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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (52 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—Me van a vender en la subasta mañana —dijo Tom con voz queda.

—¿Vender en la subasta? ¡Ja, ja, muchachos! ¿No es divertido? ¡Ojalá me fueran a subastar a mí, yo les haría reír, ya lo creo! Pero, dime, ¿todo este lote se venderá mañana? —preguntó Sambo, tomándose la libertad de apoyar la mano en el hombro de Adolph.

—¡Déjame solo, por favor! —dijo Adolph con furia, irguiéndose con gran repugnancia.

—¡Caramba, chicos! Este es uno de esos negros blancos, de color crema, ya sabéis, ¡y perfumado! —dijo, olfateando alrededor de Adolph—. ¡Ay, Señor, serviría para una tienda de tabaco: podrían utilizarlo para perfumar el rapé! ¡Señor, él solo mantendría a flote la tienda, ya lo creo!

—Oye, déjame ya, ¿quieres? —dijo Adolph, muy airado.

—¡Ay, Señor, pero qué sensibles somos los negros blancos! ¡Miradnos! —y Sambo hizo una imitación burlona de los modales de Adolph—. ¿Habéis visto qué aires? Supongo que hemos estado con una buena familia.

—Sí —dijo Adolph—; yo tenía un amo que hubiera podido compraros a todos sin pensárselo.

—¡Señor, Señor, daos cuenta —dijo Sambo— de lo finos que somos!

—Pertenecía a la familia St. Clare —dijo Adolph con orgullo.

—¡Vaya, vaya! Han tenido suerte de librarse de ti. Supongo que te van a vender junto a un lote de teteras agrietadas y cosas por el estilo —dijo Sambo, con una sonrisa provocativa.

Adolph, enfurecido por esta burla, se lanzó apasionadamente contra su adversario, jurando y golpeándole por todas partes. Los demás se reían y gritaban y el alboroto atrajo al encargado hasta la puerta.

—¿Qué ocurre, muchachos? ¡Orden, orden! —dijo, entrando y blandiendo un gran látigo.

Todos salieron despedidos en diferentes direcciones, menos Sambo, que, contando con sus privilegios a los ojos del encargado como bromista oficial, se mantuvo en su lugar, esquivando las embestidas del amo con una sonrisa humorística.

—¡Caramba, amo, no somos nosotros… nosotros somos de fiar… son estos recién llegados; son muy molestos… se meten con nosotros todo el tiempo!

Al oírlo, el encargado se volvió hacia Tom y Adolph y, sin indagar más, les asestó unas patadas y manotadas y, ordenándoles que fueran todos unos buenos chicos y se durmieran, salió de la habitación.

Mientras tenía lugar esta escena en el dormitorio de los hombres, puede que el lector tenga curiosidad por asomarse al dormitorio de las mujeres. Puede ver, tendidas en varias posturas en el suelo, innumerables figuras de todos los colores y tamaños, desde el ébano más puro hasta el blanco, y de todas las edades, desde la infancia hasta la vejez, durmiendo todas. Aquí hay una niña guapa y lista, de diez años, cuya madre fue vendida ayer y que, cuando no la miraba nadie, ha llorado hasta quedarse dormida esta noche. Ahí, una vieja negra ajada, cuyos delgados brazos y callosos dedos atestiguan el duro trabajo, que espera a que la vendan mañana, como un artículo de desecho, por lo que quieran dar por ella; y alrededor de ellas yacen unas cuarenta o cincuenta más, con las cabezas envueltas en mantas o prendas de vestir. Pero en un rincón, sentadas apartadas de las demás, hay dos hembras con una apariencia más interesante de lo común. Una de éstas es una mulata respetablemente vestida de entre cuarenta y cincuenta años, con ojos dulces y una fisonomía refinada y agradable. Lleva un turbante alto en la cabeza, hecho de un alegre pañuelo rojo de madrás de primera calidad y un vestido bien ajustado, hecho de un buen tejido, lo que muestra que la han cuidado con esmero. A su lado y acurrucada junto a ella, hay una muchacha de quince años: su hija. Es cuarterona, como puede deducirse de su tez más clara, aunque el parecido con su madre es bien patente. Tiene los mismos ojos oscuros y dulces, con pestañas más largas, y su cabello rizado es de un castaño rojizo. También va vestida con gran esmero y sus manos blancas y delicadas delatan poco conocimiento de los trabajos manuales. Estas dos van a ser vendidas mañana, en el mismo lote que los criados de la hacienda de los St. Clare; y el caballero al que pertenecen, a quien hay que remitir el dinero de su venta, es un miembro de la iglesia cristiana de Nueva York, que recibirá el dinero y seguirá yendo a celebrar la misa del Señor de él y de ellas sin pensárselo dos veces.

Estas dos, a quienes llamaremos Susan y Emmeline, habían sido las doncellas personales de una dama amable y pía de Nueva Orleáns, que les había educado e instruido esmerada y virtuosamente. Les habían enseñado a leer y a escribir, les habían instruido diligentemente en las verdades de la religión y habían vivido tan felices como les es posible a personas de su condición. Pero el hijo único de su protectora administraba sus bienes; los descuidos y el despilfarro le habían hecho endeudar mucho y finalmente quebrar. Uno de los acreedores más importantes era la respetable empresa B. & Co., de Nueva York. B. & Co. escribieron a su abogado de Nueva Orleáns, que embargó los bienes (estos dos artículos y una cuadrilla de braceros eran la parte más valiosa de ellos), y escribió a Nueva York para informarles. El Hermano B., que, como hemos dicho, era un hombre cristiano y residente de un estado libre, se sintió algo inquieto por el tema. No le gustaba comerciar con esclavos y las almas de las personas, claro que no; pero, por otra parte, había treinta mil dólares en juego, y eso era demasiado dinero para perderlo por un escrúpulo; así que, después de mucho meditar y pedir consejo a los que sabía que le dirían lo que quería oír, el Hermano B. escribió a su abogado dando instrucciones de que liquidara el negocio de la forma que le pareciera más adecuada y le enviase el producto.

Al día siguiente de la llegada de la carta a Nueva Orleáns, incautaron a Susan y Emmeline y las enviaron al depósito en espera de la subasta general a la mañana siguiente; y mientras las ilumina débilmente la luz de la luna a través de la rejilla de la ventana, podemos escuchar su conversación. Lloran las dos, pero cada una lo hace con el menor ruido posible para evitar que su compañera la oiga.

—Madre, descansa la cabeza en mi regazo a ver si puedes dormir un poco —dijo la muchacha, haciendo un esfuerzo por parecer tranquila.

—No tengo ánimos para dormir, Em, ¡puede ser nuestra última noche juntas!

—¡Ay, madre, no digas eso! Quizás nos vendan juntas, ¿quién sabe?

—Si se tratara de otras personas, me imagino que me lo creería también, Em —dijo la mujer—; pero tengo tanto miedo de perderte que no veo nada más que los peligros.

—Pero, madre, el hombre dijo que éramos fáciles de vender las dos, y que pagarían bien por nosotras.

Susan recordaba el aspecto y las palabras del hombre. Con unas nauseas mortales, recordaba cómo había mirado las manos de Emmeline y cómo había sopesado su cabello rizado y la había calificado como un artículo de primera. Susan había sido educada en la fe cristiana e instruida para leer la Biblia a diario, y tenía el mismo horror ante la idea de que vendieran a su hija para llevar una vida vergonzosa como cualquier otra madre cristiana; pero no tenía esperanzas; no tenía protección.

—Madre, creo que nos irá estupendamente si tú puedes encontrar un puesto como cocinera y yo como doncella o costurera con alguna familia. Seguro que sí. Pongámonos tan alegres y vivaces como podamos, y digámosles todo lo que sabemos hacer y a lo mejor tenemos suerte —dijo Emmeline.

—Quiero que te recojas el cabello mañana —dijo Susan.

—¿Para qué, madre? No tengo ni la mitad de buen aspecto así.

—Bien, pero te venderán mejor.

—No veo por qué —dijo la muchacha.

—Sería más fácil que te comprase una familia respetable si te viera sencilla y decente, como si no quisieras parecer guapa. Conozco su forma de pensar mejor que tú —dijo Susan.

—Entonces lo haré, madre.

—Y Emmeline, si no volviéramos a vernos más después de mañana, si a mí me venden en una plantación y a ti en otro lugar diferente, siempre acuérdate de cómo nos han educado y todo lo que te ha dicho el ama; llévate tu Biblia y tu libro de himnos; y si tú eres fiel al Señor, Él será bueno contigo.

Así habla la pobre mujer, muy desalentada; porque sabe que mañana cualquier hombre, por rastrero y brutal que sea, por impío y cruel, si tiene el dinero para pagarla, podrá ser el dueño de su hija en cuerpo y alma; y entonces, ¿cómo la muchacha va a ser fiel a Dios? Piensa en todo esto mientras estrecha a su hija entre sus brazos y quisiera que no fuera guapa y atractiva. Casi le parece un agravio recordar con qué castidad y pureza, muy por encima de lo habitual, la han educado. Pero no tiene más recurso que rezar; y muchas plegarias similares han salido de esas aseadas, limpias y ordenadas cárceles de esclavos, plegarias que Dios no ha olvidado, como se sabrá en un día venidero; porque está escrito: «El que escandalizare a uno de estos pequeños, más le valiera que le colgasen del cuello una piedra de molino y le hundieran en el fondo del mar
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».

Los suaves rayos de luna se asomaban fijamente, señalando las figuras dormidas con los barrotes de la rejilla de la ventana. La madre y la hija cantan juntas una endecha bárbara y melancólica, tan frecuente entre los esclavos como un canto fúnebre:

Oh, ¿dónde está María llorona?

Oh, ¿dónde está María llorona?

Ha llegado a la tierra prometida.

Está muerta y en el Cielo;

está muerta y en el Cielo;

ha llegado a la tierra prometida…

Estas palabras, cantadas con voces de una extraña dulzura melancólica, con una melodía que parecía un suspiro de desesperación terrenal tras perder la esperanza divina, flotaron a través de las oscuras celdas de la prisión con una cadencia patética, estrofa tras estrofa:

Oh, ¿dónde están Pauly Silas?

Oh, ¿dónde están Pauly Silas?

Se han ido a la tierra prometida.

Están muertos y en el Cielo;

están muertos y en el Cielo,

se han ido a las tierra prometida.

¡Seguid cantando, pobrecitas! La noche es corta y mañana seréis separadas para siempre.

Pero ya es de día y todos están despiertos; y el buen señor Skeggs está afanoso y alegre, pues hay muchos artículos que preparar para la subasta. Atienden rápidamente a su aseo y les instan a que pongan su mejor cara y se espabilen; y todos se colocan en círculo para una última inspección antes de que los conduzcan a la Lonja.

El señor Skeggs, con su sombrero de paja y su cigarro en la boca, camina entre su mercancía dando el toque final.

—¿Esto qué es? —pregunta, delante de Susan y Emmeline—. ¿Dónde están tus rizos, muchacha?

La muchacha miró tímidamente a su madre, que contestó con la discreta habilidad típica de su clase:

—Yo le dije anoche que se recogiera el pelo todo liso y aseado y no lo tuviera todo revuelto y rizado; parece más respetable de esta manera.

—¡Maldición! —dijo el hombre, volviéndose autoritario hacia la muchacha— ¡vete ahora mismo y enseña tus rizos de nuevo! —añadió, chasqueando una caña que tenía en la mano—. ¡Y vuelve enseguida!

—Ve tú a ayudarla —añadió a la madre—. ¡Esos rizos pueden suponer cien dólares más en la venta!

Bajo una magnífica cúpula, se encontraban hombres de todas las naciones, paseándose de un lado a otro sobre el pavimento de mármol. Alrededor de toda la zona circular había pequeñas tribunas o púlpitos para que las utilizaran los asistentes y subastadores. Dos de estas tribunas estaban ocupadas ahora mismo por unos brillantes y hábiles caballeros que animaban con entusiasmo, en una mezcla de inglés y francés, las pujas de los expertos en sus diferentes mercancías. Una tercera, en el otro lado y aún sin ocupar, estaba rodeada de un grupo que esperaba que llegara el momento de iniciar la venta. Y aquí podemos reconocer a los criados de los St. Clare: Tom, Adolph y otros; allí también están Susan y Emmeline, esperando su turno con caras ansiosas y desanimadas. Varios espectadores, con o sin intención de comprar, examinan y comentan sus diferentes cualidades y sus rostros con la misma libertad con que los jinetes comentan los méritos de un caballo.

—Hola, Alf, ¿qué te trae por aquí? —preguntó un joven petimetre, dándole golpecitos en el hombro a otro joven bien vestido, que examinaba a Adolph a través de un monóculo.

—Bien, buscaba un camarero personal y me enteré de que vendían el lote de St. Clare: pensé echar un vistazo a éstos…

—¡A buena hora iba yo a comprar alguno de los de St. Clare! ¡Son todos unos negros mimados, muy descarados! —dijo el otro.

—Eso no tiene importancia —dijo el primero—. Si yo los compro, no tardaré en bajarles los humos. Pronto verán que se las tienen que ver con un amo muy diferente a Monsieur St. Clare. Creo que compraré éste. Me gusta su aspecto.

—Ya verás cuánto te cuesta mantenerlo. ¡Es terriblemente manirroto!

—Ya verá el señorito que conmigo no podrá ser tan manirroto. ¡Espera que lo mande unas cuantas veces a la casa de castigo para que lo pongan en su lugar! ¡Ya verás si lo hago entrar en razón! ¡Oh, yo lo reformaré, cueste lo que cueste, ya lo verás! ¡Lo voy a comprar, estoy decidido!

Tom había estado examinando con añoranza la multitud de caras que lo rodeaba por si veía una que le gustaría fuera de su amo. Y si tú te ves alguna vez en la necesidad de elegir entre doscientos hombres a uno que fuera a ser tu amo y señor absoluto, quizás te dieras cuenta, tal como se daba cuenta Tom, de los pocos que hay a los que no te incomodaría pertenecer en cuerpo y alma. Tom veía gran cantidad de hombres: grandes, fornidos y hoscos; pequeños, vivaces y secos; altos, flacos y curtidos; y cada variedad de hombres gordezuelos y corrientes, que recogen a sus semejantes como se recogen astillas, para echarlas al fuego o guardarlas en un cesto con la misma despreocupación, según conviniera; pero no vio a ningún St. Clare.

Un poco antes de que empezara la subasta, un hombre bajo, ancho y musculoso, vestido con una camisa a cuadros abierta sobre el pecho y pantalones muy gastados y sucios, se abrió paso a codazos a través de la multitud como una persona que va a iniciar activamente alguna gestión; y, acercándose al grupo, comenzó a examinar sistemáticamente a sus miembros. Desde el momento en que Tom lo vio aproximarse, sintió un rechazo inmediato y nauseabundo, que aumentó al acercarse más. Era evidente que, aunque bajo, tenía una fuerza de gigante. Hay que reconocer que carecían totalmente de atractivo su cabeza redonda como una bala, sus ojos grandes y grisáceos con sus cejas hirsutas de color arena y su cabello crespo, tieso y quemado por el sol; su boca grande y ordinaria estaba inflada con tabaco y de vez en cuando escupía el jugo con gran energía y una fuerza explosiva; sus manos eran enormes, velludas, curtidas por el sol, pecosas, muy sucias y rematadas con unas uñas largas en una condición lamentable. Este hombre se puso a hacer un examen muy libre y personal de todo el lote. Agarró a Tom de la mandíbula y le abrió a la fuerza la boca para inspeccionarle los dientes; le hizo arremangarse para mirarle los músculos; le hizo darse la vuelta, saltar y botar para ver su agilidad.

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