Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
La mujer volvió de pronto a su tarea y trabajó con una pericia que asombraba totalmente a Tom. Parecía moverse por arte de magia. Antes de acabar el día, tenía la cesta llena a rebosar y varias veces había puesto generosos puñados en la de Tom. Mucho después del crepúsculo, todo el cansado grupo, con las cestas en las cabezas, se enfilaron hacia el edificio destinado a almacenar y pesar el algodón. Legree estaba allí, conversando con los dos capataces.
—Ese Tom va a crear muchos problemas. Estuvo metiendo algodón en la cesta de Lucy todo el tiempo. Un día de éstos hará que los negros se sientan maltratados, si el amo no lo vigila —dijo Sambo.
—¡Ajá! ¡Maldito negrazo! —dijo Legree—. Necesita que lo domemos, ¿eh, muchachos?
Los dos negros esbozaron una feísima mueca ante la insinuación.
—¡Ay, ay, el amo Legree es único para la doma! ¡Ni el mismo diablo le ganaría al amo en esa tarea! —dijo Quimbo.
—Bien, muchachos, lo mejor es ponerle a él a dar las azotainas hasta que olvide esas nociones que tiene. ¡Ya lo domaré yo!
—¡Caramba, al amo le costará trabajo cambiarle las ideas!
—¡Pero las tendrá que cambiar! —dijo Legree, mascando el tabaco que tenía en la boca.
—Y esa Lucy, ¡es la zorra más irritante y fea de todo el lugar! —siguió Sambo.
—¡Ten cuidado, Sambo o empezaré a preguntarme por qué le tienes tanto rencor a Lucy!
—Bien, usted sabe, amo, que se enfrentó a usted y no quiso juntarse conmigo cuando se lo ordenó.
—La hubiera obligado a latigazos —dijo Legree, escupiendo—, pero hay tanto trabajo que no parece buena idea trastornarla ahora. Es poca cosa, ¡pero estas chicas delgadas casi se dejan matar con tal de salirse con la suya!
—Pues Lucy estaba incordiando, haciendo el vago y enfurruñada, y no quería dar golpe, y Tom recogió algodón por ella.
—Conque sí, ¿eh? Pues entonces, Tom tendrá el placer de azotarla. Será buena práctica para él y no se excederá con la muchacha como vosotros, ¡demonios que sois!
—¡Jo, jo, ja, ja! —se rieron los dos desgraciados renegridos y los sonidos diabólicos realmente parecían una expresión bastante apropiada de la naturaleza malévola que les adjudicaba Legree.
—Bien, pero, amo, entre Tom y la señorita Cassy llenaron la cesta de Lucy. Supongo que lo notaremos en el peso, amo.
—
Yo soy el que pesa
—dijo Legree con énfasis.
Los dos capataces volvieron a soltar sus diabólicas carcajadas.
—Así que —añadió— la señorita Cassy cumplió con su jornada de trabajo.
—¡Recoge como el diablo y todos sus ángeles!
—¡Yo creo que los lleva a todos dentro! —dijo Legree, y, soltando un brutal juramento, entró en la sala de pesar.
Las criaturas agotadas y decaídas fueron entrando despacio a la sala y fueron presentando sus cestas de mala gana para que las pesaran.
Legree apuntaba las cantidades en una pizarra que llevaba pegada una lista de nombres.
La cesta de Tom fue pesada y aprobada, y él esperaba ansioso el éxito de la mujer a la que había ayudado. Tambaleándose por el cansancio, ella se adelantó y entregó la cesta. Cumplía bien el peso, como Legree vio claramente, pero fingió estar enfadado y dijo:
—¿Qué pasa, bestia perezosa? Te falta peso de nuevo. Ponte a un lado, que te la vas a cargar enseguida.
La mujer soltó un gemido de total desesperación y se sentó sobre una tabla.
La persona a la que llamaban señorita Cassy se adelantó y entregó su cesta con un gesto arrogante y displicente. Al dejarla, Legree le miró a los ojos con una mirada burlona e inquisitiva.
Ella le dirigió fijamente sus negros ojos, movió ligeramente los labios y dijo alguna cosa en francés. Nadie sabía lo que significaba; pero el rostro de Legree adquirió una expresión absolutamente demoníaca al oír sus palabras; hizo ademán de levantar la mano para golpearla, gesto que ella contemplaba con un desdén furioso, antes de darse la vuelta para marcharse.
—Y ahora —dijo Legree— ven aquí, tú, Tom. Sabes que ya te dije que no te había comprado sólo para hacer el trabajo normal; pienso ascenderte a capataz, y esta noche es buen momento para que empieces a practicar. Así que llévate a esta muchacha y dale una paliza; ya lo has visto bastantes veces como para saber hacerlo.
—Le ruego al amo —dijo Tom— que no me obligue a hacer eso. No estoy acostumbrado… nunca lo he hecho… ¡No puedo, es imposible!
—Vas a aprender a hacer muchas cosas que no sabías antes de que yo acabe contigo —dijo Legree, cogiendo un látigo de cuero y golpeando fuertemente a Tom en la mejilla, siguiendo después con una tunda de golpes.
—¡Ya está! —dijo, deteniéndose para descansar—. ¿Ahora me seguirás diciendo que no puedes hacerlo?
—Si, amo —dijo Tom, levantando la mano para apartar la sangre que resbalaba por su cara—. Estoy dispuesto a trabajar noche y día mientras me quede vida y aliento, pero no me parece bien hacer eso, amo, y nunca lo haré, nunca.
Tom tenía una voz extraordinariamente suave y dulce y unos modales siempre respetuosos, lo que había hecho creer a Legree que sería cobarde y fácil de someter. Cuando dijo estas últimas palabras, un estremecimiento de asombro los sacudió a todos; la pobre mujer juntó las manos y dijo: «¡Oh, Señor!» y todos se miraban unos a otros y contuvieron el aliento como preparándose para la tormenta que había de estallar.
Legree se quedó estupefacto y confuso, pero finalmente espetó:
—¡Maldita bestia negra! ¡Me dices a mí que no te parece
bien
hacer lo que yo te ordeno! ¿Qué derecho tenéis cualquiera de mi ganado a pensar lo que está bien? ¡No pienso tolerarlo! ¿Pero qué os creéis que sois? ¡A lo mejor te crees que eres un caballero, Tom, que puedes decir a tu amo lo que está bien y lo que no! ¡Así que a ti te parece que está mal azotar a la muchacha!
—Yo creo que sí, amo —dijo Tom—; la pobre criatura está enferma y débil; sería una crueldad y yo no lo haré nunca. Amo, si piensa usted matarme, máteme; pero nunca levantaré la mano contra ninguno de los presentes; ¡antes moriré!
Tom hablaba con voz tranquila, pero con una decisión inconfundible. Legree temblaba de ira; sus ojos verdosos fulguraban con furia y hasta su bigote parecía rizarse de rabia; pero, como una bestia feroz que juega con su presa antes de devorarla, reprimió el fuerte impulso de infligir violencia inmediata y dijo con amarga burla:
—¡Vaya, vaya, aquí tenemos un perro beato de verdad, venido entre nosotros pecadores! ¡Un santo, nada menos que un caballero, para hablarnos a los pecadores de nuestros pecados! ¡Debe de ser un hombre muy piadoso! ¡Eh, sinvergüenza!, que te haces el beato, ¿no has leído en la Biblia: «Sirvientes, obedeced a vuestros amos»? ¿Y no soy yo tu amo? ¿No he pagado mil doscientos dólares en efectivo por todo lo que hay dentro de esa maldita cáscara negra? ¿No eres mío ahora, cuerpo y alma? —dijo asestándole a Tom una patada violenta con su bota—. ¡Contéstame!
En la profundidad misma del sufrimiento físico, encorvado como estaba por la brutal opresión, a Tom esta pregunta le llenó el alma con un destello de júbilo y triunfo. Se irguió de pronto y miró gravemente al cielo, mientras se entremezclaban las lágrimas y la sangre que chorreaban por su rostro, y exclamó:
—¡No, no, no! ¡Mi alma no le pertenece, amo! ¡No la ha comprado, ni puede comprarla! Ya la ha comprado y se la guarda Uno que puede quedársela. ¡No importa, no importa, a mí no me puede usted hacer daño!
—¡Que no puedo! —dijo Legree con escarnio—. ¡Ya lo veremos, ya lo veremos! ¡Vosotros, Sambo, Quimbo, pegadle a este perro una paliza de la que no se recupere en un mes!
Los dos negros gigantescos que agarraron a Tom en ese momento con una expresión de diabólico alborozo en sus semblantes podían encarnar con bastante rigor las fuerzas de las tinieblas. La pobre mujer chillaba de aprensión y todos se levantaron, como de común acuerdo, mientras lo arrastraban fuera sin que opusiera resistencia.
La historia de la cuarterona
Vi el llanto de los oprimidos, sin tener quien los consuele; la violencia de sus verdugos, sin quien los vengue. Felicité a los muertos que perecieron, más que a los vivos que aún viven.
Eclesiastés 4,1.
Era muy tarde por la noche y Tom yacía gimiendo y sangrando a solas, en un cuartucho abandonado en la nave de los desmotadores, entre pedazos de maquinaria rota, pilas de algodón inservible y otras basuras acumuladas allí.
Era una noche húmeda y bochornosa y el aire estaba plagado de nubes de mosquitos, que aumentaban el constante tormento de sus heridas, mientras que una sed abrasadora, más tortura que todo lo demás, acrecentaba su malestar físico al máximo.
—¡Oh, buen Señor, mira hacia abajo, concédeme la victoria sobre todo! —rezaba el pobre Tom con angustia.
Se oyó una pisada en la habitación detrás de él y la luz de una linterna le deslumbró.
—¿Quién anda ahí? ¡Ay, por piedad del Señor, por favor dadme un poco de agua!
La mujer Cassy, pues ella era, dejó su linterna y, vertiendo agua de una botella, le levantó la cabeza y le dio de beber. Vació una taza detrás de otra con ansia febril.
—Bebe todo lo que quieras —dijo ella—. Sabía lo que iba a suceder. No es la primera vez que salgo por la noche para llevar agua a personas en tu estado.
—Gracias, señora —dijo Tom cuando terminó de beber.
—¡No me llames señora! ¡Soy una esclava miserable como tú, más baja de lo que tú puedas serlo nunca! —dijo con amargura—. Pero ahora —dijo, acercándose a la puerta y arrastrando un pequeño jergón, sobre el que había extendido lienzos humedecidos con agua fría—, intenta arrastrarte hasta aquí, pobre hombre.
Entumecido por sus heridas y sus magulladuras, Tom tardó mucho en llevar a cabo esta acción; pero, una vez la hubo realizado, sintió un gran alivio gracias al efecto refrescante sobre sus lesiones.
La mujer, conocedora de muchas artes curativas gracias a su larga práctica con las víctimas de la brutalidad, continuó aplicando remedios a las heridas de Tom, lo que le proporcionó bastante alivio.
—Ahora —dijo la mujer, después de apoyar la cabeza de Tom sobre un rollo de algodón de desecho que hacía las veces de almohada—, eso es lo mejor que puedo hacer por ti.
Tom le dio las gracias; y la mujer, sentándose en el suelo, encogió las rodillas, las rodeó con los brazos y se quedó mirando fijamente delante de ella, con una expresión amarga y dolorida en la cara. Su sombrero se cayó hacia atrás y largas ondas de cabello negro ciñeron su rostro singular y melancólico.
—¡Es inútil, pobre hombre! —dijo por fin—. Lo que has estado intentando hacer no sirve de nada. Has sido valiente y tenías razón; pero es imposible que luches y no sirve de nada. ¡Estás en manos del diablo; él es el más fuerte y debes rendirte!
¡Rendirse! ¿No le habían sugerido lo mismo la debilidad humana y el dolor físico? Tom se sobresaltó, porque la mujer amargada con sus ojos extraviados y su voz melancólica le parecía la personificación de la tentación contra la que había luchado.
—¡Ay, Señor, ay, Señor! —gimió—. ¿Cómo puedo rendirme?
—No sirve de nada invocar al Señor: Él nunca escucha —dijo la mujer con firmeza—. Yo creo que no existe Dios, o, si existe, se ha puesto en contra de nosotros. Todo está contra nosotros, el Cielo y la Tierra. Todo nos empuja hacia el infierno. ¿Por qué no íbamos a ir?
Tom cerró los ojos y se estremeció al oír las palabras tenebrosas y ateas.
—El caso es —dijo la mujer— que tú no sabes nada al respecto y yo sí. Llevo cinco años en este lugar, sometida cuerpo y alma bajo el pie de este hombre, ¡y lo odio por ello tanto como odio al diablo! Aquí estás, en una solitaria plantación, a diez millas de la más próxima, en mitad de los pantanos; no hay una persona blanca que pueda dar testimonio si te queman vivo, si te escaldan, te cortan en pedacitos, dejan que te coman los perros o te cuelgan y te azotan hasta matarte. Aquí no hay ley, ni de Dios ni del hombre, que te pueda ayudar a ti o a cualquiera de nosotros; y ¡este hombre! No hay nada en el mundo que no sea capaz de hacer. Podría ponerle los pelos de punta a cualquiera si contara simplemente lo que he visto y conocido aquí… ¡y no sirve de nada resistirse! ¿Quería yo convivir con él? ¿No he sido una mujer bien educada?, y él, ¡Dios mío!, ¿qué era y qué es? Y sin embargo, he convivido con él durante cinco años y he maldecido cada minuto de mi vida, noche y día. Y ahora tiene a una nueva, una jovencita de quince años y educada, según dice, piadosamente. Su buena ama le enseñó a leer la Biblia; y ha traído su Biblia… ¡que se vaya al infierno! —y la mujer soltó una carcajada alocada y lastimosa, que resonó con un eco extraño y sobrenatural por todo el viejo cobertizo ruinoso.
Tom juntó las manos; todo era oscuridad y horror.
—¡Oh, Jesús, Señor Jesús!, ¿te has olvidado de nosotros los pobres? —estalló por fin—. ¡Ayúdame, Señor, que perezco!
La mujer prosiguió con firmeza:
—¿Y quiénes son esos miserables perros con los que trabajas, para que tú sufras por ellos? Cada uno de ellos se pondría en tu contra a la primera oportunidad. Son todos tan crueles y despiadados unos con otros que no sirve de nada que tú sufras para no hacerles daño.
—¡Pobres criaturas! —dijo Tom—. ¿Qué es lo que los ha hecho crueles? Y si yo me rindo, me acostumbraré a ello y poco a poco me haré exactamente igual que ellos. ¡No, no, señora! Lo he perdido todo: mujer e hijos, hogar y un amo bondadoso; él me habría dejado libre si hubiera vivido sólo una semana más; lo he perdido todo en este mundo, todo se ha ido para siempre y no puedo permitirme perder también el Cielo. ¡No, no puedo volverme malvado, además de todo!
—Pero no puede ser que el Señor nos haga responsables de estos pecados —dijo la mujer—, no puede hacemos pagar por lo que nos vemos obligados a hacer, sino que lo cargará en la cuenta de quienes nos obligan a hacerlo.
—Sí —dijo Tom—; pero eso no evitará que nos volvamos malvados. Si yo me hago tan despiadado y tan malvado como ese Sambo, no importa mucho cómo; lo que importa es
ser así
, eso es lo que me da horror.
La mujer dirigió a Tom una mirada sobresaltada como si acabara de ocurrírsele un nuevo pensamiento; después, con un fuerte gemido, dijo:
—¡Dios tenga piedad de nosotros! Lo que dices es verdad. ¡Ay, ay, ay! —y cayó al suelo gimiendo, como una persona retorciéndose bajo el peso aplastante de la angustia mental.