Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
—No es nada, Eliza —dijo George enseguida.
—Más te vale mantenerte oculto en vez de soltar discursos —dijo Phineas—; pues son unos granujas ruines.
—Bueno, Jim —dijo George—, comprueba que están bien tus pistolas y vigila el desfiladero conmigo. Yo dispararé al primer hombre que se asome; tú, al segundo y así sucesivamente. No debemos desperdiciar dos balas en uno.
—Pero si no le das, ¿qué?
—Le daré —dijo fríamente George.
—Bien, este tipo tiene agallas —murmuró Phineas entre dientes.
La cuadrilla de abajo se quedó algo indecisa un momento tras el disparo de Marks.
—Creo que has debido darle a alguno de ellos —dijo uno de los hombres—. He oído un chillido.
—Voy a subir a por uno —dijo Tom—. Nunca he tenido miedo a los negros y no voy a empezar ahora. ¿Quién me sigue? —preguntó, subiendo a las rocas de un brinco.
George oyó claramente las palabras. Levantó la pistola, la examinó y la apuntó al lugar del desfiladero donde iba a aparecer el primer hombre.
Uno de los más valientes del grupo siguió a Tom y, una vez abierto el camino, el resto comenzó a trepar por las rocas, los últimos empujando a los primeros de modo que fuesen más de prisa de lo que hubieran querido. Siguieron adelante y un momento después, la fornida figura de Tom apareció a la vista, casi al borde del precipicio.
George disparó… el disparo le alcanzó en un costado… pero, aunque herido, no quiso retroceder sino, gritando como un toro salvaje, saltó la grieta hacia el grupo de los fugitivos.
—Amigo —dijo Phineas, adelantándose de pronto, y dándole un empujón con sus largos brazos—, no te queremos aquí.
Cayó abajo al abismo, haciendo chascar a su paso árboles, matorrales, troncos y piedras hasta quedar magullado y gimiendo a treinta pies de profundidad. La caída hubiera podido matarlo si no la hubiese mitigado su ropa al engancharse en las ramas de un gran árbol; pero cayó con mucha fuerza, no obstante, más de la que le era agradable o conveniente.
—¡Que Dios nos proteja, son unos demonios! —dijo Marks, a la cabeza del grupo, bajando las rocas con más ahínco del que había puesto en subirlas, con toda la cuadrilla dando tumbos para seguirle, sobre todo el alguacil gordezuelo, que bufaba y resoplaba de manera muy enérgica.
—Bien, muchachos —dijo Marks—, id vosotros a recoger a Tom mientras yo me monto al caballo y voy por ayuda, eso es —y, haciendo caso omiso de las mofas y las befas de sus compañeros, Marks cumplió lo dicho y un instante después se le vio desaparecer al galope.
—¿Habéis visto alguna vez a un canalla tan ladino? —dijo uno de los hombres—. ¡Viene aquí a cumplir con su deber y se larga de esta manera!
—Bueno, debemos recoger a ese tipo, pero —dijo otro— que me condenen si me importa que esté vivo o muerto. Los hombres, guiados por los gemidos de Tom, se abrieron paso dificultosamente entre tocones, troncos y matorrales hasta donde yacía el héroe quejándose y jurando alternativamente con gran energía.
—Te quejas bastante, Tom —dijo uno—. ¿Estás malherido?
—No lo sé. Levantadme, vamos. ¡Maldigo a ese dichoso cuáquero! De no ser por él, yo hubiese lanzado a unos cuantos de ellos aquí abajo, a ver si les gustaba.
Con mucho trabajo y grandes lamentos, ayudaron al héroe caído a levantarse; con un hombre sujetándole a cada lado, consiguieron llevarlo hasta los caballos.
—A ver si podéis llevarme a aquella taberna que está a una milla de aquí. Dadme un pañuelo o algo para ponerlo aquí a ver si deja de sangrar tanto.
George se asomó por encima de las rocas y los vio intentar subir al grandullón de Tom a la silla. Después de dos o tres intentos inútiles, se tambaleó y cayó pesadamente al suelo.
—¡Ay, espero que no esté muerto! —dijo Eliza, que observaba lo sucedido junto a los demás miembros de su grupo.
—¿Por qué? —dijo Phineas—. Se lo tiene merecido.
—Porque después de la muerte viene el juicio —dijo Eliza.
—Sí —dijo la anciana, que había estado lamentándose y rezando a su estilo metodista durante toda la refriega—, mal asunto para el alma de la pobre criatura.
—¡Válgame Dios! Creo que lo van a dejar allí —dijo Phineas.
Era cierto, después de unos alardes de indecisión y consulta, todo el grupo se montó a los caballos y se marcharon. Cuando hubieron desaparecido de vista, Phineas empezó a moverse.
—Debemos bajar y caminar un trecho —dijo—. He dicho a Michael que se adelante a traer ayuda y que vuelva aquí con el carro, pero tendremos que andar un poco por la carretera para encontrarnos con ellos, supongo. ¡Dios quiera que venga pronto! Es temprano y habrá poco tráfico de momento; no estamos a más de dos millas de nuestro apeadero. Si la carretera no hubiese sido tan accidentada, los hubiéramos eludido del todo.
Al aproximarse el grupo a la valla, vieron volver su propio carretón a lo lejos en la carretera, acompañado de unos hombres a caballo.
—Bien, ahí está Michael con Stephen y Amariah —exclamó Phineas con alegría—. Ya está claro, estamos tan a salvo como si hubiéramos llegado.
—Pues entonces —dilo Eliza—, detengámonos para hacer algo por ese pobre hombre; se queja muchísimo.
—Lo cristiano —dijo George— sería recogerlo y llevarlo a algún sitio.
—Y curarlo entre los cuáqueros —dijo Phineas—. ¡Eso estaría bien! Pues a mí me da igual. Veámoslo —y Phineas que, durante sus días de cazador y hombre del bosque había aprendido algunos conocimientos rudimentarios de cirugía, se arrodilló junto al herido e inició un cuidadoso reconocimiento de su estado.
—Marks —dijo Tom débilmente—, ¿eres tú, Marks?
—No, me temo que no, amigo —dijo Phineas—. Mucho le importas tú a Marks, siempre que su propio pellejo esté a salvo. Hace rato que se ha ido.
—Creo que ha llegado mi hora —dijo Tom—. ¡Maldita rata, dejar que me muera yo solo! Mi pobre madre siempre me dijo que ocurriría así.
—¡Vaya por Dios! ¿Oís al pobre tipo? Ahora resulta que tiene madre —dijo la negra anciana—. No puedo evitar tenerle un poco de pena.
—Tranquilo, tranquilo; no reniegues ni rezongues, amigo —dijo Phineas, cuando Tom dio un respingo de dolor y le apartó la mano—. No tienes nada que hacer si no puedo detener la hemorragia y Phineas se puso a improvisar unos remedios quirúrgicos utilizando su propio pañuelo y los que pudo recoger entre los demás.
—Tú me empujaste —dijo Tom débilmente.
—Pues, verás, si no te hubiera empujado yo, tú nos hubieras empujado a nosotros —dijo Phineas, al agacharse a colocar la venda—. Vamos, vamos, deja que te ponga esta venda. No te deseamos ningún mal; no te guardamos rencor. Te llevaremos a una casa donde te tratarán de primera, tan bien como pudiera hacerlo tu propia madre.
Tom gimió y cerró los ojos. En hombres de este tipo, el vigor y la decisión son simplemente una cuestión física, y desaparecen con la pérdida de sangre; y el desamparo del hombre gigantesco realmente era algo digno de lástima.
Se aproximaron los del otro grupo. Quitaron los asientos del carro. Extendieron las pieles de búfalo, dobladas en cuatro, a lo largo de un costado y levantaron y colocaron encima el pesado cuerpo de Tom entre cuatro hombres. Antes de que lo pusieran dentro, perdió el conocimiento. La anciana negra, en un rapto de compasión, se sentó a su lado y le cogió la cabeza en su regazo. Eliza, George y Jim se colocaron como mejor pudieron en el espacio restante y se pusieron en camino.
—¿Qué opina usted de su estado? —preguntó George, que estaba sentado delante junto a Phineas.
—Bien, sólo es una herida superficial bastante extensa; pero dar tumbos por el barranco no le ha ayudado mucho. Ha sangrado bastante, suficiente para agotarlo y dejarlo sin valor, pero lo superará y puede que aprenda alguna cosa de ello.
—Me alegro de que lo diga —dijo George—. Siempre me pesaría pensar que había sido responsable de su muerte, aunque la causa era justa.
—Sí —dijo Phineas—, matar es un asunto feo, se mire como se mire, a hombre o a bestia. He visto un ciervo que moría de un tiro mirar de tal manera que casi te hacía sentirte malvado por matarlo; y las criaturas humanas son un asunto más serio aun, ya que, como ha dicho tu mujer, les espera el juicio después de la muerte. Así que no creo que sean muy estrictas las ideas de los nuestros sobre estas cuestiones; yo, desde luego, gracias a mi educación, las acepté sin pensarlo.
—¿Qué hará con este pobre hombre? —preguntó George.
—Pues llevarlo a casa de Amanah. Allí vive la abuela Stephens, de nombre de pila Dorcas, que es una enfermera extraordinaria. Lo suyo es la enfermería y nunca está tan contenta como cuando tiene a un enfermo a quien cuidar. Podemos dejarlo en sus manos durante unos quince días.
Tras una hora de camino llegó el grupo a una cuidada granja, donde invitaron a los fatigados viajeros a un desayuno abundante. Poco después, Tom Loker fue cuidadosamente depositado en una cama mucho más limpia y blanda de lo que estaba acostumbrado. Le limpiaron y curaron la herida y yacía abriendo y cerrando lánguidamente los ojos como un niño cansado ante las cortinas blancas y las figuras que se deslizaban suavemente por su habitación. Y aquí de momento nos despediremos de este grupo.
Las experiencias y opiniones de la señorita Ophelia
En sus sencillas cavilaciones, nuestro amigo Tom a menudo comparaba su destino más favorecido, dentro de la esclavitud, con el de José de Egipto; de hecho, cuanto más tiempo pasaba y más conocía a su amo, más le parecía que crecía la fuerza del paralelismo.
St. Clare era perezoso y descuidado con el dinero. Hasta la fecha, las compras y las ventas habían sido realizadas por Adolph, que era exactamente igual de descuidado y derrochador que su amo; entre los dos, el proceso de dilapidación avanzaba a gran velocidad. Tom, acostumbrado durante años a ver la propiedad de su amo como responsabilidad suya, veía con una inquietud que apenas conseguía reprimir los despilfarros de la hacienda y, a veces, con las formas discretas e indirectas a menudo adquiridas por los de su condición, se atrevía a hacer alguna sugerencia.
Al principio, St. Clare le consultaba de vez en cuando, pero, impresionado por la solidez de sus ideas y su buena capacidad para los negocios, iba confiando en él cada vez más, hasta que finalmente era el encargado de realizar toda la administración de la familia.
—No, no, Adolph —dijo un día que Adolph protestaba por la pérdida de poder—, deja en paz a Tom. Tú sólo comprendes lo que te conviene; Tom comprende el debe y el haber, y puede que el dinero se nos acabe algún día si no dejamos que alguien lo administre.
Gozando de la confianza sin límites de un amo descuidado, que le daba una factura sin mirarla antes y se embolsaba el cambio sin contarlo, Tom estaba expuesto a todas las tentaciones para ser deshonesto; y sólo la sencillez impugnable de su naturaleza fortalecida por su fe cristiana le salvaba de ellas. Pero para semejante naturaleza, la ilimitada confianza depositada en él era suficiente en sí misma para garantizar una honradez escrupulosa.
Con Adolph, el caso había sido diferente. Desconsiderado y egoísta, y sin la vigilancia de su amo, a quien le era más fácil consentir que controlar, había caído en la confusión más absoluta en cuanto al
meum tuum
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entre él mismo y su amo, que a veces preocupaba incluso a St. Clare. El sentido común de éste le indicaba que era injusto y peligroso enseñar a sus criados de esta forma. Llevaba consigo a todas partes una especie de remordimiento crónico, que no era lo suficientemente fuerte, sin embargo, para hacerle cambiar su comportamiento; y este mismo remordimiento a su vez se convertía en indulgencia. Tomaba a la ligera las faltas más graves porque se decía que, si él hubiera cumplido, sus criados no hubiesen sucumbido a ellas.
Tom trataba a su amo joven, alegre y guapo con una extraña mezcla de lealtad, reverencia y afecto paternal. Que no leyera la Biblia jamás, que no fuera a la iglesia, que se riera y burlara de todo lo que se encontraba por delante, que pasara las tardes del domingo en la ópera o el teatro, que asistiera a fiestas y clubes y cenas más a menudo de lo que convenía, todo esto lo veía Tom tan claramente como cualquier otro, y era la base de su convencimiento de que «el amo no era cristiano», convencimiento que se guardaba mucho de compartir con nadie pero que servía de fundamento para muchas de las oraciones sencillas que rezaba cuando se hallaba a solas en su pequeño dormitorio. Y no es que Tom no dijese de vez en cuando lo que pensaba, con un tacto que se observaba frecuentemente entre los de su clase. Por ejemplo, al día siguiente del domingo que hemos descrito, a St. Clare lo invitaron a una fiesta jovial con buenos licores, y lo llevaron a casa entre la una y las dos de la madrugada en una condición en la que lo físico dominaba claramente a lo intelectual. Tom y Adolph le ayudaron a arreglarse para dormir, el último de muy buen humor, aparentemente tomando la situación como una broma y riéndose a carcajadas por la rusticidad de la desaprobación de Tom, que era lo bastante sencillo como para pasarse el resto de la noche en blanco rezando por su joven amo.
—Bien, Tom, ¿a qué esperas? —preguntó St. Clare al día siguiente, sentado en la biblioteca vestido con bata y zapatillas. St. Clare acababa de confiarle algún dinero y varios encargos a Tom—. ¿Está todo bien, Tom? —añadió, al ver que Tom se quedó esperando.
—Me temo que no, amo —dijo Tom con cara seria.
St. Clare dejó el periódico y la taza de café y miró a Tom. —Bien, Tom, ¿qué ocurre? Estás más serio que un ataúd.
—Me siento muy mal, amo. Siempre pensé que el amo se portaría bien con todo el mundo.
—¿Y no lo he hecho, Tom? Vamos, vamos, ¿qué es lo que quieres? Te hace falta alguna cosa, supongo, y éste es el prefacio para conseguirla.
—El amo siempre se ha portado bien conmigo. No tengo quejas en ese sentido. Pero hay una persona con la que no se porta bien.
—Vamos, Tom, ¿qué te ocurre? Habla claro: ¿qué quieres decir?
—Anoche, entre la una y las dos, se me ocurrió. Estudié el asunto entonces. El amo no se porta bien consigo mismo.
Tom dijo esto con la espalda vuelta a su amo y la mano en el pomo de la puerta. St. Clare notó cómo se ruborizaba, pero se rió.
—Así que eso es todo, ¿eh? —preguntó alegremente.
—¡Todo! —dijo Tom, volviéndose de pronto y cayéndose de rodillas—. ¡Ay, mi querido y joven amo, me temo que vaya a ser la pérdida de todo, de cuerpo y alma! ¡El buen libro dice: «muerde como una serpiente y pica como una víbora», querido amo!