Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
—Mi hermano y yo éramos gemelos, y ya sabes que dicen que los gemelos deben parecerse; pero nosotros éramos un contraste en todas las cosas. Él tenía los ojos negros y fieros, el cabello negro como el azabache, un bello y fuerte perfil romano y una bella tez morena. Yo tenía los ojos azules, el cabello rubio, un perfil griego y la tez blanca. El era activo y observador, yo soñador e inactivo. El era generoso con sus amigos y sus semejantes, pero orgulloso, dominante y altanero con los inferiores y absolutamente implacable con cualquiera que se le opusiera. Los dos éramos sinceros; él, por orgullo y valor; yo, por una especie de idealismo abstracto. Nos queríamos como suelen hacerlo los muchachos: a ratos y de una manera general; él era el favorito de mi padre y yo de mi madre.
»Yo tenía una sensibilidad malsana y una agudeza de sentimientos hacia todos los temas posibles que ni él ni mi padre comprendían y a los que ninguno de los dos tenía ninguna simpatía. Pero mi madre sí; por eso, cuando reñía con Alfred y mi padre me dirigía una mirada severa, solía acudir al cuarto de mi madre y sentarme a su lado. Recuerdo exactamente el aspecto que tenía, con sus pálidas mejillas, sus ojos profundos y graves, su vestido blanco —siempre vestía de blanco—; y solía pensar en ella cuando leía en el Apocalipsis sobre los santos que iban ataviados de lino puro, limpio y blanco. Tenía muchos talentos para diferentes cosas, especialmente para la música; y solía sentarse ante el órgano tocando la hermosa música antigua de la iglesia católica y cantando con una voz más propia de un ángel que de una mujer mortal; y yo solía apoyar la cabeza en su regazo y llorar y soñar y sentir, de forma desmedida, cosas que no tenía lenguaje para describir.
»En aquellos tiempos, el tema de la esclavitud no se cuestionaba como hoy; nadie soñaba que tuviera nada de malo. Mi padre era un aristócrata nato. Creo que en una vida anterior estaría en uno de los círculos superiores de espíritus y que trajo a este mundo todo el orgullo de su corte anterior; porque le era algo natural, hondamente arraigado, aunque él provenía de una familia pobre y nada noble. Mi hermano salió idéntico a él.
»Ahora bien, tú sabes que un aristócrata no se granjea la simpatía de la gente en ningún lugar del mundo, fuera de cierto nivel social. En Inglaterra el nivel está en un sitio, en Birmania en otro y en América en otro; pero el aristócrata de todos estos países nunca se sale de él. Lo que sería penuria, escasez o injusticia para su propia clase es lo normal para otra. La línea divisoria de mi padre era el color. Entre sus semejantes, nunca ha habido un hombre más justo o generoso; pero él consideraba al negro, con todas sus gradaciones de color, un eslabón intermedio entre los hombres y los animales, y basaba todas sus ideas de justicia y generosidad en esa hipótesis. A decir verdad, supongo que si alguien le hubiera preguntado directamente si tenían alma inmortal, hubiese tartaleado antes de responder que sí. Pero mi padre no era un hombre al que le preocupase mucho lo espiritual; no tenía más sentimiento religioso que una veneración por Dios, como evidente cabeza de las clases pudientes.
»Bien, mi padre tenía unos quinientos negros; era un hombre de negocios inflexible, exigente y minucioso; todo tenía que hacerse sistemáticamente y regirse con infalible exactitud y precisión. Ahora bien, si tienes en cuenta que todo esto lo tenía que poner en práctica un hatajo de campesinos perezosos, charlatanes e inútiles que se habían criado toda la vida carentes de motivos para hacer cualquier cosa que no fuera «vaguear», como decís los de Vermont, verás que puede haber en su plantación una gran cantidad de cosas que parecen horribles y deprimentes a los ojos de un niño sensible como yo.
»Además, tenía un capataz, grandullón, alto y fornido, renegado y peleón, un verdadero hijo de Vermont, con perdón, que había pasado un auténtico aprendizaje en la dureza y la brutalidad antes de sacarse el título para ejercer su profesión. Mi madre nunca pudo soportarlo, y yo tampoco; pero adquirió un dominio absoluto sobre mi padre; este hombre era el déspota absoluto de la hacienda.
»Yo era un niño entonces pero tenía el mismo cariño que tengo ahora por todo lo humano, una especie de pasión por el estudio de la humanidad, bajo cualquiera de sus formas. Se me veía mucho en las cabañas y entre los trabajadores del campo y, naturalmente, era un gran favorito entre ellos; me contaban todo tipo de quejas y agravios, y yo se los contaba a mi madre y entre los dos formamos una especie de comité para remediar los agravios. Obstaculizamos e impedimos una gran cantidad de crueldades y nos congratulábamos por hacer una gran cantidad de bien hasta que, como ocurre a menudo, me excedí en el celo. Stubbs se quejó a mi padre de que no podía manejar a los braceros y que debía dimitir. Mi padre era un marido cariñoso e indulgente, pero un hombre que no vacilaba en hacer lo que considerase preciso, por lo que se interpuso, firme como una roca, entre los braceros y nosotros. Le dijo a mi madre, con un lenguaje perfectamente considerado y respetuoso, pero muy explícito, que ella sería el ama absoluta de los sirvientes de la casa, pero que no consentía que interfiriese con los trabajadores del campo. Él la adoraba y reverenciaba más que ninguna otra cosa en el mundo, pero hubiese dicho lo mismo a la Virgen María si ella se hubiera interpuesto en su sistema.
»A veces oía a mi madre razonar con él sobre algunos casos; intentaba despertar su compasión. Él escuchaba los ruegos más patéticos con la educación y ecuanimidad más desalentadoras. «Todo se reduce a lo siguiente», decía, «¿debo deshacerme de Stubbs o quedarme con él? Stubbs es el colmo de la puntualidad, la honradez y la eficiencia, un genio para los negocios y tan humanitario como la mayoría. No podemos optar a la perfección; si me quedo con él, debo apoyar toda su administración, aunque haya, de vez en cuando, incidentes reprochables. Todo gobierno encierra algo de dureza inevitable. Las reglas generales serán duras en casos concretos». Mi padre parecía considerar definitiva esta máxima en la mayoría de los supuestos casos de crueldad. Después de decir eso, solía recoger los pies en el sofá, como un hombre que ha ultimado un negocio, y ponerse a dormir la siesta o leer el periódico, según la ocasión.
»El caso es que mi padre poseía el talento idóneo para ser estadista. Hubiera podido dividir Polonia tan fácilmente como si fuera una naranja, o pisotear Irlanda tan tranquilamente como cualquier hombre. Al final, mi madre, desesperada, se rindió. Nunca se sabrá, hasta el juicio final, lo que sienten las naturalezas nobles y sensibles como la suya, al verse arrojadas indefensas a lo que debe parecerles —ellas pero no a los que las rodean— un abismo de injusticia y crueldad. Ha sido una larga época de sufrimientos para tales naturalezas en un mundo tan dejado de la mano de Dios como el nuestro. ¿Qué le quedaba a ella sino inculcarles sus propias opiniones y sentimientos a sus hijos? Bien, pero a pesar de todo lo que dices sobre la educación, los niños crecerán sustancialmente como la naturaleza los ha hecho, y nada más. Desde la cuna, Alfred fue un aristócrata; y, al hacerse mayor, todas sus simpatías y todos sus razonamientos se dirigieron por ese camino, y todas las exhortaciones de mi madre se las llevó el viento. En cuanto a mí, me calaron hondo. Ella nunca contradecía, de hecho, nada de lo que decía mi padre, ni parecía diferir mucho de él; pero imprimió, estampó con hierro en mi alma, con toda la fuerza de su naturaleza profunda y sincera, una idea de la dignidad y la valía de la más humilde alma humana. Le miraba a la cara con solemne admiración cuando me señalaba las estrellas por las noches y me decía: «Mira allí, Auguste. La más miserable y humilde alma de nuestra casa aún arderá cuando estas estrellas hayan desaparecido para siempre; ¡vivirán tanto tiempo como Dios!».
»Tenía algunos bellos cuadros antiguos, especialmente uno que mostraba a Jesús curando a un ciego. Eran muy buenos y me impresionaban mucho. «Mira allí, Auguste», decía, «el ciego era un mendigo, pobre y despreciable; pero no lo curó a distancia. Lo llamó y le puso las manos encima. Recuerda esto, hijo mío». Si hubiera vivido bajo sus cuidados hasta hacerme mayor, puede que me hubiese infundido un no-sé-qué de entusiasmo. Puede que hubiese sido un santo, un reformador, un mártir… pero, por desgracia, me alejé de ella cuando tenía trece años y nunca la volví a ver.
St. Clare descansó la cabeza en las manos y estuvo unos minutos sin hablar. Después de un rato, levantó la vista y siguió:
—¡Qué pobre y mezquina bagatela es todo aquello de la virtud humana! Una simple cuestión, en la mayoría de los casos, de latitud y longitud y posición geográfica, actuando junto con el temperamento natural. ¡La mayoría no es más que un accidente! Tu padre, por ejemplo, se instala en Vermont, en un pueblo donde todos son, de hecho, libres e iguales; se convierte en miembro practicante y diácono de la iglesia, y, en su momento, se hizo de una sociedad de abolicionistas, y a nosotros nos considera poco más que paganos. Sin embargo, bajo todos los conceptos, es una réplica de mi padre por su constitución y sus costumbres. Lo veo translucirse en cincuenta detalles diferentes: el mismísimo espíritu arrogante, fuerte y dominante. Sabes muy bien que es imposible convencer a algunas de las personas de tu pueblo de que el señor Sinclair no se siente superior a ellas. El caso es que, aunque le ha correspondido una época democrática y ha adoptado una teoría democrática, en el fondo es un aristócrata, tanto como mi padre, que reinaba sobre quinientos o seiscientos esclavos.
La señorita Ophelia tenía intención de poner reparos a esta opinión y dejaba su calceta para comenzar, pero la detuvo St. Clare.
—Vamos, conozco cada palabra de lo que vas a decir. No digo que se parecieran de hecho. Uno acabó en un medio donde todo iba contra su tendencia natural y el otro, donde todo iba a su favor; por lo tanto, uno se convirtió en un viejo demócrata bastante voluntarioso, obstinado y dominante y el otro en un déspota voluntarioso, obstinado y dominante. Si hubiesen sido dueños de sendas plantaciones en Luisiana, se habrían parecido tanto como dos balas hechas en el mismo molde.
—¡Qué muchacho más irreverente eres! —dijo la señorita Ophelia.
—No pretendo faltarles al respeto —dijo St. Clare—. Sabes que la reverencia no es mi fuerte. Pero, para volver con mi historia:
»Cuando murió mi padre, dejó toda su propiedad a sus hijos gemelos para que nos la repartiéramos como acordásemos. No existe sobre la tierra del Señor un tipo más generoso o noble de espíritu que Alfred, en todo lo que atañe a sus semejantes; y llevamos estupendamente toda la cuestión de las propiedades sin una palabra o un sentimiento poco fraternal. Nos comprometimos a dirigir juntos la plantación; y Alfred, cuya vida y cualidades externas eran el doble de las mías, se convirtió en un plantador entusiasta con un éxito enorme.
»Pero dos años de prueba me demostraron que yo no servía como socio de ese negocio. Tener una brigada de setecientos, a los que no podía conocer personalmente ni interesarme por ellos individualmente, que se compraban, dirigían, alojaban y alimentaban como si fueran reses de ganado bovino, con una precisión militar (un problema recurrente era cuál era el mínimo número de placeres de la vida que hacía falta para hacerles rendir lo máximo), la necesidad de tener capataces y supervisores (el látigo omnipresente era el primero, el último y el único argumento), todo me resultaba insoportablemente repugnante y odioso; y cuando recordaba lo que pensaba mi madre de una pobre alma humana, ¡llegaba a ser espantoso!
»Es una tontería hablar de que los esclavos disfrutan de esto. No puedo aguantar las tonterías indecibles que se han inventado algunos de estos norteños condescendientes en su afán de disculpar nuestros pecados. Todos sabemos que son mentira. ¡Dime que un hombre quiere trabajar todos los días de su vida, de la mañana hasta la noche, bajo el ojo vigilante de un amo, sin posibilidad de realizar ni una sola acción voluntaria, en las mismas tareas aburridas, monótonas e invariables, y todo por dos pantalones y un par de zapatos al año y suficiente comida y cobijo para que pueda seguir en condiciones de trabajar! Cualquier hombre que cree que los seres humanos pueden, como regla general, estar tan cómodos así como de otra manera, ¡me gustaría que lo probase él mismo! ¡Yo lo compraría y lo pondría a trabajar con la conciencia tranquila!
—Siempre he dado por sentado —dijo la señorita Ophelia— que todos vosotros aprobabais estas cosas y las considerabais correctas, según las Sagradas Escrituras.
—¡Hipocresías! Aún no nos vemos reducidos a eso. Alfred, que es un déspota tan convencido como cualquiera que haya existido, no se escuda en ese tipo de defensa; no, él se apoya, altivo y altanero, en aquel viejo fundamento respetable: el derecho del más fuerte; y dice, y creo que con bastante sensatez, que el plantador americano «sólo hace, de alguna manera, lo que hacen la aristocracia y los capitalistas ingleses hacen con las clases inferiores»; es decir, deduzco, apropiarse de ellos, cuerpo y alma, para su propio uso y conveniencia personal. Él defiende los dos y creo que es consistente, por lo menos. Dice que no puede haber una elevada civilización sin la esclavitud, nominal o real, de las masas, nominales o reales. Dice que debe haber una clase inferior, que se entregue al trabajo físico y se limite a vivir como animales; y así la superior adquiere ocio y riquezas para expandir su inteligencia y su educación y convertirse en el alma directora de la inferior. Así razona él, porque, como ya he dicho, es un aristócrata; yo no creo en ello, porque nací demócrata.
—¡Pero de ninguna manera pueden compararse las dos cosas! —dijo la señorita Ophelia—. No venden, explotan, separan de su familia ni azotan al trabajador inglés.
—Pero su patrón dispone de él como si lo hubiera comprado. El dueño de esclavos puede azotar al esclavo recalcitrante hasta matarlo, y el capitalista puede matarlo de hambre. En cuanto a la seguridad de la familia, es difícil saber cuál es peor, que te vendan a los hijos o ver cómo se mueren de hambre en casa.
—Pero no es disculpa para la esclavitud demostrar que no es peor que otra cosa.
—No lo he dicho como disculpa; no, además diré que la nuestra es una violación más descarada y palpable de los derechos humanos: comprar de hecho a un hombre como si fuera un caballo, mirándole los dientes, moviéndole las articulaciones y haciéndole pruebas para después pagar por él con dinero en efectivo, el que tengamos especuladores, criadores, tratantes y corredores de cuerpos y almas humanos, todo eso pone el asunto a los ojos del mundo civilizado en una forma más tangible, aunque sea por su naturaleza igual; es decir adueñarse un grupo de seres humanos de otro para su uso y disfrute sin tener en cuenta sus propios intereses.