Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
—Bien, primo, sé que es así —dijo la señorita Ophelia—; sé que ése era mi caso hasta que vi que era mi deber superarlo, pero estoy segura de haberlo superado; y sé que hay muchísimas buenas personas en el norte a las que sólo hay que enseñar cuál es su deber para que lo cumplan. Desde luego sería un sacrificio mayor aceptar a los paganos entre nosotros que enviarles misioneros, pero creo que lo haríamos.
—Sé que tú lo harías —dijo St. Clare—. ¡Me gustaría saber qué es lo que no harías si creyeras que es tu deber!
—Bien, no soy especialmente buena —dijo la señorita Ophelia—. Otros harían lo mismo si vieran las cosas como yo las veo. Tengo la intención de llevarme a Topsy a casa cuando me vaya. Supongo que sorprenderá a nuestra gente al principio, pero creo que se les puede enseñar a pensar como yo. Además, sé que hay muchas personas en el norte que hacen exactamente lo que tú has dicho.
—Sí, pero son una minoría; y si nosotros empezáramos a emancipar en grandes números, no tardarían en protestar.
La señorita Ophelia no respondió. Hubo una pausa de varios minutos, durante la cual una expresión triste y soñadora oscureció el semblante de St. Clare.
—No sé qué es lo que me hace pensar tanto en mi madre esta noche —dijo—. Tengo una sensación extraña, como si estuviera cerca de mí. Pienso todo el rato en las cosas que solía decir. ¡Es raro que estas cosas del pasado se nos presenten con tanta nitidez a veces!
St. Clare paseó de un lado de la habitación al otro durante unos minutos más y después dijo:
—Creo que iré a pasear por la calle unos momentos, para enterarme de las novedades de esta noche.
Cogió el sombrero y salió.
Tom lo siguió por el corredor hasta el patio y le preguntó si quería que lo acompañara.
—No, muchacho —dijo St. Clare—. Estaré de vuelta dentro de una hora.
Tom se sentó en el porche. Era una hermosa noche iluminada por la luna y permaneció contemplando las subidas y bajadas del agua de la fuente y escuchando su murmullo. Tom pensaba en su casa y en que pronto sería un hombre libre y que podría volver allí cuando quisiera. Pensaba que trabajaría para comprar a su mujer y sus hijos. Sentía los músculos de sus fuertes brazos con una especie de júbilo, ya que pronto le pertenecerían a él y podría trabajar mucho para conseguir la libertad de su familia. Luego pensó en su joven amo tan noble y a continuación, como siempre que pensaba en él, rezó la oración acostumbrada que siempre le dedicaba; después, sus pensamientos pasaron a la bella Eva, a quien imaginaba rodeada de ángeles, y siguió pensando hasta que casi le pareció que su cara radiante y su cabello dorado asomaban entre las aguas de la fuente. Y con estas meditaciones se quedó dormido y soñó que la veía corretear hacia él tal como solía hacerlo, con una corona de jazmines en el pelo, las mejillas sonrosadas y los ojos relucientes de gozo; pero mientras la miraba, pareció levantarse del suelo, sus mejillas adoptaron un tinte más pálido, los ojos un brillo profundo y divino, un halo dorado se ciñó en torno a su cabeza y desapareció de su vista; y a Tom le despertaron unos fuertes golpes a la puerta y el sonido de muchas voces.
Se acercó apresurado a abrirla; con voces ahogadas y pisadas lentas llegaban varios hombres portando un cuerpo envuelto en una capa, tumbado sobre una contraventana. La luz de la farola caía de lleno sobre el rostro, y Tom soltó un grito desolado de asombro y desesperación que resonó por todas las habitaciones mientras avanzaban los hombres con su carga hacia la puerta abierta del salón, donde aún se encontraba tejiendo la señorita Ophelia.
St. Clare había entrado en una cafetería para echar una ojeada a un periódico de la tarde. Mientras lo leía, se inició una riña entre dos caballeros presentes que estaban algo bebidos. St. Clare y uno o dos hombres más hicieron un intento de separarlos, y St. Clare recibió una puñalada mortal en el costado con el cuchillo de caza que estaba intentando arrebatarle a uno de ellos.
La casa se llenó de llanto, lamentaciones, quejidos y gritos, de sirvientes mesándose los pelos, tirándose al suelo o corriendo alocados de un sitio a otro, llorando. Sólo Tom y la señorita Ophelia parecían tener algo de serenidad, ya que a Marie le había dado un fuerte ataque de histeria. Bajo las instrucciones de la señorita Ophelia, se preparó rápidamente uno de los sofás del salón y colocaron allí la figura sangrante. St. Clare se había desmayado por culpa del dolor y la pérdida de sangre; pero mientras la señorita Ophelia le atendía, volvió en sí, abrió los ojos, los miró fijamente, miró intensamente el resto de la habitación, los ojos descansando nostálgicos en cada objeto, hasta detenerse por fin en el retrato de su madre.
Llegó el médico y lo reconoció. Era evidente por la expresión de su cara que no había esperanzas, pero se puso a curarle la herida y, con la señorita Ophelia y Tom, prosiguió con entereza en esta tarea entre los lamentos, sollozos y gemidos de los afligidos criados, que se habían congregado alrededor de las puertas y las ventanas del porche.
Ahora —dijo el médico— debemos echar a todas estas criaturas; todo depende de que se mantenga en silencio.
St. Clare abrió los ojos y miró fijamente a los pobres seres apenados a los que la señorita Ophelia y el médico procuraban echar de la habitación.
—¡Pobres criaturas! —dijo, y una expresión de amarga autocensura cruzó su semblante. Adolph se negaba absolutamente a marcharse. El terror le había privado de toda su presencia de ánimo; se lanzó al suelo y nadie podía persuadirle de que se levantara. Los demás cedieron antes las amonestaciones urgentes de la señorita Ophelia de que la salud de su amo dependía de su silencio y obediencia.
St. Clare pudo hablar poco; yacía con los ojos cerrados, pero era evidente que luchaba con amargos pensamientos. Después de un rato, puso su mano sobre la de Tom, que estaba arrodillado a su lado, y dijo:
—¡Tom, pobre hombre!
—¿Qué, amo? preguntó Tom vivamente.
—¡Me muero! —dijo St. Clare, apretándole la mano—. ¡Reza!
—Si quiere que venga un clérigo… —dijo el médico.
St. Clare negó enseguida con la cabeza y volvió a decir a Tom con mayor insistencia:
—¡Reza!
Y Tom rezó con toda su mente y todas sus fuerzas por el alma que se iba, el alma que parecía mirar tan fija y tristemente desde aquellos grandes ojos melancólicos y azules. Las oraciones se rezaron entre fuertes lamentos y lágrimas.
Cuando Tom dejó de hablar, St. Clare buscó y cogió su mano y lo miró muy serio, pero sin decir nada. Cerró los ojos, pero aún sujetaba la mano, ya que, a las puertas de la eternidad, la mano negra y la blanca se estrechan en igualdad. Murmuró para sí en voz queda a intervalos irregulares:
Recordare Jesu pie…
En me perdas… illa die
Querens me… sedisti lassus
Era evidente que las palabras que hubiera cantado aquella tarde acudían a su mente, palabras de súplica dirigidas a la Misericordia Infinita. Sus labios se movían a ratos y fragmentos del himno salían chapurreados.
—La mente le empieza a divagar —dijo el médico.
—¡No, vuelvo a
Casa
, por fin! —dijo St. Clare con energía—. ¡Por fin, por fin!
El esfuerzo de hablar lo agotó. Cayó sobre él la palidez de la muerte, pero con ella, como si se escapara de las alas de algún espíritu misericordioso, cayó una bella expresión de paz, como la de un niño cansado cuando duerme.
Así se quedó durante algunos momentos. Vieron que lo tocaba la mano de Dios. Justo antes de que partiera el espíritu, abrió los ojos y con un repentino destello como de alegría y reconocimiento dijo: «¡Madre!» y expiró.
Los desamparados
Nos enteramos a menudo de la aflicción de los sirvientes negros a la muerte de un amo bondadoso; y con razón, porque no hay criatura sobre la Tierra del Señor más absolutamente desvalida que un esclavo en estas circunstancias.
Un niño que pierde a su padre aún puede contar con la protección de los amigos y de la ley; es alguien y puede hacer algo, tiene derechos reconocidos y una posición; el esclavo no tiene nada. La ley lo considera en todos los aspectos tan privado de derechos como un paquete de mercancía. El único reconocimiento posible de los anhelos y necesidades de un ser humano e inmortal que se le concede es a través de la voluntad soberana e irresponsable de su amo; y cuando desaparece ese amo, no le queda nada.
Pocos son los hombres que sepan utilizar humanitaria y generosamente un poder totalmente irresponsable. Todo el mundo sabe esto, y el esclavo mejor que nadie, por lo que éste sabe que tiene diez posibilidades de que le toque un amo abusivo y tirano y una de que le toque uno considerado y bueno. Por eso el duelo por la pérdida de un amo bondadoso es, con razón, largo e intenso.
Cuando St. Clare expiró, todos los de su casa fueron presa del terror y la consternación. Cayó en un instante, en la flor y el vigor de la juventud. Cada habitación y cada pasillo de la casa resonaron con sollozos y gemidos de desesperación.
Marie, cuyo sistema nervioso se había debilitado por culpa de años de constante autoindulgencia, no tenía fuerzas para soportar el terror del golpe y, en el momento en que su marido exhalaba el último suspiro, ella pasó de un desmayo a otro, y el que había estado unido a ella por los misteriosos lazos del matrimonio desapareció de su vida para siempre sin la posibilidad siquiera de una palabra de despedida.
La señorita Ophelia, con una fuerza y un autocontrol característicos, había permanecido junto a su pariente hasta el final, toda ojos, toda oídos, toda atención; hizo lo poco que se podía hacer y se unió con toda su alma a las oraciones tiernas y apasionadas que pronunciaba el pobre esclavo por la salvación espiritual de su amo moribundo.
Cuando lo preparaban para el descanso eterno, descubrieron sobre su pecho un sencillo relicario, que se abría mediante un resorte. Contenía la miniatura de un noble y hermoso rostro femenino y, en la parte de atrás, guardado bajo un cristal, un mechón de pelo moreno. Volvieron a colocarlo sobre su pecho sin vida —¡polvo al polvo!—, un pobre recuerdo melancólico de sueños juveniles, que una vez hicieran latir tan deprisa aquel frío corazón.
El alma de Tom estaba repleta de la idea de la eternidad y, mientras atendía el cuerpo inanimado, ni una vez pensó que el golpe repentino lo había dejado esclavo sin esperanzas. Se sentía en paz respecto a su amo, pues en aquella hora en la que elevaba sus oraciones al seno de su Padre, sintió nacer dentro de él una respuesta de sosiego y promesa. En las profundidades de su propia naturaleza afectuosa, sintió la capacidad de percibir algo de la plenitud del amor divino, porque un antiguo profeta escribió: «el que reside en el amor reside en Dios y Dios en él». Tom tenía esperanza y confiaba, y estaba en paz.
Pero pasó el funeral, con todo su boato y su crespón negro, y sus oraciones y sus caras solemnes; y volvieron las oleadas frías y sórdidas de la vida cotidiana y surgió la eterna pregunta dolorosa: «¿Qué se ha de hacer ahora?».
Surgió en la mente de Marie mientras, vestida con sus sueltos vestidos matutinos y rodeada de ansiosos criados, permaneció sentada en un gran sillón inspeccionando muestras de crespón y fustán. Surgió en la de la señorita Ophelia, que comenzaba a dirigir sus pensamientos hacia su casa en el norte. Surgió, con terrores silenciosos, en las mentes de los sirvientes, que conocían bien el carácter insensible y tiránico del ama, en cuyas manos habían quedado. Todos sabían muy bien que las indulgencias que habían recibido no procedían del ama sino del amo y que, ahora que él se había ido, no habría ningún escudo entre ellos y cada tiránico castigo que podía idear un temperamento agriado por el sufrimiento.
Unos quince días después del funeral, mientras estaba ocupada en su cuarto, la señorita Ophelia oyó una débil llamada a su puerta. La abrió y allí estaba Rosa, la guapa cuarterona de la que a menudo hemos hablado, con el cabello desordenado y los ojos hinchados de llorar.
—¡Ay, señorita Ophelia! —Dijo hincándose de rodillas y cogiendo la falda del vestido de ésta— por favor, ¡vaya a hablar con la señorita Marie para interceder por mí! Me va a enviar a que me azoten, ¡mire! y le entregó un papel a la señorita Ophelia.
Era una orden, escrita con la delicada letra itálica de Marie, dirigida el jefe de una casa de castigo para que le infligiera a la portadora quince latigazos.
—¿Qué has hecho? —preguntó la señorita Ophelia.
—Usted sabe, señorita Ophelia, que tengo muy mal genio; no debería ser así. Me estaba probando el vestido de la señorita Marie y me dio un bofetón en la cara; y antes de pensar, le contesté con insolencia; y dijo que me pondría en mi sitio y que me enteraría, de una vez por todas, que ya no iba a ser un personaje tan importante como hasta ahora; y escribió esto y dice que debo llevarlo allí. Preferiría que me matase directamente.
La señorita Ophelia se quedó pensando con el papel en la mano.
—Verá usted, señorita Ophelia, no me importaría tanto que me azotaran si lo hiciera usted o la señorita Marie; pero ser enviada a un hombre y a un hombre tan desagradable! ¡Qué vergüenza, señorita Ophelia!
La señorita Ophelia sabía que era la costumbre universal enviar a las mujeres y a las muchachas jóvenes a casas de castigo, a manos de los hombres más despreciables —lo suficientemente viles como para dedicarse a esta profesión—, para que las desnudaran y pegaran de forma vergonzosa. Antes lo sabía, pero hasta ahora, que veía la pequeña figura de Rosa crispada por la angustia, no se había dado cuenta de lo que significaba. Toda la honrada sangre de la feminidad, la fuerte sangre libre de Nueva Inglaterra, se le subió a las mejillas y latía con amargura e indignación dentro de su corazón; pero con su autocontrol y su prudencia habituales, se dominó y, arrugando en papel con la mano, simplemente dijo a Rosa:
—Siéntate, muchacha, mientras hablo con tu ama. «¡Vergonzoso, monstruoso, un ultraje!», se decía a sí misma al cruzar el salón.
Encontró a Marie sentada en su poltrona con Mammy de pie a su lado, peinándola; Jane estaba sentada en el suelo delante de ella, frotándole enérgicamente los pies.
—¿Cómo te encuentras hoy? —preguntó la señorita Ophelia.
Como única respuesta, Marie primero dio un profundo suspiro y cerró los ojos un momento; después contestó:
—No lo sé, prima; ¡supongo que estoy todo lo bien que vaya a estar nunca! y Marie pasó por los ojos un pañuelo de batista con una gran extensión de bordado negro en la orilla.