Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
—He venido —dijo la señorita Ophelia, con una de las toses breves y secas con las que se suele introducir un tema difícil—, he venido para hablarte de la pobre Rosa.
Marie abrió mucho los ojos y sus pálidas mejillas se tiñeron de rojo cuando contestó rudamente:
—¿Qué le pasa?
—Siente mucho lo que ha hecho.
—Conque lo siente, ¿eh? ¡Más lo va a sentir, antes de que yo acabe con ella! He aguantado la impertinencia de esa muchacha bastante tiempo, y ahora le voy a bajar los humos. ¡La haré arrastrarse por el suelo!
—Pero, ¿no podrías castigarla de otra manera, de una manera menos vergonzosa?
—Quiero avergonzarla; eso es exactamente lo que pretendo. Toda la vida ha presumido de su delicadeza y su belleza y sus aires de gran señora, hasta olvidarse de quién es. ¡Yo le daré una lección que la pondrá en su sitio, ya lo creo!
—Pero, prima, piensa que si destruyes la delicadeza y el sentido de la vergüenza de una muchacha joven, se echará a perder muy deprisa.
—¡Delicadeza! —dijo Marie, con una risa de desprecio—. ¡Bonita palabra para una como ella! Yo le enseñare que, con todos sus aires, no es mejor que la moza negra más andrajosa que hace la calle. ¡No se dará más aires conmigo!
—¡Responderás ante el Señor por semejante crueldad! —dijo la señorita Ophelia con energía.
—¡Crueldad! ¡Me gustaría saber dónde está la crueldad! ¡Sólo he dado orden de que le den quince latigazos; y le he dicho que se los dé con ligereza! ¡No veo la crueldad de eso!
—¡Que no hay crueldad! —dijo la señorita Ophelia—. Estoy segura de que cualquier muchacha preferiría que la mataran directamente.
—Podría parecer así a alguien con tus sentimientos; pero todas estas criaturas se acostumbran a ello, es la única forma de mantener la disciplina. Una vez sientan que pueden adoptar aires de delicadeza y esas cosas, hacen su santa voluntad, tal como han hecho siempre todos mis criados. Yo he empezado a someterlos, ¡y quiero que sepan que mandaré a cualquiera de ellos a que lo azoten si no se andan con cuidado! —dijo Marie, mirando alrededor con decisión.
Jane agachó la cabeza y se encogió al oír esto, pues le parecía que iba dirigido especialmente a ella. La señorita Ophelia se quedó sentada quieta un momento, como si acabara de tragar una poción explosiva y estuviera a punto de reventar. Después, dándose cuenta de lo inútil de discutir con una naturaleza semejante, cerró los labios con resolución, se puso en pie y salió de la habitación.
Fue duro volver para decirle a Rosa que no podía hacer nada por ella; poco después, acudió uno de los criados masculinos a decir que el ama le había mandado llevar a Rosa a la casa de castigo, adonde la transportó a pesar de sus lágrimas y sus súplicas.
Unos días más tarde, Tom estaba pensando junto a los balcones cuando se le acercó Adolph, que estaba totalmente abatido y desconsolado desde la muerte de su amo. Adolph sabía que Marie nunca le había tenido simpatía, pero en vida de su amo no le había dado importancia. Ahora que éste se había marchado, andaba tembloroso y con un temor constante, sin saber qué iba a ser de él. Marie había celebrado varias sesiones con su abogado; después de consultar al hermano de St. Clare, decidió vender la hacienda y a todos los criados salvo los que eran propiedad personal suya, que pensaba llevarse consigo.
—¿Sabes, Tom, que van a vendemos a todos, salvo a unos cuantos que el ama va a llevar consigo a su regreso a la plantación de su padre? —preguntó Adolph.
—¿Cómo te has enterado? —preguntó Tom.
—Me escondí detrás de las cortinas cuando habló el ama con el abogado. Dentro de unos cuantos días, nos enviarán a la subasta, Tom.
—¡Que se haga la voluntad del Señor! —dijo Tom, cruzando los brazos y soltando un profundo suspiro.
—Nunca tendremos a un amo igual —dijo Adolph con aprensión—, pero prefiero que me vendan a arriesgarme a quedarme con el ama.
Tom se volvió, emocionado. La esperanza de la libertad y la imagen de su esposa y sus hijos tan lejanos aparecieron ante su alma paciente, como al marinero que naufraga a punto de arribar al puerto se le presenta la visión de la torre de la iglesia y los acogedores tejados de su pueblo vislumbrada por encima de una negra ola para que se despida de ellos por última vez. Juntó fuertemente los brazos sobre el pecho, reprimió las amargas lágrimas e intentó rezar. El pobre hombre había tenido tantísimas ganas de conseguir la libertad que era un duro golpe para él; y, cuanto más repetía «¡Que se haga su voluntad!», peor se sentía.
Fue en busca de la señorita Ophelia que, desde la muerte de Eva, lo trataba con una gran amabilidad respetuosa.
—Señorita Ophelia —dijo—, el señor St. Clare me prometió la libertad. Me dijo que había empezado a preparar mi manumisión, y quizás, si la señorita tuviera la bondad de hablar de ello con el ama, ella estaría dispuesta a seguir adelante con ello, ya que era el deseo del señorito St. Clare.
—Hablaré en tu favor, Tom, y haré lo que pueda —dijo la señorita Ophelia—, pero si depende de la señora St. Clare, no tengo muchas esperanzas de conseguirlo; sin embargo, lo intentaré.
Este incidente ocurrió unos días después del de Rosa, mientras la señorita Ophelia estaba ocupada con los preparativos para su regreso al norte.
Al reflexionar seriamente sobre ello, pensó que quizás hubiera utilizado un lenguaje algo brusco y acalorado en su anterior entrevista con Marie, por lo que resolvió intentar moderar su celo y ser lo más conciliadora posible. Por lo tanto, la buena mujer hizo acopio de fuerzas y, cogiendo su calceta, decidió encaminarse a la habitación de Marie y ser todo lo agradable que pudiera para negociar el asunto de Tom con toda la habilidad diplomática de que disponía.
Encontró a Marie tumbada cuan larga era en un canapé, apoyada sobre un codo con la ayuda de almohadas, mientras Jane le mostraba algunas muestras de finas telas negras que había ido a comprar.
—Ésta sirve —dijo Marie, eligiendo una—; pero no estoy muy segura de que sea de luto propiamente dicho.
—Caramba, señorita —dijo Jane muy parlanchina—, la viuda del general Derbennon llevaba esta misma tela cuando se murió el general el verano pasado y queda estupenda.
—¿Qué opinas tú? —preguntó Marie a la señorita Ophelia.
—Supongo que es cuestión de costumbres —dijo la señorita Ophelia—. Tú sabrás juzgarla mejor que yo.
—El caso es —dijo Marie— que no tengo un solo vestido que ponerme, y como voy a liquidar la casa y marcharme la próxima semana, debo decidirme por algo.
—¿Tan pronto te vas?
—Sí. Ha escrito el hermano de St. Clare, y el abogado y él creen que hay que vender a los sirvientes y los muebles en subasta y dejar la casa en manos del abogado.
—Hay una cosa de la que quiero hablarte —dijo la señorita Ophelia—. Augustine le prometió a Tom la libertad y había iniciado los trámites legales necesarios. Espero que utilices tus influencias para que los completen.
—¡Desde luego no haré nada de eso! —dijo Marie con acritud—. Tom es uno de los criados más caros del lugar y no puedo permitírmelo de ninguna manera. Además, ¿para qué quiere la libertad? Está mucho mejor tal como está ahora.
—Pero sí la quiere, y mucho, y su amo se la prometió —dijo la señorita Ophelia.
—Supongo que la quiere —dijo Marie—, pues todos la quieren, pero sólo porque son un hatajo de insatisfechos que siempre quieren lo que no tienen. Bien, en cualquier caso yo tengo mis principios en contra de la emancipación. Mantén a los negros bajo los cuidados de un amo, y serán respetables y no se portarán mal, pero déjalos libres y se pondrán perezosos y no trabajarán sino que acabarán todos siendo unos tipos ruines e inútiles. Lo he visto suceder cientos de veces. Dejarlos libres no es hacerles ningún favor.
—¡Pero Tom es tan juicioso, trabajador y piadoso!
—¡Bah, no tienes que decírmelo! He visto a cientos como él. A él le irá muy bien siempre que se le cuide, y nada más.
—Pero, piensa —dijo la señorita Ophelia— en las posibilidades de que le toque un mal amo cuando lo pongas a la venta.
—¡Bah, eso son tonterías! —dijo Marie—. Ni siquiera una vez en cien un buen hombre cae en manos de un mal amo; la mayoría de los amos son buenos, por mucho que se diga. Yo he crecido y vivido aquí, en el sur, y nunca hasta ahora he conocido a un amo que no tratara bien a sus criados, por lo menos tan bien como se merecen. No tengo temores en ese sentido.
—Bien, pero —dijo enérgicamente la señorita Ophelia—, se que era uno de los últimos deseos de tu marido que Tom tuviera la libertad; fue una de las promesas que le hizo a la pequeña Eva en su lecho de muerte y no creo que debas sentirte libre para desatenderlo.
Ante esta súplica, Marie se cubrió el rostro con el pañuelo y comenzó a llorar y a usar su frasco de sales con gran vehemencia.
—¡Todos se ponen contra mí! —dijo—. ¡Todo el mundo es tan poco considerado! Nunca hubiera imaginado que tú fueras a recordarme mis penas de esta manera. ¡Es tan poco considerado! ¡Pero nadie me tiene en cuenta, tengo unas penas tan singulares! ¡Es tan duro que, teniendo sólo una hija, me haya sido arrebatada! ¡Y que haya perdido a mi marido, que se acomodaba tan bien a mí, con lo difícil que es que a mí me vaya bien alguien! Y tú pareces estar tan poco afectada por mis desgracias que no haces más que recordármelas, cuando sabes que estoy totalmente destrozada. Supongo que no tienes mala intención, pero, ¡es muy desconsiderado, mucho! y Marie sollozó y luchaba por poder respirar y llamó a Mammy para que le abriera la ventana, le acercara la botella de alcanfor, le bañara las sienes y le soltara los corchetes. Y, durante la confusión general que se creó, la señorita Ophelia se escapó a su habitación.
Se dio cuenta enseguida de que no serviría de nada decir más, porque Marie tenía una capacidad inagotable para los ataques de histeria; y, a partir de este momento, cada vez que se aludiera a los deseos de su marido respecto de los criados, sería oportuno que padeciera uno. Por lo tanto, la señorita Ophelia hizo lo mejor que aún podía hacer por Tom: escribir una carta en su nombre a la señora Shelby, contándole sus problemas y urgiéndole a mandar una solución.
Al día siguiente, Tom y Adolph y media docena más de los criados fueron llevados a un almacén de esclavos en espera de que el tratante tuviera un número suficiente para organizar una subasta.
El almacén de esclavos
¡Un almacén de esclavos! Quizás algunos de mis lectores evoquen una visión espantosa de un lugar así. Imaginan un cuchitril hediondo y oscuro, algún horrible Tártaro
informis, ingens, cui lumen adeptum
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. Pero no, mi inocente amigo; en estos días, los hombres han aprendido el arte de pecar con pericia y elegancia, con tal de no escandalizar los ojos y los sentidos de la sociedad respetable. Las reses humanas tienen un buen lugar en el mercado; por lo tanto, son bien alimentadas, lavadas, atendidas y cuidadas para que puedan llegar boyantes, fuertes y relucientes a la venta. Un almacén de esclavos de Nueva Orleáns es una casa que, por fuera, se parece a cualquier otra, bien esmerada, donde todos los días se pueden ver, en una especie de cobertizo a lo largo de una de las paredes, hileras de hombres y mujeres, que están allí como muestra del género que se vende en el interior.
Entonces te llamarán cortésmente para que te acerques y los examines, y encontrarás una gran cantidad de maridos, mujeres, hermanos, hermanas, padres, madres e hijos pequeños, que se han de «vender por separado o en lotes, según las necesidades del comprador»; y el alma inmortal, comprada con sangre y angustia por el Hijo de Dios en una ocasión en la que tembló la tierra, se partieron las rocas y se abrieron las sepulturas puede ser vendida, arrendada, hipotecada, trocada por víveres o tejidos, según las exigencias del mercado o el capricho del comprador.
Habían pasado un día o dos desde la conversación entre Marie y la señorita Ophelia cuando Tom, Adolph y una media docena de los criados de la finca de los St. Clare fueron entregados bajo los amantes cuidados del señor Skeggs, encargado de un almacén en la calle…, en espera de la subasta al día siguiente.
Tom llevaba consigo un baúl bastante grande de ropa, como la mayoría de ellos. Fueron acomodados para pasar la noche en una habitación alargada, donde otros muchos hombres de todas las edades, tamaños y colores estaban reunidos y de donde procedían carcajadas y sonidos de despreocupada diversión.
—¡Ajá, eso es, seguid así, muchachos! —dijo el señor Skeggs, el encargado—. ¡Mi gente está siempre tan alegre! ¡Vaya, Sambo! —dijo animoso a un fornido negro que realizaba las bromas y vulgares payasadas que ocasionaban las risotadas que Tom había oído.
Como se puede imaginar, Tom no estaba de humor para unirse a las diversiones; por lo tanto, colocando su baúl lo más apartado posible del ruidoso grupo, se sentó encima y apoyó la cara contra la pared.
Los mercaderes de artículos humanos hacen esfuerzos escrupulosos y sistemáticos por fomentar ruidosa hilaridad entre ellos como medio de ahogar la reflexión y hacerles insensibles a su condición. El principal objetivo de las enseñanzas impartidas al negro desde que lo venden en el mercado del norte hasta que llega al sur es hacerle insensible, irreflexivo y brutal. El tratante de esclavos recoge su cuadrilla en Virginia o Kentucky y la conduce a algún lugar conveniente y sano, a menudo un aguadero, para su engorde. Aquí se les alimenta bien todos los días, y, como algunos tienen tendencia a penar, suele haber alguien tocando siempre el violín y se les obliga a bailar; y el que se niegue a estar alegre, cuyos recuerdos de su esposa o hijos u hogar son demasiado fuertes para que esté alegre, se le señala como insociable y peligroso y se le somete a todos los sufrimientos que la inquina de un hombre totalmente irresponsable y endurecido es capaz de infligir. El vigor, la viveza y una apariencia alegre, especialmente delante de terceros, les son impuestos constantemente, tanto por la esperanza de conseguir un buen amo como por el miedo de lo que puede sucederles a manos del tratante si no son vendidos.
—¿Qué hace ese negro allí? —preguntó Sambo, acercándose a Tom después de que el señor Skeggs hubo salido de la habitación. Sambo era muy negro y muy grande, vivaz, parlanchín y siempre gastando bromas y haciendo muecas.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Sambo, acercándose y dándole codazos jocosos en un costado—. Meditando, ¿eh?