La cabaña del tío Tom (49 page)

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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—¿Por qué has envuelto el libro con esto? —preguntó St. Clare, levantando el crespón.

—Porque… porque… porque era de la señorita Eva. ¡Ay, no me los quiten, por favor! —dijo y, cayéndose sentada en el suelo, se cubrió la cabeza con el delantal y rompió a llorar con vehemencia.

Era una extraña mezcla de patetismo y ridículo: la media vieja, el crespón negro, el libro de texto, el rubio y suave rizo y la absoluta congoja de Topsy.

St. Clare sonrió; pero tenía lágrimas en los ojos cuando dijo:

—Vamos, vamos, no llores; te los puedes quedar —y, juntando las cosas, las echó en su regazo y llevó a la señorita al salón con él.

—Realmente creo que podrás conseguir algo en esta empresa —dijo, señalando con el pulgar por encima del hombro—. Cualquier persona capaz de sentir verdadera pena es capaz de hacer el bien. Debes intentar hacer algo con ella.

—La niña ha mejorado mucho —dijo la señorita Ophelia—. Tengo grandes esperanzas para ella; pero, Augustine —dijo, apoyando la mano en su brazo—, quiero preguntarte una cosa: ¿de quién será esta niña, tuya o mía?

—Pero si yo te la di a ti —dijo Augustine.

—Pero no legalmente; quiero que sea mía según la ley —dijo la señorita Ophelia.

—¡Vaya, prima! —dijo Augustine—. ¿Qué pensará la Sociedad Abolicionista? ¡Tendrán que pasar un día de ayuno por este resbalón, si tú te conviertes en dueña de una esclava!

—¡Tonterías! Quiero que sea mía, para poder tener el derecho de llevarla a los estados libres y concederle la libertad, para que no se pierda todo lo que intento hacer por ella.

—¡Ay, prima!, ¡qué forma de «hacer el mal para conseguir el bien»! No puedo consentirlo.

—No quiero que bromees, sino que razones —dijo la señorita Ophelia—. Es inútil intentar convertir a esta niña en cristiana si no la salvo de todos los riesgos y escollos de la esclavitud; y si estás realmente dispuesto a que me la quede, quiero que me hagas una escritura de donación u otro documento legal.

—Bueno —dijo St. Clare—, lo haré —y se sentó y desdobló un periódico para leerlo.

—Pero quiero que lo hagas ahora —dijo la señorita Ophelia.

—¿Qué prisa tienes?

—Porque no hay ningún momento como el presente para hacer las cosas —dijo la señorita Ophelia—. Vamos. Aquí tienes papel, pluma y tinta; escribe el documento.

St. Clare, como la mayoría de los hombres de su clase y mentalidad, odiaba cordialmente el tiempo presente de las acciones, por regla general; por lo tanto, se sintió bastante molesto por la franqueza de la señorita Ophelia.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó—. ¿No crees en mi palabra? ¡Se diría que te han dado lecciones los judíos por tu forma de atacar a un hombre!

—Quiero asegurarme de ello —dijo la señorita Ophelia—. Tú puedes morirte, o arruinarte, y a Topsy la llevarían a subasta a pesar de todos mis esfuerzos.

—Eres realmente bastante prudente. Bien, ya que estoy en las manos de una yanqui, no tengo otra opción que consentir —y St. Clare redactó rápidamente una escritura de donación, que, puesto que era muy ducho en cuestiones jurídicas, pudo hacer sin dificultad, y la firmó con irregulares mayúsculas, rematándola con una enorme rúbrica.

—Ahí lo tienes por escrito, señorita Vermont —dijo al entregársela.

—Buen chico —dijo la señorita Ophelia sonriendo—. ¿Pero no hace falta un testigo?

—¡Maldita sea, es verdad! Ven —dijo, abriendo la puerta del cuarto de Marie—. Marie, la prima quiere un autógrafo tuyo; escribe tu nombre aquí.

—¿Qué es esto? —preguntó Marie, escudriñando el documento—. ¡Ridículo! Creía que la prima era demasiado beata para unas cosas tan horrendas —añadió al escribir displicente su nombre—; pero si se ha encaprichado de este artículo, se lo concedo encantada.

—Ahí tienes, ya es tuya, en cuerpo y alma —dijo St. Clare, dándole el papel.

—No es más mía ahora que antes —dijo la señorita Ophelia—. Sólo Dios tiene derecho a dármela; pero ahora puedo protegerla.

—Pues entonces es tuya por una ficción de la ley —dijo St. Clare, volviendo al salón, donde se sentó con su periódico.

La señorita Ophelia, que pocas veces se sentaba en compañía de Marie, lo siguió al salón, después de guardar cuidadosamente el documento.

—Augustine —dijo de pronto, mientras hacía calceta—, ¿has tomado alguna medida para asegurar el porvenir de tus criados en caso de que murieses?

—No —dijo St. Clare, y siguió leyendo.

—Entonces toda tu indulgencia con ellos puede resultar de una gran crueldad en el futuro.

St. Clare había pensado lo mismo muchas veces, pero dijo con apatía:

—Pienso tomar medidas más adelante.

—¿Cuándo? —preguntó la señorita Ophelia.

—Oh, pues, un día de éstos.

—¿Y si te mueres antes?

—¿Qué pasa, prima? —dijo St. Clare, dejando el periódico y mirándola—. ¿Es que crees que tengo síntomas de fiebre amarilla o cólera, que pones tanto empeño en hacer las disposiciones
post mortem
?

—«En medio de la vida tenemos la muerte» —dijo la señorita Ophelia.

St. Clare se levantó, soltó descuidadamente el periódico y se acercó a la puerta abierta que daba al porche para dar fin a una conversación que no era de su agrado. Repitió mecánicamente la última palabra: «¡
muerte
!» y, mientras se apoyaba en la barandilla y contemplaba subir y bajar el agua reluciente de la fuente, repitió de nuevo esa palabra: «¡MUERTE!».

—Es raro que exista tal palabra —dijo— y tal realidad, y que la podamos olvidar; que se pueda estar vivo, caliente y hermoso, lleno de esperanzas, deseos y apetencias un día y haber desaparecido totalmente al día siguiente, ¡y para siempre!

Era una tarde cálida y dorada y, al caminar hacia el otro extremo del porche, vio a Tom muy atareado con su Biblia, señalando con el dedo cada palabra y susurrándolas para sí con un aire muy serio.

—¿Quieres que te lea, Tom? —ofreció St. Clare, sentándose con desenfado junto a él.

—Si el amo quiere —dijo Tom, agradecido—. El amo lo hace parecer mucho más claro.

St. Clare cogió el libro, miró el lugar y comenzó a leer uno de los pasajes que Tom había señalado con unas pesadas marcas a su alrededor. Decía así:

—«Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de Él todas las naciones, y Él separará a los unos de los otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos» —St. Clare continuó leyendo con voz animada hasta que llegó al último versículo—: «Y el Rey dirá a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno: porque tuve hambre y no me disteis de comer: tuve sed y no me disteis de beber; era forastero y no me acogisteis; estaba desnudo y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis. Entonces dirán también esto: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o forastero, o desnudo, o enfermo, o en la cárcel, y no te asistimos? Y Él entonces les responderá diciendo: En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos más pequeños de mis hermanos, también conmigo dejasteis de hacerlo»
[45]
.

A St. Clare pareció impresionarle este último pasaje, porque lo leyó dos veces, la segunda vez despacio, como si estuviera dando vueltas a las palabras en su mente.

—Tom —dijo—, estas personas a las que castiga tan duramente parecen haber hecho exactamente lo mismo que yo: vivir unas buenas vidas fáciles y respetables, no preocupándose de enterarse de cuántos hermanos pequeños tienen hambre o sed o están enfermos o en la cárcel.

Tom no contestó.

St. Clare se levantó y paseó pensativo de un extremo del porche al otro, con apariencia de haberse olvidado de todo, absorto por sus propios pensamientos; estaba tan absorto que Tom le tuvo que avisar dos veces que había sonado la campana para el té antes de captar su atención.

St. Clare estuvo ausente y pensativo durante toda la hora del té. Después del té, él, Marie y la señorita Ophelia tomaron posesión del salón casi en silencio.

Marie se colocó en un sofá bajo un sedoso mosquitero y pronto estuvo profundamente dormida. La señorita Ophelia se ocupó en silencio de su calceta. St. Clare se sentó al piano y comenzó a tocar un movimiento dulce y melancólico con el acompañamiento del viento. Parecía hallarse en profunda meditación y estar monologando consigo mismo a través de la música. Después de un rato, abrió uno de los cajones, sacó un viejo libro de música cuyas páginas estaban amarillentas por el tiempo y empezó a pasar las hojas.

—Ahí tienes —dijo a la señorita Ophelia—, éste era uno de los libros de mi madre, y ésta es su letra, ven a mirarla. Copió y arregló esto del
Réquiem de Mozart
.

La señorita Ophelia le obedeció.

—Era algo que cantaba ella con frecuencia —dijo St. Clare—. Es como si la estuviera oyendo ahora.

Tocó unos acordes majestuosos y empezó a cantar la magnífica pieza en latín, el
Dies Irae
.

A Tom, que escuchaba desde el porche exterior, la música le hizo acercarse a la misma puerta, donde permaneció muy serio. No comprendía la letra, por supuesto; pero la música y la forma de cantar parecían afectarle muchísimo, sobre todo cuando St. Clare cantaba las partes más tristes. A Tom le habría emocionado más si hubiera comprendido el significado de las hermosas palabras:

Recordare Jesus pie

Quod sum causa tuae viae

No me perdas, illa die

Querens me sedisti lassus

Redimisti crucem passus

Tantus labor non sit cassus
[46]
.

St. Clare dio a las palabras una expresión profunda y triste; parecía que se hubiera retirado el tupido velo de los años y pudiera oír la voz de su madre acompañando la suya. Tanto la voz como el instrumento parecían estar vivos y emitían con vívida compasión la melodía que el etéreo Mozart concibiera inicialmente como su propio réquiem fúnebre.

Cuando St. Clare dejó de tocar, permaneció unos momentos con la cabeza apoyada en las manos y después empezó a caminar arriba y abajo.

—¡Qué sublime concepción la del juicio final —dijo—: subsanar los males de los siglos, solucionar todos los problemas morales con una sabiduría irrefutable! Desde luego es una imagen maravillosa.

—A nosotros nos da miedo —dijo la señorita Ophelia.

—A mí también debería dármelo, supongo —dijo St. Clare, deteniéndose pensativo—. Esta tarde le he leído a Tom el capítulo de san Mateo que lo describe, y me ha impresionado mucho. Habría esperado unas acusaciones de tremendos crímenes como motivo para excluir del Cielo a las personas; pero no; se les condena por no hacer el bien activamente, como si ese hecho incluyera todos los males posibles.

—Quizás —dijo la señorita Ophelia— sea imposible que una persona que no haga el bien evite hacer el mal.

—¿Y qué? —Dijo St. Clare, abstraído pero con sentimiento—, ¿qué se puede decir de aquél cuya educación y las necesidades de cuya sociedad han llamado en vano para que cumpla algún noble propósito, que ha ido a la deriva como espectador neutral de las luchas, sufrimientos y crímenes de la humanidad, cuando hubiera debido ser un trabajador?

—Yo creo —dijo la señorita Ophelia— que debe arrepentirse y empezar ahora.

—¡Siempre tan práctica y directa al grano! —dijo St. Clare, con una sonrisa iluminándole la cara—. Nunca me dejas tiempo para hacer reflexiones generales, prima; siempre me presentas de frente el momento actual; tienes una especie de
ahora
eterno siempre en la mente.


Ahora
es el único momento que me interesa —dijo la señorita Ophelia.

—¡Querida Eva, pobre niña! —dijo St. Clare— su sencilla alma se ha propuesto que yo realice una buena obra.

Era la primera vez desde la muerte de Eva que le dedicaba tantas palabras, y era evidente que reprimía fuertes sentimientos al hablar.

—Mi visión del cristianismo es tal —añadió— que no creo que ningún hombre pueda profesarlo consistentemente sin lanzar todo el peso de su ser contra este monstruoso sistema de injusticia que constituye los cimientos de toda nuestra sociedad, sacrificándose a sí mismo en la batalla, si es menester. Quiero decir que yo no podría ser cristiano de otra manera, aunque desde luego he tratado a muchas personas instruidas y cristianas que no han hecho nada por el estilo; y reconozco que la apatía de personas religiosas en este respecto, su falta de percepción de las injusticias, me han llenado de horror y han engendrado dentro de mí más escepticismo que otra cosa.

—Si sabías todo eso —dijo la señorita Ophelia— ¿por qué no lo has hecho?

—Oh, porque sólo he tenido el tipo de benevolencia que consiste en tumbarse en un sofá y maldecir a la iglesia y a los clérigos por no ser mártires y confesores. Es muy fácil ver que los demás deben ser mártires, ¿sabes?

—Pero ¿vas a actuar de forma diferente ahora? —preguntó la señorita Ophelia.

—Sólo Dios conoce el futuro —dijo St. Clare—. Soy más valiente que antes, porque lo he perdido todo, y el que no tiene nada que perder puede permitirse correr cualquier riesgo.

—¿Y qué vas a hacer?

—Cumplir con mi deber, espero, para con los pobres y humildes, en cuanto me entere de cuál es —dijo St. Clare—, empezando por mis propios criados, por los que aún no he hecho nada; y quizás, en algún momento futuro, puede que sea capaz de hacer algo por toda una raza; algo que salve a mi país de la vergüenza de la engañosa posición que ocupa a los ojos de todas las naciones civilizadas.

—¿Crees que es posible que una nación los emancipe voluntariamente? —preguntó la señorita Ophelia.

—No lo sé —dijo St. Clare—. Ésta es la época de las grandes hazañas. El heroísmo y la magnanimidad brotan aquí y allá por toda la Tierra. Los aristócratas húngaros están liberando a millones de siervos, con una pérdida económica tremenda y quizás se encuentren entre nosotros unos espíritus generosos que no calculan el honor y la justicia en dólares y centavos
[47]
.

—Lo dudo —dijo la señorita Ophelia.

—Pero supón que mañana nos ponemos a emancipar, ¿quién educaría a estos millones y les enseñaría a utilizar su libertad? Nunca harán nada importante entre nosotros. El caso es que nosotros mismos somos demasiado perezosos e inútiles para poder darles una idea de la diligencia y la energía que necesitan para ser hombres. Tendrán que irse al norte, donde el trabajo está a la orden del día, la costumbre universal; y dime también, ¿hay suficiente filantropía cristiana en vuestros estados norteños para hacerse cargo del proceso de su educación y formación? Mandáis miles de dólares a las misiones en el extranjero; pero ¿podríais soportar que enviaran a los paganos a vuestros pueblos y aldeas para dedicar vuestro tiempo y esfuerzo y dinero a educarlos según el ideal cristiano? Eso es lo que yo quisiera saber. Si los emancipamos nosotros, ¿vosotros estaréis dispuestos a educarlos? ¿Cuántas familias de tu pueblo querrían acoger a un hombre y a una mujer negros para educarlos, mantenerlos y procurar convertirlos en cristianos? ¿Cuántos comerciantes estarían dispuestos a acoger a Adolph si yo quisiera que se hiciera oficinista, o cuántos mecánicos, si yo quisiera que aprendiera un oficio? Si quisiera enviar a Rosa y a Jane al colegio, ¿cuántos colegios hay en los estados del norte que las aceptarían? ¿Cuántas familias las alojarían? Y sin embargo son tan blancas de piel como muchas mujeres del norte o del sur. ¿Ves, prima? Quiero que se nos haga justicia. Estamos en una posición difícil. Somos los opresores más obvios de los negros; pero los prejuicios poco cristianos del norte son opresores casi igualmente severos.

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