosas que mejorar en mí y parecía muy empeñado en que me convirtiese.